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Se dice que, durante el juicio que le llevó a la hoguera, Gilles de Rais, aquel noble francés que se hizo famoso primero en la guerra contra los ingleses junto a Juana de Arco y más tarde por sus orgías sangrientas en las que asesinó a cientos de niños, afirmó: «Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla». Aunque la frase es probablemente el invento de un historiador, refleja la creencia en que las atrocidades del noble francés no lo distinguían tanto de quienes le estaban juzgando.
Sabemos que el monstruo no nos es tan ajeno como quisiéramos. No hablo ahora de esos monstruos de la imaginación que reflejan los miedos de una sociedad, como Godzilla. Tampoco de los monstruos de la antigüedad, Medusa o Polifemo o el Kraken, aquellas figuras negativas de un mundo que de todas maneras estaba poblado por criaturas monstruosas, pues qué son los dioses sino monstruos garantes del orden en el universo: si los dioses, aunque terribles, vuelven comprensible el mundo, los monstruos, sus hermanos, se encargan de traer caos e incertidumbre.
Los monstruos de los que quiero hablar aquí, entonces, no son los seres extraordinarios que parecen venir de un espacio paralelo que de pronto irrumpe en el nuestro, sino de los que conviven con nosotros, se parecen a nosotros, podrían ser… nosotros mismos. El monstruo interior es uno de los grandes descubrimientos de la literatura moderna.
No hizo falta, ni mucho menos, esperar a Freud para que nos revelase ese entramado de pulsiones que luchan por salir a la superficie en el ser humano. Los deseos y temores subconscientes, esas voces que acallamos y ocultamos, de las que ni siquiera queremos saber su existencia, habían sido descubiertos mucho antes. La literatura, que en buena medida se engendra precisamente en esa zona subconsciente, llevaba tiempo trabajando sobre la dualidad o multiplicidad oculta en el ser humano.
Dos narraciones del siglo xix tratan ese asunto, aunque de formas complementarias: William Wilson, de Edgar Allan Poe, y El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde, de R. L. Stevenson.
En William Wilson, Poe cuenta la historia de un joven disoluto, pendenciero, bebedor, tramposo, que encuentra en los años de colegio a un muchacho de su mismo nombre y aspecto, por cuya aplicación y bondad siente una inmediata aversión. Durante su juventud, William se cree perseguido por este otro joven, que se inmiscuye en sus asuntos con consejos y admoniciones sensatos, virtuosos. Un día que se dispone a seducir a una joven casada, cuando su sosias aparece de repente para rogarle que no cometa tal pecado, lo arrastra en un ataque de ira a una habitación, saca el cuchillo y lo apuñala; poco después se ve a sí mismo en un espejo, cubierto de sangre, como si fuese él el apuñalado. Aunque estamos ante un cuento a la vez de misterio y moral —la aniquilación de la propia conciencia supone nuestra propia aniquilación— hay en esta dualidad algo monstruoso, en esa tensión entre dos partes de uno mismo, en esa rabia, en ese temor: Poe entiende que los humanos somos seres de varias cabezas, como Jano, como la Hidra, como el Cancerbero. Y esas cabezas se ladran y se dan dentelladas unas a otras.
Stevenson va más allá. A él no le interesaba la escisión del individuo en una conciencia buena y prudente y en el hombre depravado que no le hace caso. Le interesaba más bien mostrar que ambos son el mismo, pues el violento Hyde es en realidad la encarnación de los auténticos deseos de Jekyll. No es que Jekyll se transforme en Hyde gracias a una pócima, es que el bebedizo permite a Jekyll librarse de sus inhibiciones y recorrer Londres actuando según sus impulsos. Con ello Stevenson no estaba solo haciendo una afirmación de tipo psicológico sobre nuestros deseos inconfesables, también presentaba una reflexión sobre la sociedad victoriana, en la que la virtud exterior ocultaba la depravación y los buenos modales adornaban el semblante justo de los verdugos. No somos solo el rostro oficial, el que mostramos a las visitas, el que llevamos puesto cuando hablamos con el jefe o cuando vamos a pedir un crédito al banco. Detrás de nuestros labios sonrientes se ocultan unos dientes feroces. Ahí se encuentra el germen del monstruo contemporáneo: no hay nada de maravilloso en él, nada que se vea venir de lejos.
Lo que es común en ambas historias, aparte de la idea de que el ser humano está habitado por fuerzas que lo zarandean en distintas direcciones, es que lo monstruoso se asocia al exceso, un exceso que todos conocemos y tememos. Y también lo proyectamos sobre otros.
El monstruo más común ha estado siempre asociado a lo que viene de fuera, al enemigo exterior. Los océanos y las tierras ignotas estaban poblados de seres tan amenazantes como maravillosos. Después, cuando nos encontramos con los auténticos habitantes de aquellos lugares, decidimos que eran ellos los monstruos. Salvo para cabezas extraordinarias, como la de Montaigne o la de Tucídides, los individuos pertenecientes a otras culturas no eran más que salvajes de costumbres inhumanas; su cercanía suponía un peligro. Toda sociedad tiende a vivir instalada en el miedo a los bárbaros, como el teniente Drogo en El desierto de los tártaros, de Buzzati, y aún hoy gusta de convertir en seres monstruosos a aquellos por los que se siente amenazada, sean yihadistas, talibanes o terroristas nacionalistas. La negación de la humanidad del enemigo nunca ha pasado de moda.
Pero si esa rama de la creación de lo monstruoso es inagotable, parece más fructífera —y más honesta— la que nos muestra que nuestra aversión al «otro» nos oculta la propia monstruosidad. Ese sí que es un gran salto para la humanidad: descubrir que construimos al enemigo exterior para poder volcar sobre él violencias y miedos que precedían a su aparición. Mirando de cerca, mirando en el espejo, como hace William Wilson, nuestra visión nos aterra. Y a la vez nos fascina.
«Maldita sea, tú dirás lo que quieras, pero hay ya corrupción en tan solo mirar el mal, incluso por accidente». Eso dice Horace Benbow en Santuario, la novela de William Faulkner; y sin embargo, Faulkner lo mira y nos obliga a mirarlo, no puede dejar de contar esa historia de depravación y horror, con aquel momento cumbre en el que se muestra durante el juicio la mazorca de maíz con la que Popeye, impotente, viola a la estudiante Temple. Santuario es un desfile de monstruos morales; ninguno se salva, ni siquiera el abogado que se interesa por el caso. Todos los personajes son, a su manera, repulsivos. ¿Por qué queremos sin embargo mirar ese gabinete de los horrores?
En el relato Las ventanas y las voces, de Juan Carlos Botero, dos adolescentes, Alejandro y Sebastián, recorren la ciudad por las noches; beben, se divierten, son espectadores de las vidas de otros. Una noche que andan perdidos oyen a alguien gemir, se asoman a un ventanuco y descubren que un hombre está siendo interrogado y torturado. La noche siguiente regresan allí y contemplan cómo el torturador se ensaña con un joven al que acaba electrocutando. Deciden no regresar jamás. Pero, claro, vuelven. Y mientras esperan a que empiece la función, comienzan a jugar a las tres en raya sobre la ventana empañada; interrumpidos por los gritos, asisten desde la ventana a otro episodio de tortura y regresan a su juego. Siguen yendo durante semanas; al final, ni siquiera dejan de jugar mientras asisten a la tortura.
Tiempo después Alejandro participa en una manifestación y, durante los enfrentamientos con la policía, recibe un fuerte golpe en la cabeza. Cuando recupera el conocimiento, descubre que está en el cuarto en el que ha visto tanta gente ser torturada. Aparece el torturador al que tan bien conoce y, al levantar la vista, Alejandro distingue la silueta de su amigo jugando a las tres en raya sobre el cristal de la ventana. El cuento es brutal, no solo por lo explícito de las escenas de tortura, también porque nos muestra que si el torturador es un monstruo, lo son igualmente los chicos que se aficionan al espectáculo del dolor ajeno, y porque también revela algo de monstruoso en el lector, que se asoma como los personajes a la ventana y asiste sin pestañear a las descripciones de las torturas más bestiales.
Así que un motivo de nuestra fascinación puede estar relacionado con el placer que proporciona el riesgo, con la curiosidad por mirar lo que nos aterra y salir indemnes. Darwin realizó un interesante experimento: sabiendo que hay entre los homínidos un rechazo anclado en nuestros genes hacia los arácnidos y los ofidios, metió una serpiente muerta, disecada y erguida, en una jaula de monos del zoológico. Los monos, muy inquietos, daban un rodeo a la serpiente y se cuidaban mucho de acercarse a ella. Tiempo después, el científico introdujo una serpiente viva en un saco y lo dejó en la jaula; con gran inquietud, un mono se acercó, miró cautamente el interior y salió corriendo. Después, uno por uno, los demás monos fueron aproximándose también con mucha precaución, tensos, el cuerpo de lado, preparado para la huida, abrieron el saco, miraron dentro y salieron corriendo.
Entonces, ¿mostrar al monstruo es solo excitar esa curiosidad, que al parecer no es exclusivamente humana? ¿Mirarlo no es más que un ejercicio de voyerismo morboso? ¿Leemos novelas sobre monstruos igual que nuestros antepasados iban al freak show?
No tiene por qué ser solo eso, aunque «eso» no está nunca ausente. También hay una curiosidad ontológica, el deseo de conocimiento del ser humano, en particular, de lo que oculta, de lo que ocultamos todos. Porque podríamos decir, contra Benbow, que hay una corrupción inevitable en negarse a mirar el mal y sus manifestaciones. Admitir que todos albergamos un Mr. Hyde no nos vuelve mejores, pero sí más lúcidos.
No hace falta imaginar extraterrestres, saurios gigantescos recién despiertos por un ensayo nuclear, zombis que salen de sus tumbas. La amenaza está más cerca de lo que parece. En una escena de Alien 3 el monstruo tiene a Ellen Ripley a su merced; podría matarla, de hecho, nunca ha dejado a un humano con vida; acerca la cabeza a la de la mujer aterrorizada, incluso abre la boca y extiende su terrible mandíbula faríngea, que podría destruirla con uno de esos mordiscos que perforan a la víctima; sin embargo, se aleja sin hacerle daño. Se ha dado cuenta de que Ripley lleva una cría de alien en su interior. A nivel simbólico podríamos decir que el monstruo reconoce la verdad, que él está en nosotros, que lo reproducimos, lo cuidamos, le damos nuestra sangre. Aunque, por fuera, todos parezcamos normales.
En la película Freaks, de Tod Browning, se encuentra aquella impactante escena en la que un grupo de monstruos de feria, personas con distintas deformidades o minusvalías, entonan un canto en el que aceptan a la hermosa trapecista Cleopatra como una de ellos: «We accept her, one of us, one of us», canturrean. Lo que al principio le parece muy gracioso a la joven acaba dando paso al horror de que puedan siquiera pensar que tiene algo en común con esos seres despreciados. La interesante vuelta de tuerca que da Browning a esta situación es que, al final, quienes nos resultan moralmente monstruosos son Cleopatra y el forzudo Hans, esto es, los dos que se consideran «normales».
Era un hombre muy normal; era muy educado. Nunca nos llamó la atención. Esas frases suelen oírse cuando se entrevista a los vecinos de un asesino en serie. Y la literatura, que tiende a alimentarse de lo oculto, ha encontrado un filón en esos seres cercanos, nuestros semejantes, con los que compartimos las calles, los bares, los transportes públicos, el descansillo de nuestro piso. El monstruo que es otro, distinto, pero que se nos parece más de lo que queremos pensar, sobre todo en nuestra falta de empatía. En una sociedad como la nuestra, que asiste desde el televisor o el ordenador a matanzas sin número, contempla a decenas de personas ahogándose en mares nada remotos, mira mientras cena cómo miles de refugiados malviven hacinados en barracones, la falta de empatía es un tema central.
El asesino en serie, ese monstruo contemporáneo que rebosa de nuestros televisores y nuestras novelas, no es inhumano, sino profundamente humano: ha dejado, como nosotros, de sentir el dolor ajeno. Pero al mismo tiempo se siente fascinado por él. George Simenon, en Los fantasmas del sombrerero, nos había mostrado a aquel hombre meticuloso y anodino que consideraba una época particularmente feliz las semanas durante las que asesinó a siete mujeres. Kurt Vonnegut creó un espejismo de monstruo en Madre noche, Campbell, aquel hombre que para cumplir su misión se transformó en propagandista nazi y luego no era capaz de distinguir sus sentimientos —su indiferencia— de los de la persona encarnada. Menéndez Salmón presentó en Derrumbe a un asesino en serie capaz de secuestrar a una mujer embarazada y matarla después de dar a luz, para quedarse con el niño; la lista de monstruos indiferentes es interminable y no es mi intención trazar un mapa detallado de la literatura del monstruo sin sentimientos. Solo añadiré aquello que gritaba el protagonista de La invasión de los ladrones de cuerpos: «¡Ya están aquí!». Pero no acaban de llegar del espacio exterior. Nos acompañan desde siempre.
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