De Hércules contaban los viejos mitos griegos que, tras el cumplimiento del décimo de los famosos doce trabajos que le impusiera su primo, el rey Euristeo, y antes de encargarse del undécimo, encontró tiempo para esculpir los Pirineos. Relata esta historia que el semidiós había robado el ganado de Gerión en la isla Eritea, actual Cádiz, y en el camino de vuelta hacia Micenas, tras cruzar toda la península ibérica, fue invitado en Llívia por el rey Bebricio, monarca de los bébrices, un «clan del oso» llegado de Baviera, desde donde había traído a Iberia la cultura del hierro. El rey tenía una hija llamada Pyrene. Hércules se enamoró perdidamente de ella, y la sedujo. De su fogosa cópula nació, ay, una serpiente. Y aquella princesa, horrorizada, huyó al bosque, donde fue devorada por las bestias. Hércules, al conocer la noticia, partió detrás de ella, pero solamente encontró su cadáver. Furioso, incendió el bosque entero, a modo de gigantesca pira funeraria; y después, con la ayuda de los titanes, acopió todas las piedras que encontró a fin de levantar un enorme túmulo, digno de su amada. Formó, de tal modo, una gran cordillera y le dio un nombre derivado del de la fallecida. De Pyrene, Pirineos. El mito termina relatándonos que Hércules, fortachón pero sensible, lloraba mientras levantaba aquel sepulcro orográfico. Y sus lágrimas, al caer al suelo, dieron lugar al tesoro de los ibones, los lagos pirenaicos.
Hasta aquí la mitología. La geología y la historia, más prosaicas, nos explican el origen glaciar de tales lagos, que vemos describir así en Los ibones: los ecosistemas subacuáticos menos conocidos del Pirineo aragonés: «cuerpos lagunares de pequeño tamaño, perfectamente abarcables con la vista», en los que «el agua que los rellena, cuya fuente está en el deshielo del manto nival de la montaña, llega a sus cuencas tanto por vía superficial como freática». Su nombre es un aragonesismo absorbido por la lengua castellana, aunque su etimología parece euskérica; común, al menos, a la del vasco actual ibai (‘río’). En origen, ibón designaba los manantiales en los que el agua mana a borbotones desde el interior del terreno, lo que provoca una charca o laguna allá donde aquel es una depresión. En los Pirineos todos hay censados ciento noventa y siete ibones; ciento noventa y siete lagos de todos los tamaños y accesibilidades. Para ellos, una campaña turística aragonesa ha llegado a acuñar un verbo privativo: ibonear.
«Soberbio complemento del paisaje son los ibones o lagos formados por las heleras o por la dislocación de tierras. En las explanadas, en los sitios más escabrosos, entre quebradas, tajos, gargantas y cantaleras, se pueden contemplar», se escribía en un reportaje sobre Panticosa en el diario El Sol, en la fecha sobrecogedora —por lo que hoy sabemos que era inminente— del 5 de mayo de 1936. Ya entonces se iboneaba, y excursionistas como José García Mercadal se dejaban maravillar por ibones como el de Estanés, «tan azul en su quieto espejo, y tan rodeado por marco de verdores», leemos en ABC, en 1929, que «se nos antojaría como un ventanal abierto sobre eternidades insondables». Casi medio siglo atrás, Hipólito Taine se recreaba a su vez, en su Voyage aux Pyrenées, en «el agua verde, trescientos pies profunda», del lac de Gaube, con sus «reflejos de esmeralda», en los que «las cabezas calvas de los montes se miran con serenidad divina»; en «el bosque, revestido de un vapor azulado, [que] sumerge los pies en sus frías aguas»; en la estampa del «enorme Vignemale, manchado de nieve»; en la brisa que a veces «despeina» y hace ondular todas esas «grandes imágenes», espejo telúrico que podría serlo de «la Diana griega, la virgen salvaje y cazadora».
En sendos ibones, el de Astún o las Truchas y el de Escalar, nacen gemelamente las aguas del Aragón, el río que da nombre a la región que atraviesa hasta su desembocadura navarra en el Ebro. En Recuerdos de mi vida, sus memorias, un navarro que siempre se sintió aragonés, Santiago Ramón y Cajal, evoca el arrobo romántico que en su juventud le despertaban aquella cordillera y ese «río sagrado del solar aragonés; el que fecundó las tierras conquistadas por nuestros antepasados; el que dio nombre a un gran pueblo y hoy simboliza aún toda su historia»; «ancho cauce de la patria aragonesa» a cuyas orillas «vegetó humilde, pero valerosa y libre», una «raza montañesa» que luego desembocaría a su vez, «a impulsos de altos móviles políticos, en el dilatado mar de la patria española». Abrigaba el nobel español el «sueño dorado» de «remontar el río sagrado» y «descubrir sus fuentes e ibones»; ibones que se imaginaba como «lagos cristalinos y serenos como espejos, bordeados por altísimos acantilados y tajantes y pintadas rocas, adornadas por irisadas cascadas, y en cuyas orillas moren genios, sílfides y ondinas».
No hay «irisadas cascadas» en el Astún ni en el Escalar, ni por supuesto, genios, sílfides ni ondinas, pero sí la condición cristalina y serena, propicia a un filosófico recogimiento. Son los ibones primeros, y los dos españoles, los que hoy recorre una de las rutas emblemáticas del entorno de Canfranc: la de los Siete Ibones, que parte de la estación de esquí de Astún y discurre seguidamente por lacs franceses: Paradis, Castérau, Bersau, Gentau, Du Miey y Roumassot. Aproximaciones a los Pirineos no las hay mucho mejores que esta: en ella se le ofrece al excursionista algo así como unos Pirineos quintaesenciados, y, además de los ibones, un despliegue de asombrosas panorámicas en las que descuella el imponente perfil del Midi d’Ossau, una de las cimas icónicas de la cordillera, de la que su estampa más típica es su reflejo en alguno de los lagos desde los que es visible.
Con su forma de vela, el solitario, negro —color que testimonia el volcán que un día fue—, prominente Midi evoca un barco que navegara las aguas lacustres. Es esta una de esas peñas que hacen despertar una lejana sombra de duda en el ateo más recalcitrante; sospechar, tras de ella, no la deriva ciega de un polvo cósmico sin autores, sino la mano diestra de un artista, de un demiurgo. De la primera ascensión se cuenta una historia seguramente apócrifa, pero que contiene algo verosímil: la obsesión de un hombre por desvelar el misterio cautivador de su silueta. Se trataba de un pastor anónimo del valle de Aspe que veía todas las tardes la sombra del Midi estirarse hacia su cabaña, dejando siempre la punta al borde de su puerta, como invitándolo. «Hóllame». Se decidió a hacerlo y lo hizo. Corría el año 1787. Dejó en la cima, por encargo del geólogo Reboul, un montón de piedras.
El nombre alternativo del Midi d’Ossau es otra leyenda. En la zona siempre se lo conoció como el Jean-Pierre; lo Jan Pèir, en el occitano local. Y esos Jean y Pierre, Jan y Pèir, habrían sido dos hermanos mellizos, pastores también, que tenían la misión, que iban cumpliendo, de contener la invasión de los bárbaros. Jean era pequeño y alegre; Pierre, en cambio, un coloso taciturno. Un día, un gran estruendo espantó a su rebaño, y a Jean lo mordió una cabra. Pierre corrió a rescatarlo, pero entonces una bruja los apresó y se los llevó a su guarida subterránea. Los bárbaros, ahora, tenían el camino despejado y asaltaron aquellas tierras, abatiéndose con saña sobre los hombres y las bestias. Por fortuna, los hermanos lograron escapar: saltaron de las entrañas de la tierra portando espadas de fuego, la emprendieron contra los extranjeros, y consiguieron matar hasta al último de ellos. Para inmortalizar estos hechos, las hechiceras, admiradas, transformaron a los dos hermanos en una sola montaña con dos cumbres: el Petit Pic (Jean) y el Grand Pic (Pierre); los dos picos que hoy le vemos al Midi d’Ossau.
En 1843, el cronista de una expedición exitosa al Midi, liderada por el duque de Montpensier, enumeraba así lo visible desde la cumbre, incluidos los siete ibones: «Nuestros ojos abrazan España, dominan un centenar de montañas, siete u ocho lagos azules, que parecen dormir a nuestros pies, distinguen Pau, adivinan Auch y su imponente catedral». Era aquel un tiempo de pioneros, peregrinos de un edén sin caminos trazados, bautistas de accidentes geográficos sin nombre, visitantes de lo aún no turístico a los que un ibón les pareciera, como vemos metaforizar a un escritor en el Bulletin Pyrenéen en 1901, «tal que un espejo que un hada poderosa hubiera dejado allí olvidado, entre la vegetación». Era el lago en cuestión el de Roumassot, por él llamado d’Ayous, y así describía su visión edénica, que en nosotros despierta, más de un siglo después, una fortísima envidia, un pensar quién tuviera una máquina del tiempo para poder ibonear, no hoy, sino entonces:
Por todas partes brotan fuentes de agua clara y fresca. El lago resplandece a la luz del sol y en sus honduras azules se refleja, trémulo, el duplicado pico de Ossau. Uno se quedaría fascinado, inmóvil por el hechizo, si unas grandes truchas, al enterarse de su presencia, no vinieran a verlo, y luego, satisfecha su curiosidad, no se alejaran tras haber perturbado con un golpe de cola el lustre del agua. Más abajo, un segundo lago; luego, un tercero. El mismo efecto, pero el pico crece, y parece hundirse más. La meseta escalonada sobre la que se asientan los lagos de Ayous está protegida de todos los vientos; el aire es puro, incomparable el paisaje. Una suave sensación de bienestar se apodera de uno, y, tras un buen tentempié, es inevitable echarse una siesta.
No estaba llamado a ser de mucha siesta el siglo que comenzaba entonces, con sus dos guerras mundiales. Estos parajes de frontera conocieron bien la aventura de la Resistencia, las hazañas del maquis y los gambitos de quienes —represaliados, judíos, trabajadores forzados, etcétera— utilizaron sus senderos recónditos para, con la ayuda de pastores, contrabandistas, guardabosques, cazadores de rebecos o labriegos de los pueblos rayanos, escapar de la ocupación nazi y tratar de allegarse al norte de África, donde unirse a la Francia Libre de De Gaulle. Hoy hay así llamados chemins de la liberté que ofrecen al turista seguir aquellos pasos. El más conocido discurre entre Saint-Girons (Ariège) y la localidad catalana de Esterri d’Àneu, pero hay otro en el valle de Aspe: una ruta que une Lhers (Francia) y La Mina (España) por el Col de la Cuarde, organizada desde 2004 por la asociación cultural Trait d’Union de Oloron-Sainte-Marie. En el aparcamiento en el que se inicia la ruta, un panel pensado sobre todo para los más jóvenes trata de poner al lector en el pellejo de aquellos fugitivos:
Para los aspirantes a cruzar, la primera dificultad es dar a conocer sus intenciones. Entonces comienza la espiral de la huida: alojamiento clandestino, ponerse en manos de un porteador, caminar por las montañas de noche, a menudo con mal tiempo, por seguridad. El miedo constante a equivocarse de ruta, a ser pillado por una tentativa de infiltración de una red de evasión, a ser interceptado por una patrulla alemana, ejecutado en el acto, detenido o deportado. Escapar no era solo una hazaña personal. También ponía en peligro la vida de quienes participaban en la evasión: fugitivos, porteadores y cómplices. Casi cuatro mil hombres fueron detenidos en las montañas y más de mil perecieron.
Pero seguía parándose, a veces, en los ibones, en medio de aquel infierno del que los lagos aún podían ser esquirlas encastradas de paraíso. Elisabeth Hirsch, asistente social y responsable en Lyon de la Œuvre de Secours aux Enfants (OSE), una asociación creada durante la Segunda Guerra Mundial para el rescate de niños judíos que logró salvar a varios miles de ellos, evocaba así años más tarde —incluyendo un lago en el relato, y una siesta a su orilla— un periplo, por ella liderado, de refugiados judíos hacia España, a fin de embarcar allí en dirección a Palestina:
Hacemos las maletas. Somos doce niños y cinco adultos, además de seis porteadores. A la mañana siguiente, a las seis, la expedición está lista. Todo lo que llevamos como equipaje es comida y algunos artículos para los niños. Cuando partimos, el sol está saliendo y el día se presenta hermoso. Los porteadores echan a andar y los niños los siguen inmediatamente. El líder de los porteadores es un viejo campesino español que reparte un bastón a cada niño. Los niños, al principio, disfrutan caminando como auténticos alpinistas, pero pronto dejan de hacerlo, porque quieren correr, moverse más deprisa. A las diez, nuestro pequeño mundo está cansado. Afortunadamente, nos allegamos donde el maquis, donde nos tienen que dar permiso para cruzar. Mientras los porteadores arreglan los trámites del paso, nosotros charlamos con los maquisards. Ya han visto pasar a varios de nuestros convoyes de niños, y nos aseguran que se aproxima el final de la tormenta. Tras tomar bebidas calientes ofrecidas por los maquisards, partimos cantando: «Solo es un hasta pronto, hermanos míos, solo es un hasta pronto», etcétera.
[…] A mediodía, almorzamos junto a un lago. Se declara la siesta obligatoria. Después, el paseo continúa hasta el anochecer, con la excepción de una breve parada para tomar un tentempié y, de vez en cuando, una pausa que dura el tiempo suficiente para repartir un terrón de azúcar empapado en coñac o limón […]
Han visto de todo los ibones del Pirineo desde que Hércules los llorara, y seguirán viéndolo. El gran combate de nuestros días es que pase muchísimo tiempo hasta que vuelvan a ver el horror de la guerra, la evasión de unos niños amenazados de gaseamiento; que no cierren solo un ojo las siestas a sus orillas. Y que Jean y Pierre, Pierre y Jean, pastores katejónicos, sigan protegiéndonos, el uno con su alegría, el otro con su fiereza, de la invasión de los bárbaros.
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