En el verano de 2016, un holandés de cuarenta y un años con diabetes llamado Alexander Peter Cirk fue hospitalizado después de esperar diez días en un aeropuerto chino a una chica que había conocido por internet. Antes de ser ingresado en estado crítico, concedió una entrevista a un medio local, que le hizo fotos sentado en una silla del aeropuerto, descalzo y demacrado. Sobre su maleta, un par de calcetines; bajo su asiento, un envase de fideos instantáneos. El holandés no quería moverse de allí. La noticia se hizo viral en China y varios medios internacionales lo publicaron.
Ajena a todo, la china, llamada Zhang (o Alice, según la publicación que se lea) fue localizada en una clínica de otra ciudad, donde se estaba recuperando de una operación de cirugía estética. Zhang declaró que había conocido al holandés hacía tan solo un mes por internet y que en alguna de sus conversaciones había sobrevolado la posibilidad conocerse en un año, así que cuando él le envió la foto de unos billetes de avión sin ningún tipo de explicaciones, simplemente pensó que estaba de broma.
A su vuelta a Ámsterdam, como si volviera de recoger un premio, a Peter le esperaban algunos periodistas, a quienes les dijo que había tomado los pasos equivocados para conocer a la chica, que quizás no había sido el momento adecuado, que había conseguido su teléfono y que habían hablado durante más de cuatro horas para aclarar lo sucedido. «Me ha pedido que no lo vuelva a hacer».
Es lógico preguntarse si una vez instalado en la silla del aeropuerto, descalzo y acompañado por una botella de Coca-Cola de dos litros, se produjo un desplazamiento del deseo, si Alexander Peter Cirk llegó a querer que nadie apareciera, que nadie le sacara jamás de allí. Ya se sabe que una vez que empiezas a esperar, si lo estás haciendo bien, llega un momento en el que dejas de saber a qué estás esperando.
Tal vez en un estadio tan temprano de la decepción como a las dos o tres horas de llegar al aeropuerto, cansado y sin el teléfono móvil de la chica, Peter asumió que Zhang no iría a su encuentro y se liberó de toda esperanza, pero en lugar de irse a un hotel o de adelantar su vuelta a Ámsterdam, se sentó a esperar la nada. La nada misma.
Si hay algo más más humano que esperar la nada, eso es negar la realidad y mentirse a uno mismo. De hecho, no se es persona del todo hasta que no se niega algo evidente: que cada año hace más calor, que no eres el mejor del mundo en lo que dices que eres el mejor del mundo, que una relación no funciona, que eres un racista, que tus hijos no son superdotados, que un amigo apenas te contacta porque apenas se acuerda de ti, que tienes que pedirle a alguien disculpas por algo, que te han dejado plantado en China sin ni siquiera haber quedado, que estás lleno de prejuicios, que cada día eres más pobre o más feo o ambas cosas, que tienes problemas mentales o de adicción, que envejeces, que morirás, en fin, lo evidente.
A simple vista, muchas personas pueden dar la impresión de ser muy resueltas y de estar llenas de propósitos y de planes b, pero si nos acercamos un poco y las miramos con atención descubriremos que no es así, que en realidad son holandesas y están descalzas e inmóviles en un aeropuerto chino con los calcetines extendidos sobre una maleta dejando pasar la vida, esperando la nada.
En la película La historia interminable, la Nada es una niebla densa y amenazante que va ocupando cada vez más espacio y avanza implacablemente. Estos días mi hijo no deja de ver esa película. La ve a trozos: cada vez que se sienta en el sofá, coge el mando, le da a continuar y la película sigue y sigue hasta que la para y se pone a jugar a algo. Es una tortura. A mí no me gusta la película; de pequeña me pareció un tostón y de mayor también me lo parece. Es cierto que años después de verla me leí el libro y me gustó mucho. De aquel libro solamente recuerdo que había un niño, Bastián, leyendo con avidez en una especie de desván y que me encantaba que hubiera texto en varios colores. Ahora, ya mayor, me tengo que enfrentar de nuevo a esa musiquilla épica constante y a esos diálogos:
—¿Qué es la nada?
—Es el vacío que queda. Es como una desesperación que destruye este mundo.
Mi hijo escucha eso mientras se toma la merienda tan tranquilo: un Cola-Cao y un plátano. Yo lo escucho mientras me tomo un café y pienso en ese holandés acechado por la niebla densa y amenazante al borde del colapso posando para un fotógrafo con el bote de fideos vacío en el Aeropuerto Internacional de Chansha-Huanghua:
—La nada llegará de un momento a otro. Me quedaré aquí sentado y dejaré que me lleve a mí también —le dice el Comerrocas a Atreyu.
Y así pasamos las tardes.
***
Una de las fotografías difundidas por los medios chinos mostraba a Peter Cirk mirando al infinito, convertido en una obra viviente de Hopper, pero sin el magnetismo de las obras de Hopper. En la fotografía, Peter se encuentra solo en el centro de la composición, ocupando la mitad de un asiento en una fila de asientos vacía, una configuración que resalta el estado de soledad y desamparo que envuelve al holandés en la fase previa a su ingreso hospitalario y que nos puede recordar a la utilizada por Hopper en Compartimento de tren (1938), donde el asiento vacío parece querer hablar y funciona como un personaje más.
A la fotografía de Peter Cirk se accede a través de un par de calcetines negros en primer plano sobre una maleta enorme, unos elementos que enriquecen, sin duda, la narrativa de la imagen, nos sumergen en la dimensión de espera interminable y nos invitan a reflexionar sobre su verdadera esencia. La camisa remangada de Cirk, los brazos descansando sobre su regazo con una aparente falta de fuerza, que evocan sutilmente la languidez de los brazos de la mujer de Habitación de hotel (1931), un vaso con objetos que parecen pajitas sobre la maleta, que ha adquirido un papel de mesilla de salón, y unos neones indescifrables al fondo se combinan para acentuar la inquietud que impregna toda la escena.
Los personajes de Hopper suelen estar un poco inclinados hacia delante. Peter Cirk, en cambio, está ligeramente reclinado hacia atrás, como a gusto. Es precisamente ahí, en ese echarse para atrás, en esa sensación de comodidad y de aceptación del propio destino, donde reside la gran diferencia entre lo cirk y lo hopperiano.
En la obra de Hopper la introspección, la soledad y la melancolía se sostienen como fin en sí mismos. En sus lienzos hay un sentido del orden, no hay cosas por el medio, hay limpieza, no hay calcetines tirados. Sin embargo, al examinar la imagen de Cirk, lo que destaca junto con la sensación de abandono, es la de desastre y desaliño concentrados en ese pequeño recipiente de fideos instantáneos apenas visible bajo su asiento. En Hopper, lo inquietante no está a la vista.
Carmen Martín Gaite tenía cincuenta y cinco años cuando estuvo en Nueva York impartiendo un curso de cuatro meses en la Universidad de Columbia. Era el año 1980 y hubo una exposición retrospectiva de Hopper en el Whiney Museum de Nueva York, que Martín Gaite visitó varias veces. Durante su estancia en Manhattan, escribió en su cuaderno que ella era «como la mujer de un cuadro de Hopper, mientras pienso en él y siento un poco de melancolía y desarraigo, comiéndome una manzana en soledad».
La salmantina decía que su visión de Nueva York conectaba con la de Edward Hopper y que este le servía de guía y orientación, que le parecía «llevarlo al lado, como la presencia callada de un maestro», que Hopper viajaba con ella. En su obra Caperucita en Manhattan, escribió: «La gente que viaja en el metro de Nueva York lleva siempre los ojos puestos en el vacío, como si fueran pájaros disecados».
Decía Carmen Martín Gaite que se había obsesionado con Hopper, especialmente con la mujer de brazos caídos recién llegada a la habitación de un hotel que pintó en 1931. En Nueva York se sintió sola, pero acompañada por la soledad de los personajes de Hopper. La soledad hopperiana alberga la posibilidad de una nueva vida, de un nuevo comienzo; de algún modo, consigue conectar con los demás y reconfortar. La soledad que vemos en la fotografía de Cirk, sin embargo, es menos cinematográfica, está más desatada y no acompaña, no tiene esa capacidad. Es descorazonadora. Hopper está ahí, sí, en el Aeropuerto Internacional de Chansha-Huanghua, pero sin lo de Hopper.
Al final, va a ser cierto aquello de que la vida no es más que una larga búsqueda de alguien que nos busque. No sé cómo acabaría la historia de Peter y Zhang, si siguieron hablando o si volvieron a quedar o a creer que quedaban. He buscado al Peter Cirk de hoy en Google, en Instagram y hasta en LinkedIn, pero no he encontrado nada.
Nada de nada.