Qué inclasificable, y a la par interesante, resulta la trayectoria de Ridley Scott. Asomarse a su filmografía es reconocerse en un continuo asombro, en una serie inacabable de «¡oh!» sorpresivos, al comprobar que nacieron del mismo padre títulos tan dispares como Thelma y Louise, Hannibal, The Martian o Un buen año. Bajo la tutela del ya octogenario cineasta conviven gánsteres, espías, replicantes, timadores, intrépidas y aguerridas mujeres, héroes de historia y de leyenda… Una disparidad de personajes, todos ellos arquetipos comunes dentro del noir, la ciencia ficción o el cine histórico, que por la forma en que son introducidos por Scott contribuyeron a deconstruir su imagen dentro imaginario colectivo cinematográfico.
En sus películas hay inconformismo, subversión, una arriesgada mirada antibelicista, una preocupación por la corrupción del ser humano, una advertencia latente sobre los peligros de la inteligencia artificial (o más específicamente, sobre la forma en que la humanidad será incapaz de relacionarse con ella)… y, por su puesto, un revolucionario desafío de los roles de género clásicos legitimados dentro del séptimo arte. Esa lucidez que parece impulsar cada uno de sus proyectos es la seña de identidad más valiosa de un director que sigue empeñado en sorprender a su público. Y, en tal empresa, desde luego no defrauda.
Dos años después de sus últimos trabajos, (El último duelo y La casa Gucci fueron estrenadas en 2021) y antes de la esperada secuela de Gladiator prevista para 2024, llega Napoléon. Cine histórico, épico, ese género que tanto ha transitado Scott a lo largo de los años y que le ha permitido alumbrar zonas en penumbra de la historia, fabular con los secretos que esconde siempre todo gran hombre y, sobre todo, cuestionar los cimientos que sostienen los grandes imperios. Por eso, Napoleón no podía estar predestinada a ser un biopic al uso. Entiéndase bien la idea: hay una estructura narrativa clásica que espacia la acción a lo largo de las décadas, y hay una ambientación histórica que respeta (en cierta medida y no del todo) lugares y personajes reales. Pero también hay una voluntad de desmitificar la leyenda y llamar a las cosas por su nombre. ¿Rigor? ¿Precisión? En realidad, hay más intención de poner el dedo en la llaga que en ofrecer una lección de historia, y se agradece.
La muerte de María Antonieta es la primera escena de Napoléon. Ante una histérica y encolerizada multitud, la reina consorte de Francia es guillotinada. A modo de introducción, la ejecución pública de María Antonieta es presenciada por el propio Napoleón, una licencia poética del cineasta que, a pesar de no ser fiel al relato oficial, funciona aquí con objetivo dramático: un joven y ambicioso capitán francés observa el espectáculo mientras maquina el siguiente paso en su camino a la grandeza. Porque este joven será ante todo un estratega que concibe el mundo como un enorme tablero de ajedrez sobre el que mover las piezas de que dispone. Así, quitándole todo glamur a la realeza y banalizando en parte a la nobleza, comienza la epopeya de este hombre que asciende desde lo más bajo hasta convertirse en emperador de Francia. De este modo, con esa imprecisión histórica, se conectan dos ideas que se entrelazarán de forma constante en el relato: el derramamiento de sangre y el poder. Cuántas más contiendas gana Napoleón, cuantas más vidas se sacrifican en el campo de batalla (en términos visuales, cuanto más gore resultan las escenas de combate), más se eleva el estatus del protagonista. Para Scott esta es una cuestión de causa y efecto. De hecho, un primer momento ya anticipa esta causalidad. En la batalla de Tolón, la primera que aparece en la cinta, un cañón destroza el caballo que monta Napoleón justo en el instante en que se adentraba en la contienda. No queda nada del extremo superior del animal, tan solo un joven capitán desorientado y cubierto por su sangre… Al finalizar la batalla, se acerca a su caballo inerte, se agacha ante él… y no, no llora su muerte: mete la mano en su cuerpo destrozado, rebusca entre sus vísceras y saca de él el proyectil que casi termina con su propia vida. Su primera victoria es sucia, salvaje, cruda y cruel. Las vidas de otros solo son instrumentos útiles que salvan la suya.
Nada de esta espectacular secuencia hace pensar que Scott abandone la épica bélica, al contrario: el cineasta filma la guerra desde dentro, tan de cerca que cuesta no sentirse dentro de ella, entre tanto miembro amputado, entre tanto caos frenético e histérico, pero volviendo siempre a una clara panorámica del conjunto. Incluso de noche, la cámara coreografía con precisión y todo detalle los ataques y movimientos de ambos ejércitos. Pero la épica es una cuestión que más que con el diseño de producción (que también, y a ello contribuyen los colores fuertemente desaturados de las imágenes) tiene más que ver con el retrato de Napoleón.
Desde la primera media sonrisa que se le dibuja en el rostro a Joaquin Phoenix, queda en evidencia que no estamos ante un perfil al uso propio del cine histórico. Nervioso e impaciente en exceso, la gestualidad de su cuerpo delata el espíritu intranquilo que dominaba a Napoleón. Incluso en esa primera escena, el capitán se encamina hacia la batalla de manera impulsiva e irreflexiva, sin la racionalidad y la lógica que se le presuponen al legendario estratega. Scott hace de su personaje el centro de la imagen. Su sonrisa torcida, su caminar algo torpe y confuso, esa mirada en la que se atisba la falta de empatía, unos delirios de grandeza incontrolables, una desconcertante y sorprendente capacidad para la estrategia militar, su obsesión por Josefina y una tenacidad inquebrantable. Todo eso es Napoleón. Todo ello convive en un relato que equilibra la dimensión pública (la política y militar) con la dimensión privada del personaje. Porque es en lo que la cinta tiene de «erotocracia» donde se le encuentra el punto divertido a la historia. Los líos de alcoba siempre son un gran reclamo y, en este caso, el reverso picarón de la historia canónica desvía el foco del mito para alumbrar al hombrecillo que había detrás. Resulta imposible disociar ambas imágenes: el mismo hombre que se autoproclama emperador poniéndose él mismo la corona es el marido impaciente y ridículo, que gime desde la puerta, ansioso por empotrar a Josefina en los aposentos reales.
Para cuando llega el final del film y unos rótulos indican la cantidad de franceses muertos que dejó a su paso su brillante actuación militar, Scott ya había puesto los puntos sobre las íes. Napoleón culmina, por el momento, una filmografía que parece rebelarse contra lo que está firmemente establecido. Ese inconformismo ante la forma en que se cuentan las cosas y la facilidad con que el tiempo las convierte en historia es lo que le ha llevado a plagar su corpus fílmico de otros referentes, otros modelos de representación. Aún hoy, en el siglo XXI, resulta urgente revolucionar los modos de representar, los arquetipos cinematográficos. Sigue siendo necesario desmitificar la figura de ciertos hombres: se impone convertirlos en humanos con sus virtudes y sus defectos. Porque la única forma de aprender de la historia es conociendo sus miserias. ¿Acaso no se impone empezar a defender una antiépica menos violenta, más racional, más realista? O lo que es lo mismo, menos historia y más cine, por favor.
«Solo hay una alucinación colectiva mayor que la Leyenda Negra Española; y es la Leyenda Rosa Francesa.»
Decía Irène Némrovsky en una novela que cuando se contara la historia de la ocupación alemana, todos los franceses iban a ser de la resistencia. Ella no alcanzó a verlo, porque las autoridades francesas la arrestaron, entregaron a los alemanes y murió en Auschwitz.
Pingback: ¿Cuánto sabes sobre Napoleón Bonaparte? - Jot Down Cultural Magazine
La «grandeur» de Francia siempre acaba por ser el relato atropellado de como vividores y arribistas supieron subirse a la ola adecuada y surfear circunstancias complicadas: de Napoleón a De Gaulle poco cambia.
Parece que a todo el mundo le gusta que se ridiculice a Napoleón. A mí eso me parece transgresor, es el camino fácil. Lo difícil es entrar en alma de ese señor grandioso y monstruoso (también ridiculo pero eso lo somos todos) y hacer una película que hable del ser humano y no una caricatura propia de una viñeta de un periódico satírico.
A mí me parece que en la película hay poca historia y menos cine. Hay cosas de muchísima calidad: fotografía, iluminación, vestuario, efectos especiales efectos especiales, puesta en escena. Pero falta guión, el montaje es horroroso y los actores (magníficos) no tienen personajes para desarrollar. Mucha estética y poco cine.
En fin, el artículo empieza presentando a Ridley Scott con está lista de películas: Thelma y Louise, Hannibal, The Martian o Un buen año..
Es una lista tan extraña como algunas elecciones de la película.
Pingback: Nagorno-Karabaj, Ucrania y Gaza: la guerra viejuna que vuelve - Jot Down Cultural Magazine
Es tan ridícula por momentos que parece una comedia.