Arte y Letras Cómics

‘El Eternauta’, hechizo en el tiempo

El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957. Imagen cortesía de Planeta Cómic.
El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957. Imagen cortesía de Planeta Cómic.

El 4 de julio de 1977, El Eternauta se empezó a publicar en La Gaceta de Tucumán. El 27 de abril del mismo año, su autor, Héctor Germán Oesterheld, había sido secuestrado por un comando de las fuerzas armadas que ejercían el poder en Argentina. Cuando en ese invierno en Tucumán vimos a Juan Salvo materializarse en la silla frente al autor de su historia, este llevaba meses desaparecido.

Sin embargo, en la historieta estaba vivo. Y la contaba en primera persona desde el minuto uno. Ya en el cuadro inicial vemos la casa de Oesterheld, en Vicente López. Estamos en la vereda de enfrente, en medio de la noche, mirando el único punto activo en medio del barrio dormido. «Era de madrugada, apenas las tres. No había ninguna luz en las casas de la vecindad. La ventana de mi cuarto de trabajo era la única iluminada». Y en ese momento cruje la silla que tiene enfrente y se corporiza Juan Salvo. A partir de ahí, el relato va a ser a dos voces encimadas. Salvo le narra a Oesterheld unos acontecimientos que van a atravesar el tiempo y la historia de la historieta argentina, y Oesterheld escribe con la voz del Eternauta.

Así empieza El Eternauta, en un juego de papeles mezclados, sucediendo al mismo tiempo en distintos planos. Su tema es la historia de una invasión y la resistencia a esa invasión. Pero el material con el que está construida es el tiempo. En la historieta y afuera del papel, El Eternauta está ligado al tiempo, a los desencuentros en el tiempo y a los rulos psicóticos de la historia argentina. 

El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957. Imagen cortesía de Planeta Cómic.
El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957. Imagen cortesía de Planeta Cómic.

Desde su mismo nombre. Cuando Juan Salvo termina de tomar forma en su estudio, en medio de una noche cualquiera, Oesterheld le pregunta: «¿Quién eres tú?» (la historieta está escrita en tuteo. Convenciones de la época), y Salvo le responde: «Podría darte centenares de nombres y no te mentiría: todos han sido míos. Pero quizá el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo, de fines del siglo XXI… El Eternauta, me llamó él… para explicar, en una sola palabra, mi condición de navegante en el tiempo, de viajero por la eternidad, mi desolada condición de peregrino de los siglos».

Y además nació como serie, desarrollándose a lo largo del tiempo.

Volvamos entonces a 1977, cuando su primera página apareció apretada al costado de las tiras cómicas en el diario de mi ciudad. Yo tenía catorce años, y el impacto fue inmediato. Empecé a recortarla y a guardar las hojas en una caja para tenerla completa. No tenía idea de lo que estaba pasando en el país ni de la suerte que había corrido su autor, así que pude leerla como lo que es: una historieta de ciencia ficción y aventuras, lejos del pantano alegórico en el que iba a caer en el futuro para ya no salir nunca más. Ese ritual de leer, recortar y guardar duró meses. Yo no estaba acostumbrado a las historietas que terminan en Continuará. Pero sus primeros lectores, casi veinte años atrás, ya lo habían vivido.

El 4 de septiembre de 1957, Oesterheld empieza a publicar, en Editorial Frontera (que le pertenecía a él y a su hermano Jorge), el suplemento semanal Hora Cero. Era una revista apaisada, con historietas guionadas solo por él, y que estaban ilustradas por los mejores dibujantes de la época. La tapa del número 1 tenía un dibujo en blanco, naranja y negro de un grupo de soldados japoneses al ataque, corriendo en dirección al lector, con el trazo de Hugo Pratt. Un recuadro abajo describía «Argumentos: H. G. Oesterheld. Dibujos: H. Pratt, Solano López, C. Roume, A. del Castillo». Allí nació El Eternauta. Junto con Ernie Pike y Randall «The Killer». Un menú del momento: una de guerra, un wéstern y una de ciencia ficción. Era, en el punto de partida, solo una historieta más. Arriba se presentaba: «Una cita con el futuro». Abajo El Eternauta, en grande, y, como cierre, «Memorias de un navegante del porvenir». De hecho, de los ciento seis números en que se publicó, solo tuvo cuatro tapas: la del 12, 16, 58 y 64. Y eran todas historietas que dejaban al lector colgado del Continuará. Le exigían un pacto con el tiempo. Que masticara durante toda la semana lo leído, pero manteniendo fresca la curiosidad de lo que iba a venir. A cambio, el devenir de la historieta justificaría la espera y el dosaje por goteo. Y así durante dos años. La historia avanzaba a lo largo de entregas, en el mismo sentido de los personajes, que iban descubriendo lo que había pasado en el mundo. En esa correlación, la historia y la estructura de publicación alcanzan una sincronía perfecta que mantiene agarrado del cuello al lector y le permite a Oesterheld ir subiendo la apuesta.

Lo más conocido de la trama y lo que identifica a El Eternauta, la nevada mortal que cae sobre Buenos Aires, tiene un punto de partida en la literatura: Robinson Crusoe. Lo dice de forma abierta: «Somos robinsones que, en lugar de una isla, hemos quedado recluidos en una casa». Y más adelante: «No nos rodeaba el océano, pero sí la muerte». Es un comienzo íntimo, una situación que durará poco. Pero decir poco es relativo. La nevada mortal cae en las primeras páginas, publicadas en el número del 4 de septiembre. Desde ese momento hasta que desarrollan el traje aislante y Juan Salvo abre la puerta para salir de la casa pasan solo treinta y una páginas (y digo «solo» porque la historieta tiene más de trescientas). Sin embargo, en el tiempo del lector ha pasado casi mes y medio: el Eternauta sale a enfrentar la nevada en el número del 16 de octubre. Y todo será así. El tiempo de la creación, comprimido en el tiempo de la historia, hace que un relato que se extendió entre 1957 y 1959, en el papel, se condense en pocos días. Toda la intensa historia de la invasión alienígena al planeta Tierra y la resistencia humana, en todos sus emplazamientos y niveles de peligro, triunfo y pérdidas dura, reunida, menos de una semana.

Pero el trabajo de la serie a lo largo del tiempo, la creación por tramos, hace crecer el tamaño de la invasión por capas: detrás de un enemigo difícil hay otro peor. Siempre hay alguien por encima que transforma especies pacíficas de distintos planetas en armas de destrucción cada vez con más poder, hasta llegar a la punta de la pirámide en la que está la esencia misma del mal, «el odio cósmico».

Y también hace que la materia de tiempo con el que está moldeada se meta como bucle para subrayarlo. En la marcha del ejército de resistencia rumbo al Congreso, en la página 251, Juan Salvo reflexiona: «pensar que hace apenas unos años la gente andaba por aquí gritando por la laica o por la libre» (laica o libre fue el eslogan con el que pasó a la historia un conflicto por la educación universitaria cuando el presidente Arturo Frondizi autorizó a las universidades privadas a emitir títulos habilitantes, potestad que en ese momento solo tenían las universidades públicas). 

Ese recuerdo del Eternauta se publicó en el número 70, el 31 de diciembre de 1958. Las marchas por laica o libre habían sido en septiembre de ese mismo año, por eso Oesterheld puede usarlas como una llamada que ancle al lector en el contexto. Para Juan Salvo, dentro de la historieta, es 1963: han pasado cinco años desde esos eventos. Pero, cuando El Eternauta se empezó a publicar, en 1957, faltaba un año para las marchas de laica o libre. Lejos estaba Oesterheld de saber que ese evento se iba a citar en algún momento de la historia.

Parte del atractivo de El Eternauta son esas postales de época. Que el escenario de la invasión fuera Buenos Aires identificaba a los lectores y, al leerla hoy, la vemos como una arqueología en el detalle de lo cotidiano. Volvamos entonces a Juan Salvo, que se ha puesto el traje protector y sale al mundo que ha quedado tras la nevada mortal. A su alrededor está Buenos Aires. No es un escenario simulado: es la ciudad de ese momento, recortada en cuadros chicos, en la muerte que sorprende al hombre en la intimidad. Ve a una mujer que yace al lado de la botella de leche que dejó para el lechero, pintadas de Frondizi, el caballo de un carro también abatido, personas caídas en la cola del colectivo 12, un kiosquero muerto mientras ofrecía cigarrillos. Oesterheld necesita poner en foco la dimensión humana dentro del suceso mayor y usa el registro cotidiano para recordarle al lector de qué está hablando; que esto está pasando ahora y aquí, mientras él lee, y mientras Oesterheld escucha el relato y transcribe la historia. 

Es que El Eternauta brilla en las distancias cortas, en los planos de cercanía en donde el tema está a escala de la humanidad. Pone en boca de un invasor en agonía que el arte está en los objetos rutinarios, como una cafetera, y no en la rareza de las joyas. Se detiene frente a una anciana a la que sorprendió la muerte sentada en el patio, junto a sus helechos, esperando vaya uno a saber qué, o a quién. Esa mirada piadosa sobre lo que queda del mundo le permite encontrar hermosura dentro de la desolación. Describe a la nevada mortal como «tenue y espantosamente bella»; vuelve una y otra vez a la iridiscencia del cielo tamizado por los copos. 

Esos momentos de soledad o grupos reducidos se alternan con los efectos especiales en el dibujo de Solano López de las batallas y la definición precisa de los monstruos de la invasión. Son pasajes tumultuosos e incluso expresionistas con la obsesividad de un trazo que también fue cambiando a lo largo de la historieta. No es el mismo Solano el que empezó a dibujarla que el estilo del que la terminó. La gráfica también se desplazó en el tiempo.

Y no fue la única vez. En 1969, Oesterheld revisitó su creación publicándola, también en entregas semanales, en la revista Gente. Adaptó la historia al clima de época: ya no se trataba de  una invasión extraterrestre que venía a  dominar la Tierra, sino de una invasión extraterrestre que había pactado con las potencias mundiales entregarles Sudamérica a cambio de salvarse. Por más que a la vista de hoy resulte extraño pensar que una especie con un poderío tal que le permitiría aplastar a los humanos como cucarachas decidiera pactar con parte de esos insectos para solo liquidar a un grupo de ellos, esa fue la tónica de este Eternauta. Dibujado por Alberto Breccia, las páginas exhiben un derroche plástico que transforma a cualquier viñeta elegida al azar en un cuadro de exposición. Es el de Breccia un enfoque libre y de vanguardia que transformaba a la vieja historia —repujada por Solano López en un claroscuro agobiante y minucioso en una pesadilla sin fronteras gráficas ni complejos a la hora de mezclar técnicas. Nada de esto cuajaba con un semanario de actualidad cuya línea editorial iba en otra dirección, así que la historieta se abortó, amontonando su desarrollo y final en unas pocas páginas. De las 345 de la edición de 1957/59 quedaron solo 65.

Pero con este nuevo enfoque ya Oesterheld había dirigido su horizonte político hacia un rumbo definitivo.

Por eso en 1976, cuando escribe la segunda parte, el Juan Salvo que enmarcaba su protagonismo solo en la voz del relato mientras ponía en primer plano la acción grupal del héroe colectivo (otra obsesión de Oesterheld) pasa a ser acá un iluminado, con aptitudes muy por encima de la media, que guía al «pueblo de las cuevas», un grupo de humanos posapocalípticos y poco más que prehistóricos, hacia la victoria contra el enemigo. Oesterheld ya era miembro activo de Montoneros y vivía en la clandestinidad. La publicación también fue seriada, pero esta vez mensual, en la revista Skorpio de Ediciones Record. Ahí la voz ya no es la del Eternauta contándole la historia a Oesterheld. Acá el escritor forma parte de la partida y la relata en la más primera de todas las primeras personas de todos los Eternautas: Ya no intermedia la voz de Juan Salvo. Ya es él mismo uno de los protagonistas de las batallas, que sigue a Juan Salvo hacia afuera del cuadro. Para no volver nunca más.

¿Por qué es El Eternauta la historieta que nos habla por encima de las demás que escribió Oesterheld? Ahí están Sherlock Time y Mort Cinder, dibujadas por Breccia, o el Sargento Kirk y Ernie Pike con dibujos de Pratt. Todas, obras consagratorias para cualquiera, y sin embargo no tienen el poder magnético que es propio de El Eternauta. ¿Será por haberse alimentado del tiempo a lo largo del cual se escribió cada versión, todas seriadas, para después comprimirlo en una potente historia con destino abierto? ¿Es por la iconografía de los Cascarudos, los Manos, los Gurbos, que ha llegado intacta hasta nosotros? ¿Será por la obstinación de leerla en clave de metáfora de nuestro destino nacional?

Es, por lo pronto, la obra más personal de Oesterheld. En la que él decidió ser un protagonista. No enmascarado ya en el corresponsal de guerra Ernie Pike, al que Pratt le puso la cara de un joven Oesterheld, sino en Germán (su segundo nombre), el guionista de historietas. Y luego de su secuestro y desaparición a manos de las fuerzas armadas de la dictadura es, también, su testamento literario. Y político.

Nada sabíamos de eso cuando con el Flaco Risso, con quien hacíamos historietas en los recreos del colegio, fuimos a la compañía telefónica a buscar, en la guía de Buenos Aires, las direcciones de guionistas y dibujantes que planeábamos visitar en un viaje en tren que al final no hicimos. La primera que encontramos fue la de Oesterheld, su casa de Vicente López. Figuraba en la guía, estaba publicando en Skorpio El Eternauta 2, y en La Gaceta, la primera parte, ¿cómo íbamos a imaginar que ya no estaba vivo?

Quizás por eso hemos decidido que el Eternauta sea nuestro espejo, el que nos devuelve la imagen de una persona común haciendo frente una y otra vez a la misma circunstancia extraordinaria. No solo es un batallador que busca todo el tiempo cómo sobrevivir remando contra una tragedia que se repite con ligeras variaciones. Es, por sobre todo, un hombre que camina y registra los restos de su mundo, del que ya no queda nada. Esa es la figura del Eternauta que ha quedado como sello: envuelto en un traje aislante casero, con unas antiparras que le muestran solo la mirada dentro de un óvalo, y un rifle colgando de su hombro derecho. Los superhéroes se fijan en nuestro recuerdo en alguna pose que impresiona, ya sea por la torsión de la musculatura o la potencia de una pelea. Juan Salvo solamente camina tomando nota de la destrucción. Nos mira desde el primer plano de la tapa del libro que recopila su historia y nos pregunta, con ojos urgentes, si todo esto será posible.

El Eternauta
Ilustración: Bernardo Erlich.

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