Cuenta Aristófanes —por mano de Platón— en El Banquete que, hace un tiempo indefinido, poblaban la tierra unos seres de tres géneros con cuatro piernas, cuatro brazos, cuatro ojos, dos cabezas… que se desplazaban de un lado a otro del mundo con facilidad, alegres y altaneros. Tanto, que tuvieron la osadía de hacer piña queriendo ascender al cielo para enfrentarse a los dioses. Estos últimos se reunieron, charlaron, y tomaron una decisión salomónica, casi: Zeus, en lugar de fulminarlos, los partiría por la mitad, duplicando el número de súbditos, de honores, de sacrificios y de diversión; condenándolos a moverse más lento, haciéndolos imperfectos, recordándoles quiénes mandaban allí.
Y a todo aquel que iba cortando, ordenaba a Apolo que le diera la vuelta a su rostro y a la mitad de su cuello en el sentido del corte, para que el hombre, al ver su seccionamiento, se hiciera más disciplinado, y además le daba la orden de curarlo. Dábales, pues, Apolo la vuelta al rostro y reuniendo a estirones la piel de todas partes hacia lo que ahora se llama vientre, la ataba como si se tratara de una bolsa con cordel, haciendo un agujero en medio del vientre, que es precisamente lo que se llama ombligo.
En el mito, la marca, ese agujero-herida cicatrizada, es el origen de lo que somos. En las tres religiones del libro también se empieza con una herida, por partida doble: por el logos como ruptura de la nada homogénea, del Uno, y por la costilla que se le quita a Adán para formar a Eva. Y en la biología ni digamos.
Pero volvamos un momento a los griegos antiguos. Tan solo un siglo antes del relato platónico, nuestros amigos helenos habían puesto en circulación una palabra para definir otro tipo de marcas, igual de indelebles y de determinantes, realizadas con un objeto punzante que introducía tinta en rostros y extremidades con el fin de identificar a un esclavo, a un delincuente o a alguien de clase social baja. A estas las llamaron estigmas, y las connotaciones negativas del término (fuera del ámbito del cristianismo y los milagros escabrosos) se han extendido hasta nuestros días tanto como la práctica a la cual iban asociadas, aunque cada vez estén la una más lejos de la otra.
El salto —todavía no culminado— de lo marginal a lo céntrico, junto a la excavación literaria y sociológica del origen de algunas cicatrices, son dos de las muchas líneas de investigación abiertas por la obra ganadora del 51º Premio Anagrama de Ensayo, Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje, escrita por el doctor en Literatura Contemporánea, profesor y crítico literario Nadal Suau.
De entrada, para alguien que ha pasado muchas horas inyectándose tinta en la piel, aún más hablando o escuchando hablar sobre ello en los bares, e infinitas más pensando en la siguiente pieza, la composición, el estilo o los huecos disponibles, el tema funciona como un imán: ¿un libro, no… ¡un ENSAYO!… que saque a la superficie los principios teóricos de lo que a menudo se entiende como simple vanidad? Quiero diez, que se acercan las fiestas navideñas y necesito artillería pesada.
En cuanto cae en mis manos, me doy cuenta de que algo no encaja del todo. Es decir, ahí pone que es un ensayo, que ha ganado un prestigioso premio en dicha categoría, pero no hay ni rastro de la solemne sobriedad propia de estos. Lo que sí hay es un tigre, con las fauces abiertas, que nos transporta automáticamente a un muestrario Old School, a pesar de la ausencia de líneas negras o de esos naranjas saturados que tanto los caracteriza. Está ahí, delineado por un trazo similar al que dejan los grafitis, apenas un tono más oscuro que la superficie naranja pálido tirando a pastel de la cubierta, excediendo a esta con una pata y con la cola, abarcando parte de la cubierta anterior; atravesado su lomo, el del animal, por el nombre del autor y el título; sobresaliendo, escapándose del papel en actitud defensiva y, a la par, invitándonos a que lo repasemos con la yema de los dedos. Es raro, no solo por la diferencia estética, sino porque los tatuajes ajenos solamente se tocan cuando el vínculo deviene en intimidad (o así debería ser, ejem). El libro comienza constituyéndose y proclamándose como cuerpo que invita al tacto. Pronto, muy pronto, en el primer párrafo de la segunda página, pasa del «nosotros» a la primera persona del singular con un movimiento casi imperceptible, sigiloso, sin pronunciar siquiera un «yo». Entonces entiendo que se va a romper otra regla clásica del ensayo (como estoy rompiendo ahora, aquí, la de la línea editorial de Jot Down): que el plural mayestático en ese (y en este) espacio habría acabado con la posibilidad de representar una colectividad real, es decir, un colectivo heterogéneo, pero concreto. «Nosotros que nos tatuamos». Una afinidad.
Ciertamente, Curar la piel tiene poco de ensayo al uso y, los tatuajes, más que el tema en sí, son un punto de referencia para reflexionar acerca del en-torno, del nuestro comunitario (sea usted tatuado o de piel virgen, protinta o purista) y del de Nadal Suau en particular.
Hay una fuerte carga autobiográfica en las ciento ochenta y una páginas que lo componen, pero en idéntica medida hay teoría, testimonios de amigos, de profesionales y de esas compañías que se encuentran en libros y pantallas, mucha literatura, citada y elaborada, también música, ídem de lo anterior. De hecho, si el texto sostiene la vastísima variedad temática —a lo ya mencionado habría que sumarle el amor, la identidad, las drogas, el dolor, el sacrificio, el arrepentimiento, los silencios, el olvido y la repetición— es gracias a las constantes modulaciones de ritmo, a veces sonando a folk, otras a punk, o a trap, casi siempre a mis ojos-oídos como rock’n’roll, por ese ir y venir tan brusco como armonioso, salvaje y controlado, festivo. El tempo es solo una de las múltiples facetas que encarna aquí el «tiempo», auténtico tema central del libro, reconocido por el autor.
Empezando por la parte más obvia, nos cuenta la historia del tatuaje a través del tiempo y a la inversa, sus múltiples implicaciones a nivel social, desde Ötzi, un hombre conservado cinco mil trescientos años por el hielo, el cual contaba con sesenta y un cortes frotados con carbón, presumiblemente para tratar varios achaques cuando todavía respiraba, hasta la veneración de los cuerpos de futbolistas y otros personajes de la farándula, pasando por la cultura polinesia, los freak shows, los marineros y la popularización de sus símbolos. El análisis de símbolos y signos, por cierto, cuenta igualmente con un espacio preferente entre las páginas, hasta el punto de organizar y dar nombre a los capítulos.
Aparece, además, el tiempo como condición de posibilidad del rito, y los dos en conjunto, del significado, o de la búsqueda de él, más bien. Ojo, no confundan esto, en ningún caso, en ninguna circunstancia, con barra libre de esa pregunta machacona hacia quienes llevan un pájaro, una flor, una pantera, un aguacate, una equis o cualquier otro elemento que no les transmita un mensaje inmediato (el retrato ¿realista? de un padre, de un perro, de una hija; la Virgen de la Macarena, una esvástica). Pueden hacerlo, y también pueden recibir una respuesta que no les satisfaga.
De lo que habla Nadal Suau es de arremeter contra una marca sin sutura de nuestra época: la aceleración, la velocidad. Salir del bucle, cruzar la pantalla de humo que deja el tardocapitalismo, renunciar a la proyección infinita al futuro, a la incertidumbre sin tregua. Y tatuarte. O bailar. O leer. Todas ellas actividades que tienen, exigen, su tiempo. ¿Está diciendo el autor que gastarte quinientos en una pieza superguapa en el bíceps vaya a arreglarte la vida o a cambiar el mundo? No, obviamente, no. Lo que dice es que alivia, porque, al contrario de lo que creen todos aquellos haters («Enemigos», así, en mayúsculas, los llama él) preocupadísimos por el futuro de nuestros pellejos, tatuarse implica aceptar la finitud, el cambio y, aun así, apostar por un instante de perdurabilidad, aunque sea a través de la tinta, aunque se agote y, por ello, hayamos de reiniciar el rito de entrega a las agujas eléctricas y al pulso del tatuador dos, tres, catorce veces en el caso de la que escribe estas líneas, una veintena en la del autor del libro en cuestión, siempre de manera provisional, a sabiendas de que seguirán sumando. Alivia, también, porque nos acerca a un ideal de nosotros mismos, pero desde coordenadas opuestas al de la cirugía estética, es decir, en lugar de querer borrar las señales del tiempo, hacemos que se multipliquen, «las entreveramos con documentos de cultura igual de mutables que algún día testimoniarán nuestra aceptación de haberlas experimentado y honrado».
Sin embargo, Nadal Suau no escribe solamente para los curadores (esos que cuidamos, acumulamos y organizamos obras de arte en la dermis). Lo hace, asimismo, para quienes miran, buscando desbaratar algunos prejuicios, entender los signos de la piel sin mácula, bucear en la tradición que nos sustentan a unos y a otros y, de vez en cuando, sí, para justificarse. Escribe ensayando respuestas ante el otro gran protagonista del libro, Joan Ramon Nadal, su padre.
Nos interpela, en fin, a todos, dejándonos entrar en su intimidad dialogante sin preguntarnos cuántos mililitros de tinta portamos, porque de lo que trata Curar la piel es de «la experiencia estética, el rito, la seducción o la herencia como auspiciadores de un encuentro». El libro es, efectivamente, un encuentro, en casi todas las acepciones de la palabra, con todas sus consecuencias, esto es, sin plegarse en conclusiones apodícticas, ni resolver ningún dilema universal. Precisamente eso es lo maravilloso de la obra, y lo que termina de identificarla con el tatuaje: es herida colmada, rítmica, cíclica, capaz de abrir significados sin agotarlos, sin apropiárselos, invitando a quienes se acercan a unirse, a mirar y a ser mirados de vuelta. Invita, pues, desplegando la atracción que es «renuncia al cálculo en favor del encantamiento mutuo». Igual, igual que el tigre de la cubierta.