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Rem Koolhaas nació el 17 de noviembre de 1944 en Róterdam; y cuesta imaginar dónde lo hizo, porque en el 44 Róterdam era una ciudad que esencialmente había dejado de existir.
A las 13:20 horas del 14 de mayo de 1940, el chillido de las alarmas antiaéreas se desparramó a ambas orillas del Neuwe Maas. A los pocos minutos, cincuenta y cuatro bombarderos Heinkel He 111 de la Luftwaffe lanzaron un total de noventa y siete toneladas de explosivos sobre el núcleo urbano. Un bombardeo por saturación que, sumado a la alfombra de incendios que desencadenó, redujo la práctica totalidad de Róterdam a cascote, virutas y ceniza. Aunque solo murieron unas ochocientas personas, más de ochenta y cinco mil se quedaron sin hogar. Habían desaparecido casi veinticinco mil viviendas, más de dos mil trescientos comercios, ochocientos almacenes, sesenta y dos escuelas y veinticuatro iglesias. Y digo «desaparecido» porque, como se ve en las fotografías de la época, la ciudad que albergaba el puerto más importante de Europa quedó convertida en un páramo.
Y sin embargo, tan solo cuatro días después del bombardeo, la autoridad portuaria de Róterdam comenzó un plan de reconstrucción que, ante la precariedad estructural en la que habían quedado los pocos edificios que aún permanecían en pie, incluía la demolición de todas las construcciones del centro urbano salvo la iglesia de Laurenskerk, la oficina de correos, la bolsa y el edificio del Ayuntamiento. Pese a lo colosal de la empresa, el plan se terminó de redactar en apenas un mes.
Si Baltasar Gracián decía que «una mediana novedad suele vencer a la mayor eminencia envejecida», Róterdam decidió usar la frase de Gracián pero puesta hasta arriba de esteroides, porque se convirtió en estandarte de la novedad. La historia construida había desaparecido, así que la ciudad decidió construir una nueva historia a través de una nueva narrativa. Y esa narrativa sería, precisamente, la narrativa de lo nuevo.
Aprovecharían la catástrofe para resolver los problemas del antiguo trazado urbanístico industrial, abriendo nuevas calles, avenidas más anchas y canales mejor acondicionados. Pero también apostarían por la vanguardia arquitectónica como elemento definidor de la imagen urbana. Como símbolo. Todo sería nuevo porque todo tenía que ser nuevo. Porque no había nada que conservar. Así, Róterdam comenzó un camino que la distinguiría de la vecina y engolada Ámsterdam y que acabaría por convertirla en el motor y el corazón de la arquitectura contemporánea mundial. Desde los mercados hasta los recorridos, desde la investigación espacial y formal de los edificios hasta los mismos árboles.
El bosque cúbico
Caminando unos trescientos metros al sureste de la iglesia de Laurenskerk, entre las bicicletas aparcadas junto a la Biblioteca Central y la fachada curva del novísimo Markthal, se abre el muelle de Oudehaven, el Puerto Viejo. Allí, las pequeñas embarcaciones particulares y los taxis-lancha atracan bajo un bosque de viviendas. La metáfora es menos poética que literal, porque el propio Piet Blom consideraba a cada una de sus casas cubo como un árbol, árboles que en conjunto formaban un bosque. «Vivir entre las copas de los árboles, vivir en un tejado urbano», era la idea generadora que el arquitecto de cuarenta y tres años propuso para las Kubuswoningen.
En efecto, en las casas cubo se vive lejos del suelo. Flotan en una nube de aristas sólidas a cinco metros de las calles y el canal, sujetas por un sistema de soportes huecos que, como los troncos de una casa árbol, sirven de acceso, escalera y estructura a cada vivienda unifamiliar. Pensar en este concepto construido ya sería suficiente para justificar esa particular sensibilidad que respiraba la arquitectura de Róterdam en 1978, fecha en la que se presentó el proyecto; pero claro, no hay más que mirar desde el otro extremo de la plaza Blaak para entender por qué las Kubuswoningen son un símbolo de la ciudad.
Están inclinadas.
Las casas cubo están insólitamente giradas a cuarenta y cinco grados respecto al eje vertical. Cada cubo se apoya en uno de sus vértices sobre el tronco hexagonal de hormigón, desafiando la gravedad en un equilibrio que volatiliza cualquier noción de suelo, paredes o techo. La decisión es sencillísima pero revienta la imagen tradicional de la vivienda. Al caminar por sus calles peatonales nos descubrimos bajo una geometría desconocida. Incluso de difícil lectura, porque no estamos preparados para ver ventanas en lugares que no deberían estar ahí ni fachadas en ángulos que no deberían ser así. Pero lo son.
El conjunto se inauguró en 1984 y en su mayor parte sigue albergando viviendas privadas, pero puede visitarse si nos alojamos en un hostal que comprende varios de sus módulos, o accediendo a la casa museo que conserva la decoración original y el mobiliario adaptado que el arquitecto concibió expresamente. En su interior, entre planos girados y ventanas trapezoidales, quizá podamos entender que la comodidad es sacrificable frente a la libertad creativa y que la apuesta de Róterdam por la narrativa de la novedad sobrepasa cualquier otra condición. Hasta la de la misma novedad, porque el propio Blom ya había levantado un proyecto similar —aunque de menor tamaño— en la localidad de Helmond, al sur del país.
Aunque son un emblema del estructuralismo arquitectónico y aparecen en todas las guías de la ciudad, la repercusión que las Kubuswoningen tuvieron en su momento fue relativamente limitada. Para descubrir el edificio que puso a Róterdam en el foco de la arquitectura mundial, les voy a pedir que me acompañen a dar un paseo. Un paseo en camello.
Un beduino y su camello
En Róterdam hay un beduino y un camello. Son de bronce y están en la cubierta de un edificio, al final de un camino. Podemos seguir sus pisadas hacia el oeste, a través de los barrios de Linjbaan y Berustraverse, entre las tiendas del Koopgoot. Quizá lleguemos desde el sur, desde el muelle de Parkhaven y el parque de Nieuwe Werk, a la sombra de la sesentera torre Euromast, con su restaurante a cien metros de altura. Tal vez hayamos comenzado nuestra ruta al norte y hemos acabado en el Museumpark, al lado del Museo de Historia Natural y del Boymans van Beuningen, que además de Rothkos, Kandinskys y Monets, cuelga en sus paredes una de las mejores colecciones de pintura flamenca del mundo.
Donde se cruzan todos estos recorridos habremos terminado nuestro paseo. Lo curioso es que, en realidad, no lo habremos terminado, porque el Kunsthal es un edificio que, a la vez, es un paseo.
Cuando la Fundación Hyatt entregó el Premio Pritzker del año 2000 a Rem Koolhaas, el jurado le calificó como «[Una] rara combinación de visionario y ejecutor, filósofo y pragmático, teórico y profeta. Un arquitecto [que] ha demostrado en numerosas ocasiones su capacidad y talento creativo para hacer frente a problemas aparentemente irresolubles con respuestas brillantes y originales». En 1987, el Ayuntamiento encargó a Koolhaas la construcción de un nuevo museo de arte contemporáneo, pero lo que se encontró el arquitecto fueron un montón de problemas. Aparentemente irresolubles.
El edificio debía albergar conferencias, exposiciones temporales de arte, ferias de muestras e incluso mercados del automóvil. Además, debía cubrir un desnivel de seis metros entre el tranquilo parque y el atiborrado tráfico de la Westzeedijk, a la que abría fachada. Además, habría de servir de reclamo y tercer vértice artístico del Museumpark. Y además, como todo en Róterdam, tenía que ser fresco. Ser distinto. Ser nuevo.
Así que Koolhaas cogió todos los problemas, los metió en una batidora de precisión quirúrgica y, tras cinco años de trabajo, creó una obra maestra. Una pieza sarcástica y juguetona, un edificio serio y eficaz, una construcción múltiple y unitaria, un espacio cerrado y una macla compleja. Porque el Kunsthal es todo.
El edificio se inauguró en 1992, el mismo año del estreno de Reservoir Dogs. Quizá el genio creativo de Koolhaas se alimentó de algún tipo de conciencia cultural colectiva, pero no creo que exista mejor analogía. Y es que el Kunsthal es como una película de Tarantino. Es una mezcla perfecta de referencias y conceptos de todos lados, desde el paseo arquitectónico de Le Corbusier hasta la cachonda simbología del pop. El Kunsthal es un prisma rectangular pero lo penetran lanzas de aire fresco iluminado con la luz plana del mar del Norte. Y por esas lanzas que son rampas se circula en coche y se camina sin saber cuándo estamos dentro y cuándo estamos fuera. Es un camino en el que exterior e interior se confunden. Un camino vestido con fachadas de mármol y paramentos de chapa corrugada y ventanas de malla metálica y techos de policarbonato y árboles confundidos con los pilares que sujetan el suelo inclinado del auditorio que es el techo comprimido del restaurante.
Si en una sinécdoque tomamos el todo por la parte o la parte por el todo, Koolhaas construyó una hipersinécdoque. El Kunsthal es un lugar en el que todo es todo. Los materiales industriales son nobles, el edificio es un camino y la calle se mete dentro del museo. Bajamos la pendiente que atraviesa el frontal y, sin darnos cuenta, estamos avanzando por el restaurante entre pilares inclinados y luminarias dibujadas como círculos a mano alzada. Después giramos en espiral y volvemos a subir por el auditorio, un artefacto travieso de sillas multicolores que se cruza sin otra separación que una cortina. Luego llegamos a la gran sala de exposiciones bajo un techo de plástico continuo que a la vez es quebrado y a la vez es traslúcido y a la vez retroiluminado. Y al final nos volvemos a encontrar al aire libre y frente a la carretera. En una terraza justo al lado de la entrada.
El lugar es el mismo pero la óptica ha cambiado porque todo ha cambiado. Nada es igual, ni la carretera ni Róterdam y ni siquiera el mundo, tras recorrer el Kunsthal. Si tienen suerte, quizá puedan visitar una retrospectiva de Andy Warhol o de Sol Lewitt. Pero si tienen todavía más suerte —como la tuve yo—, a lo mejor se encuentran con una feria de gastronomía y asisten a una de las experiencias más extrañas y más divertidas que les pueden ocurrir en un museo: ver un cerdo asándose bajo el Kameel en Reiziger, el beduino de bronce y su camello de bronce, en la terraza de un edificio que cambió la arquitectura del siglo XX.
Porque, efectivamente, el Kunsthal no se separa de la calle y, para Róterdam, un cuadro tiene tanta importancia como un cesto de frutas.
Frutas en el cielo
Aunque deshacer un camino pueda parecer una tarea estéril, pues ya conocemos el recorrido y el paisaje, todo es nuevo cuando entiendes por qué es nuevo. Volviendo al centro entendemos que Róterdam trate casi como monumento histórico al puente de Erasmo, un cisne construido por Ben van Berkel y Caroline Bos en 1989. Que en la otra orilla dialoguen dos Pritzkers cara a cara: la torre high-tech de Renzo Piano y el Tetris vibrante que es el rascacielos De Rotterdam de Koolhaas. Que para ellos el patrimonio industrial es exactamente eso, patrimonio, y las naves portuarias se convierten en locales de ocio y los parques acuáticos abandonados, como el Tropicana, reviven transformados en restaurantes con las mesas colocadas en toboganes vacíos. Que el espacio nuevo siempre es susceptible de ser aún más nuevo.
Comprendemos que una ciudad fundada en 1340, en realidad tiene solo seis décadas y, creada de la nada, regala a sus habitantes todo lo que imagina. Por eso, al regresar a la plaza Blaak y encontrarnos frente al Markthal, nos damos cuenta de que el mejor regalo es el espacio y que el mejor mercado es el que tiene el cielo lleno de frutas.
Proyectado en 2009 por el estudio MVRDV y abierto en 2014, el Markthal tiene un programa muy sencillo. Son viviendas en torno a un gran patio que sirve de mercado. Curiosamente, lo que hicieron Winy Maas, Jacob van Rijs y Nathalie de Vries fue aún más sencillo. Le dieron la vuelta al programa. Literalmente. Cogieron todo y lo tumbaron. Así, el patio se convirtió en un cilindro de espacio horizontal y las viviendas se desplegaron a lo largo de una bóveda de herradura de cuarenta metros de alto.
La propuesta es radical y el edificio es uno de los más libres y más atrevidos de lo que va de siglo XXI. Pero hay algo más. Siempre hay algo más. Un riguroso ejercicio de jolgorio que domina toda la obra y toda la plaza en cuanto levantamos la vista: la cara interior de la bóveda está serigrafiada al completo con un formidable mural. Cada centímetro de cada panel de fachada. Cada ángulo y cada radián de una superficie que se vuelve curvatura celeste. Hasta dibujar once mil metros cuadrados con pescados, frutas y hortalizas del tamaño de planetas y constelaciones. Un firmamento hortofrutícola.
El Markthal es un edificio revolucionario en una Róterdam que existe en un proceso continuo de revolución. Un lugar para pasear en taxi, en lancha y hasta en camello. Una ciudad que sigue naciendo cada día desde la tarde en la que desapareció bajo las bombas de la Luftwaffe.