«La felicidad es la tranquilidad. Cuando estás tranquilo, apacible, sereno, no le pidas más a la vida», afirmaba Luis Mateo Díez, el nuevo Premio Cervantes, en la rueda de prensa celebrada con motivo de este logro del vasto universo de las letras españolas. Quizás lo abstracto de esta cuestión sea que para cada cual esa calma tenga un rostro o unos entornos diferentes, y que incluso se camufle de aquello que puede procurar cierto malestar en función del estado anímico en el que uno se encuentre: el placer inmediato que ofrecen las copas de vino de más, una rave de techno hasta las nueve de la mañana, una aplicación que calcula el total de calorías ingeridas en el día o las citas insulsas cuando lo que en realidad se busca es la ternura del afecto. «Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera. Entretanto, ¿puedo decir hasta qué punto estoy en contra?», se planteaba Alejandra Pizarnik en El infierno musical. Otros impostores, si bien son inofensivos, como los reality shows en los que las parejas se pelean y se reconcilian en islas paradisíacas, las comedias románticas, los programas de true crimes o los vídeos de personas que visitan restaurantes, tampoco consiguen ofrecer resultados duraderos.
En definitiva, existe gran variedad de atajos a los que recurrir en esa búsqueda de la tranquilidad y, por ende, de la felicidad, que es ―y quizás siempre ha sido ― un auténtico campo de minas. De este anhelo y de la imposibilidad de alcanzarlo nace una palabra de apariencia inocente, cuyo significado original es en realidad crudo y punzante por enfrentar directamente a quien la pronuncia con su propia vulnerabilidad. Proviene del latín refugium y se traducía a través de dos acepciones, como la acción de huir hacia atrás y como la denominación de un lugar al que se acude cuando se huye. Hoy es, en pocas palabras, el lugar escogido cuando se siente miedo y se busca amparo o protección ante las posibles amenazas.
Ítaca y el verdor de la comarca
Una de las opciones más recurrentes cuando la vida se pone fea es volver a la casa en la que se creció, en caso de que exista esa posibilidad. Alberga en el estómago un sentimiento de consuelo y de abrazo del yo pasado pretérito que ofrece la oportunidad disociarse de las incertidumbres del presente.
De hecho, existe un término japonés, furusato, que hace referencia a un lugar al que siempre se desea regresar precisamente porque se considera un hogar. Esto puede ser así porque se nació allí o simplemente porque se conservan en la memoria las agradables sensaciones y recuerdos que se vivieron en dicho espacio. Esta sensación incrementa por la intervención subjetiva de la nostalgia y la idealización de dichos momentos y detalles.
Posiblemente, un ejemplo claro de furusato en la ficción sea el incontable número de ocasiones en las que Samsagaz le repite a Frodo en El Señor de los Anillos lo mucho de menos que echa la Comarca, lo verde que son sus praderas, la frondosidad de sus valles y la bondad de sus habitantes. Tanto es así que lo repite hasta al borde de la muerte, deseando que, al fin del relato épico del viaje del héroe, pueda reencontrarse con su Ítaca personal ―o su idea de la misma―, aunque sea en otra vida.
Sin embargo, la guarida natal no es el único caso frecuente, ya que los refugios adoptan muchas formas y atributos. Para algunos poetas, artistas y escritores han sido las paredes rojas de Marrakech o los rascacielos de Nueva York. En el caso de tantos mortales en busca de respuestas, largos pasillos repletos de cuadros, fotografías. A veces los refugios son chiquitos y caben en un rincón o en la palma de una mano. Otras veces tienen páginas, teclas de ordenador, notas musicales o metraje en una sala a oscuras. Quizás ladran o maúllan. A menudo tienen nombres propios.
El precio del cemento
Para muchos, el refugio se encuentra en la independencia y el desarraigo que ofrecen las metas y aspiraciones personales. Quien se dedica a escribir halla consuelo en las palabras, quien canta, en sus cuerdas vocales y, quien programa, en ese mundo paralelo de letras, signos y números tan diferente a aquel en el que se vive. La ventaja de estos trabajos y aficiones es que se pueden practicar por cuenta propia y no dependen tanto de otros cuando se están llevando a cabo: son aquellas tareas que se disfrutan a pesar de que nadie esté mirando o aquellos sueños por los que se luchó desde la infancia o adolescencia. Sin embargo, estos anhelos y talentos no siempre van acompañados de condiciones socioeconómicas que permita desarrollarlos y ni siquiera de una vida digna, lo que conduce a buscar nuevos caminos y cambios de escenario.
Este amparo puede materializarse en un pueblo, aunque muchas veces falle en su cometido. Por ejemplo, La Escapa, el pequeño núcleo rural de nombre ficticio y revelador en el que se cobija Nat (Laia Costa) en la película Un amor (Isabel Coixet), reciente adaptación de la famosa novela de Sara Mesa. La protagonista, como su perro, Sieso, es un animal herido, lleno de cicatrices, incomprendido y maltratado, que lejos de ser peligroso no es más que eso: un amor. Sin embargo, el dolor ajeno, la precariedad y a saber qué más hace de ella un ser solitario que busca un lugar cálido en el que guardarse. Nat persigue el sosiego y, como suele ocurrir, se cruza en cambio con un montón de personas y de acontecimientos que la hacen sentir todavía más desamparada e incomprendida, incluso en un entorno rural y calmo, que es precisamente aquello que desde las ciudades se asocia en tantas ocasiones con lo pacífico.
No es de extrañar que tanta gente joven esté regresando —o refugiándose— en los pueblos y en las ciudades de provincia. Una generación marcada por crisis económicas y una continuada serie de catastróficas desdichas no permite que aquellos que la componen puedan desarrollar sus proyectos vitales ni vivir el día a día sin sobresaltos. En la serie The Architect (Kerren Lumer-Klabbers) la distopía que se plantea ―comenzar a vivir en garajes como consecuencia de los abusivos precios del alquiler y de los prácticamente imposibles requisitos para optar a una vivienda digna―, aterroriza precisamente por la dosis disminuida de ficción que resulta tener. Algo que debería ser una barbaridad parece perfectamente realizable y, tras verla, uno se hecha a temblar pensando en la maravillosa idea que puede haberle proporcionado a más de uno. Las grandes ciudades dejan de ser ese entresijo de calles al que uno se marcha para cumplir sus sueños y tener una vida mejor y comienza a percibirse como una trituradora de carne que acabará con las energías y esperanzas de uno.
Por eso, para no plantearse que, en un garaje, después de todo, no se está tan mal, ni hace tanto frío, los jóvenes se mudan a pequeñas localidades, hasta hace poco tan desprestigiadas y que ahora pasan a romantizarse e insertarse en un marco bucólico. Se ha pasado del «Nunca podría vivir en el campo, yo quiero neurosis y supermercados» de Sidonie o las eternas dedicatorias de Sabina a Madrid, a narrativas como Tierra de mujeres (María Sánchez), cuya lectura verdaderamente da ganas de mandar todo a freír espárragos y reconectar con un ritmo de vida más humanizado y menos individualista. Iconos generacionales como Rodrigo Cuevas demuestran que una vida en el campo es posible sin tener por ello que sacrificar las aspiraciones culturales y sociales, ni verse abocado a convertirse en un aburrimiento por ello.
Desde cierta perspectiva, este repunte de la popularidad de los pueblos y estas ansias repentinas por vivir en ellos en quienes jamás han pisado uno, puede parecer una frivolidad propia de niños pijos. De algún modo, representan el postureo de quien enaltece la vida rural sin haber ordeñado jamás una cabra o una vaca, ni tener ni idea de cuáles son las frutas y verduras de temporada, ni de experimentar el dolor de espalda tras haber estado vendimiando o recogiendo las nueces y avellanas que se esconden entre la hierba. Probablemente aquí resida parte de razón y sea cierto que esta búsqueda de la calma venga acompañada de un componente de clase, ya que gran parte de estos jóvenes no necesitan trabajar la tierra para vivir en ella. Sin embargo, también puede resultar atrevido culpar a quienes están intentando encontrar esa serenidad en tiempos convulsos y, en definitiva, una vida posible.
Cobijos humanos
Como seres sociales, la búsqueda de la tranquilidad en los semejantes está presente desde el nacimiento de la humanidad, aunque los códigos hayan mutado. Los discípulos de Jesucristo le seguían por tierras conocidas y lejanas escuchando con atención y regocijo cada palabra, hallando consuelo y calidez en las promesas de que algún día será más luminoso, de que las recompensas llegarán y nunca estarán solos. Hoy, son los contactos de emergencia de la agenda del móvil, aquellos en los que se piensa primero cuando hay una buena o una mala noticia, los brazos entre los que se libera un berrinche o con quien se tiene la suerte de dormir a pierna suelta a pesar de que el mundo esté en llamas.
Josep María Esquirol dedicaba en su ensayo Humano, más humano un capítulo entero a la naturaleza de los nombres propios y concluye teorías como que «no hay mejor revelación del humano que la del nombre y que, por eso, no querer dar nombre a un niño constituiría una forma de violencia», o que «una mirada que te reconoce es ya una mirada que dice el nombre». De esta forma, se entiende que existen miradas y, por tanto, nombres propios, que son un refugio en sí mismos. Los nombres propios favoritos ya nunca vuelven a su forma polivalente porque cuando suenan en bocas ajenas o en la propia, ya siempre se piensa en un rostro concreto y en ninguno más. Margarita y Pepe, si se enamoran, ya nunca podrán nombrar a otros sujetos con el mismo nombre sin pensar en la mirada predilecta. Esos nombres preferidos de persona funcionan como un albergue que, además, tiene manos, palabras y ojos. En los brazos adecuados, la ansiedad que inyecta la incertidumbre, desaparece por un rato. Incluso cuando esas personas queridas no están, siguen amparando en el recuerdo, funcionando como un seno eterno al que regresar. De hecho, la dedicatoria de Humano, más humano, hace referencia precisamente a ello:
A mi madre, que me cuidó desde el principio,
A mi padre, que me amparó hasta el final.
Posiblemente, los refugios humanos son aquellos a los que más acude la sociedad en general y una generación que no suele encontrar consuelo en la estabilidad laboral ni en planes de futuro, en particular. En ocasiones habrá rostros con forma de auxilio fallido y, en otras, el abrazo se prolongará toda la vida. Con todo, tal y como decía Luis Mateo Díez en la misma entrevista que se presentaba al inicio, «la vida es incómoda, pero merece la pena».
«…del basto universo de las letras españolas.» La diferencia de una letra.