Esta es una historia que empieza en Crimea y termina en San Sebastián. Comienza en 1920, en el ocaso de la sangrienta guerra civil rusa que enfrentó a los bolcheviques con el movimiento blanco. Los primeros, partidarios de una revolución jamás vista sobre la tierra; los segundos, defensores de un pasado zarista que parecía condenado a la extinción.
Las sobrepobladas ciudades de la costa de Crimea sobrevivían a duras penas ante el avance de la Guardia Roja. Desprovistos de recursos, los rusos blancos tenían la orden de no malgastar munición, el combustible era escaso, y los civiles se veían obligados a vender toda pertenencia de valor, incluyendo sus cuerpos. Mientras tanto, los trabajadores de los pocos restaurantes y cabarés abiertos sufrían la hostilidad de los militares embriagados que se negaban a aceptar lo inevitable. Disparaban al techo con sus revólveres al grito de «Dios salve al zar», y se aprovechaban del poder que todavía ostentaban sobre la región, uno de los últimos reductos fieles a la Guardia Blanca. Finalmente, entre el 11 y el 16 noviembre, 126 barcos de distintas dimensiones cargaron con 145 693 almas civiles y militares con rumbo a Turquía. «En adelante, el exilio y las intrigas miserables sería la suerte que aguardaba a los que habían intentado detener el curso de la historia», escribió el revolucionario Kamenev sobre los que huyeron de Crimea. Entre los miles de tripulantes que observaban cómo su tierra se desvanecía en el horizonte, se encontraba Shinkarenko, nuestro protagonista.
Esta es una historia que, como todas, aúnan derrotas y victorias. Las primeras le hicieron abandonar Rusia, y las segundas le permitieron envejecer en el País Vasco. Su nombre completo era Nikolay Vsevolodovich Shinkarenko. Nació en Tiflis el 5 de diciembre de 1889 bajo el seno de una familia de origen aristócrata. Se graduó en la Escuela de Artillería en la ciudad de San Petersburgo, y a partir de entonces comenzó su carrera militar. Participó en la I Guerra Balcánica en favor de los búlgaros, y combatió en la I Guerra Mundial, donde obtuvo la Orden de San Jorge. Fue tras la revolución bolchevique cuando Shinkarenko se vio obligado a defender sus ideales por una causa que le llevó al exilio. No creía en los valores heredados del marxismo, sino que defendía la monarquía y las tradiciones autocráticas que representaba Nicolás II. Dejó Rusia para no volver jamás, y pasó de Turquía a Europa, continente que recorrió por los Balcanes y su interior hasta instalarse definitivamente en París.
En la capital francesa, a la vez que artistas como Pablo Picasso o Max Ernst se codeaban con las clases altas parisinas y los representantes más laureados del arte se concentraban en Montmartre y Montparnasse, Shinkarenko comenzó estudios en el arte de la literatura, tomando el pseudónimo de Bielogorsky. Con su pluma, retuvo para la posteridad sus hazañas en el campo de batalla. A través de la escritura, dio rienda suelta a la nostalgia y publicó en varias revistas parisinas. La historia de Shinkarenko podía haber terminado aquí. En París existía una gran comunidad de rusos exiliados que habían tejido redes de sociabilidad, levantado capillas ortodoxas, y construido cementerios para rusos blancos. Puede que dentro de su cabeza rondara la idea de contraer matrimonio con una compatriota, echar raíces, y fallecer lejos de su país, pero al lado de los suyos.
Sin embargo, el nicho de Nikolay Vsevolodovich Shinkarenko se halla entre las familias Gómez y Vila-Piñol. Unos pasos más al oeste reposan los restos de Clara Campoamor, y un poco más al norte, los del pintor Ignacio Zuloaga. El tiempo no está permitido en el cementerio de Polloe; es la eternidad la que ha reunido a las figuras mencionadas en un mismo espacio. En el caso de Shinkarenko, todo se debe al golpe de Estado del 18 de julio de 1936.
La prensa francesa no tardó en hacerse eco de la insurrección militar. Le Petit Journal hablaba de un decreto de movilización por parte del gobierno español, y Le Petit Parisien afirmaba que los amotinados parecían controlar todo el territorio. Lo cierto es que la sublevación fracasó, y de la rebelión se pasó a una guerra civil entre dos grandes bandos: republicanos y golpistas. Las siguientes noticias que llegaban desde España eran confusas. El gobierno republicano buscaba el socorro de países como Reino Unido y Francia, mientras que los golpistas trataban de convencer a la comunidad internacional del peligro revolucionario. Desde Navarra, se creó un relato de Cruzada. Esta vez, los cristianos no se enfrentaban al islam, sino al bolchevismo soviético, aparentemente presente en España. La ciudad de Pamplona, desde donde el general Emilio Mola había orquestado el golpe, se erigía como la nueva Covadonga, lugar del que se iniciaría la conquista de los territorios que no se habían sumado al alzamiento.
La comunidad rusa en el exilio, por su parte, también percibía el conflicto como una guerra contra el bolchevismo. Resulta paradójico: son los relatos que nos construimos y no los hechos los que nos llevan a tomar parte en el curso de la historia. Reconocieron en el Frente Popular la revolución de 1917 que les había expulsado de Rusia, de manera que, nada más estallar la guerra, rusos blancos tomaron la decisión de continuar la batalla que habían perdido en su patria contra el comunismo. Lo hicieron a través de la Unión Militar Rusa, organización creada en el exilio para ayudar a veteranos de guerra del movimiento blanco. Llegaron incluso a reunirse con Francisco Franco en Salamanca para ofrecerle mil combatientes. No obstante, debido a obstáculos burocráticos y administrativos a los que se sumó la dificultad de trasladar a voluntarios rusos desde la frontera francesa, llevó al bando nacional a desechar la idea. En consecuencia, si los rusos seguían empecinados en combatir en España, tenían que hacerlo por su propia cuenta. Y así, convencidos de que luchar contra el comunismo no entendía de fronteras, numerosos rusos blancos se adentraron por el paso de Irún y las montañas navarras para presentarse ante las autoridades rebeldes. En un artículo publicado en agosto de 1936, Shinkarenko se refirió a esta oleada blanca como «Los hombres de Kornilov», en honor al héroe de la causa antibolchevique que perdió la vida en 1918, en la primera de las guerras contra el comunismo.
La mayoría optó por enrolarse en el Requeté. También llamados Boinas Rojas, representaban el brazo paramilitar de los carlistas. La elección de combatir bajo el emblema tradicionalista suponía la opción más natural. Al fin y al cabo, tanto el movimiento blanco como el carlista defendían una monarquía tradicional y la religión cristiana. Por si fuera poco, los lemas blancos y carlistas destacaban por su enorme semejanza. «Por la Fe, el Zar, y la Patria», el de los primeros; «Dios, Patria, y Rey», el de los segundos. En este sentido, aunque se conozca la presencia de rusos blancos en Falange y en la Legión, el grueso se alistó en los tercios carlistas que surgieron en el norte de la península ibérica.
Finalmente, a sus cuarenta y siete años, Shinkarenko se unió a aquellos hombres de Kornilov. Lo hizo más bien por motivos económicos que morales, pero terminó sumándose a la contienda. Tomó la decisión de cruzar el Pirineo y se enroló en el Tercio Zumalacárregui junto con Anatoliy Fok, otro veterano de la guerra civil rusa. Juntos formaron parte del tercio guipuzcoano que avanzó entre las montañas vascas obligando a las fuerzas republicanas a retirarse hacia el oeste. Shinkarenko cayó herido en combate el 3 de abril de 1937 en la Peña de Amboto, cerca del puerto de Urkiola, corredor natural que conecta Álava con Vizcaya. Es en este paso conocido como el Monte de la Sangre donde Shinkarenko casi perdió su vida por una herida en la sien. Por suerte para el ruso, fue rápidamente trasladado a Vitoria y operado para salvarlo de la muerte.
No fue testigo de la caída de Bilbao. Las heridas le impidieron volver al frente hasta el mes de octubre. Ya recuperado, fue nombrado teniente de la IX Bandera de la Legión, combatiendo en el frente de Madrid. Fue en este punto donde Shinkarenko recorrió toda la España insurrecta, ya que se le puede seguir la pista por Toledo, Zaragoza y San Sebastián. En sus viajes por la península conoció las montañas norteñas, los campos castellanos, y los frentes en los que se jugaba, según su criterio, el triunfo sobre el comunismo. En su tiempo libre, se aseguraba de no perder la costumbre de escribir que había adquirido en Francia, y apuntó en sus memorias que todo lo que veía en España le recordaba a la guerra civil rusa. No usó la escritura como una mera herramienta de evasión de la realidad. Shinkarenko, que coincidió con varios compatriotas durante la guerra en España, se encontró con que el ejército franquista no los había tratado como merecían. El sueldo que recibían era ínfimo, y existían casos de oficiales blancos con una amplia experiencia militar a sus espaldas que combatían en calidad de soldados rasos. La precaria situación que padecían los rusos en el bando nacional impulsó a Shinkarenko a escribir directamente a Franco:
El soldado raso, el requeté, y el falangista, tiene familia que le manda de vez en cuando algo, mientras que nosotros, que NO TENEMOS POR DESGRACIA PATRIA, no tenemos a nadie que nos ayude. No obstante, me atrevo a decir a VE que los citados oficiales hacen su deber militar, con tanto entusiasmo y sin miedo alguno a las balas, como los soldados españoles.
En esta ocasión, cualquier posible valía literaria que pudiera tener Shinkarenko no valió para mejorar las condiciones de los rusos blancos. En el caso de nuestro protagonista, sus múltiples heridas le sirvieron para que un tribunal militar médico valorara sus lesiones y le declarara como «mutilado útil», lo que le permitía desenvolverse en labores burocráticas. Era entonces febrero de 1939. Barcelona acababa de ser tomada por el bando golpista, y miles de civiles se lanzaron al Pirineo para huir de las balas. Les esperaba una vida de exilio, lejos de su patria.
Aquel paralelismo a la inversa debió llamar la atención de Shinkarenko. Esta vez, a diferencia de lo que había pasado en Crimea en 1920, formaba parte de los vencedores. No necesitaba seguir huyendo. Shinkarenko y los demás voluntarios rusos formaron parte de los distintos desfiles por la victoria que se celebraron entre abril y mayo de 1939. Había nacido una nueva España que se preparó para la paz bajo una dictadura, y para ello se desmantelaron las unidades paramilitares y milicias que habían operado durante la guerra. Los rusos, al igual que los españoles, fueron condecorados por sus hazañas en el campo de batalla, y algunos recibieron la nacionalidad española como recompensa.
El ruso ya no podía repetir que no tenía patria. Fue condecorado con la Medalla de Sufrimientos por la Patria y se instaló en la ciudad que conoció en tiempos de guerra y que tanto le había enamorado: San Sebastián. Desde el Cantábrico abrazó la jubilación que le facilitó el régimen franquista mediante una pensión por haber sido teniente del ejército español, y se dedicó a escribir y a reflexionar sobre lo que ocurría en el mundo.
Desde la capital guipuzcoana leyó las noticias sobre la ocupación de París por parte de los alemanes. A pesar de su férreo anticomunismo, Shinkarenko jamás simpatizó con Hitler. Su postura en contra del nazismo le llevó a alejarse de sus compatriotas cuando la Alemania nazi invadió la Unión Soviética en 1941. Cuando la División Azul marchó al frente oriental a combatir a los soviéticos junto con los alemanes, numerosos rusos blancos pidieron acompañar a los voluntarios españoles en calidad de traductores. El movimiento blanco interpretaba la invasión de la Unión Soviética como una opción de vengarse de los bolcheviques y una esperanza para recuperar su patria. A diferencia de esta euforia blanca, Shinkarenko consideró que sus años de guerra habían terminado. Tan solo esperaba que, junto al dirigente nazi, la guerra terminara con el totalitarismo estalinista.
Se equivocó. Tras el final de la guerra, la Unión Soviética salió reforzada y se convirtió en una potencia mundial. Nikolay Vsevolodovich Shinkarenko envejeció en San Sebastián hasta que, el 23 de diciembre de 1968, un camión le atropelló mientras paseaba por la ciudad. Falleció, soltero, a los setenta y nueve años de edad. Sus restos fueron trasladados al cementerio de Polloe, y fue enterrado en el panteón militar el día de Nochebuena. Aquí es donde finaliza su trayectoria, desde Rusia hasta España, de uno de los rusos blancos que combatieron a favor de Franco.
En la película Uno, dos, tres, James Cagney decía: «Del comunismo hay que huir, no ir a él». En el original es: Russia’s to get out of, not to get into.