A finales del mes de enero de este año 2023 tuvo lugar la inauguración del Canfranc Estación, un Royal Hideaway Hotel de cinco estrellas, del Grupo Barceló, que ocupa el edificio de la antigua estación ferroviaria internacional de Canfranc, un acontecimiento tan deseado como publicitado por las entidades ciudadanas, la clase política y los medios de comunicación aragoneses, que han puesto todo su empeño para que el proyecto vea por fin la luz. La simple mención de este complejo de tránsito de pasajeros y mercancías en el Pirineo central trae al imaginario una historia llena de percances que, desde hace más de un siglo, ha involucrado a los aldeanos, a las administraciones y a las autoridades que han mantenido una relación abierta o secreta con el puerto de montaña de tradición secular.
Para unos, el objetivo era la resurrección de un universo mítico que albergó, además de un hotel internacional, viviendas y servicios propios de un enclave ferroviario de doble nacionalidad, mientras que, para otros, se trata de la recuperación parcial de algunas de sus utilidades, que entenderían completa si algún día circularan de nuevo los trenes entre España y Francia, el sueño de varias generaciones de canfraneros y habitantes del valle de Aspe que, agrupados en organizaciones como la española CREFCO y la francesa CRÉLOC, llevan años promoviendo la recuperación del ferrocarril transpirenaico.
En el siglo XXI, y más allá de los servicios de alojamiento, la revitalización de un inmueble tan singular aspira a dinamizar el entorno del que forma parte, común denominador de las propuestas de gran lujo del Grupo Barceló, y no se descarta que, en un futuro, de momento incierto, los trenes vuelvan a circular. La directora de este Royal Hideaway, María Bellosta, prefiere hablar de viajeros antes que de huéspedes y con el uso de este lenguaje nos ofrece la primera pista acerca de un propósito que queda abierto, porque el hotel es solo una parte, aunque esencial, del amplio conjunto patrimonial que ocupa la explanada de Los Arañones, a escasos kilómetros del paso fronterizo de Somport.
Los avatares por los que ha atravesado la estación internacional de Canfranc han ido acompañados del anhelo casi romántico de mantenerla con vida en el transcurso de los años. Fue concebida como una infraestructura ferroviaria de extraordinaria importancia por su situación geográfica, pero los acontecimientos históricos, tanto españoles como europeos de los años posteriores a su entrada en funcionamiento, han vapuleado un destino que habría resultado más lineal si hubiera estado ubicada en un lugar menos relevante.
Más allá de su afección al transporte de personas y mercancías, la ordenación del entorno constituyó una gran obra de ingeniería que modificó profundamente el paisaje e incluyó, además de los elementos necesarios para la circulación de los convoyes, como hangares y almacenes, la construcción de un gran edificio que vertebraba todo el territorio y que se dividió en dos áreas, francesa y española, en las que se instalaron los servicios requeridos por los puestos fronterizos que representaban. El emplazamiento definitivo de este punto de conexión entre la península y el continente generó además un hinterland económico y habitacional de enorme significado para los trabajadores externos de la estación y para la historia de sus gentes.
Las guerras europeas y española y los altibajos políticos del siglo pasado acabaron con la concepción de globalidad que dominaba el enclave y, así, a la ausencia de tráfico de trenes entre Francia y España, que dejó sin mantenimiento las vías, se unió el abandono del gran palacio ferroviario, como lo denomina Rosario Raro en su novela Volver a Canfranc (Planeta, 2015), que ha sido pasto de alimañas y saqueadores hasta que el Gobierno de Aragón compró en 2013 la estructura principal a ADIF (Ministerio de Fomento), e inició un proceso de protección legal que establecería las bases de un nuevo uso y significado. Las fuerzas políticas presentes en el Parlamento de Aragón han tirado de un lado y de otro a cuenta de la utilización del dinero público para su rehabilitación, en la que se han invertido unos diecisiete millones de euros y cuya explotación privada por sesenta y nueve años a cambio de un alquiler se ha concedido al Grupo Barceló, como se ha dicho anteriormente.
Las funciones que cumplió mientras operaba como estación ferroviaria se han desmembrado al adaptarse a los tiempos que corren: un hotel de cinco estrellas de superlujo, un museo al aire libre con piezas rescatadas de las que se utilizaron entre 1928 y 1970 y una parada-término del tradicional Canfranero, el tren que une Zaragoza con Jaca y Canfranc y que es utilizado por turistas y aficionados a la montaña o por esquiadores con destino a las estaciones próximas de Candanchú y Astún. Además, el túnel por el que circularon los trenes durante cuarenta y dos años (aunque no seguidos) se ha reconvertido en la sede de un laboratorio de astrofísica subterráneo en el que trabaja un grupo de científicos, capitaneados por Carlos Peña Garay, empeñados en descubrir partículas siderales nunca vistas y otras novedades de difícil comprensión.
A diferencia de las intervenciones realizadas en algunos entornos postindustriales, como la llevada a cabo en la ría de Bilbao o la reconversión del puerto de Albert Dock en Liverpool, en la estación internacional de Canfranc se ha respetado la configuración inicial, aunque se le hayan atribuido otros usos; tampoco ha sido necesaria una regeneración medioambiental y urbana tan intensa como la que se ha llevado a cabo en las ciudades mencionadas. La decisión adoptada por las autoridades, empujadas por las fuerzas sociales, ha sido la de transferir, de la mejor manera posible, al siglo XXI un patrimonio magnífico que ha querido mantener, durante un tiempo de sombras, la esencia de los valores con los que vio la luz en el siglo XX.
La infinitud
La carretera nacional 330a que conduce hasta el Canfranc Estación discurre entre los picos del Pirineo central, paralela al cauce reconvertido del río Aragón. La estampa que se encuentra el viajero al llegar a su destino es impresionante: un edificio alargado de tres plantas, equilibrado, rítmicamente organizado por puertas y ventanas, coronado por tres cúpulas y cubierto por un tejado de pizarra.
Bajo la marquesina de cristal y hierro que cubre toda la longitud de la fachada de acceso, uno tiene la tentación inevitable de recordar aquellas clases de la infancia en las que aprendimos que las líneas paralelas solo se unen en el infinito: hacia un lado o hacia el otro, la mirada, sin detenerse en los detalles que jalonan el saledizo, percibe esa sensación de linealidad sosegada que da el trazo ininterrumpido hacia un punto de fuga en el horizonte. El efecto de infinitud que producen esas líneas convergentes, allá en la lejanía, se instala inmediatamente en el ánimo para teñir con su dominio las impresiones del primer recorrido. Todo permanece dispuesto, como se previó, en estructuras paralelas acostadas unas a otras: al otro lado del gran hotel se encuentran las playas de vías, cuyo césped cobija algunas piezas del hierro que soportó el tránsito de tantas locomotoras con sus coches y vagones; y, más allá de las playas, la nueva estación, de diseño funcional, del Canfranero, que se ha cerrado en junio para su remodelación. A un lado y otro de esta parada se disponen los antiguos almacenes, franceses y españoles, y otras construcciones de uso impreciso, todavía sin restaurar.
El espacio, geométricamente ordenado y cobijado por las cumbres de Estiviellas, Aspe y Anayet, entre otros, ocupa la explanada de Los Arañones, a 1199 metros de altitud, rodeada de ibones, barrancos, como el de Epifanio y Cargates, y bosques de pino negro de Picaube, abetos, hayas de Secras, encinas y álamos.
El paso de montaña más accesible del Pirineo central, conocido por los romanos como Summus Portus, es la frontera natural entre el valle del río Aragón, afluente del Ebro, y el valle de Aspe, en el lado francés. A pesar de las nevadas, los aludes y las repentinas riadas, el puerto de Somport ha ofrecido siempre más garantías que otros a las gentes que lo han utilizado desde la Antigüedad: por aquí accedieron a la península los pueblos bárbaros siguiendo la Vía Tolosana trazada por las legiones del Imperio y, también, en sentido contrario, cruzaron las huestes musulmanas que, en el siglo viii, apoyaron a las que marcharon por el Pirineo atlántico en su intento por conquistar el reino de los francos. Los peregrinos a Santiago que recorrían el Camino de Arlés eligieron este puerto a partir del siglo XII para evitar a los bandoleros de Roncesvalles y abrieron la ruta aragonesa que se sumaba en Puente la Reina (Navarra) al conocido como Camino Francés. Y por ahí se retiraron las tropas de Napoleón en 1814 tras su humillante derrota en Jaca. La frontera entre España y Francia, trazada por la Paz de los Pirineos de 1659 uniendo las cúspides con una línea imaginaria, remató el puerto con unas fortificaciones de las que todavía quedan restos visibles.
Con tan buenos antecedentes se eligió este lugar para establecer una línea ferroviaria que uniera ambos lados de la cadena montañosa en un punto casi equidistante de las estaciones de Irún y Portbou. Las conversaciones entre los interesados en el nuevo modelo de transporte se iniciaron en 1853 con el llamado Manifiesto de los Aragoneses y culminaron con la inauguración del gran complejo ferroviario el día 18 de julio de 1928.
Señala Alfonso Marco, autor de El Canfranc. Historia de un tren de leyenda (Doce Robles, 2017), que desde el principio fue una empresa sobredimensionada debido a las condiciones políticas de las que se pretendía distanciar —focos carlistas en Navarra e incipiente catalanismo—, a la oposición del Ministerio de la Guerra, que temía por la permeabilidad de los accesos, a una economía industrialmente atrasada e incapaz de obtener rentabilidad de una inversión tan elevada, al trazado radial español y al mayor ancho de sus vías, lo que impedía la conexión directa con el resto del continente. Un conjunto de factores que no auguraba precisamente el éxito de la empresa. A pesar de todo, se designó a las compañías ferroviarias del Midi Francés y Compañía del Norte de España para gestionar un proyecto concebido como una de las grandes obras públicas de la modernidad en el reinado de Alfonso XIII y no se escatimó en recursos.
La construcción de la estación internacional —bautizada en principio como Los Arañones— fue una obra faraónica tanto por su ambicioso diseño como por los medios que se emplearon. Se desvió el cauce del río Aragón y se amplió la explanada sobre la que se levantaría el gran edificio central y otros accesorios, así como las llamadas playas de vías sobre las que circularían los trenes. Se abrió un túnel de 7875 metros de longitud (3805 metros por la parte española) a 800 metros de profundidad entre los años 1908 y 1912, es decir, cuando no existían las modernas tuneladoras y solo se contaba con la fuerza humana que, a base de pico y pala y con la ayuda de las bestias para el movimiento de tierras, utilizó el material extraído para colmatar la explanada que sirve de base a toda la estación. Con el fin de evitar los aludes y fijar los suelos se plantaron en los alrededores de la explanada unos diez millones de pollizos de diferentes especies que, un siglo después, constituyen una masa forestal muy madura y de gran atractivo.
El auténtico protagonista
El ingeniero alicantino Fernando Ramírez de Dampierre fue el encargado de diseñar el complejo cuando no se hacía distinción entre el trabajo del ingeniero, del arquitecto y del interiorista. El programa de necesidades que requería una construcción de tal calibre se tradujo en un edificio de 241 metros de longitud y una anchura de 12 metros distribuido en tres bloques; el central estaba constituido por un gran vestíbulo que era el punto de encuentro de los dos laterales, en los que se emplazaban, respectivamente, los servicios franceses y españoles. El edificio constaba de tres plantas en altura y tenía el aspecto exterior de un palacete francés, coronado de mansardas bajo pizarra, al que se integraron elementos de la nueva arquitectura industrial y algún toque neo, propio de los primeros años del siglo xx. La muerte prematura de Ramírez de Dampierre hizo que el proyecto pasara a manos del también ingeniero Ramón Martínez de Velasco y de la empresa Obras y Construcciones Hormaeche, que modificaron ciertas estructuras (se sustituyó la mampostería por hormigón) y algunos elementos de la decoración interior. El estupendo trabajo de investigación realizado por Ignacio Mustienes Sánchez, recogido por Ramón J. Campo en su libro Canfranc. El oro y los nazis (Mira, 2012), hace un recorrido exhaustivo del programa iconográfico, de gran significado, que se utilizó en su decoración y al que se ha hecho merecida referencia en su rehabilitación.
Además de las aduanas francesa y española, en la planta baja se encontraban los servicios comunes de una estación ferroviaria: comedores, cocinas, enfermería y paritorio, así como un kiosco-biblioteca, oficina postal, expendedores de billetes, casino, etc., y, bajo la cúpula central, se encontraba una escalinata, embocada desde el lado francés, que, a través de un túnel bajo las playas, comunicaba con los almacenes. En la primera planta se encontraba el hotel internacional, y en la última, las viviendas de los empleados y funcionarios de la estación. El edificio se cerraba con ciento cincuenta puertas en la planta baja, y dicen que contaba con un número de ventanas igual al del número de días que tiene un año, que sería bisiesto si contamos el vano en penumbra del habitáculo que escondía a los que huían del régimen nazi entre 1942 y 1944.
Desde su inauguración en 1928 hasta la suspensión del tráfico ferroviario el día 27 de marzo de 1970 debido al accidente de un tren de mercancías que cayó en el puente sobre el barranco de L’Estanguet (Francia), la estación ha sufrido cierres, reaperturas, incendios, la ocupación de las tropas alemanas que extendieron su dominio desde Francia y, lo peor de todo, el abandono, que se hizo definitivo a partir de 1992, cuando desaparecieron los puestos fronterizos como consecuencia de los Tratados de Maastricht.
Tantas gentes y tantas historias fascinantes se hacen presentes en este lugar que parece habitado todavía por quienes lo transitaron. Viajeros y comerciantes, judíos que huían, artistas y peregrinos parecen caminar por las estancias de este espacio lujoso, cuya belleza recuerda, sin nostalgia, los años felices de la Europa anterior a la guerra. Si fue el punto en el que se intercambiaron toneladas de oro por wolframio y blenda, también sirvió para el abastecimiento de materias necesarias para la vida; si fue refugio de los maquis que lucharon contra las dictaduras, también fue escenario de amoríos pasajeros y amistades fugaces.
Toda la vida que tuvo y que merece ser recordada se ha integrado en el edificio remozado. Las obras se han llevado a cabo diferenciando, de un lado, el restablecimiento de las estructuras arquitectónicas y, de otro, la construcción de un hotel que cuenta con ciento cuatro habitaciones de distintas categorías, aunque todas llevan el sello lujoso de los Royal Hideaway del Grupo Barceló.
El vestíbulo, cubierto por la impresionante cúpula restaurada, sigue centrando la vida del edificio: es paso obligado para los viajeros que cruzan desde la parada del tren de cercanías al pueblo de Canfranc, y viceversa, aunque es el único ámbito público, pues, a ambos lados, se encuentran las dependencias hoteleras, de uso privado. Hacia el sur, la recepción, tras la cual se accede al restaurante y al desayunador, unificados por el estilo art déco que se ha utilizado en la decoración. Hacia el norte, el spa, los salones de reuniones y un maravilloso bar-biblioteca que ocupa el lugar de la antigua estafeta de correos y en el que se ha mantenido la distribución que tuvo durante su vida anterior.
Las habitaciones ocupan las dos plantas superiores y en todas se han cuidado los detalles que las dotan de tanto refinamiento; asimismo, en cada una de ellas, y como recuerdo de lo que fueron, se ha conservado, como elemento decorativo, la ventana antigua a través de la que tantas miradas contemplaron el mismo paisaje de la cordillera pirenaica que se puede descubrir ahora.
No es un hotel de paso, sino de estancia, como recuerda su directora, con un ambiente de paz y sosiego digno de viajeros como aquellos que gustaban de recorrer el mundo únicamente para disfrutar de lugares de ensueño.
El artículo es fantástico, pero he echado de menos unas fotografías que nos muestren el hotel.