Gonzalo Torrente Ballester relató más de una vez la forma en que conoció a Dionisio Ridruejo y el papel esencial que este llegó a jugar en su vida. Fue Pedro Laín el que los puso en contacto durante la guerra civil, cuando le propuso a Torrente que se incorporase al grupo de Burgos, organizado en torno a Ridruejo para dirigir los servicios de prensa y propaganda en el bando nacional. El primer encuentro entre el soriano de 26 años y el gallego de 28 lo evocaba el segundo en una nota necrológica tras la muerte del primero:
Yo no era un muchacho brillante ni especialmente llamativo, sino más bien tímido, perplejo y sin los instrumentos de experiencia o de saber indispensables para entender lo que pasaba. Esa timidez me llevó, en mi primera entrevista con Dionisio, a reforzar de tacos la conversación: todo mi repertorio. Dionisio, entonces, echó mano del suyo, más rico y mejor usado, y me apabulló. Yo encajé la lección. (1992: 196-197).
Lo que ocurrió a partir de aquel encuentro es ya historia, quizá más comentada que realmente conocida. Con «Pedro y Dionisio» estableció Torrente un vínculo gozoso que tuvo muy pocas sombras y que nunca se quebró. Ambos le apoyaron en cuestiones económicas e institucionales, Ridruejo durante el breve período en que tuvo poder para hacerlo y Laín mucho más tiempo. Ambos fueron para él referentes intelectuales, guías existenciales y soportes emocionales, pero no exactamente de la misma manera.
A Laín —desde su juventud un erudito de alma teórica, excesivo idealismo y escaso sentido práctico— lo vio como un maestro intelectual, dotado de una formación sistemática que Torrente envidiaba y una muy amplia cultura de la que se beneficiaba. De forma espontanea estableció con él una relación de «oyente y aprendiz, pues él era ya lo que a mí me hubiera gustado ser y sabía lo que yo hubiera deseado saber» (1992: 198).
Ridruejo era un líder nato, un hombre de acción con sensibilidad poética, apasionado, lúcido e íntegro hasta el extremo de ignorar los consejos de la prudencia. Con una cierta frecuencia escribieron los tres artículos comentando las cualidades de los otros dos y reseñando sus obras (Laín Entralgo, 1948, 1981; Ridruejo, 1946, 1972; Torrente Ballester, 1941, 1946, 1965). En la época de su larga travesía del desierto, Torrente los consideraba como sus dos únicos lectores, o al menos casi los únicos que daban público testimonio de que leían sus escritos, reflexionaban sobre ellos y transmitían en los periódicos y revistas el fruto de sus reflexiones. “Que literariamente sea yo su criatura, está fuera de dudas (…) El escaso éxito de mis obras me llevó a perder la fe en mí mismo, que sostuvieron con la suya estos dos amigos” (1992: 197-198).
*
Hay muchos testimonios sobre una costumbre de Torrente: pedir a sus amigos de confianza que leyesen los borradores de las obras que escribía antes de dar por buena la versión definitiva, o incluso leérselas él mismo. Mantuvo ese hábito toda la vida y daba gran importancia a las opiniones que recibía. Carmen Becerra cuenta que cambió el final de una novela tras un comentario crítico que ella le hizo. Una de aquella lecturas, seguramente de las menos agradables, tuvo lugar en Burgos, año 1938. Dionisio Ridruejo la describió en sus casi memorias, con cierto recochineo, más de treinta años después:
Físicamente Torrente no ha cambiado mucho de entonces a ahora: su cabeza de perfil oval, sus gruesas gafas, el movimiento desazonado de los hombros. Pero así como ahora se ha decidido por llevar hacia afuera su mucha bondad y su larga paciencia, entonces «posaba» de terrible y hasta de corrosivo, lo que tenía bastante gracia. En fin, que decidimos presentarlo, con su crítica agresiva y su animosa fe de renovador, como quien echa al combate un carro armado. Dicho de otro modo: organizamos una lectura de su Joven Tobías. Jamás acto alguno se ha organizado peor ni ha causado más daño a un autor. (2007: 276).
Asistieron, entre otros, Serrano Suñer, Fernández Cuesta, Pilar Primo de Rivera y todo el equipo de Prensa y Propaganda. El acto se programó después de una cena y empezó cerca de la medianoche, ante un público acostumbrado a acostarse y levantarse temprano. Leyeron la obra entera —que tiene más de doscientas páginas en la edición original, tipográficamente muy generosa— entre Rosales, Ridruejo y Torrente. El primero lo hizo de forma pausada; el segundo con interrupciones y errores ante al aspecto de la concurrencia. El propio Torrente recuerda el episodio en el prólogo autobiográfico que hizo para sus abortadas Obras completas:
El joven Tobías tiene siete actos, y su lectura normal dura más de cuatro horas. Nosotros no lo habíamos calculado. Ridruejo leyó unos versos de los que, al modo clásico habían hecho Vivanco y Rosales, y el cuerpo de la pieza se encargaron estos de leerlo. La fatiga comentó pronto, una fatiga evidente, ayudada del calor. A mitad de la lectura intenté suspenderla, pero no sé quién insistió en que se continuase. Aquello fue terrible. Hubo gente que se durmió, gente que protestó. Joaquín Garrigues decía, sin disimulo, que «esto no se le hace a sesenta amigos». Terminó, de madrugada, como el rosario de la aurora. Mi pretendido ingreso «por la puerta grande» en la Literatura había sido un fracaso, cuya noticia, a mucha gente, causó patente regocijo. (1977: 56).
En el epistolario de Ridruejo publicado por Jordi Gracia se incluyen nueve cartas remitidas por Torrente. Varias de las escritas por Ridruejo que permiten completar el diálogo permanecen inéditas en el archivo personal de Marcos Giralt Torrente.
El 29 de octubre de 1939 Torrente escribe desde Santiago de Compostela al «Camarada Dionisio Ridruejo» porque le han llegado noticias de que va a aparecer un semanario bajo su dirección: «Necesito escribir y vivir de lo que escribo. ¿Puedo contar con alguna colaboración pagada en ese semanario?». No pretende ocuparse de tema políticos sino literarios o históricos. Y a la vez le pide que haga gestiones en el Ministerio para agilizar el contrato que tiene pendiente desde cuatro meses antes. Al poco tiempo de acabada la guerra ya estaba Torrente, por tanto, mendigando trabajillos para aliviar sus dificultades económicas. (Gracia, 2007: 48-49).
El 6 de abril del año siguiente sigue insistiendo en el tema:
Querido Dionisio:
Hace dos meses te pedí que me procuraras un contrato de colaboración en esa agencia del Departamento de Prensa. Creo, querido Ridruejo, que no es demasiado pedir: en esa agencia colaboran algunos de los buenos escritores de la Falange, bastantes de los medianos, y desde luego todos los malos. Inclúyeme en la categoría que quieras, pero reconoce que no hay derecho a excluirme, y decirme —como me dijeron cuando escribí pidiendo que se me incluyera— «que ya estaba cubierto el cupo». Pienso que como escritor y como falangista tengo algunas cosas que decir, y que si la Falange acaba cerrándome sus puertas, tendré que concluir entregándome (si me quiere) a la prensa reaccionaria. Porque existe una realidad, y esa realidad es que con los medios que el Estado me da para vivir como funcionario universitario no puedo resistir un mes más, y tengo que apelar a lo que sea. (Gracia, 2007: 56).
No tenemos la respuesta de Ridruejo a estas demandas, pero sí una breve carta manuscrita del 3 de junio del 41 en la que le aconseja a Torrente que se replantee la decisión de trasladarse a Madrid, argumentando que sería perjudicial para su salud y para su producción literaria. En cualquier caso se ofrece a buscarle trabajo remunerado, «que para garantizar tu vida literaria aunque no demos muestras muy evidentes estamos todavía aquí y algo vivos tus amigos» (Gracia, 2007: 68).
Tiene otra dimensión la carta que Torrente envía a su amigo, ya desterrado en Ronda, desde «Ferrol del Caudillo, 9 de enero» [1943]. Con su habitual estilo quejumbroso lamenta la soledad en la que vive, las pocas cartas que recibe, la aburrida rutina del pueblo “perdido en la bruma” al que se ha retirado de forma «entre voluntaria y forzosa», las escasas visitas que recibe de las musas… Y comparando su situación con la que le imagina a su amigo en Ronda, escribe:
Ya ves qué diferentes son nuestros destinos. A los siete años de haber sido arrebatados por la guerra y la política a nuestra vida provinciana, tú cumples un episodio más de tu carrera, mientras que la mía se cierra sobre sí misma y vuelve al lugar de origen, de donde acaso nunca hubiera debido salir. Estoy lo mismo que en 1936, exactamente en el mismo punto, aunque el espíritu de ahora y el de entonces sean distintos. A veces se me ocurre pensar que nuestra situación se parece lejanamente a la de los viejos napoleónidas, que arrastraban sus recuerdos por los rincones de Francia, dejados un poco atrás por la Historia, que siempre corre más que nosotros. Nosotros, como ellos, tenemos el único tesoro de la melancolía, y el único refugio de revivir imaginativamente las horas brillantes en que la Historia la hacíamos nosotros. No sé si a ti, que tienes vocación política, te pasará lo mismo. Yo, que no la tengo, me nutro del recuerdo y he puesto sobre el dintel de mi cuarto la terrible lápida dantesca que acabas de recordar. (Gracia, 2007: 100-101).
Los fieles al proyecto falangista de Primo de Rivera se sienten fracasados tras haber contemplado, impotentes, como Franco podaba la idea original y la convertía en un régimen dictatorial, ferozmente conservador y sin el componente socialista que ellos consideraban esencial. El 23 de enero le responde Ridruejo a Torrente en carta con membrete del Hotel Victoria, en Ronda:
Querido Gonzalo: Desde el punto de vista epistolar soy demasiado visiblemente el campeón de la negligencia española para que pueda achacar a otra cosa el retraso de alguien. Pero tu carta vale tu retraso —además— y bien sea aquel por esta.
Me parece que no estabas en esos días en la mejor hora de la esperanza. Quizá yo tampoco cuando la recibí. Pero me defiendo con la alegría que nunca me deja y con una especie de moral de pasajero o peregrino que yo no quiero que me deje de por vida. Y creo que antes del puerto final —esto al margen de la vocación política que no sé si tengo o no tengo— creo que aún nos quedarán muy sabrosas escalas que hacer. Lo que es más cierto es que ni volvemos al punto de destino [sic., probable errata por origen] ni falta que hace. Tú crees estar en el mismo punto que en el año 36 pero es mentira. Mentira por tus cuatro o cinco libros que te obligarán a hacer quince o veinte más y mentira incluso por esa melancolía napoleónica que acusas y que yo no quiero compartir porque siempre tuve nostalgia de lo que aún no ha venido, nostalgia futurista y mesiánica. Pero aunque solo fuera aquella melancolía hay que confesar que ella nos da un fondo a la vida y una disposición pasional que no podíamos tener antes. Algo «caballeros desilusionados» sí somos. Pero ¿por qué situar la ilusión en un solo espacio, en un solo punto inmóvil?
Al fin creo que tu repliegue al Ferrol dará buenos frutos y buen porvenir.
Yo por mi parte disfruto del mejor modo posible de este paisaje, escribo con gusto porque sí, sin respeto ni dedicatoria especial; y me hago la ilusión de irme poniendo las ideas claras mientras los hechos corren turbios. Ideas sencillas y nada ideales.
De cosas de pluma creo que sacaré otro libro de versos, un libro algo novelístico sobre la guerra y otro de fantasías. Quizá hasta una novela larga. No me aburro nada con todo esto y ya me parece eso solo más importante que la fama y la posteridad que nunca me preocuparon demasiado.
He recibido tu libro [Siete ensayos y una farsa] y he leído la farsa, muy graciosa y bien hablada pero no mejor que tus otras cosas. Espero tu novela con impaciencia y te agradezco la dedicatoria que lanzas en la tempestad con pecho valeroso.
Escríbeme si tus melancolías galaicas te dan tiempo. Yo lo haré de vez en vez también.
Aquí no se habla con nadie y es bastante incómoda la cosa.
Un abrazo fuerte de
Dionisio.
El 19 de junio Torrente anuncia a su amigo que recibirá un ejemplar de Javier Mariño, libro que en su primera página declara:
Esta novela, Dionisio, comenzada cuando combatías en Rusia, fue desde un principio destinada a ti. Ahora, de vuelta entre nosotros, te la envío como prueba de amistad y camaradería. Estima la voluntad, no el valor de la prenda. Tu amigo, Gonzalo.
Ridruejo del responde el 22 de julio, ya desde Cataluña, a donde ha logrado que le trasladen para continuar su destierro.
San Andrés de Llavaneras
22 – Julio 1943.
Querido Gonzalo: Veo que voy en camino de no quedarme atrás de ti en esto de las tardanzas epistolares. Pero queda descontado —tanto para disculparte como para disculparme— que la amistad decidida no se mide por cartas.
Tu carta última me trae una racha de ánimo mejor humorado que la que me escribiste a Ronda. Sin duda el sobresalto de la primavera y la facilidad del verano deshacen las nieblas y animan la sangre. Naturalmente me alegro puesto que —por mucha fecundidad literaria que arrastre— no es deseable la tristeza ni menos la desilusión.
Espero ahora tu libro pero supongo que las cosas de Palacio van despacio, tengo alguna experiencia, a pesar de la diligente y cariñosa preocupación de don Rogelio. De los míos ha salido ya uno que o bien te enviaré yo si me dan ejemplares ahora o bien —y será lo mejor por razones de correo— te lo enviará la Editora (pídeselo de mi parte) y ya llegará el autógrafo cuando nos encontremos. Es un librejo con alguna lejanía y gracia pero perteneciente a un tiempo que desearía haber dejado atrás desde el punto de vista poético tanto como me parece envidiable desde el de mi propia vida: el año 35 (verano) en Segovia, de donde también arrancaron el 1er libro de amor y los Sonetos a la Piedra.
Ahora quisiera trabajar de otro modo; no por sensibilidad de espectador conmovido ni por intelección ingeniosa, sino haciéndome constancia de la misma realidad para alcanzar su dimensión más remota desde su presencia completamente viva. Y también —formalmente— menos a expensas del humor de cada día: con plan y estudio, con comprensión de la obra, etc., etc. Eso que llaman madurez y que vaya Vd a saber. Como sea tengo para botar aún —amen de los poemas de Rusia— un nuevo libro con más de 100 poemas —¡Dios nos valga!— y si el destierro no se arregla no sé a donde llegaremos. Ultimo un libro sobre Rusia que no me gusta y sobre el que estoy volviendo fatigosamente. Más a gusto escribo otros relatos y una novela. Pero estoy aún demasiado juvenilmente [¿cargado?] de mi mismo. Ya sé que realmente son los jóvenes y no los viejos los que viven metidos en sus recuerdos, aunque los hagan milagrosamente porvenir (en ese juego está el personaje de mi novela).
Y esto agota casi el reportaje sobre mi vida. Lo demás es un poco de conversación —Masoliver está ahora unas semanas conmigo—, algo de libros, bastante mar y campo. Un panorama más bien feliz y descansado y que lo sería del todo sin el pan de cada día y sin el parte de guerra con sus porvenires indecisos. Voy algún día clandestinamente a Barcelona, pero lo menos que puedo pues las ciudades me abruman como a un campesino.
Realmente me llevaría una alegría importante si pasaras por aquí camino de donde sea. Uno va isleñizándose de un modo peligroso (aunque esta Isla mía no sea la de los comerciantes con acorazados que acabarán por jorobarnos con su dominación repugnante).
Cuéntame cosas de ti y de tu parcela de mundo. No caigas otra vez en la pereza. La carta del amigo es lo que uno tiene fuera de su paz.
Un abrazo muy fuerte
Dionisio
Torrente le responde a Ridruejo el 4 de agosto desde Ferrol y le cuenta un viaje a Madrid donde estuvo quince días supervisando «el parto» de su libro, al que le falta la sobrecubierta encargada a José Caballero, lo que retrasará la publicación hasta septiembre, pero ha conseguido siete ejemplares sin ella y ya le ha enviado uno. Le pide «una crítica objetiva y todo lo fría que pueda ser una crítica entre amigos», pues los que él tiene en Madrid (Pedro Laín, Javier Conde…) «no son, precisamente, poetas, y una serie de detalles se les tiene que escapar». Aprovecha para darle noticias de los problemas que han tenido Tovar y Laín, al que califica como «la cabeza mejor formada de nuestra generación», a la que ve desafortunada y dispersa, lo que le ha convencido de que «no tenemos ya más salvación ante las generaciones futuras que nuestra obra personal; pero esta misma se desenvuelve entre tantas dificultades y dolores, que necesariamente llevará el sello de nuestra crisis» (Gracia, 2007: 119-120).
La respuesta de Ridruejo demuestra su extrema habilidad para hacer la crítica objetiva y fría que se le había pedido de la novela y envolverla en una gran calidez amistosa:
Caldetas
20 Sep. 1943
Querido Gonzalo: tengo que disculparme contigo porque —aparte las dos cartas que no te he contestado— tengo desde últimos de agosto tu novela y no he dado fe de vida y de agradecimiento por ella.
La verdad es que vivía en [estos] días en Arenys de Mar y me veía forzado a parar el día entero en Caldetas por buenas razones de amor. Con una vida así partida no era posible encontrar hora más que para una carta telegráfica que hubiera sido indigna. Hace menos de 15 días me quedé solo y ya en Caldetas, pero entonces vino un ir y venir a Barcelona por causa de una infección superficial pero incómoda aparecida en mi cuello. Por fin hoy tengo un día para mí y no debe pasar de esta ocasión el ponerme a escribirte.
Ante todo —querido Gonzalo— hablemos de la dedicatoria. Si la suma de fidelidad amistosa y de valor público que has puesto en ella ha convencido a todos los espectadores de buena fe (y hasta a algunos de mala) debes figurarte que sobresalto de corazón ha debido ser el mío que amén de espectador del hecho soy su protagonista pasivo y tu amigo entrañable. Aunque la tenía anunciada, la evidencia me ha emocionado tan profundamente como debía. Ni era necesaria ni podía añadir nada a mi amistad por ti, que descansaba ya en su propia certeza, pero no te asombrará que esté lleno de gratitud por tan espléndido regalo. Nada podía animarme y fortalecerme tanto como una cosa así y nada podría tanto como eso darme la razón del afecto que te tengo, y la verdad es que es una pena que en vez de tener que usar todo este circunloquio verbal que lo mismo serviría para una convención que para una elección viva, no pueda haberte dado el gran abrazo que me pedía el alma.
Y ahora viene lo de la novela que, claro es, me leí y releí de dos tirones. Realmente es una novela. Esto dicho en este país ya me parece mucho. Es una novela y es amena, profunda, palpitante y muy requetebién escrita. Pero —tú ya lo sabes— lo que más me satisface es ver a un novelista con poder tras ella que ella misma. Leyendo con rigor —y tú no querrás menos— encuentro que hay peros que ponerle y que no era fatal que los hubiera. La novela empieza con unas páginas malas, triviales, afectadas luego. Esta mala presentación del personaje lo disminuye ya para siempre y luego lo configura como un ente poco sólido, poco real, poco interesante. Creo que el personaje de novela no solo debe ser verosímil sino «necesariamente» como es. El tuyo es humano pero no es un personaje de verdad. Por eso al llegar al problema no acaba de poner en él suficientes cosas.
Desde que llega a Paris la novela se hace mejor y mejor pero el realismo crudo —bellamente escrito— de las primeras escenas no nos interesa aún demasiado. Solo a la mitad la novela cobra cualidades de gran novela. Las escenas en que habla el griego. La de la enfermedad de la muchacha. La casa de los griegos y la historia y episodio de aquella mística y sobre todo las escenas del castillo. En todas hay la mano de un novelista soberbio, de un creador auténtico y de un estupendo escritor. El final mismo es bello y admisible. Es una pena que no hayas sometido el conjunto a una mirada severa y hayas trabajado más en eso que queda endeble. Claro es que lo que así es solamente nos veda el grito jubiloso de proclamación sin discusiones —cosa que a ti te debe importar poco en la primera salida. Pero que eso está hecho por un novelista de verdad y que la novela —por solo tres o cuatro escenas— es la más seria de las que se han escrito aquí en este tiempo, no tiene duda. Creo que debes estar contento y esperanzado. Estos juicios que yo te doy están ya contrastados con otros criterios y nadie niega el hecho de que en ese tomo están algunas de las páginas más bellas y agudas de nuestra novelística. Como no tenemos prisa, eso ya es bastante.
Sé que trabajas en otra novela y la espero con impaciencia apasionada. Sé que mi fe desde la primera hora en el escritor que tu llevas contigo no es vana y espero tu triunfo más que si fuera el mío. Lo sabes.
Y ahora perdóname la insolencia de meterme a doctor sin ser ni licenciado pero es evidente que tu querías saber mi opinión y sería ridículo que yo la diluyera en unos elogios a lo Melchor Fernández.
Escríbeme y cuéntame cosas de tu vida y de tu trabajo. Si me dejan escribiré —sin tanta sinceridad— algo sobre tu libro en la prensa de por aquí y si no haré que lo escriban.
Yo —finado el veraneo— estoy en la etapa triste de la indecisión de mi destino inmediato. Desagradablemente sujeto en este tener que vivir como de limosna y no poder emprender nada por mí mismo. Pero todo tiene su fin.
Escribo —tras un mes de descanso— con nueva ilusión. He comenzado una comedia algo liviana y sigo en la novela y el libro de Rusia que he de rehacer del todo. Veremos si sale algo en limpio.
Si me dejan me iré a Barcelona —Madrid me seguirá vedado— y allí me esforzaré por trabajar en algo, sea el comercio, la abogacía o la literatura para el cine. Mal tiempo para líricos. ¿Pero cuál ha sido bueno?
Hasta que Dios quiera.
Un abrazo muy fuerte
Dionisio
Escríbeme a:
Editorial Yunque
Av. de José Antonio 723
Barcelona
A esta carta responde Torrente el 23 de septiembre confesándole la impaciencia con la que había esperado su crítica y la alegría que le había dado «tu admirable sinceridad». Reconoce que debería haber trabajado más la cien primeras páginas pero «la necesidad de un momento me obligó a imprimirla sin esa mirada sosegada y cautelosa que hubiera merecido», cosa que ya le había ocurrido en sus obras de teatro anteriores. Se queja, como de costumbre, «por lo mal que me van las cosas personales», amenazado de un traslado a Ávila, excluido por restricciones de colaborar en Arriba, invadido por la sensación de fracaso, agobiado por las necesidades económicas de su familia… El cese de Serrano Suñer —que Torrente no cita por su nombre en la carta— ha supuesto la exclusión del poder a los amigos que podrían ayudarles y el futuro se les presenta tan negro al desterrado en Caldetas como al marginado en Ferrol. Torrente atribuye la poca fortuna de ambos menos a las circunstancias que a su propio carácter, carente de las «argucias y defensas necesarias para el triunfo, o, por lo menos, para la vida tranquila». Pero también matiza que él debe precaverse contra sí mismo mientras que Ridruejo ha de guardar además cautela contra la vanidad lastimada de los envidiosos y resentidos que le aguardan en Madrid. (Gracia 2007: 123-125).
Torrente escribió en Informaciones un emotivo artículo sobre Ridruejo al recibir la noticia de su muerte el 29 de junio del 75 —cinco meses antes que Franco—; lo completó el 13 de mayo siguiente con otra nota comentando la aparición del libro Dionisio Ridruejo: de la Falange a la oposición, y un tercer texto el 8 de julio en que, a propósito del homenaje que los amigos comunes le han tributado en el cementerio por el aniversario de su muerte, rememora la forma en que conoció a Laín y a Ridruejo y reflexiona sobre lo que uno y otro han significado para él.
Hay en la conmovida necrológica de Ridruejo un párrafo en que Torrente llega a decir mucho más de lo que a primera vista dice:
No conocí a nadie que entendiera como él lo que sucede y que lo expresase con más claridad y precisión. Marchaban en él de acuerdo, se servían la una a la otra, la palabra y la mente. Oyéndole hablar, lo confuso se clarificaba. Pero nunca fue la suya palabra fría, sino cálida, porque jamás había sacrificado el corazón al intelecto. El tono de su voz, sin necesidad de conceptos añadidos, bastaba para que, al oírle, se revelase su actitud moral: era suficiente para expresar la repulsa, el entusiasmo o la ironía. Y no es frecuente hallar a un hombre en que a un modo de pensar y de entender la realidad acompañe una moralidad tan recta, exigente y aquilatada. Sacrificó a su conciencia sus intereses, y su vida a lo que creyó, y creyó bien, su deber de ciudadano. Estaba enfermo hace once años, y lo sabía. Hubiera podido renunciar a la partida sin que se perdiera una pizca de su honradez, y no lo hizo. Todos los amigos le dijimos alguna vez que abandonase la política por las letras, aunque fuera por un tiempo, y él aceptaba que debía hacerlo, pero otro deber más alto le solicitaba. Ahora muere, como Moisés, sin pisar la tierra prometida. (1976: 242-243).
Dos días después, respondiendo a un artículo en el que Cela pedía justicia para Ridruejo, Torrente apostilla:
Pienso que lo mejor será el reconocimiento de su ejemplaridad. Se equivocó una vez. ¿Quién no? Pero supo rectificar. Y en esto, en haberlo hecho y en el cómo lo hizo, consiste la calidad de su ejemplo. Porque vivimos en el país del siniestro «defendella y no enmendalla», de apuntarse a una carta y de quedarse a ella para siempre, como estatuas inertes, o, lo que es peor, de abandonarla por sucios —interesados— motivos. Es evidente que el personal de Dionisio le hubiera aconsejado quedarse a la capa del palo triunfante, aunque con menoscabo de su integridad moral. De haberlo hecho no habría, probablemente, muerto, pero tampoco tendría, como tuvo en estos días, el respeto de amigos y de enemigos. (1976: 244-245).
Lo que estás líneas nos dicen hoy es que Ridruejo significó para los miembros del grupo Escorial, empezando por el propio Torrente, el ejemplo ideal que todos admiraban pero ninguno de ellos se atrevía a seguir abiertamente. Lo que Ridruejo hizo en el año 42, decirle a Franco en la cara lo que pensaba sobre su régimen, empezó a hacerlo discretamente Torrente en 1946 —tan discretamente que casi nadie se enteró— y algunos de sus amigos comunes en 1956 (Lázaro, 2017). No todo el mundo tiene vocación de héroe, sobre todo cuando está bastante claro que la heroicidad conduce directamente al destierro, la cárcel y la miseria. Casi todos los humanos, en situaciones adversas, preferimos garantizar la seguridad adaptándonos a la realidad o buscando si acaso un camino intermedio que nos permita conservar en lo esencial el sentido íntimo de honestidad aun cometiendo algunos pecadillos menores. Justificados, claro está, por la muy noble causa que es siempre el pan de los hijos.
*
La solida amistad que mantuvieron Laín Entralgo y Torrente, basada en el aprecio mutuo, se expresó públicamente en los artículos que cada uno de ellos dedicó a comentar obras del otro. Incluso cuando el segundo empezó a distanciarse de sus amigos falangistas siguió manteniendo el trato asiduo con Laín, según testimonia Gonzalo Torrente Malvido (1990: 194).
Ambos relataron en varias ocasiones su primer encuentro salmantino una mañana invernal de 1937. Torrente intentaba traducir del latín el texto grabado en una de las hermosas fachadas de la universidad. Otros dos jóvenes se pararon con el mismo fin y demostraron enseguida que sabían más latín y tenían mejor vista. Eran Pedro Laín y Antonio Tovar. La amistad que aquel día se inició entre los tres sólo la rompería la muerte.
Poco tiempo después, en el café Kurtz de Pamplona, Torrente le explicó a Laín la estructura de su primera obra teatral, El viaje del joven Tobías, e incluso le dibujó a lápiz su esquema —en forma de dos triángulos superpuestos— sobre la mesa de mármol en que tomaban café. De aquella conversación acabarían surgiendo las quince páginas que Laín publicará en 1948: «El teatro de Gonzalo Torrente».
Finalizada la guerra, Torrente no perdió ocasión de glosar en la prensa las obras de Laín, al que siempre consideró como el líder intelectual del grupo, en la misma medida en que Ridruejo era el líder político. Entre los artículos específicos sobre él —hay otra serie más larga sobre el grupo del que ambos formaban parte— se encuentran: «Pedro Laín Entralgo escribe sobre Medicina e Historia», en 1941, «Pedro Laín, historiador y literato», en 1946, o «Lo que Laín no dice de sí mismo», en 1965.
Paralelamente a sus mutuos elogios públicos hay una intensa correspondencia privada en la que se comprueban los esfuerzos de Laín por conseguirle a Torrente encargos remunerados para sortear sus dificultades económicas. Abundan también, como era habitual en la época, las mutuas recomendaciones de sus respectivos amigos, que funcionaban como una auténtica red de apoyo social perfectamente integrada en la mentalidad nacional. Pero incluso a la hora de hacer una recomendación se advierte el estilo caballeresco propio de los dos amigos. El 8 de abril del 57, por ejemplo, Laín le escribe a Torrente sobre un novelista pamplonica que le ha pedido su apoyo para un premio literario de cuyo jurado forma parte el ferrolano. Y remata la breve misiva escribiendo: «Me limito a cumplir lo que me ruega, con la seguridad de que tú le votarás si es el mejor».
En el caso de las elecciones para la Real Academia, las recomendaciones y solicitudes de voto son ya un ritual perfectamente codificado. El 1 de abril del 75 Laín le escribe a Antonio Buero Vallejo para pedirle su voto a favor de Torrente, al que han presentado a la Academia Rafael Lapesa, Camilo J. Cela y él mismo. Acaba de saber que el candidato alternativo será Miguel Mihura, al que aprecia como amigo y considera un buen comediógrafo, pero sospecha que esa candidatura más que favorecer a Mihura pretende perjudicar a Torrente. Tres días después está fechada la inevitable carta en que Mihura le pide el voto a Laín, asegurando, como es habitual en el género, que lo hace por no desairar a los amigos que lo han propuesto y que no cree tener méritos para ello. Tras la elección de Torrente, Mihura escribe a Laín una carta simpática y de tono sincero, en la que asegura estar reponiéndose del susto que le dio la candidatura y haberse sentido halagado por ella, pero a la vez diciendo que él no había nacido para ese tipo de ceremonias y que a su edad y con sus achaques lo que le apetece es seguir disfrutando de su vida tranquila en Fuenterrabía. Una armoniosa solución para resolver entre amigos un problema que en otras manos podría haber sido muy conflictivo.
En diciembre del 65 Torrente le comenta a su amigo Pedro la irritación que le ha provocado un número de Ínsula dedicado a su generación, y apunta:
Es muy fácil hablar ahora, pero había yo de ver en 1940 a todos estos caballeros que ahora nos juzgan. Generación frustrada, sí, pero con matices y distingos, y, sobre todo, porque, contra lo que ellos dicen, las frustraciones fueron más bien personales, y sin remedio. Porque el remedio hubiera estado en esa libertad que no hemos tenido nunca. En fin…
La etapa americana de Torrente tuvo sus gozos y sus sombras. Fue sin duda enriquecedora como experiencia personal, además de proporcionarle un buen sueldo, reconocimiento intelectual y una tranquilidad que le permitió centrarse en la larga gestación de La saga/fuga. Pero también supuso la renuncia a aspectos gratos de la vida española que eran inconcebibles para los americanos e imprescindibles para él. De todo ello dio cuenta a Laín en una carta larga y sustanciosa que refleja bien su ambivalencia respecto a Estados Unidos:
STATE UNIVERSITY OF NEW YORK AT ALBANY
Department of Romance Languages
2 de marzo, 1969
A Pedro Laín
Madrid
Querido Pedro:
Recibí tu carta el 31 de diciembre. Dos horas antes, al salir de mi casa, había resbalado en la nieve y roto una pierna. Pon diez días de clínica, yeso, muletas y todo lo demás que conoces por experiencia, y añade que el 16 de enero murió en Las Palmas mi hermano Jaime, de un tumor maligno en la cabeza del que le habían operado en mayo. Mi estado de ánimo, pues, en los dos últimos meses, no fue precisamente alegre. Me voy recobrando, aunque de la caída no haya sacado en limpio más que pérdida de peso y de humor, un envejecimiento visible y cierta desgana general. Este año cumpliré los 59. El envejecimiento es prematuro, como el desánimo, pero ahí están uno y otro. La verdad es que las circunstancias exteriores no ayudan gran cosa.
Gracias, naturalmente, por tu artículo en La Gaceta Ilustrada, que otro de Antonio, recibido hace días, ha reforzado. Le tengo que escribir e ignoro su dirección. Según me dice Javier, el libro se está vendiendo bien, y aquí lo esperan y se venderá mejor. Supongo que Sanmiguel te habrá enviado un ejemplar, y que habrás visto lo que hay de nuevo en el libro. Si de la edición anterior lo más importante a mi juicio era lo de Bernarda Alba, de ésta son el ensayo sobre Valle (Dilucidación del esperpento) y la Teoría del personaje literario, que ya conocías por su publicación en Bs.As.
En cuanto a ese cable que has echado a mi fama, creo sinceramente que los escritores, como los libros, tienen también su hado, y el mío es de pasar regularmente inadvertido. Sé perfectamente que la causa es no haber entrado en el juego, pero, a pesar de todo, prefiero seguir fuera de juego. Si a este respecto me faltaba algo, lo he encontrado en este país, donde soy bastante más conocido y estimado que en España. Pero no creas que me envanece ni me satisface. Creo que, en el fondo, me da igual. Mi carrera intelectual fue, desde un principio, una carrera de obstáculos resueltos en tropezones, y así será hasta mi muerte R.I.P. De todas maneras, te agradezco también muy de veras ese llamamiento tuyo. La compañía fraterna de Luis Felipe me enorgullece.
Tengo, no sólo ganas, sino necesidad de regresar. Pero no es fácil hacerlo. Mi modus vivendi español está desbaratado y, antes de marchar, habré de reconstruirlo de algún modo. Una posibilidad (no sé si te hablé de ella) es la de quedar aquí como profesor part time, más o menos como Aranguren. Si ésta no resulta, otra aparecerá. Aunque no dejo de pensar que este empeño mío en regresar sea quizá como el viaje a Samarcanda del cuento de Gide. Dios lo sabrá. Sea lo que sea, mi experiencia americana está agotada, no tengo nada que aprender, y se ha demostrado, a lo largo de casi tres años, mi incapacidad para hacer ahorros. Pesan, entonces, con toda su fuerza, otras razones: la soledad de mi madre, la educación de mis hijos, y el derecho que uno tiene, qué caray, a vivir dónde le gusta. Estoy necesitado, por otra parte, de diálogo, y aquí carezco de él. No sé si te sucederá también que todos los principios en que uno se asentaba, religiosos, morales, estéticos, son negados o, al menos, discutidos, y los que proponen a cambio tienen la desventaja de no gustarme en absoluto. ¿Será otro síntoma de envejecimiento o será que, en efecto, el mundo nuevo no es bueno y amenaza además con ser falso? A los treinta años, una crisis es saludable; casi a los sesenta, es peligrosa. Conoces mi antigua tendencia al escepticismo y a la broma: temo que, al salir de este berenjenal, se haya convertido en sarcasmo y dureza de corazón. Lo cual tampoco me gusta. Cuando me pregunto con sinceridad qué es lo que de verdad apetezco, la respuesta es siempre ésta: un pequeño jardín con bardas altas y blancas y un poco de sol. Y pienso que ese jardín tiene que existir en alguna parte.
Hacia abril o mayo saldrá mi novela Off side (cuyo título no se debe a la influencia americana, sino a cierto número de circunstancias más o menos adversas. Antes se titulaba Fuera de juego). Como la terminé hace dos años, y, desde entonces, cada vez que la recordé fue para criticarla, no espero gran cosa de ella, e incluso me molesta haberme dejado llevar de mi tendencia a la sátira. Por otra parte, es una excursión fuera de mi mundo. Estoy, pues, convencido de que no vale gran cosa. Trabajo ahora en La saga de J.B., (no sé si ya te hablé de ella), que yo mismo no sé todavía lo que es, aunque pueda ser cosa buena si acierto al escribirla. Los materiales son los mejores que he manejado hasta ahora. Intento desprenderme de ciertas preocupaciones anteriores, y, sin abandonar mi línea humana, a la que no quiero ni puedo renunciar, busco algo nuevo para mí. Pero, te lo confieso, trabajo sin el menor entusiasmo, porque, en el fondo, que salga o no salga me importa un pito.
¿Cómo va tu Empecinado? Como conoces mi interés por el teatro histórico, comprenderás que espere tu comedia con ansiedad. Buero no acertó, porque a su «historia» le falta «poesía». Hace falta que alguien acierte, y creo que ése debes ser tú.
Javier me escribió últimamente y me decía que, al parecer, ninguno de nuestros amigos fue afectado en su persona o libertad por los últimos acontecimientos. No dejo, sin embargo, de pensar en Dionisio, que, según mis noticas, estaba en Alicante, y del que Javier carece de informes.
Fuera de todo esto, nos encontramos bien, en espera, para mayo, del séptimo hijo de mi coyunda con Fernanda. Es posible, sólo posible, que vaya a España este verano, pues tengo en proyecto una Historia del Teatro español contemporáneo y quiero ver cómo anda eso de materiales. En este caso, nos veremos.
Da mis recuerdos a todos los amigos, y que se cuiden, que la cosa no está para bromas.
Fernanda os saluda. Yo os envío, a Milagro y a tí [sic], mi cariño.
Un abrazo
Gonzalo
Tras instalarse en Vigo, en 1973, Torrente le escribe a su íntimo amigo otra carta de tres apretados folios que también da una clara idea de lo que era su vida en aquella etapa gallega:
La Ramallosa, 12 de diciembre
Querido Pedro:
Mi telefonazo matutino de hace más de un mes lo provocó una carta alarmante de Carmen Martín Gaite. Yo estaba ya preparado para ir a Madrid, cuando se le ocurrió a Fernanda que os telefonease. La información de Milagro me tranquilizó (en la medida de lo posible, claro). Todo esto te lo digo como disculpa por la impertinencia de la hora, pero, entre que tenía que marcharme, y el temor de no hallaros en casa (otras veces había telefoneado también), me empujó al madrugón. Por otra parte, entonces no tenía teléfono: ahora ya lo tengo, el 499 de la Ramallosa (Vigo). Apúntalo por si alguna vez necesitaras llamarme. Siempre estoy en casa por las tardes.
Hace tres semanas pasé por Madrid. Tú estabas en Roma, y no me atreví a telefonear, menos a visitar, a Dionisio. Aunque por entonces ya había vuelto a escribir en Destino, yo no sabía hasta qué punto mi presencia, mi simple llamada, serían discretas. Me hubiera gustado mucho verlo y charlar con él. Pienso que el tabaco y el café no volverán a ser peligro, pero pienso también que hay otros peores, y que cualquiera de ellos puede afectarle a la simple lectura del periódico. ¿Qué podemos hacer, sino acudir a las Instancias supremas (de algún modo hay que llamar a Dios, ahora que está tan fuera de moda), y esperar?
Estoy aquí hace ya cinco meses. Dos salidas durante ese tiempo. En la última, vi a Luis (fue él quien me informó de tu viaje a Roma; después leí sus resultados periodísticos), muy afamado y triunfante en su misión de introductor de escritores americanos. El de turno era Onetti, que es una especie de tío más blando que su voz, que ya es decir, simpático, según dicen, en la intimidad, pero muy poco interesante como conferenciante, incluso cuando habla de sí mismo. Volviendo a lo mío, me encuentro bastante bien y no bien del todo a causa de la soledad, que es de lo único que puedo quejarme con alguna justicia. Mis paisanos me tienen más bien arrinconado, no me perdonan que no escriba en gallego (¿cómo voy a hacerlo, si no sé?), y el procedimiento más fácil de expresarlo es ignorarme. Lo cual me importaría poco si tuviese a mano un par de buenos interlocutores. Pero no los hay. De modo que ya ni hablo “con el hombre que va conmigo”. Después de algunos meses, conseguí reanudar el hábito del trabajo, perdido en Madrid, con esa dispersión que tan bien conoces y sufres (supongo) como cada quisque. Estoy a punto de terminar mi trabajo sobre el «Quijote». Tengo ya más de cien folios, y no creo que pase de los ciento treinta. Te lo enviaré en cuanto consiga tener una copia en limpio: es algo que no quiero publicar sin que lo vean los dos o tres amigos en cuya opinión confío, porque el tema y el enfoque es como para columpiarse. Lo titularé El bonete grasiento del Ventero: esbozo de una interpretación del «Quijote» como sistema lúdico. Puedo anticiparte que me ha salido bien escrito; lo demás, ya lo veremos.
Estoy medianamente instalado, no del todo bien porque la casa es chica y tengo los libros fuera. Pero estoy en el centro de un paisaje impresionante, el clima es excelente (creo que ha llovido cuatro días desde septiembre) no muy frío, con Portugal cerca (y no por si acaso, ya que sería Guatepeor), y a dieciocho km. de Vigo, adonde voy diariamente a mi Instituto: cliente, pues, de autobuses de línea, y lo prefiero a serlo de automóvil. Tengo las tardes libres, y lo aprovecho. Los niños disponen de un colegio excelente, cerca de aquí, al que van los siete, y, así, Fernanda puede moverse en las horas que le dejan libres. No sé el tiempo que permaneceré aquí, ni si me quedaré para siempre. Mallorca me tienta, como antaño, pero queda lejos, muy lejos. Ya veremos. Por aquí, durante el verano, viene gente: este último estuvieron Dámaso y Camilo, quien, por fin, se enteró de que soy novelista, y me lo dijo con cierto entusiasmo por La Saga. ¡Ya iba siendo hora!
No es poco importante el hecho de que, aquí, me alcance el dinero que gano, y pueda sin quebrante prescindir de América, que ya me tenía muy cansado. Esas cosas que escribo en Informaciones, y que tú juzgas con mucha benevolencia, ya que, en el mejor de los casos, son desiguales, las hago para no perder mis derechos a la Asociación de la Prensa de Madrid, no por otra razón. Dentro de unos meses, las dejaré.
Estoy preparando otra novela, Apocalipsis, ma non troppo. Tengo todos los materiales, incluso su orden (que no es moco de pavo); me falta el tono de la prosa. Pertenece al ciclo de La Saga; es, en cierto modo, su complemento, y por esta razón tengo que evitar el recurso a los mismos trucos y escribir una novela radicalmente distinta. Si hay suerte y sopla el viento del Oeste, habrá novela dentro de un año.
Fuera de esto, leo lo que puedo, que no es mucho, porque mis cataratas van mal y no veo un pimiento. Pero no tengo más remedio que esperar a su madurez para operarlas. El resto de mis achaques va de modo tolerable, y dan pocas señales de vida. De todos modos, pienso ir a Santiago a que me vea Domingo antes de fin de año.
Como supongo que, durante las vacaciones, te irás a Cádiz, aprovecho esta carta para desearte tranquilidad y Paz (con mayúscula) en la Pascua, tranquilidad y Paz (también con mayúscula) para el próximo año, y usted que lo vea. Aprovéchate, ahora que tienes a tus hijos digamos colocados: lo demás no vale un pimiento. Y, puedes creerme, si algo merecemos, nosotros, los zarandeados y baqueteados, es eso, tranquilidad y Paz (una vez más con mayúscula). Porque, un día de estos, se acaba todo.
Todos los Torrente de esta parte os envían abrazos.
Yo, soy el de siempre
Gonzalo
Un ejemplo muy claro del tipo de aportaciones que puede hacer una correspondencia privada a la hora de aclarar cuestiones sobre las que no existen fuentes publicadas, lo encontramos en las cartas que ambos se cruzan tras la sonada publicación de Descargo de conciencia en el año 1976.
Torrente no pudo asistir a la presentación madrileña del libro, que se realizó en el Hotel Velázquez el 19 de mayo y que fue muy polémica. El propio Laín había formado una especie de tribunal (en el que estaban, entre otros, Raúl Morodo, Fernando Lázaro y Antonio Buero Vallejo) al que pidió que enjuiciasen con toda libertad la obra e interrogasen sin paños calientes al autor. Los miembros del tribunal se tomaron muy en serio su papel, pues los asistentes quedaron impresionados por la dureza de los juicios y del interrogatorio. El impacto del coloquio en la prensa fue igualmente sonado. Tras leer la crónica publicada al día siguiente en El País, Laín envió la siguiente carta al director:
El País, 21 de mayo 1976
Aclaración de Laín
Como titular de la reseña que El País dedica a comentar el acto de presentación de mi libro Descargo de conciencia, aparece entre comillas, atribuyéndomela, esta frase: «nunca he sido franquista, sino estúpidamente falangista». Con lo cual parece que el periódico está animando a que «vengan a por mí», como suele decirse, los que hoy se siguen llamando a sí mismos falangistas. Si la frase en cuestión hubiese sido pronunciada en dicho acto, nada tendría que objetar; pero es el caso que no fue así. Yo dije, claro está, que fui falangista, y que esto me condujo a modos de conducta, como, por ejemplo, el haber estado al lado de las potencias del Eje durante la segunda guerra mundial que acaso puedan inducir «a algunos de ustedes a decir que lo fui adolescentemente, o bobamente, o neciamente, o estúpidamente». Lo que era una humilde concesión dialéctica el anónimo cronista, no sé con qué intención, lo falsea para presentarlo como tesis autodefinitoria. Si éstos son los modos del nuevo periodismo, permítame, señor Director, que abiertamente discrepe de ellos.
Pedro Laín Entralgo
Tras la lectura del libro, Torrente publicó en su página semanal de Informaciones un comentario fechado el 3 de junio, al que respondió Laín con una dolorida carta personal. Tanto esa carta como su respuesta son documentos de mucho interés que conviene reproducir de forma literal e íntegra por la importancia del tema que se debate y también del modo en que dos auténticos amigos son capaces de dialogar desde la franqueza y resolver con ello un incidente que —si hubiese quedado sin aclarar— podría haber provocado un amargo distanciamiento. El 21 de junio le escribe Laín a Torrente:
Querido Gonzalo:
Gracias por tu nota sobre mi Descargo de conciencia. Dices de él que es un libro sin precedentes en la literatura del país, y ya no hay más que pedir; pero lo pones en línea con los de Barral y Gil-Albert, y esto ya no me gusta tanto…
En nombre de nuestra entrañable amistad, firmemente apoyado en lo mucho que ella significa para mí, ¿me permites, Gonzalo, que, expresándolo epistolarmente, me libere de un mínimo sentimiento de decepción que la lectura de tu nota me ha dejado? Por Dios, no se trata de un mal satisfecho apetito de elogios; se trata del como deliberado distanciamiento, de la objetivante frialdad que he percibido en tu comentario; se trata, en suma, de la ausencia de toda expresión en que de manera directa y afectiva aparezca tu amistosa solidaridad con un hombre que ingenuamente, con muy voluntaria ingenuidad, ha disecado y puesto al aire no pocos entresijos de su corazón. La vibración de afecto y proximidad que había, creo, en mi «Carta a Gonzalo Torrente» de Gaceta Ilustrada; la que tan patente fue, valgan estos dos ejemplos, [en] unos párrafos tuyos sobre Dionisio o sobre Luis Felipe y María Luisa, cuando os visteis en Vigo. Tanto más, cuanto que ese comentario de Informaciones no era y no tenía por qué ser el de un profesional de la crítica literaria… ¿Será que el praesenium, para decirlo con la pedantería latinizante de los viejos psiquiatras tudescos, me está reblandeciendo y me pone en trance de necesitar un poquito de mimo? Tal vez. Pero, no, no es esto lo principal. Lo principal, Gonzalo, es que me quedan ya muy pocos amigos verdaderos, y que tú, eres en esa exigua lista uno de los primerísimos, y que en todo momento aspiro a verte como tal.
Ea, ya me libré. Gracias otra vez. Con la amistad del «amigo para siempre», esa que, cuando existe, se impone sobre todas las pequeñas decepciones que puedan surgir en su curso y logra borrarlas por completo, te abraza, P. Laín.
La respuesta de Torrente está firmada en Salamanca tres días después, lo que indica, como lo indica el propio texto, el ánimo acongojado con que fue escrita:
Querido Pedro:
Esta mañana de San Juan me ha llegado tu carta. Desde que la leí, no he logrado sosegar. Debe ser ésta la cuarta o quinta que empiezo: todas van ya rotas por disgusto de su tono y sus conceptos. Admite al menos que es difícil redactar una explicación satisfactoria que alcance al mismo tiempo la nobleza de la tuya. Reconocer mi error y pedirte perdón me parece insuficiente, aunque añada toda la humildad de que soy capaz, que es mucha. Quizás resulte útil contarte cómo fueron las cosas.
Antes de hablar contigo, antes aun de salir de Salamanca, me llegaron noticias de lo que había sucedido en el Hotel Velázquez, noticias de tercera o cuarta mano, exageradas y tergiversadas. Ya en Madrid, intenté averiguar la realidad y el alcance del suceso, y no fui muy afortunado en cuanto al número y calidad de los detalles, si bien pude darme cuenta del fondo de la cuestión. Después, hablamos. Comentando con alguien nuestra entrevista, usé la palabra “desarbolado” para definir tu situación. Sigo creyéndola acertada. Los informes recibidos eran contradictorios. Hubo a quien le parecieron bien las intervenciones de Buero y de Lázaro, y mal la tuya; hubo quienes pensaban exactamente lo contrario. La consecuencia que saqué fue la de que, sin pretenderlo, habías dado ocasión, con tu libro, a que se constituyeran en jueces tuyos quienes no habían tenido ocasión de serlo y lo estaban deseando, pero no para juzgarte a ti, sino a una situación en la que tú, lo mismo que yo y muchos otros, habíamos participado. En el fondo, ni el libro ni su autor les importaban un bledo.
Recuerdo también que me dijiste que esperabas, de uno de los invitados, que hiciese del libro un estudio literario, que no estaría fuera de lugar puesto que el libro cabe dentro de la literatura y obedece a sus leyes y adopta alguna de sus formas. Esto lo tuve presente cuando me puse a redactar mi nota.
Pero pensé también, y de ahí lo que llamas frialdad y objetividad, que si me declaraba previamente amigo del autor —cosa por otra parte que nadie ignora— perderían valor mis palabras, caso de tener alguno. Era el libro, pues, y no quien lo había escrito, lo que había que explicar y defender. Yo, sin embargo, no podía hacerlo sin incluirme de alguna manera; de ahí la frase “sus coetáneos nos vemos representados, y aun presentes, en el relato, y en cierto modo la historia que cuenta es la de un buen puñado de agonistas de mayor o menor importancia”. Por último, creí honestamente que el autor quedaba suficientemente defendido y explicado en los términos del último párrafo.
Otros aspectos del caso creí también atenderlos. Por ejemplo, el diverso trato que se dio a tus memorias si se piensa en cómo fueron recibidas las de Dionisio. No me parece suficiente explicación el que las tuyas hayan sido publicadas después del 20 de noviembre, y, las de Dionisio, antes. Algo tiene que haber, intrínseco a unas y a otras. De [ahí] mi referencia y la invitación a compararlas cuando sea posible.
Lo que resulta es que, cuando escribí la nota, no estuve afortunado de palabra. Todo radica ahí, y esto lo hace más grave, por ser un error profesional. Las mismas cosas, dichas de otra manera, hubieran causado un efecto distinto. (Sin embargo, debo decirte que, en algunos círculos, no cayeron en saco. Los de «Informaciones», concretamente Pura y Jesús de la Serna y Pablo Corbalán, entre otros, juzgaron que había sido una defensa oportuna y que había aclarado una situación confusa y apasionada. Para esos, al menos, la nota no fue inútil).
Pienso también, y debo decírtelo, que en una cosa te equivocas. Me dices que pongo tu «Confesión» en la misma línea que las memorias de Barral y de Gil Albert. Evidentemente no soy yo quien lo hace, sino el libro mismo, por su naturaleza, lo cual no implica ni comparación de calidades ni menos de personas. Pude haber citado también las memorias de Corpus Barga. ¿Quién duda que pertenecen al mismo género? Citar a San Agustín al lado de Frank Harris tampoco significa compararlos, ni, como se dice ahora, homologarlos. No creo, pues, que haya desdoro para el tuyo, ni menos para ti, en la enumeración. Por otra parte, y prescindiendo de las personas, los libros de Barral y de Gil Albert son de buena calidad literaria. El de Barral lo leí por consejo de Dionisio.
En fin: todo lo que antecede no es una disculpa, sino una explicación de los caminos de la culpa. Esta queda, sin embargo, en pie. Asumiéndola, como hice más arriba al pedirte perdón, creo ser fiel a nuestra amistad y a mí mismo. En cuanto al daño que te hice, ya no tiene remedio, y esto es lo que me trae sin sosiego y descontento de mí mismo. ¿Cómo podré remediarlo?
Un fuerte abrazo
Gonzalo
Postdata: Quizá esta carta sea también un error. No sé. Estoy perplejo.
Seguramente no fue casual que, una semana después, el 8 de julio, dedique Torrente su página semanal en Informaciones a una larga evocación en que, partiendo de un acto en memoria de Ridruejo, relata sus recuerdos de todo lo que les debe a «Dionisio y a Pedro», deshaciéndose en elogios al segundo, a su amistad benevolente, a su apoyo público y privado, a la solidez intelectual de su magisterio… (1992: 195-199).
La profesora Carmen Becerra, que trató asiduamente a Torrente, grabó muchas horas de conversaciones con él y es una reconocida especialista en su obra, recuerda haberle oído decir que las memorias de Ridruejo le gustaban mucho, pero no tanto las de Laín. Confidencias personales, transmitidas por vía oral, que, interpretadas con prudencia, con frecuencia matizan y complementan de forma significativa los documentos conservados en archivos y bibliotecas.
Este texto se inscribe en el marco del proyecto I+D del MINECO, Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos de la cultura española del medio siglo (FFI2013-41203-P). Las cartas inéditas de Ridruejo a Torrente Ballester se encuentran en el archivo personal de Marcos Giralt Torrente. Las cruzadas entre Laín y Torrente están en los respectivos archivos de la Real Academia de la Historia (Madrid) y la Fundación Gonzalo Torrente Ballester (Santiago de Compostela). Agradezco a instituciones y herederos de los derechos la autorización para reproducirlas y citarlas en este trabajo.
Bibliografía citada
Gracia, Jordi (ed.), (2007). El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo. 1933-1975. Barcelona: Planeta.
Laín Entralgo, Pedro. (1948). «El teatro de Gonzalo Torrente», en Vestigios. Ensayos de crítica y amistad. Madrid: Ediciones y Publicaciones Españolas, pp. 99-115.
Laín Entralgo, Pedro. (1976). Descargo de conciencia (1930-1960). Barcelona: Barral Editores.
Laín Entralgo, Pedro. (1981). “Gonzalo Torrente Ballester. Siempre hay sol en las bardas”, en Más de cien españoles. Barcelona: Planeta, pp. 247-249.
Lázaro, José (2017). “El falangismo antifranquista de Gonzalo Torrente Ballester”, Cuadernos Hispanoamericanos, (en prensa).
Ridruejo, Dionisio. (1946). “El retorno de Ulises”, recopilado en En algunas ocasiones. Crónicas y comentarios 1943-1956. Madrid: Aguilar, 1960, pp. 102-6.
Ridruejo, Dionisio. (1972). “Gonzalo Torrente Ballester busca y encuentra. Una lectura de La saga/fuga de J.B.”, Destino. 1.820, 19 agosto, pp. 8-9. Reimpreso en Sombras y Bultos. Barcelona: Destino, 1977.
Ridruejo, Dionisio (2007). Casi unas memorias. Barcelona: Península
Torrente Ballester, Gonzalo (1941). “Pedro Laín Entralgo escribe sobre Medicina e Historia”, Arriba, 12 de octubre, p. 5.
Torrente Ballester, Gonzalo (1946). “Pedro Laín, historiador y literato”, Arriba, 16 de enero, p. 6.
Torrente Ballester, Gonzalo (1965). “Lo que Laín no dice de sí mismo”, Faro de Vigo, 8 de diciembre. Reimpreso en Memoria de un inconformista. Madrid: Alianza, 1997, pp. 382-386.
Torrente Ballester, Gonzalo (1976). Nuevos Cuadernos de La Romana. Barcelona: Destino, 1976.
Torrente Ballester, Gonzalo (1977). “Prólogo”, en Obra Completa (Vol. 1). Barcelona: Destino.
Torrente Ballester, Gonzalo (1992). Torre del Aire. La Coruña: Diputación Provincial.
Torrente Malvido, Gonzalo (1990). Torrente Ballester, mi padre. Madrid: Ediciones Temas de Hoy
¿Bando Nacional? ¿Grupo de Burgos?
Que tanto Torrente Ballester, Ridruejo como Laín Entralgo fueran intelectuales e incluso alguno de ellos un gran escritor no quita que militaran en el Bando Sublevado de carácter fascista, militar y antidemocrático.
Como Josep Pla o, si se me permite la extrapolación, Mario Vargas Llosa. ¿Acaso eso los hace menos interesantes? El comentario me huele un poco a «cultura de la cancelación».
Nooooo, cancelar nunca. Además Torrente Ballester tiene varios libros de gran merito y que he leído con gran placer y aunque no fuera así. Pero tampoco debemos blanquear. Militaron en el bando que dio un golpe de estado militar y fascista. Y utilizar eufemismos cuando hablamos de esa época de su vida es innecesario.