¿Qué nos queda tras la barbarie? Toda crónica de guerra, o del final de la misma, acostumbra a dividir sus esfuerzos en describir los estragos sufridos en dos terrenos de distintas naturaleza aunque íntimamente ligados. Por un lado está lo material, con todos esos hogares destruidos, las pilas de cadáveres por enterrar y esa tierra quemada y yerma tras el paso del enemigo. Por el otro, un espacio psicológico habitado por mentes quebradas, sentimientos completamente superados por las circunstancias y una dolorosa mezcla entre la anestesia emocional y el abatimiento más profundo.
Mientras que plasmar la naturaleza herida o directamente muerta es relativamente sencillo con una cámara en mano, tratar de encontrar la mejor forma de plasmar la humanidad quebrada en todas sus dimensiones puede suponer un reto que, muchas veces, solo el arte ha sido capaz de afrontar. En los conflictos pretéritos de hace siglos, por ser además el único medio de hacerlo, y tras la concepción de la quintaesencia del horror en el holocausto o la bomba atómica, por explorar otros lenguajes que, muchas veces, se escapan de lo racional, un código enormemente limitado para transmitir la forma en que los límites de lo humano han sido no solo superados, sino pisoteados y mancillados sin ningún tipo de rubor. Se diría que, incapaces de acercarnos a la cruda realidad, necesitamos poner barreras en forma de pigmento y trazos que moviéndose entre la figuración más realista y lo rayano a la abstracción tratan de capturar lo que no se puede contar de otra forma.
La exposición ¿Qué humanidad? La figura humana después de la guerra (1940-1966) continúa el trabajo del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) sobre el arte de la guerra civil y lo extiende a una época entre 1940 y mediados de los años sesenta donde tanto ese conflicto como la Segunda Guerra Mundial nos condujeron a una enorme crisis existencial de la que nació un tipo de arte cuyas inquietudes se proyectaron especialmente en la figuración de la condición humana, la gran perdedora. Un centenar de obras de cerca de ochenta artistas logran atraparnos con la forma en que cada creador a través de sus propios medios y herramientas transmite esa inquietud existencial que se instaló en nuestra sociedad a modo de resaca tras los distintos conflictos a los que se vio expuesta. Una inquietud plasmada en las obras de algunas de las grandes figuras (Miró, Picasso, Bacon…) pero también en la de figuras marginales o mujeres artistas que el museo está esforzándose en recuperar dentro de su nueva etapa, en la que también destaca la internacionalización de los artistas catalanes.
La puesta en escena no es cualquiera, claro. El sótano nos recibe con unas paredes casi vacías, con solo el texto mínimo y necesario que nos informa de lo que vamos a ver a continuación, al girar tras el primer recodo, y es solo entonces cuando se vuelve inevitable sentir que una miríada de emociones entre el horror, la pesadumbre o la esperanza nos va trasladando entre las distintas estancias como si representaran las fases de un duelo abismal y compartido.
Así, vamos adentrándonos de la mano de artistas como Maria Helena Vieira da Silva o Modest Cuixart en distintos testimonios del desastre, y del horror transformado en obra de arte, o tal vez no el horror, sino la percepción del horror, o su sensación más profunda, procesada por una mente humana desbordada, incapaz de sentir más por culpa (o gracias, bien pensado) de haber superado el umbral del dolor. No es menos devastadora la observación ya no de los campos de concentración o el propio conflicto, sino de sus efectos en la psique humana. El espacio reservado para el mutismo, por ejemplo, da fe de la incapacidad de explicarlo todo con palabras, y nos habla de esa otra forma implícita de comunicación que encuentra su lenguaje para explicar desde la intimidad, o la propia intimidad. Silencio (1953), de Juana Francés, lo resume de manera tan excelsa que incluso ha sido convertida en la imagen en las calles de esta exposición.
Y tras ese periodo de convalecencia, temporal en el mejor de los casos, llega el recuerdo, sea de la víctima, ese individuo anónimo, sustituible y, por tanto, nada más que una silueta que puede ser rellenada por cualquiera de nosotros en esos cuerpos torturados, cuando no humillados, frente a la retórica del héroe, incluso héroe en la derrota. También surge el recuerdo del monstruo, esa otra parte de la humanidad (porque no le es ajena, sino connatural) que se ve representada de forma grotesca, espantosa, a veces perversa. Y ante la búsqueda de respuestas, o ayuda de algo que esté por encima de todo esto, también surge el recuerdo del santo, empatizando con nuestro dolor, cuando no compartiéndolo.
Finalmente, queda la duda de si hay espacio para resurgir tras la herida, aunque se trate de un primer esfuerzo mínimo, aún heridos y frágiles ante la posibilidad de un futuro precario e indefectiblemente pendular, amenazando con volver a dañarnos pero que, al menos en el corto plazo, nos permite tomar un breve respiro en el que tal vez recuperar la esperanza haciendo uso de esa resiliencia que nos caracteriza y de la que tantas veces hacemos uso, a nuestro pesar. Y, de ahí, nacen los nuevos debates, que en la segunda mitad del siglo XX pusieron sobre la mesa el papel del individuo, o del individualismo, y de las masas, o lo comunitario. Así lo atestiguan obras como La puerta (1966) de Juan Genovés, que roba el aliento al visitante cuando se encuentra a punto de dar por terminada la visita.
Es inevitable salir de este espacio con un peso mucho mayor sobre los hombros. El arte no solo participa como respuesta a esos conflictos, sino que nos interpela a la hora de reflexionar sobre unas consecuencias que, muchas veces por obvias, tendemos a olvidar. Y frente a la memoria más explícita, aquella que podríamos llamar racional, estas obras se erigen como estandartes de ese otro reducto, más primario, y con ello, mucho más íntimo y potente, que es la memoria del cuerpo ante el desastre.