En Washington, como en Madrid, Londres y muchas otras ciudades, en el metro rige un código de leyes no escritas compartido por la mayor parte de los viajeros. Las escaleras mecánicas no son una excepción. En la estación de Dupont, a un cuarto de hora de la Casa Blanca, hay una bastante larga que en hora punta mueve a centenares de personas. Como en el resto de estaciones, el viajero tiene que optar entre colocarse a la derecha (si tiene poca prisa o está cansado) o a la izquierda (si quiere subir andando y salir más rápido). Quizá todo esto parezca algo banal, pero realmente es muy curioso: cada día los miles de humanos que pasan por la estación cumplen una norma social sin que haya una autoridad central que lo estipule y lo haga cumplir. El dejar paso a los que tienen prisa es algo que no aparece en ningún reglamento ni ley —de hecho, no se sabe su origen exacto—. Y, sin embargo, perdura.
¿Pero por qué se mantiene? En Londres le podríamos echar la culpa a los letreros que educadamente le indican a uno «Please stand on the right». Esto ayuda a que todo el mundo esté al tanto de la norma y facilita su cumplimiento. Y, quién sabe, el que sea un cartel oficial le hace pensar a uno que violar la norma puede suponer algún tipo de infracción —personalmente lo desconozco—. Pero el caso es que en Washington no existen estos letreros ni ningún otro tipo de señal que indique que no cumplir el código suponga un coste.
Una de las claves es lo que ocurre si violamos la norma. Si en hora punta decidimos ponernos a la izquierda y bloquear el paso en unas escaleras, pasarán dos tipos de cosas. Primero, es probable que alguien que esté subiendo las escaleras andando nos haga ver de forma más o menos sutil que nos tenemos que apartar. A esto le llamamos castigo de segunda persona porque se trata de un castigo proveniente de alguien directamente involucrado en la violación de normas. Si no nos movemos, la señora no puede pasar. Ergo, la señora nos dice que nos apartemos.
Pero lo más curioso es el segundo tipo de reacciones: el que proviene de los que no están directamente involucrados. Me refiero al hecho de que, si bloqueamos el paso, a los pocos segundos surgirán gestos de desaprobación y miradas (algunas más conciliatorias o comprensivas que otras) del resto de la gente, les afecte o no nuestra conducta. Todas estas personas están llevando a cabo una acción importantísima para la supervivencia de cualquier norma social (¡y de la civilización!): el castigo altruista, que supone el pagar un coste personal para hacer cumplir una norma prosocial.
Pero hablemos de experimentos. Afortunadamente, en los últimos veinte años ha habido una explosión de interés en los factores que explican por qué se mantienen las normas sociales y, en especial, los comportamientos prosociales.
Imaginemos un juego sencillo. Hay varios jugadores sentados alrededor de una mesa y cada uno recibe unas cuantas monedas al principio del juego. En medio hay un bote. En cada turno, cada jugador elige con cuántas monedas contribuir al bote común. Después, el contenido del bote común se multiplica por dos y se divide entre todos los jugadores. Pasadas unas cuantas rondas —pongamos, veinte o cincuenta—, el juego acaba y cada jugador se queda con lo que ha ganado y con lo que conserva de sus monedas iniciales.
En economía experimental a esto se le llama un Juego del Bien Público, porque consiste en ver cómo de dispuesta está la gente a contribuir a un bien (el bote) que será compartido por todos por igual hayan contribuido o no. Esto es clave, porque si un pícaro decide no contribuir en ninguno de los turnos, seguirá recibiendo un trozo correspondiente del pastel final.
En casi todos los casos en los que se realiza este experimento (según la metodología de Fehr y Gaechter 2000) los patrones son más o menos similares. Al principio, parte de los jugadores contribuye al bote común —quizá mostrando su buena voluntad—. Sin embargo, a medida que el juego va avanzando, la cosa va degenerando. Cada turno, algunos de los cooperadores se hartan de los pícaros y dejan de contribuir. Aunque suele existir un pequeño grupo hardcore de cooperadores (Peter Turchin los llama santos) que sigue contribuyendo al bien común sí o sí, al cabo de unas cuantas rondas la cooperación ha caído a niveles bajos. La confianza desaparece, y los pícaros han ganado. A pesar de que los jugadores habrían ganado mucho más si hubieran contribuido, no pudo ser.
Es bastante triste, ¿verdad? A todos se nos ocurren situaciones de la vida real en que algo similar ha sucedido, sean el proverbial prado de la aldea que desaparece por la sobreexplotación individual, algunas situaciones políticas, o cualquier trabajo de grupo que nos hayan obligado a hacer. La gente se harta de invertir recursos y esfuerzo en un proyecto común mientras otros se aprovechan. Es la clásica tragedia de los comunes. Sin embargo, algo fantástico ocurre cuando adaptamos el juego un poco. Imaginemos que añadimos una opción. Ahora, después de decidir con cuánto contribuir al bote y de que se revele con cuánto ha contribuido cada persona, cada jugador tiene la opción de gastar parte de su dinero para «castigar» a quien quiera. Por ejemplo, yo me puedo gastar un euro para rebajar la tesorería de otro jugador. Los efectos a priori son ambiguos: ¿está dispuesta la gente a gastarse dinero para castigar a otros sin que ellos ganen nada?
La respuesta es un rotundo sí. Y los patrones suelen apuntar en la misma dirección. Cuando creamos un instrumento de castigo, los cooperadores frustrados se dedican a perseguir y castigar a los pícaros. Lo más importante es que están dispuestos a pagar un coste individual para imponer unas normas de conducta a pesar de que ellos no ganan nada con ello. Surge el castigo altruista.
Los efectos son bastante relevantes. En la «sociedad sin castigo» la cooperación se desintegra y prácticamente desaparece. En la segunda sociedad, en cambio, los jugadores castigan a los pícaros y no solo consiguen mantener los niveles de cooperación iniciales sino que la fracción de cooperadores va aumentando cada turno hasta estabilizarse a niveles elevados. Es decir, los pícaros reaccionan y empiezan a contribuir al bote tras ver que su comportamiento no está bien visto.
¿Por qué se producen estos patrones y qué podemos aprender de ellos? Hemos visto que en los experimentos (y en la vida real, dirían muchos) nos encontramos con tres tipos de personas. A los cooperadores a ultranza los hemos llamado santos. A los que intentan aprovecharse, pícaros. Turchin llama al tercer grupo «moralistas», pero quizá justicieros evoque mejor su forma de actuar. No solo creen en la norma social sino que están dispuestos a castigar a los que no la cumplen. Lo curioso es que los justicieros suelen ser mayoría. En la mayoría de experimentos suelen superar el 50 % de la población, en ocasiones acercándose al 70 u 80 %.
También se caracterizan por su volatilidad. Los justicieros tienden a adaptar su comportamiento a lo que piensan del resto, y van actualizando esas expectativas con la información que acumulan ronda tras ronda. Un justiciero que sabe que está rodeado de pícaros se comportará como uno de ellos y no contribuirá —por eso se desintegra la cooperación en ausencia de castigo—. Sin embargo, si piensa que está rodeado de santos (o de otros justicieros), contribuirá al bien público.
¿Es aplicable todo esto a la vida real? Es probable. Una sociedad en que no haya instrumentos para castigar a los pícaros —los estudios de Gambetta sobre el sur de Italia y la mafia son un claro ejemplo— tendrá menor capacidad para proveer bienes públicos y para sostener normas prosociales. Es más, incluso el diseño y naturaleza del instrumento de castigo son claves para determinar si tendrá éxito. Incluso las normas robustas pueden dejar de funcionar si el instrumento falla. Si hay algo que exaspera a los washingtonianos es la presencia de un grupo grande de turistas en el metro. ¿Por qué? Si hay un grupo pequeño, el castigo altruista funciona. Acaban moviéndose a la derecha. Pero si hay un grupo grande, el castigo es mucho más difuminado y deja de ser efectivo. La norma deja de aplicarse hasta que hayan salido de la estación y todo vuelva a la normalidad.
A pesar de los peros, quiero pensar que el mensaje de los experimentos es optimista. Si nos dejan, los humanos somos capaces tanto de crear y diseñar buenas normas como de hacerlas cumplir de forma autónoma. Pero a menudo no le prestamos suficiente atención a este proceso. Quizá sea hora de cambiar eso, porque las instituciones informales de un país son tan importantes como sus reglas escritas. Además de diseñar buenas políticas y leyes, hagámosles el trabajo más sencillo a los justicieros que nos rodean. Con sus regañinas sostienen el entramado de normas que permite que el mundo moderno siga su curso.
Gran artículo y gran mensaje. De nada sirven las leyes si no nos aseguramos de que se cumplan. Gracias