Era previsible, ¿no? Las rabietas siempre empiezan con una ira que, imposible de sostener en el tiempo, termina deshaciéndose en pena de sí. Posiblemente estemos metidos de lleno en esa etapa en la relación de algunos hombres con el feminismo y sus avances. Ojo, queremos dejar claro que hemos dicho algunos, no todos. Lo aclaramos, más que por defendernos preventivamente, por no incurrir en las mismas faltas de aquellos a quienes vamos a criticar. Y sí, hemos dicho criticar, la palabra prohibida entre esos grupos de personas que se gastan mucho dinero en terapias alternativas y coaching para transmutar en entes puros, seres de luz. Nosotros, sin embargo, la estamos evocando no como sinónimo de cuchicheo o vilipendio, porque eso es una derivación —digna de atención antropológica— de lo mal que llevamos los comentarios de quienes piensan distinto a nosotros. La crítica fue una cualidad de lo humano de la cual llegamos a sentirnos orgullosísimos, en tanto que nos permite (o permitía, es mejor ser cautos y evitar conclusiones precipitadas) juzgar más allá de lo dado por los sentidos, por las impresiones inmediatas, más allá de las creencias y las opiniones. El desarrollo de dicha facultad crítica, quizá, nos salvó de estar oliéndonos los ojetes, como canes, para dilucidar si es seguro tener cerca al vecino. Pero vayamos al grano.
Hemos venido a hablar de hombres que lloran, que lloran sin esconderse, sin vergüenza, como debe ser, porque nada hay de malo en «derramar lágrimas», en «manar de los ojos un líquido», o en «sentir vivamente algo», todas ellas definiciones extraídas del DRAE. Oh, pero esperen un momento, hay una quinta entrada: llorar, tr. «Encarecer lástimas, adversidades o necesidades, especialmente cuando se hace importuna o interesadamente». Esta, esta es la acepción adecuada para la acción llevada a cabo por esos hombres protagonistas de esta pieza. Dos hombres, periodistas y escritores, en concreto, en principio, porque si bien no escriben para representar a nadie más que a sí mismos con sus opiniones, sí ofrecen argumentos blandidos por aquellos predispuestos a coincidir con ellos. Hasta aquí, en realidad, todo bien, es la magia de las comunicaciones, los daños colaterales de escribir de cara al público, algo que escapa a la responsabilidad del autor, ¿no? No. No si esas opiniones son sesgadas, incurren en falsedades y facilitan la dispersión de ciertos prejuicios como si se tratasen de conocimiento. Somos conscientes de que, desgraciadamente, se trata de una estrategia habitual en nuestro panorama cultural y político, y que intentar ponerle freno a través de un artículo es igual que intentar tapar el sol con el dedo meñique del pie, pero por algo hay que empezar.
Empecemos, pues, por el artículo de Juan Jesús Armas Marcelo que consiguió agitar la red social (todavía) del pájaro azul el 20 de abril. «Mujeres escritoras, a fuer de justicia», lo llamó su autor. «El de la turba de bisontes», según lo seguimos recordando algunos, en honor a uno de los párrafos centrales del texto. Empezaba aquel evocando a Fina García Marruz por su procedencia tanto geográfica como literaria, un preludio a lo que —se intuía— seguirían alabanzas, que estar, están, solo que un lapsus o una putadita del autocorrector, un fallo menor de esos fácilmente corregibles en un medio digital [en el momento de redactar estas palabras, a finales de octubre, permanece], hizo que fuesen dirigidas a un García Márquez con pronombres femeninos. Bueno, va. Prosigue J. J. nombrando a escritoras que pasaron por el mundo sin recibir el Premio Cervantes, algunas con su nombre puesto en negritas, otras no (Idea Vilariño, Blanca Varela, Rosario Castellanos, Elena Garro, Rosa Chacel), pero con nombre, al fin y al cabo, no como aquellas que sí obtuvieron el galardón y que «para colmo (…) son bastante inferiores a las poetas y novelistas que acabo de citar». ¿Los motivos? Ni están ni se les espera. Porque lo dice él, deducimos. Porque es necesario seguir alimentando el tradicional enfrentamiento entre mujeres incluso cuando estas están muertas, suponemos.
Se produce un giro, por un momento se nos llenan los ojos de chiribitas, parece que está queriendo ser un aliado, que está dispuesto a reconocer que ese «para colmo» debería tener carácter universal independientemente del género, porque hubo hombres que también recibieron el premio siendo «bastante inferiores». ¿A otros autores de su época? Mh, no. A las mujeres, a secas. Seguramente se trate de otro lapsus, no se ha dado cuenta el autor de que ha utilizado la expresión «escritores hombres» para unos y que se le ha olvidado añadirles el oficio a las otras. Se lo pasamos, se lo pasamos a pesar de quebrar el recomendable criterio de homogeneidad con el que profesores universitarios bien machacan a sus pupilos en los trabajos de Grado. Seguimos leyendo, no nos dejamos amedrentar por sentirnos a veces perdidos en lo que quiere contarnos, porque la falta será nuestra, no suya. Seguimos y entendemos todo: era una trampa. Estaba allanando el terreno, poniendo el cebo, ayudándonos a que nosotros mismos llegásemos a la conclusión de que no es machista porque lee, incluso, aparentemente, admira a algunas escritoras, en sintonía con quienes afirman no ser racistas/homófobos porque tienen un amigo negro/gay. Una trampa de hojarasca donde tirarse a llorar a gusto.
Se lamenta por la poca calidad literaria de las mujeres (de nuevo, a secas) en la actualidad, por un supuesto hembrismo instalado en el imaginario colectivo de las mismas, que les hace creerse merecedoras de reconocimiento a fuer (y aquí, por desgracia, el arcaísmo adquiere el sentido del cual carece dentro del artículo original) de ser, simplemente, mujeres. Está muy dolido porque las hembras humanas no son tan perspicaces y certeras como su última creación de ficción femenina, la única que dice algo lo suficientemente interesante digno de ser citado textualmente. Tiene un enfado, una pena…
«No se les puede decir nada, no es políticamente correcto, y para ser exactos no es simplemente correcto decir que una determinada escritora es mala escritora. No debe ni se puede porque eso iría contra la corriente reinante en estos momentos, la política de género».
Aquí ya nos dejamos de bromas, porque la cuantía de falacias presentes en menos de cuatro líneas da para muchas emociones, daría hasta para un manual de retórica, pero risa no da. Es un asunto serio.
Lo primero es que no existe la «política de género», sino medidas dispuestas para fomentar la igualdad (también de género) dentro de un programa político más complejo que una de sus partes. A esta generalización oportunista se le llama falacia de composición. Pero él asume que sí, que existe, porque no se puede decir nada; y no se puede decir nada ya que hay una corriente reinante que etc. Hay también una categoría para los argumentos que dan por verdadero aquello mismo que se pretende demostrar, y se llama petición de principio. Le sigue muy de cerca el argumentum ad metum, o apelación al miedo, por un lado, al utilizar la forma impersonal, es decir, no es que él no pueda, es que nadie puede decir nada. Es una castración de la libertad de expresión, claro. Una imposibilidad reiterada proveniente de un enemigo invisible con unas consecuencias inespecíficas. Proseguimos. Se le ha colado también una mijita de falsa generalización al querer ser concreto, y un muchito de falacia de la prueba incompleta al obviar al otro 50 % —siendo muy generosos— que compone el grupo de quienes se dedican a escribir. Habría que comprobar, por ejemplo, cuánto se critica a los escritores, si se aplican los mismos criterios literarios y extraliterarios al juzgar las obras de las unas y de los otros, si a ellos se les puede decir algo, si alguno es intocable, si cambia algo cuando es una mujer quien realiza la crítica… Todo ello otorgando un voto de confianza en que realmente estemos hablando de calidad literaria y no de propaganda cutre en contra de cierto Ministerio, en cuyo caso sumaríamos también una pizca de falacia del hombre de paja. Hay más a lo largo del artículo de J. J., pero vamos a dejarles que sigan rellenando el bingo ustedes [no vale cantar línea al encontrar la actitud paternalista, que se lo han puesto muy fácil desde edición con el uso de las negritas].
Nosotros pasamos al siguiente autor sin temor a mostrarse desolado por el mismo asunto, de manera más persistente que Armas Marcelo, eso sí, y con más osadía, eso también, que la imagen de escritor mordaz (adaptación del enfant terrible cuando se pasa cierta edad) no se labra por arte de birlibirloque, oigan. Alberto Olmos acaba de publicar una nueva columna en la que manifiesta su preocupación por la escritura de las mujeres, y la ha titulado «Chicas, ¿no estáis hartas de vosotras mismas?» Ay, Alberto, Alberto… Esta vez no vamos a caer en tu trampa, que venimos escarmentados del de arriba. Y por eso no vamos a contestar que, de lo que estamos hartas, es de que nos llaméis «chicas», o de que nos digáis de qué, cómo y cuándo debemos escribir, o de que utilicéis a una autora que os gusta para ponérnosla como ejemplo de lo que nosotras, ellas, deberían replicar, el límite al que aspirar, ser la mujer salvada por la validación masculina, la auténtica mujer escritora. No vamos a caer y decir que de lo que estamos hartas es de hombres condescendientes. No lo vamos a hacer, porque todo eso Alberto ya lo sabe.
Tal vez desconozca, sin embargo, que existe un libro publicado por primera vez en 1983, reeditado en 2018 en España por la editorial Dos Bigotes junto a Barrett, traducido por Gloria Fortún y escrito por Joanna Russ, que se llama Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Es un estudio breve, apenas doscientas cincuenta páginas, pero con una minuciosa investigación de las artimañas utilizadas en los últimos siglos para desacreditar e intentar silenciar a las escritoras. Hay ahí —como en el infierno— una sección dedicada a la estrategia del «doble rasero del contenido», que básicamente es la teorización de lo expuesto en ese y otros textos de Olmos. Nos sorprende, no lo vamos a negar, que no haya tenido el autor noticias de tan vetusta treta, porque Russ no parte del vacío teórico. Se apoya en los testimonios y reflexiones de Virginia Woolf, Mary McCarthy, Mary Ellman, Phyllis Chesler, Suzy McKee, Ellen Moers… y de algunas, si no de todas, habrá leído las obras completas porque, de lo contrario, sería inexplicable que lanzase juicios tan categóricos sobre la literatura escrita por mujeres, ¿no? Bien es cierto que Alberto tiene una memoria, digamos, caprichosa. Por ejemplo, el 5 de octubre escribió sobre la trama de Soy fan (Alpha Decay, 2023): «es la historia de una maltratadora consumista y probablemente psicópata que ve en las demás mujeres a su principal enemigo». El 30 del mismo mes se permite el gusto de personificar la voz de las editoriales así: «si usted, mujer, va y escribe un libro sobre la rivalidad entre dos mujeres, siendo que una es un demonio, pues, mire, eso no es exactamente lo que queremos publicarle y premiarle».
No seremos quienes le neguemos su derecho a la santa contradicción. El problema está en que no existe tal para ese que firma ambos artículos. Antes prefiere ver fantasmas y verter acusaciones infundadas a las editoriales (en el caso de Soy fan, contra las editoras de Alpha Decay, a quienes acusa de no haberse leído los libros que publican) que reconocer sus prejuicios. Pero bueno, vale, asumamos que estos son más innegociables que los principios. Aun así, ¿cuánto más provechoso no hubiese sido admitir que su conocimiento sobre literatura escrita por mujeres escritoras (perdonen la redundancia, pero es que él, repitiendo las faltas de Armas Marcelo, se empeña en dejar muy claro que su plural de escritores no sigue las reglas del masculino universal, y están los hombres escritores y, en fin, las mujeres sin más) es lo suficientemente escaso como para ser considerado una muestra representativa? O —llámennos locos— leer más, leer lo que están haciendo las autoras de México, de Japón, de Argentina, de Egipto, de Mozambique, de la editorial de al lado que, por un suponer, no te está mandando los libros gratis; leer con detenimiento las sinopsis para escoger (qué locura, qué locura) la temática que se adapte más a las preferencias particulares.
Nos disculpamos, valiente tontería hemos dicho… Comprendemos que ello supondría someter el prejuicio a examen y comprobar que, a lo mejor, se tratase de un conocimiento falso y engañoso. ¿Qué somos, ilustrados ahora? No. No. Nada de eso. Bien modernos.
El doble rasero del contenido, entonces. Este ardid parte de presuponer que hay experiencias más valiosas que otras y, por tanto, temas literarios más relevantes que otros. El criterio es sencillo: lo que históricamente ha sido considerado de hombres, estupendo, interesantísimo. Lo que se le ha asignado o han desarrollado las mujeres, buuuu, aburrido, insustancial, insuficiente, repetitivo, buuuuu, buuuuu. Lo demuestran, como mínimo, Armas Marcelo y Olmos, lo analizan, entre otras, Russ y Virginia Woolf:
(…) son los valores masculinos los que predominan. (…) Y estos valores se transfieren inevitablemente de la vida a la ficción. Este libro es importante, da por sentado el crítico, puesto que aborda el tema de la guerra. Este libro es insignificante porque trata sobre los sentimientos de unas mujeres sentadas en la sala de estar.
Eran otros tiempos, los de Woolf. En la actualidad, pueden cambiar lo de la sala de estar por (citamos la lista de Olmos) «tener hijos (…), visibilizar la regla, visibilizar la brecha de género en el trabajo» o hablar de «mujeres inmigrantes, de tres generaciones de mujeres», o de cualquier cosa que no sea un hombre, con «sus cosas de hombres», joder, cómo molan los hombres, que pueden ser detectives, jueces, padres (y hablar de ello sin ser unos pelmas, sí), o el súmmum de lo molón, un escritor. ¿Es que ninguna piensa en lo genial que sería una novela, o mejor todavía, una trilogía, una enealogía, sobre el calvario de Alberto o de J. J.? Así, quizá, empezarían a valorar el estilo y la técnica de las escritoras. Porque —ahí tampoco nos ha engañado— quien acusa de que la obra de una escritora se juzgue solo por su tema y no por su calidad está, exactamente, juzgando su propia falta como si fuese culpa de otros, de las editoriales, en este caso. Ni siquiera de su escritora ejemplar, Marguerite Duras, es capaz de regalarnos una pincelada sobre algo distinto al tema.
¿Nos sorprende? Pues lo justo, lo justo, menos aún después de descubrir que, a pesar del disfraz de intrépido abanderado de una causa elevado y noble, no hace otra cosa más que hablar de él, de su frustración por no ganar premios, de su necesidad de justificar con razones espurias por qué lo ganan otras, por qué sus (des)intereses no son ecuménicos y, por ende, lo que él escribe no recibe la misma atención. Incurre, igualmente, en un número de falacias reseñable, pero no se las vamos a repetir, porque las tienen arriba referidas a otro hombre, a otro artículo, con los mismos argumentos, los mismos sollozos.
«¿De lloriquear a coro no se cansa nadie?», escribe Olmos.
Ojalá, onvres, de verdad. Ojalá dejaseis de llorar porque las escritoras escriben sobre lo que les da la realísima gana y/o les paga las facturas. Ojalá.
«Lo primero es que no existe la «política de género», sino medidas dispuestas para fomentar la igualdad (también de género) dentro de un programa político más complejo que una de sus partes.»
Eufemismo en toda regla, para empezar…
20.319 MILLONES DE EUROS EN POLÍTICAS DE IGUALDAD (aka chiringuitos Hembristas).
Compare esa cifra con el presupuesto en sanidad o educación; ya no le hablo de la investigación contra el cáncer o la ayuda a la dependencia o personas sin hogar.
El «feminismo» de la actualidad en España es un Lobby más, con intereses millonarios detrás.
Donde antes había interés por la «lucha de clases», ahora hay «lucha de géneros», es decir, más polarización de la sociedad al servicio del capital.
Por último, la llorera y la queja constante (vía victimismo patológico) es componente esencial del feminismo posmoderno; le recuerdo a la autora que NO existe un 8M para varones, que el 78% de suicidios son masculinos, el 94% de accidentes laborales y el 95% de personas sin hogar son hombres.
Por no hablar de la Ley (inconstitucional) de Violencia de Género, que se carga la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la presunción de inocencia; España es el único país en el mundo con juzgados únicamente para hombres; es como si hubiera juzgados solo para inmigrantes o solo para gitanos; y lo mismo, ni una queja por parte de asociaciones de hombres, ni una manifestación, ni una llorera…
«Por último, la llorera y la queja constante (vía victimismo patológico) es componente esencial del feminismo posmoderno», dijo Andy, llorando, en la sección de comentarios.
Invulnerable a la ironía, prosiguió plañendo por agravios reales y falsos y, satisfecho al fin, se retiró a su palacio del onanismo.
@El ojo húmedo de Jack
Ya se que con hechos y datos objetivos NO se convence a un progre; pero, por lo menos intente disimular su austeridad argumental de manera menos barroca, lo ornamental de su lírica subraya lo artificial y contingente de su mensaje; el «Pensamiento Alicia» es lo suyo, por lo que se ve.
Repito: si quiere ver llorera, acuda raudo a cualquier chiringuito feminista. Si tiene suerte, y es un «hombre deconstruido» (un «varón domado» que decía la magnífica escritora, NO victimista, Esther Vilar), quizá, le dejen arrimar cebolleta…
Ya puede seguir a lo suyo.
Ahora escríbelo sin llorar, pichitatriste.
Vergüenza ajena leerle, no sea tan impúdico y tápese, caballero.
Sucintamente expresado. Como era de esperar, han acudido raudos varios comentaristas a afearle tener opinión propia y, cosa inaudita, expresarla. Para qué vamos a dar argumentos, si podemos acusar de llorón y onanista al que se desvía de la corriente de la corrección política. Qué cosa tan maravillosa estar en posesión de las verdades absolutas.
Lo que se le afea no es tener opinión propia; sino que sea tan lamentable. A ver si nos vamos enterando que libertad de expresión no implica el derecho al respeto de la misma. Si es una mierda te lo vamos a decir.
Que usted (o quien sea) considere una mierda una opinión no convierte automáticamente esa opinión en mierda. A ver si nos vamos enterando de que la propia opinión no es la verdad universal. Y al calificar al autor del comentario de llorón, onanista, impúdico, etc. lo único que se consigue es que otros consideremos mierda esos comentarios. ¿Donde está lo lamentable en la opinión de esa persona? ¿Le ofende que tenga una consideración hacia el ministerio de Igualdad como «chiringuito hembrista»? ¿O tal vez la opinión que tiene acerca de la Ley de Violencia de Género como inconstitucional por romper la igualdad entre hombres y mujeres? Dígame, por favor, dónde está lo lamentable en ese comentario, porque yo no lo encuentro, y sí encuentro lamentable que se le insulte por expresarse, por más que usted y otros consideren «mierda» sus opiniones.
Muy interesante. Enhorabuena por el artículo.
Alberto Olmos y Soto Ivars son integrantes de la Guardia de Corps de El Confidencial. Mercenarios contratados para azuzar el avispero en busca de «clicks», al servicio de la carcundia. No hay artículo que perpetren que no tenga como objetivo ridiculizar condescendientemente a las mujeres el primero y atizar el progresismo el segundo. Dos eternos aspirantes a «cipotudos» a los que el talento les llega solo para sobrevivir juntando letras.
El caso de Alberto Olmos llega a extremos tan sonrojantes es este y otros temas que yo he llegado a pensar que es imposible que se crea lo que escribe. Que, como dice Inad, son mercenarios al servicio del argumentario carcúndico y que se atreven con todo. Si mañana toca defender que hay que comerse a los pobres, lo harán gustosos sin asomo de la ironía del irlandés.
Me desagrada un artículo escrito en plural (llamado de cortesía o mayestático), y más siendo un texto de opinión, como invitando al lector a compartir una opinión.
Dos de mis autores literarios favoritos son Erica Jong y Gloria Fuertes. Me gusta lo bien hecho y lo que me toca el alma y me da igual la ideología, el color de piel, la religión, el sexo, las manías y las debilidades de su autor. Pero no me siento a gusto en un Sistema que me pone bajo sospecha solo por ser hombre y anda todo el día buscándole 3 pies al gato y sacando problemas donde no existen, por ejemplo la campaña de las gordas en la playa (vas a la playa y te fijas en las gordas, precisamente). Una compañera de trabajo, con carrera universitaria, tía leída y con sentido común, me dijo a raíz de todo esto que ella creía que la Igualdad era que cada vez hubiera menos distinciones ni rangos y resulta que cada vez hay más tribus, sub-tribus, categorías y sub-categorías. O sea, el viejo clásico DIVIDE Y VENCERÁS.
Pingback: Jot Down News #42 2023 - Jot Down Cultural Magazine