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Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte. (Miguel de Unamuno)
Barataria y Comala
El día que Cervantes imaginó Barataria tuvo que ser un día complicado, pues significaba algo más que una simple ínsula perdida en medio de un océano imaginativo. Por supuesto que era algo más que eso. Barataria era el símbolo de toda la codicia que el pueblo español había acumulado durante siglos, con media península fracasada (esta sí, real), muerta de hambre por un ponme aquí o un quítame allá este imperio. Se me antoja difícil no creer que Sancho existió y que realmente deseó ese trozo de tierra con todas sus fuerzas. Porque desde tiempos inmemoriales los españoles han querido tierra y tierra es lo que les da Cervantes. Pero no menos complicado tuvo que ser el día en el que el manco dejó de creer en la célebre isla, ya que la ficción siempre supera a la realidad. «Y, ¿a quién llaman don Sancho Panza?», cuestionó el fiel escudero al ser dignificado durante la toma de posesión del gobierno de la ínsula. «Yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas», apuntilló. Porque tan español es codiciar un trozo de tierra como olvidarse de él. Y fue en ese momento, al olvidar, cuando Cervantes eligió ese nombre para designar todas las codicias que ya nunca recordaremos: Barataria.
También quería tierra Rebeca Montiel, la hija adoptiva de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Ah, Macondo… Sospecho que también Gabriel García Márquez suspiró el día que abandonó este hermoso paraje. Atrás dejaba a Melquíades y a sus queridos gitanos bailoteando al son de cualquier invento traído desde allende los mares. También dejaba a sus espaldas las fobias que había contraído por culpa de (o gracias a) la propia Rebeca Montiel que, no contenta con tragar tierra, había obligado al Gabo a etiquetar todos los objetos por miedo a olvidar sus nombres. Por eso la obra de García Márquez supone abandono. Pero no confundan abandono con olvido. No se trata de eso. Él lo define mejor que nadie:
En cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
Para dejar atrás Macondo hacen falta pelotas porque dejar atrás Macondo es dejar atrás lo efímero. ¿Y más allá? Más allá dicen que soledad, y en porciones de cien años.
El País de las Maravillas y Nunca Jamás
Por eso emprendemos la huida. Porque necesitamos intuir el rastro del conejo blanco sin tener la obligación de abrazarlo. Uno se encuentra con ese bichejo de chaleco hortera y reloj de Conan Doyle y, sin saber por qué, corre. Y corre y corre. Nadie supo nunca si el conejo terminó llegando tarde a algún sitio, pero lo que sí supimos es que Lewis Carroll llegó demasiado pronto a su edad madura. Tan pronto que si hubiera esperado alguna década no habría tenido que escribirle poemas a Alice Liddell, la niña de doce años que inspiró ese extraño lugar donde las lágrimas forman mares y las cartas de póquer la guardia real. Más tarde llegarían las misivas de los padres de Alice pidiéndole al bueno de Carroll que se alejara de su hija. Una especie de orden de alejamiento literario. Como recuerdo quedaron unas cuantas fotos que Lewis le robó a la cría y un nombre: «el País de las Maravillas». Mucho me temo que, más que escapar, lo que el autor pretendía era quedarse allí para siempre.
Dicen que también «para siempre» quiso quedarse J. M. Barrie en el País de Nunca Jamás, aunque las dos expresiones sean contradictorias. Yo, particularmente, no lo creo. El tiempo, en forma de conejo o no, se anticipa ante el deseo de demora y se demora ante el deseo de anticipación. Partiendo de esta premisa y viendo cómo se las gastaba el propio Barrie, creo que lo que el autor pretende decirnos es que lo importante es el pedigrí del tiempo más que la rapidez del mismo. Y nos lo transmite a través de las pupilas de Wendy, una niña maravillosamente educada bajo los preceptos anglosajones. El tiempo, aquí, se empeña en acallar la voz de Wendy, una voz con marcado acento victoriano a la que nadie quiere escuchar. El problema viene cuando la educación y el corazón se enfrentan alrededor de ese pretexto llamado «Peter Pan». Es entonces cuando Barrie, Wendy y la rebeldía de ambos, Peter, deciden viajar. ¿Viajar a dónde? Viajar al sitio donde esa voz es escuchada. Por tanto, aquí Nunca Jamás representa la revolución de lo humano, la búsqueda de lo no establecido. Wendy se percató de que el tiempo importaba poco junto a la puerta de embarque. «Pensamientos maravillosos» y «polvo de hadas», le dijeron. Al darse cuenta de que no encontraba pensamiento alegre alguno, quiso escuchar esa voz también ella.
Comala y el infierno
«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre». Con esta frase comienza Rulfo su adorable Pedro Páramo, una novela que esconde todos los secretos del México del siglo XX. Pero ¿qué es Comala? Mucho más que un municipio mexicano del estado de Colima, eso seguro. Comala es ese lugar donde se dan cita todas las almas que Rulfo quiso hacer suyas, una especie de «última cena» literaria. Porque a medida que por las páginas se van deslizando las supersticiones, los actos revolucionarios, los asesinatos, las reyertas ligadas al reparto poco equitativo de la tierra o las reprimendas religiosas, uno comprende que estos términos pertenecen a la triste historia del ser humano de manera personal e intransferible. Poco importa si México, España, Rusia o Hong Kong. Por eso, Comala fue abrazando la fama de ser una tierra plagada de inmigrantes. Era lógico. Primero, porque se trata de una novela que habla de injusticia. Segundo, porque solo puede ser leída por víctimas de la injusticia. Y tercero, porque todas las víctimas de la injusticia acaban allí. Dicho de otro modo, Comala no es más que el punto en el que convergen todas esas víctimas que, de una manera u otra, vinieron porque acá les dijeron que vivían sus padres.
Allí donde se acaban todos los caminos, sea en Comala o no, comenzó Dante su Divina comedia. El Infierno, ese con el que se identificó hasta el punto de visitarlo en compañía de su querida Beatriz, se aleja de los estándares habituales para presentarse como un lugar donde se concentra el pecado sin prisa por ser purgado. Y digo sin prisa porque Dante sabía muy bien que las ganas de hincarle el diente a la manzana nos acompañarán para siempre, por mucho que el peaje se pague en ese lugar cónico e icónico donde lo mismo te encuentras con Averroes que con Helena de Troya. Porque la, para mí, obra más importante de la historia tiene en el Infierno su particular motor, su única razón. A pesar de concebir cada uno de los nueve círculos como un sentimiento reprobable, creo que Dante admira a la mayoría de personajes que pasean por allí, sintiéndose atraído por ese juego que plantea la serpiente. Además, se dejará guiar por Beatriz y Virgilio, dos de las personas que más amó, como si su presencia estimulase la atracción. Por tanto, Dante presenta el Infierno como un lugar sufrido pero deseable. Ambiguo y sincero. Hasta Satanás, que comete la desfachatez de torturar a personajes tan entrañables como Judas o Bruto, tiene varias caras. Esto demuestra que no siempre te puedes fiar de su Infierno… como tampoco te podrás fiar más tarde de su Paraíso.
Pero el Paraíso por antonomasia para cualquier poeta responde a una expresión que deslumbra solo con ser pronunciada: la Arcadia. Esta región griega fue utilizada en la época clásica como un patio de recreo para las historias bucólicas, para los cuentos con final feliz. Por ella pasean pastores sencillos que solo pretenden vivir en armonía con la naturaleza y con el propio mito. Y digo lo de mito con todas las consecuencias. La literatura, ya entonces, era un medio para escapar de la vida. Porque la literatura es mejor que la vida y así lo reflejó Virgilio en sus Bucólicas. El concepto, aunque en desuso, supo escapar a ese agujero negro llamado Edad Media que amenazaba con merendarse el resplandor de la cultura clásica. Curioso, la Arcadia desaparece cuando más falta hace. Pero gracias entre otros al propio Dante, volvió al escaparate durante el Renacimiento. Aquí aparece Sannazaro, que pasa por ser el hombre que colocó Arcadia en la mente de todos. Más tarde, hasta dos enemigos feroces como Lope y Cervantes se pondrían de acuerdo para compartir este retiro espiritual donde, por cierto, tampoco se llevaron bien. Poco a poco se fue apagando y solo el genio de Goethe provocó un último pero débil fulgor. El alemán no sabía que su único hijo, el Romanticismo, sería uno de los que más empeño pondría en cerrar la puerta de la Arcadia para dar paso a la ruina y la destrucción. El siglo XXI condenó al olvido a este lugar mágico, arrojando la llave al mar. Curioso, la Arcadia vuelve a desaparecer cuando más falta hace.
Utopía, Liliput, Crusoe y Arkham
Prima hermana de Arcadia fue Utopía, la ínsula que Tomás Moro descubrió gracias al explorador Hitlodeo. Paseando por ella uno puede encontrar la modernidad que no tenían las repúblicas allá por 1516, año en el que la isla fue colocada en el mapa. Utopía es la certeza de que un sueño puede tener sentido si se le da la importancia adecuada. Esto es relevante. De la mitad de los sueños no nos acordamos y de la otra mitad no nos queremos acordar. Moro sabía que el sueño de Utopía podía traer consigo un cabeza más para la colección de Enrique VIII. Sin embargo, creyó en él, y nos habló de lo que allí vio: elección popular del gobernante, uso equitativo de la tierra, libertad religiosa… Pero el viaje de Hitlodeo, el marino que tiempo atrás acompañó a Colón y a Vespucio, desencadenó una injusticia todavía vigente hoy: se adoptó el término «utopía» como símbolo de lo irrealizable. Pero, como decíamos, Tomás Moro no quiso expresar un imposible y sí un sueño. Porque él sí creyó en ella. Creyó en una sociedad felizmente instalada en su particular ínsula, fuese Utopía o cualquier otra. De cualquier manera, su cabeza terminó rodando a los pies de Enrique arrastrando con ella sueños y aspiraciones. Un triste final. Por cierto, en nuestro país la obra fue traducida por Francisco de Quevedo. ¿Quién mejor para hablar de sueños?
Pero no hay ínsula que se precie que no haya soñado con parecerse algún día a Liliput, el terreno que Gulliver tuvo que reconocer durante uno de sus viajes. En ella, la inocencia consigue que todos hayamos soñado con ser liliputienses alguna vez. Porque sus habitantes, lejos de ampararse en su aspecto diminuto, demuestran una altitud moral que no alcanzamos los que medimos más de seis pulgadas. La primera prueba es que ellos dieron de comer al náufrago cuando ni siquiera el náufrago lo esperaba. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? La segunda llega cuando el creador de esta tierra, Swift, decide enfrentar al pueblo de Liliput con cualquier otro, qué más da. El escritor siempre tiene ganas de sangre, pero no siempre sus personajes quieren saciarlo. Por eso los liliputienses, rebeldes aun en la paz, lejos de utilizar esa arma de destrucción masiva llamada Gulliver en perjuicio de su enemigo, terminan aceptando una paz que, según cuentan las crónicas, todavía dura hoy.
No sabemos si Gulliver naufragó al salir de Liliput. Lo que sí sabemos es que, de haber naufragado, con toda probabilidad habría terminado en la isla que Robinson Crusoe colonizó para todos nosotros. En ella, Defoe consiguió algo que no consiguen el resto de parajes aquí analizados: la simbiosis entre el viajero y el medio. Más tarde, James Joyce, experto conocedor de la obra, afirmaría que la manera en la que Crusoe se afianza en la isla es un reflejo del colonialismo británico. Me temo que Viernes no estará de acuerdo con la enajenación del borrachín irlandés. En la isla de Crusoe hay espacio para la amistad, para el arrepentimiento, para el perdón. Y, por cierto, también para una crítica feroz hacia la conquista española de América. Algo que refuta la teoría de Joyce pues, al fin y al cabo, a la colonización española y a la inglesa solo les separa una cosa: el cristal con el que observas al que coloniza. Por tanto, el Crusoe de Defoe no tiene nada de guerra colonial porque no tiene nada de pretencioso salvo, quizá, en el terreno religioso. Por lo demás, la ínsula de Robinson es la literatura hecha causa ganada, pues el náufrago queda en paz consigo mismo y con aquello que representa el indígena Viernes. He aquí la simbiosis que no encontró Joyce. Esto, me temo, no pueden decirlo todas las potencias de la Edad Moderna.
Sí puede decir Lovecraft que no todos los parajes han de ser utópicos. En Arkham, las historias tienen sabor a suspense. Cuando la emoción se viste de negro, un hombre de mentón profundo resucita para dejárnoslo claro: si habéis venido a ser felices, largo. Por mucho que los estudiosos lovecraftianos se hayan pateado los mismos caminos que él se pateó, visitando las mismas paradas de autobús que él visitó, ninguno ha podido precisar de dónde salieron estas extrañas ciudades porque ninguno experimentó la sensación Lovecraft. Adolescente comatoso, joven escéptico, maduro fracasado, viejo sin ser viejo. Para cuando quiso deshacerse de las garras de su madre, ya habían aparecido los tentáculos de Cthulhu. Así que me atrevo a citar al genio de Providence: «No hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos». En el caso de Lovecraft, esa correlación sí podía encontrarse, por mucho que a él le diera pánico encontrarla. Si quieres encontrar Arkham no pasees en autobús buscando cuevas en Providence. Si quieres encontrar Arkham bucea en tus propios miedos, en tus inseguridades, en tu fracaso. Porque no se viaja para buscar el destino sino para huir de donde se parte.