Sociedad

En marshrutka por Europa Oriental: adelanta como puedas

En marshrutka por Europa Oriental

Es complejo explicarlo sin gráficos animados, pero la imagen era algo así: una enorme caravana de coches atascada en una enorme avenida moscovita. Los cinco carriles hacia el centro están colapsados. Los conductores demuestran su impaciencia con acompasados bocinazos, hasta que un elemento subversivo rompe la armonía: una furgoneta atestada de pasajeros cruza la mediana, da la vuelta y comienza a avanzar marcha atrás por los otros cinco carriles vacíos hasta superar el embotellamiento. Infringe el sentido de la marcha, pero trata de disimularlo con la correcta orientación del automóvil. El acto delata la plena consciencia del delito, pero también una creatividad y una esperanza (la de no ser descubierto) dignas de admiración. Se trata de una marshrutka. Nada podría haber pervertido hasta tal punto las normas de circulación.

Fue precisamente en esa ciudad atravesada por autopistas y líneas de metro concéntricas, en esa Moscú pensada para ser surcada a cientos de kilómetros por hora, donde se inventó la marshrutka. Un medio de transporte que a lo largo de un siglo ha interiorizado los principios de la física y la urbanidad para recomponerlos a su gusto: la marshrutka domina su entorno y maximiza sus posibilidades de vencer al tiempo y los elementos.

Aunque ahora sea uno de los medios de transporte más canallas para conocer las realidades que violenta diariamente, su origen posee un elitismo olvidado y no del todo coherente con su naturaleza soviética: surgieron a finales de los 30 como grandes taxis (se usaban las glamurosas limusinas ZIS-101) con rutas predefinidas y normalmente solo asequibles para turistas. Ahora, sobre todo después de popularizarse con las privatizaciones de los años 90, las marshrutki son todo menos lujosas, pero conservan un rasgo que las hace imbatibles en cuanto a eficiencia (para sus propios intereses): solo parten cuando están llenas, avanzan a lo máximo que permita su motor por una ruta predefinida y solo se detienen bajo pedido del pasajero.

En marshrutka por Europa Oriental

Marshrutki de ciudad

Hasta aquí, más o menos la teoría. Reglas básicas, pero con un margen de improvisación muy alto. Cuando uno está en ciudades como Moscú, Kiev, Ereván o Tiflis, más o menos puede atenerse a cierta lógica, observarlas y arriesgarse a perder todo el día para acabar en un recóndito barrio de las afueras, pero sin mayores riesgos vitales.

Ahora, muchas de estas líneas urbanas vuelven a estar gestionadas por compañías públicas, con lo que su aspecto exterior posee una homogeneidad que acaba nada más entrar: el interior está personalizado al gusto del conductor, cuyo asiento es como un templo de la tradición local, enfundado en sofisticados cobertores y rodeado por cortinillas de encaje y estampitas de santos (suponemos que equivalentes ortodoxos de san Cristóbal) que velan por nuestra seguridad. Desde ese trono también resuena una música de ambiente, que suele estar entre rap caucasiano, típico de los bares de shisha, y la chanson rusa, típica de las cárceles. En los demás asientos, forrados con cálidas (y muy porosas) fundas que imitan la piel de algún animal estepario, se pueden intuir también las salsas y bebidas habituales de la gastronomía local, así como el genoma de sus gentes. En verano, es lo más parecido a viajar en una sauna y, en invierno, en una cámara de gas. El calor está garantizado en sus formas más desagradables.

En marshrutka por Europa OrientalSobre todo, porque, recuerde, la marshrutka solo sale una vez llena. La lógica indica que la gente se irá subiendo a medida que otros se apeen, pero eso no funciona siempre. De tan llenas, simplemente parece que tienen los cristales tintados de negro. No se ve nada más que un tumulto. Al abrir la puerta, sin la menor posibilidad de encajar a un nuevo humano, vuelven a violar las leyes de la física para comprimirlo contra cristales y asientos, sin que nadie rechiste. Al menos, dicen los más expertos, ahora el vehículo es lo suficientemente alto como para que los pasajeros vayan de pie y no en cuclillas, como era habitual.

Una vez dentro, queda entender otra particularidad local: cuánto y cuándo pagar. Mientras que en grandes ciudades se paga al entrar, en muchas otras se hace al salir, una reminiscencia de su condición de taxi y de la buena fe en el pasajero. En cualquier caso, este deberá iniciar un complejo mecanismo de pago: una cadena humana, que se contorsionará para hacer llegar los kopieiki al conductor.  

Marshrutki grand tour

Queda explicada la primera modalidad. Uno espera a que aparezca en cualquier punto del trayecto y, al verla, gesticula para que el conductor se detenga y lo empaquete. Son las marshrutki a las que hay que llamar. 

Pero hay otras, que te llaman. En su mayoría privadas, cubren trayectos interurbanos o incluso internacionales y son especialmente populares en las regiones inadecuadas, por tráfico u orografía, para un autobús. Primer indicio de las dificultades que acechan. 

Estas marshrutki grand tour se amontonan en una estación donde los conductores gritan en distintos idiomas (o, más bien, en ruso con distintos acentos) un destino y un precio. El viajero avanza entre ellos para dejarse seducir por la combinación acertada, no sin cierto interés por qué y quién le tocarán de camino. Algunos ofrecen recortar los tiempos (no dicen a costa de qué); otros incorporan paradas para apreciar un poco de folclore postsoviético; otros exhiben su Mercedes de imitación… Pero nadie ofrece seguridad. Los pasajeros dan por hecho que la habrá y los conductores, que no. Al entrar en una negociación sin ese factor, debes comprender que tu futuro ya no te pertenece. Han comprado tus datos.

Nos situamos al pie de la cordillera del Cáucaso, en Georgia, adonde la gente acude para practicar todo tipo de deportes de riesgo, pero sin saber que lo verdaderamente peligroso será llegar hasta la montaña. Ya encajado en los asientos, con un brazo fuera de la ventana para ganar libertad de movimientos y con la rodilla acariciando la barbilla (bajo las piernas va la mochila), sientes cómo la marshrutka zigzaguea entre coches para librarse de los atascos de Tiflis y poder desplegar sus verdaderas habilidades en campo abierto. Los movimientos son turbulencias más que derrapes.

Las estribaciones de la montaña descansan en lagos metálicos y esparcen las cada vez más escasas viviendas, mientras la carretera se va afilando como una flecha hacia el techo de Europa. El trazado penetra en los esponjosos brócolis de mansas cumbres, supera vetustos templos ortodoxos, da esquinazo a monumentos soviéticos y comienza a surfear desfiladeros amenazantes como la sonrisa de la muerte. Entonces, cuando los ojos se habitúan a ese magnífico escenario, se comprende que los coches que la marshrutka supera como simples piedras no son un elemento estático del paisaje. Todoterrenos, SUV y deportivos quedan atrás por igual, humillados por este fenómeno de la conducción determinado a ser el primero. 

En marshrutka por Europa Oriental

Solo va una hora de camino y el destino, Stepantsminda, queda aún a otras tres, en las que las condiciones no harán más que empeorar. De momento, los arcenes sirven de tercer carril, al que los automóviles se apartan cuando la marshrutka, como un Scalextric, se guía por la permanente doble línea continua. Las cerradas horquillas en pendiente son especialmente propicias para adelantar por el interior a hileras de tráileres, de tres en tres. No importa que el conductor de la marshrutka no tenga la menor visibilidad; basta con que él sea visto por quien viene de frente.

El trayecto gozaría del encanto de lo exótico si se desarrollara a bajas velocidades. Pero el conductor, normalmente de tantos kilos como años, exprime las marchas hasta el final, reduce y vuelve a acelerar con fruición, a todo lo que da su chirriante Mercedes. Es como un Pushkin del siglo XXI, hostigando a sus caballos hasta la muerte cuando cruzaba estos mismos pasos de montaña camino de Arzrum. La conducción es pura pasión, un acto de fe en uno mismo, sin nada que se interponga entre el piloto y el destino (en todas sus acepciones); solo los rebaños de vacas, defecando y rumiando a la vez en medio del carril, le hacen aminorar el ritmo. Pero al margen de estas «dueñas del Cáucaso», como alguno las llama, nada ostenta la suficiente autoridad como para detener la marcha: ni los delicados puentes, ni el vértigo ni las obras son óbice para decelerar, sino solo un incentivo para usar la bocina y exprimir la pericia. Ni siquiera una llamada de teléfono o responder un whatsapp le hacen bajar el ritmo. Fuma impasible, con el cigarro consumiéndose a la intemperie cada vez más fría. Habla con una pasajera, que ríe, fotografía el paisaje y lee un libro, como si estuviera en una cafetería. 

En marshrutka por Europa OrientalHe ahí, por cierto, el rasgo definitorio de los verdaderos caucasianos: dejan el instinto vital en sus casas. Mientras el vehículo centrifuga por las montañas, ellos son capaces de conversar tranquilamente, leer o dormir. Los extranjeros, no. Los extranjeros logran canalizar todos los impactos, giros y achaques del vehículo hacia sus propios nervios. Sin cinturón de seguridad, aferrados al asiento delantero o a la ventanilla abierta, ya han dejado de contemplar la poderosa naturaleza para concentrarse en el trazado de la carretera. Conscientes de que su vida ya no les pertenece, cuentan los minutos para llegar y se preguntan con qué descalabrados movimientos les podrá sorprender la conducción. Cuando parecen haberlo visto todo, cuando los límites para adelantar y acelerar por la gravilla húmeda parecen ya rebasados, la audacia del conductor siempre logra ir un paso más allá.  

En este momento, también está a punto de cambiar otro de los preceptos clásicos del aventurero de boquilla: lo que importa es el viaje, el proceso, el recorrido, se dicen quienes todavía no se han subido a una marshrutka. Pues no. Lo que importará a partir de ahora será llegar sano y salvo, cuando sea. Esta revelación forja una complicidad íntima con aquellos que también venían a experimentar, con su superioridad occidental, las costumbres locales. Cruzan miradas preguntándose: ¿tú también ves esos enormes camiones?, ¿lo conseguirá?, ¿lo va a intentar de nuevo?…

Siempre lo intenta, como el ludópata que se sabe en racha. La marshrutka es como la perfecta combinación de la montaña y la ruleta rusas. Victoria o muerte. Cada curva es como un cartucho vacío menos: tanto un alivio como la reducción de posibilidades de seguir vivo. Esto no es una cuestión de estadísticas, sino de voluntad.  

Por eso, uno entiende que hay que creer, que debe acelerar espiritualmente, encomendarse y apoyar con toda su alma la labor del conductor, sin desestabilizar el frágil equilibrio que sostiene su salvación. Solo después de pasar una mañana en una marshrutka caucasiana, uno entiende el valor de haber alcanzado su destino y siente haber culminado un ochomil. Las agujetas en la mandíbula y el cuello durarán para siempre.

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