Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 44 «Distopías»
Un impulso irrefrenable parece condicionar el ser de todas las criaturas sumidas en la lucha por la supervivencia: el de la perpetuación. Los humanos nos diferenciamos del resto en que somos conscientes de ello, por lo que no escatimamos a la hora de poner a trabajar nuestros recursos físicos e intelectivos en esta dirección. Queremos ser eternos, por eso, en el transcurrir de los siglos, hemos dado lugar a un edificio tecnológico y científico sin parangón con el que tratamos de dotarnos de una ventaja competitiva que garantice nuestra conservación en este mundo. Queremos la vida eterna, incluso si no es en este mundo, por eso, a lo largo de la historia, hemos depositado nuestra confianza en los mitos que abrían la puerta a esta posibilidad.
Lo que sustenta este gran despliegue energético por la permanencia es el miedo a la muerte. Decía el filósofo alemán Hans Blumenberg, en Lebenszeit und Weltzeit (1986), que el momento más desgraciado de nuestra existencia tuvo lugar cuando nos percatamos de la fugacidad de la misma. Desde entonces, afirmaba el lubequés, vivimos sumidos en un sufrimiento constante por la escasez de tiempo que nos corresponde a título individual. Los deseos humanos abarcan ideas sin horizonte; son ilimitados, pero dados en el espacio de tiempo limitado de una vida mortal. El saber que tenemos que morir es algo que nos atormenta porque no podemos soportar la carga que trae consigo el hecho de que la consecución de muchas de las metas que nos planteamos no tenga cabida dentro del espectro de duración de una experiencia vital. Nuestro objetivo no ha sido otro que el de paliar la diferencia entre el tiempo eterno del mundo y el tiempo finito de cada uno de nosotros. Así, celebramos como un éxito la longevidad alcanzada por quienes componen las sociedades contemporáneas, porque supone una reducción, aunque sea mínima, de la abertura de las tijeras temporales.
Deseamos vivir eternamente, pero no en cualquier eternidad, sino en una que merezca la pena ser vivida. Nuestro gran defecto por corregir es nuestra temporalidad, pero, aunque consiguiésemos revertirlo, todavía habríamos de lograr estar en condiciones de disfrutar del tiempo imperecedero de forma óptima. Ansiamos seguir siendo, pero no de cualquier manera. Por eso, cuando no se puede contar con una deidad que prolongue la vida tras la muerte haciéndola infinita o, cuando contar con ella, implica el riesgo de la condena al infierno para la eternidad, abrazamos como religión corrientes como el transhumanismo, que, sin peligro aparente, coloca la tecnología y la ciencia al servicio de la mejora de las capacidades humanas y la corrección de sus desperfectos, como aval de la ganancia de tiempo que puede proyectarnos no solo hacia el sobrevivir, sino hacia el supervivir. En resumen, vivir más tiempo, incluso para siempre, no es deseable si no se vive bien.
La mera idea de conseguir lo primero resulta distópica para todos aquellos incapaces de concebir una vida sin sufrimiento. La felicidad perenne se les antoja una quimera, al tiempo que denuncian que no es un estado que pueda asegurarse exclusivamente a través del avance científico-técnico. Quienes, por su parte, argumentan que ambos componentes de la ecuación son practicables en un futuro hipotético —gracias a la inagotable perseverancia y voluntad del Homo cientificus-tecnologicus—, también sienten repugnancia casi inmediatamente al dibujar este improbable escenario en sus mentes, porque presagian que una vida eterna, plagada de felicidad, acabaría siendo aburrida, lo que demuestra que, a la postre, dicha materialización no sería factible, pues el aburrimiento es un estado de evidente infelicidad.
Uno de los principales valedores de esta tesis, el filósofo anglosajón Bernard Williams, sostuvo, en Problems of the Self (1973), que la caída irremediable en el aburrimiento llegaría por la ausencia de deseos que, tras ser satisfechos, pudiesen proporcionarnos la codiciada felicidad. No está nada clara la postura de que, en la vida eterna, nuestra habilidad para generar nuevas aspiraciones se hubiese de secar por necesidad, o que las ambiciones que tuviésemos se debiesen agotar en sí mismas a la larga. Tampoco que la dicha dependa únicamente del goce más o menos duradero que se obtiene al complacer determinadas apetencias. No obstante, si fuese este el caso, el aburrimiento podría ser precisamente el acicate de la deseabilidad hasta cierto punto. Lo difícil es augurar dónde se ubican sus límites.
Aunque Williams llevaba razón al apuntar que la ausencia de deseos conduciría al aburrimiento, olvidó que, como dijo el novelista ruso León Tolstói, en la novela Anna Karénina (1878), el aburrimiento también implica el deseo de tener deseos. Nos aburrimos cuando nos exponemos a situaciones que no nos estimulan como esperamos o que no cumplen con nuestras expectativas de excitación porque son repetitivas, de sobra conocidas o porque no nos reportan ningún significado. Es sencillo suponer que, tras muchos años de vida, pongamos quinientos, podríamos empezar a experimentar la sensación de vacío que rezuma el no encontrar nada nuevo bajo el sol o que se tornaría complicado mantener el interés por ciertos deseos; inclusive que se perdería la pasión por dar vida a nuevos proyectos. Sin embargo, la experiencia del aburrimiento no es pasiva, sino reactiva.
El malestar que nos causa el aburrimiento nos obliga a buscar la forma de introducir cambios en el presente que no nos estimula adecuadamente de acuerdo con nuestras expectativas. En el momento en el que el aburrimiento da la cara, nuestro cerebro empieza a trabajar en el escrutinio del horizonte de posibilidades —patentes o latentes— a nuestro alcance para reestablecer el grado óptimo de excitación y devolvernos a la agradable felicidad. Gracias a que nos aburrimos de determinados contextos, a que el aburrimiento nos expulsa de nuestra zona de confort, exploramos otros distintos, diferentes, conocidos o por conocer, y los integramos en la realidad, hasta que volvamos a aburrirnos de ellos; el ciclo continúa así ad infinitum, hasta que morimos. Pero ¿qué podría suceder si no morimos?
Un intelectual como Blumenberg fue más allá de esta casuística, advirtiendo, en Beschreibung des Menschen (2006), que vivir para siempre siendo felices a tiempo completo sería no solo distópico sino incompatible con la idea misma de la vida eterna. Desde su punto de vista, la felicidad permanente —entendiendo esta como un estado de completa adaptación al medio— nos plantaría en una situación de exagerada acomodación en la que nuestros mecanismos adaptativos se oxidarían, nuestra capacidad de reacción ante la novedad se debilitaría y quedaríamos impedidos para responder ante cualquier cambio sobrevenido en la naturaleza, extinguiéndonos al menor de los soplidos. El aburrimiento evita la conclusión distópica de la extinción por exceso de felicidad, pues nos mantiene siempre en movimiento, forzándonos a readaptarnos una y otra vez a los cambios que nosotros mismos ensayamos para conservar el flujo de estimulación —que diría el psicólogo estadounidense Mihály Csíkszentmihályi en Flow: The Psychology of Optimal Experience (1990)— e impidiendo el exceso de quietud que desarmaría nuestra capacidad de adaptación. En síntesis, para Blumenberg, lo indeseable sería vivir eternamente sin aburrimiento.
Vivir felices permanentemente no es viable, a pesar de todos los desarrollos científico-técnicos y de las promesas sobre la eternidad en otros planos no terrenales, porque lo que nos hace felices acabará por aburrirnos. Entonces, lo que resta, si es que queremos realmente ser eternos, es la opción de plegarnos a la oscilación interminable del péndulo que transita del placer al dolor y del dolor al placer para evitar nuestra distópica extinción por sobreadaptación. Se ha mencionado que la eternidad en estas condiciones puede ser indigna para quienes querrían vivir en un tiempo infinito sin un atisbo de sufrimiento. Pero este no sería el peor de los escenarios posibles, sino uno en el que, en lugar de degustar la felicidad sempiterna, nos estancásemos en el polo opuesto del padecimiento causado por el aburrimiento crónico.
Según la propuesta blumenberguiana sobre la reactividad del aburrimiento, vivir hastiados todo el tiempo es insostenible, porque, tarde o temprano, la necesidad de escapar del malestar acabará manifestándose en algún tipo de respuesta por nuestra parte. Pero, si instalamos esta dinámica en el marco de la eternidad, el vaivén podría arrojarnos al vacío existencial de la repetición de lo siempre igual. Aunque el ciclo de alternancia entre dolor y placer se produzca en circunstancias diversas, el mecanismo subyacente a este movimiento sería reiteradamente idéntico. La variación de períodos de felicidad e infelicidad durante toda la eternidad podría dar lugar a la experiencia de un insondable aburrimiento profundo, aquel sobre el que especulaba otro filósofo alemán como Arthur Schopenhauer, en Die Welt als Wille und Vorstellung (1818), el que provocó que Elina Makropulos no volviese a beber de su elixir, en la novela del escritor checo Karel Čapek, o el que animó a Séneca a pronunciar, en la carta número veinticuatro a Lucilio, que vivir mucho sería desagradable y superfluo.
Blumenberg obvió que la experiencia del aburrimiento se podía cronificar, lo que no solo sería contraproducente en términos evolutivos, sino insoportable en el postulado de una existencia infinita. En la vida como la conocemos, algunas personas experimentan aburrimiento crónico al ser incapaces de imaginar opciones más deseables a la situación que está provocando su aburrimiento, quedándose atrapadas en el malestar de manera indefinida. Otras son capaces de figurárselas, pero la misma fuente de la que emana el aburrimiento impide que el cambio conjeturado se materialice, lo que da lugar al mismo destino. Aunque a veces la impotencia frente al dolor acabe traduciéndose en una respuesta desesperada, esta no siempre consigue revertir el estado de aburrimiento, excepto cuando la resolución es el suicidio —pero la muerte es justamente lo que se pretende esquivar en esta fantasía—.
Al margen de estas conocidas acepciones del aburrimiento disfuncional —de las que he hablado por extenso en La enfermedad del aburrimiento (2022)—, si pensamos en el tedio ejerciendo su motricidad por todos los restos, hemos de tener en cuenta el evento de ser abatidos por un hastío crónico ocasionado por el exceso de vivencias reincidentes —la escasez de estimulación nos compunge, pero la sobreabundancia nos satura, explicaba Csíkszentmihályi en su teoría del flujo—. En última instancia, la sucesión de cambios a la que nos empuja el aburrimiento en ningún caso implica que en estos radique un componente de novedad, innovación u originalidad. Podríamos pasar los años reinsertando en el presente estrategias de huida frente al aburrimiento implementadas con anterioridad hasta que todas ellas dejasen de surtir efecto. Cabe incluso esperar que llegásemos a un callejón sin salida en el que ya no quedasen más alternativas latentes que ensayar o que, aun habiéndolas, el contexto en el que nos encontrásemos no nos permitiese ponerlas en práctica, lo que sería verdaderamente frustrante.
El peligro de la distopía del aburrimiento de la vida eterna es tan real como el de la distopía de vivir eternamente sin aburrimiento. Lo distópico, ciertamente, está en la propia idea de existir por tiempo ilimitado. No podemos aseverar que todo lo que nos hace felices o nos causa gozo ahora vaya a acabar por arrastrarnos al aburrimiento, o que no estaremos en posición, llegado el momento, de sustituirlo por algo más deseable, ni siquiera que nuestra creatividad se va a topar inevitablemente con una frontera insoslayable, pero tampoco podemos ratificar lo opuesto. El anhelo de un tiempo de vida infinito al que obedecieron tantos esfuerzos en el pasado se reserva cada vez más a unos pocos locos que, presas de un miedo extremo a la muerte, estamos dispuestos a asumir semejante apuesta sin salvaguardas. Cuando Blumenberg invocaba el miedo a la muerte como fundamento del afán por la vida eterna, cuando anunciaba que somos presas del sufrimiento de saber que nuestro tiempo es caduco, y cuando expresaba que todo lo que hacemos se encamina a reducir la distancia entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo, a finales del siglo pasado, ya no apelaba a la naturaleza de la humanidad, sino a la de unos cuantos enfermos entre los que me encuentro. No es casual que el filósofo ilustrase la zozobra que provoca en algunas personas la apertura de las tijeras temporales recuperando la figura de Adolf Hitler.
¿Qué ha motivado este alejamiento del sueño que, durante tanto tiempo, dio sentido a nuestra existencia? Mucho nos separa del momento en que la ciencia emprendió el atrevimiento de retirar sus privilegios a la magia, de aquel en que se proclamó sin pudor la muerte de Dios, suficiente para estar en situación de asumir nuestro fatal desenlace. Quizá hemos comprendido, contra todo pronóstico, que vivir con miedo convierte la vida, la única que tenemos, aquella tan limitada e improbable, en la madre de todas las distopías. Igual, también, hemos dejado de creer que somos dignos de perpetuación alguna. No es el caso de este ser primitivo que, como rezaba la canción, sigue queriendo vivir para siempre, aunque solo sea para estudiar el aburrimiento por toda la eternidad. ¡Imagíneselo, transformar la distopía en utopía!
Muy buen artículo. Pienso en ese afán de los replicantes, en Blade Runner, por encontrar la forma de acortar su existencia para volverse más humanos y las ansias de alargar la propia de Dracula. Dos diferentes maneras de escapar del aburrimiento.
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