«¿Verdad o ficción?». La primera conversación que aparece en Anatomía de una caída versa sobre una disyuntiva tan interesante como incontestable. Y no solo por la cuestión en sí, sino por los términos que confronta. ¿Acaso la ficción no es también, en parte, la verdad de su autor? Eso, si se trata de responder a la pregunta específica que se plantea en el film… Pero además cabría cuestionarse si cualquier obra inventada no encierra en su propia naturaleza un sustrato verídico. «Para empezar a inventar necesito algo real», expresa la novelista que está siendo entrevistada, aseverando que en sus libros, sus historias provienen de sus experiencias. Para Justine Triet, que dirige y escribe la mayoría de sus largometrajes, parece que este sea también su centro de interés: diseccionar esa fina línea que intenta separar verdad y ficción, una dicotomía sobre la que se sostiene cualquier comportamiento humano. Precisamente en esa dualidad se adentra Anatomía de una caída, explorando la forma en que la ficción es un constructo que parte de lo real, se modifica, se configura y se moldea como si se tratase de un trozo de plastilina. Y no hay nada como un drama judicial para poner en entredicho esto de la verdad.
A lo largo de toda su filmografía, Justine Triet ha emprendido un viaje en el que se sumerge en los laberintos y recovecos que surgen en las relaciones humanas, en la privacidad (indemostrable) del tête-à-tête. La directora ejerce de forense fílmica y crea una particular forma de trasladar a la pantalla esa inevitable dualidad: un método que ha ido depurando con cada uno de sus largometrajes. En Los casos de Victoria (2016), una neurótica y psicosomática abogada penalista, en plena crisis sentimental y personal, aceptaba defender a un amigo acusado del intento de asesinato de su novia. Lo que podría haber sido un drama judicial al uso, con más comedia de la esperada para cualquier cinta que no fuera francesa, derivaba en un extraño relato sobre la frágil separación entre lo público y privado que ponía en cuestión la imparcialidad del sistema judicial. En El reflejo de Sibyl (2019) también se tambaleaban los cimientos de lo personal y lo profesional cuando una terapeuta algo insegura y obsesionada con un romance anterior decidía dejar a todos sus pacientes para poder retomar su carrera de novelista. En ambos relatos, las experiencias de sus protagonistas eran el germen de ficciones que acabarían siendo libros y, por tanto, terminaban siendo personajes dentro de la propia ficción que es la película. A pesar del tono hacia el que derivan sendas películas (que coquetean con el humor, lo acarician y lo soban a pesar de la tragedia que encierran), ambas ofrecen unas interesantes y complejas reflexiones acerca del acto de crear, de la ética de la inspiración, de lo real dentro de la ficción… Precisamente la idea con la que arrancaba Anatomía de una caída.
Y para poder aventurarse en esta odisea, Triet apuesta ahora por un recurso puramente cinematográfico: el fuera de campo. En off una caída, una muerte y, con ella, un montón de suposiciones. Desde los primeros instantes del film, la duda se apodera del relato. La negación absoluta de las imágenes del suceso da como resultado la imposibilidad de certezas, lo que sienta al espectador en el banquillo de los asistentes al juicio que está por llegar. La cineasta, experta en colocar a sus protagonistas en el lugar de los hechos y, a la vez, evitar que sean testigos de ellos, convierte a esa falta de imágenes en la fuerza motriz de una narración que se nutre de tantos thrillers judiciales, true crimes y whodunnits que saturan el imaginario cinematográfico colectivo. Para esclarecer lo que sucede en ese fuera de campo, esto es, para llegar a un veredicto en la ficción, Triet combina la reconstrucción, la recreación, la imaginación… Mecanismos formales que aligeran un relato que lanza hipótesis desde su aspecto visual y que va reconduciendo los hechos con cada nueva suposición. Aquí las palabras tienen la fuerza del testimonio (tan valioso como en cualquier film de tribunales que se precie), acentuada quizá por esa negación de lo visual sobre la que se empeña en edificarse el film (y a lo que contribuye que el único personaje que puede testificar sea, no por casualidad, prácticamente invidente). Es por eso que uno de los momentos más valiosos de Anatomía de una caída se encuentra en la grabación de audio presentada como prueba, cuyo valor va más allá de su mera función narrativa. Se trata de un flashback sonoro que condiciona la forma en que se ve todo lo demás. Un confuso estallido de violencia que resignifica las no-imágenes en las que se apoya el film.
Y llegados a este punto, ¿acaso importa la verdad?
En La pirámide humana, Jean Rouch exponía que «esta película no es sobre la realidad, sino que inventa su propia realidad», una afirmación que podría aplicarse a lo que sucede en un juicio. A lo largo de toda su filmografía, Triet ha ido esquivando comprometerse con la idea de una única verdad. Hay en sus historias conflictos resueltos a base de veredictos, demandas por difamación, perfiles psicológicos construidos a partir de la visión de terceros… Todas esas situaciones aparecen en este último film, como si Anatomía de una caída viniera a condensar las películas anteriores de una cineasta convencida de que una película crea su propia realidad. La película de Justine Triet resulta ser el punto culminante de una trayectoria que ha sabido aprovechar los recursos fílmicos para dudar de lo real. Porque el cine, como cualquier arte, determina su propia verdad, exactamente igual que los letrados en los tribunales.