El 20 de noviembre de 1983 la cadena de televisión ABC, de Estados Unidos, estrenó la película The Day After. Las más de cien millones de personas que la vieron ese día quedaron anonadadas, atónitas, descorazonadas: el telefilme muestra los devastadores efectos de las explosiones atómicas y la radiación que, tras el estallido de una guerra nuclear contra la Unión Soviética, habrían sufrido los habitantes de Lawrence, una pequeña ciudad en el estado de Kansas.
«Es muy efectiva y me ha dejado totalmente deprimido», había escrito en su diario el entonces presidente Ronald Reagan después de ver la película, el lunes 10 de octubre, cuarenta días antes de su estreno en la tele. «Si servirá de ayuda al movimiento antinuclear o no, no lo sé. Mi propia reacción fue que tenemos que hacer todo lo que podamos para tener un elemento disuasivo y que nunca haya una guerra nuclear». El día siguiente, 11 de octubre, Reagan añadió: «Todavía estoy luchando contra la depresión que me causó The Day After».
Nunca antes ni después tanta gente se sentó a ver el estreno de una película hecha para la televisión en la historia de Estados Unidos. De hecho, solo cuatro emisiones televisivas —sin contar eventos deportivos— fueron vistas por más gente cuando se pasaron por primera vez: los capítulos finales de las series M*A*S*H, Cheers y Seinfeld y el célebre episodio de Dallas en que se revela quién disparó a JR. A tal punto se paralizó el país para ver el telefilme que esas circunstancias aparecen recreadas en el penúltimo capítulo de la temporada 4 de la serie The Americans, titulado precisamente «The Day After».
No obstante, aunque The Day After fue la producción que mayor impacto produjo, no fue la primera que retrató el miedo al apocalipsis atómico. En enero de 1982, la cadena NBC había estrenado la miniserie World War III, que narra cómo una escalada de provocaciones pone al mundo al borde de una guerra. A mediados de 1983 llegó a los cines WarGames (Juegos de guerra), en la cual literalmente un juego de computadora está a punto de desatar la destrucción masiva. Dos semanas antes de The Day After se estrenó Testament, cuyo escenario es postapocalíptico: una familia tiene que afrontar las consecuencias radiactivas que ha dejado la guerra nuclear. Y después llegarían más. En 1984 se estrenaron Red Dawn, la canadiense Countdown for Looking Glass y la británica Threads. Y en el 85 se pudo ver por primera vez en Estados Unidos la también británica The War Game, que en su país se había estrenado veinte años antes y había aterrorizado a la audiencia.
La abundancia de los terrores atómicos en el imaginario audiovisual de la época no era, desde luego, una casualidad. En esos años, la tensión entre el bloque comunista y el capitalista había alcanzado unos niveles a los que no llegaba desde la crisis de los misiles en Cuba, dos décadas antes. La instalación de los «euromisiles» entre finales de los setenta y comienzos de los ochenta había sido la primera señal de esa escalada, potenciada por el endurecimiento de las políticas antisoviéticas de las potencias occidentales a partir de la llegada al poder de líderes conservadores como Margaret Thatcher en el Reino Unido (en 1979), Reagan en Estados Unidos (1981) y Helmut Kohl en Alemania Federal (1982). La Iniciativa de Defensa Estratégica anunciada por Reagan en marzo del 83 —un sistema de defensa antimisiles con armas espaciales, conocido popularmente como la Guerra de las Galaxias— después de calificar a la URSS como «el imperio del mal», como no podía ser de otro modo, profundizó las tensiones.
Más aún, el jueves 1 de septiembre de ese mismo 1983, un vuelo comercial de Corea del Sur ingresó en el espacio aéreo de la URSS. Fue un error del piloto, pero los militares soviéticos asumieron que se trataba de un avión espía y lo derribaron. Murieron las 269 personas que viajaban a bordo, entre ellas varias estadounidenses. Al parecer, hacía falta apenas una chispa para que ese polvorín hecho de bombas atómicas volara por los aires.
Lo que casi nadie supo hasta muchos años después fue que en realidad sí hubo una chispa (por lo menos una), aunque por fortuna el polvorín no estalló. El inicio de una guerra nuclear entre las dos superpotencias estuvo mucho más cerca de lo que todo el mundo se podía imaginar. Fueron los momentos en los cuales la espada de Damocles de la destrucción mutua asegurada más se acercó a la cabeza de la humanidad; momentos de los que ahora se están cumpliendo cuarenta años y que, desde la distancia que otorga el tiempo, podemos revisar con una mezcla de alivio y horror.
* * *
El 26 de septiembre de 1983 (diez días antes de la fecha en la cual estalla la guerra nuclear en la ficción de The Day After) el sistema de alerta de la URSS indicó ese país estaba siendo atacado por los Estados Unidos. Al principio parecía que con un solo misil; pronto el sistema informó de cuatro más. El protocolo de defensa era claro: ante esa señal por parte de los radares y los ordenadores, la persona a cargo del sistema de alerta debía dar aviso a sus superiores. Estos, con toda seguridad, ordenarían un contraataque. En algún universo paralelo, así comenzó la guerra nuclear y este artículo no existe, porque los seres humanos se extinguieron o sobreviven en cavernas.
Por suerte, en nuestro universo el responsable de dar ese aviso era un oficial soviético de cuarenta y cuatro años de edad llamado Stanislav Petrov. Y Petrov dudó. «No quería ser el causante de la Tercera Guerra Mundial», explicó muchos años después, para el documental The Man Who Saved the World, de 2014. ¿Qué fue lo que hizo dudar a Petrov? Por un lado, lo fuerte y clara que era la alerta. «Había 28 o 29 niveles de seguridad. Después de que el objetivo era identificado, tenía que pasar todos esos ‘puntos de control’. Yo no estaba muy seguro de que eso fuera posible, bajo esas circunstancias», explicó Petrov tres décadas después en una entrevista con la BBC. Por otro lado, era extraño que, pudiendo comenzar una acción bélica con cientos de misiles a la vez —lo lógico según la estrategia del primer ataque—, Estados Unidos lanzara nada más que cinco.
El caso es que Petrov siguió su instinto y, en lugar de informar a sus superiores, llamó al oficial a cargo del cuartel general y le dijo que había una falla en el sistema de seguridad. «Si hubiera enviado mi informe a la cadena de mando, nadie habría dicho nada en contra», aseguró Petrov a la BBC. «Todo lo que tenía que hacer era alcanzar el teléfono para llamar por la línea directa a nuestros altos mandos —añadió—, pero no pude moverme. Me sentí como si estuviera sentado en una sartén caliente».
Veintitrés minutos después —los que habrían tardado los misiles desde donde supuestamente los habían detectado hasta hacer impacto— Petrov por fin pudo respirar. «Si hubiera habido un ataque real, entonces yo lo hubiera sabido. Fue un gran alivio».
Lo más inquietante de esta historia es saber qué había confundido al sistema de defensa soviético: la luz del sol. Algo tan simple como la luz del sol. Una curiosa coincidencia entre la inclinación de sus rayos y la posición de las nubes a gran altitud hizo que un satélite interpretara ciertas señales térmicas como la presencia de misiles. Enterarse de que eso estuvo a punto de ser el desencadenante de una guerra nuclear que habría acabado con la civilización tal como la conocemos conduce a una única conclusión: el hecho de que hasta ahora no haya habido una guerra atómica constituye casi un milagro.
En una primera instancia Petrov fue felicitado por el general Yuri Votintsev, uno de sus superiores inmediatos. Pero pronto las cosas cambiaron y Petrov fue degradado por haber incumplido las normas de seguridad nacional. El episodio —que ahora se conoce como el incidente del equinoccio de otoño— salió a la luz quince años después, cuando en 1998 se publicaron las memorias de Votintsev. Petrov explicó que tardó bastante en hablar del tema porque le parecía «una vergüenza para el ejército soviético» que su sistema de defensa hubiera fallado de esa manera.
* * *
El miércoles 2 de noviembre de 1983 —treinta y siete días después de que Stanislav Petrov salvara al mundo, veintitrés días después de que Reagan viera y se deprimiera con The Day After y dieciocho días antes de que la película se estrenara en la televisión— comenzó en Europa el ejercicio militar Able Archer («Arquero Capaz»). Se trataba de un simulacro que las fuerzas de la OTAN realizaban todos los años y por lo tanto consideraban de rutina: con gran realismo, ensayaban movimientos de reacción y contraataque ante una eventual invasión de Europa occidental por parte de las tropas del bloque soviético. Ese hipotético contraataque de la OTAN incluía el uso de armas nucleares.
Pero el aumento de las tensiones de los últimos años había puesto a los soviéticos en un estado casi paranoide. En 1981, de hecho, habían iniciado la Operación RYAN, un programa de inteligencia cuyo objetivo era anticipar un ataque nuclear de Estados Unidos que sentían inminente. Los incidentes de septiembre (el ataque contra el avión coreano y el del equinoccio de otoño) solo pudieron incrementar el nerviosismo. Todo esto hizo que se las fuerzas del Pacto de Varsovia se tomaran el ejercicio Able Archer más en serio que nunca y, en consecuencia, el mismo 2 de noviembre colocaron sus divisiones de cazabombarderos en estado de alerta en Alemania Oriental y en Polonia. Y también, entre otras medidas, armaron un escuadrón de cada regimiento de cazabombarderos con bombas nucleares. Estaban, literalmente, listos para empezar la guerra.
Tuvo que pasar una semana para que los militares estadounidenses fueran conscientes de la situación. El 9 de noviembre, una fotografía aérea les reveló la presencia de un cazabombadero soviético Mig-23 completamente armado y en posición de alerta en una base aérea de Alemania Oriental. En ese momento, el general Leonard H. Perroots, uno de los jefes de ingeligencia del ejercicio Able Archer, informó a su superior, el general Billy Minter, comandante en jefe de las tropas de Estados Unidos en Europa. Minter le preguntó si creía que debían reaccionar ante ese descubrimiento. «Le dije que vigilaríamos con cuidado la situación, pero que había evidencia insuficiente para justificar un incremento en nuestro estado de alerta», explicó Perroots en un informe sobre estos hechos que redactó en 1989.
Con esa respuesta, de alguna manera, Perroots también salvó al mundo, como un mes y medio antes lo había hecho Stanislav Petrov. Ambas situaciones, sin embargo, fueron muy distintas: mientras el soviético tenía datos de que estaban siendo atacados pero decidió seguir su intuición y desobedecer el protocolo, Perroots dijo lo que dijo porque le faltaba información. «Si hubiera sabido entonces lo que descubrí después no estoy seguro de cuál consejo habría dado», anotó en su informe de seis años después.
¿Y qué fue lo que descubrió después? Pues que la movilización de las tropas soviéticas había sido enorme, derivada de su convicción de que en cualquier momento se produciría un ataque occidental. Si Perroots hubiera tenido conocimiento de lo dispuestas que estaban las fuerzas del Pacto de Varsovia para empezar una guerra nuclear en ese preciso momento, seguramente las tropas de la OTAN habrían iniciado sus propias acciones preventivas, las cuales a su vez hubieran sido interpretadas por los soviéticos como nuevas señales de un próximo ataque… El más pequeño error de cálculo podría haber sido la chispa para que, como en una suerte de profecía autocumplida, la guerra estallase.
«De la forma en que sucedió, los oficiales militares a cargo del ejercicio Able Archer minimizaron el riesgo al no hacer nada ante la evidencia de que sectores de las fuerzas armadas soviéticas se estaban moviendo a un nivel de alerta inusual», señaló un informe de la Junta Asesora de Inteligencia Exterior del Presidente de Estados Unidos en 1990. El texto concluía que «estos funcionarios actuaron correctamente por instinto, no por una orientación informada».
Otra vez la conclusión es que estamos vivos de milagro.
El episodio, cuyos detalles se difundieron hace apenas cinco años y ahora es conocido como War Scare 1983 (es decir, «el susto de guerra de 1983»), terminó un par de días después, el 11 de noviembre, cuando el ejercicio Able Archer llegó a su programado fin. Nueve días más tarde, más de 100 millones de estadounidenses se horrorizaron al ver en la televisión lo que no sospechaban que había estado tan pero tan cerca de ocurrir.
* * *
Está claro que no fueron esos los únicos casos en los que el mundo estuvo a punto de irse al demonio por una falsa alarma o por un descuido. Es evidente que cualquier error de cálculo podría haber desatado la guerra durante la crisis de los misiles de Cuba, en 1962. Pero también podría haber ocurrido en 1956, cuando los radares confundieron una bandada de cisnes con aviones bombarderos durante la guerra del Sinaí. O en 1979, cuando en el ordenador responsable de detectar posibles ataques nucleares en el Pentágono se activó una alerta ocasionada por un simple programa de entrenamiento. O pocos meses más tarde, en 1980, cuando la falla de un chip que costaba 46 centavos de dólar hizo creer durante unos minutos a los responsables de seguridad de los Estados Unidos que estaban siendo atacados por 220 misiles nucleares. O incluso después del incidente del equinoccio de otoño y del susto de guerra de 1983, cuando Ronald Reagan (a quien evidentemente ya se le había pasado la depresión ocasionada por The Day After) anunció ante las cámaras de la televisión —en broma, durante una prueba de sonido— un ataque nuclear contra la URSS; una irresponsabilidad por la cual la Casa Blanca debió dar explicaciones al Kremlin. Y debe haber otros casos que todavía desconocemos.
Pero pareciera que fue en esos días de entre septiembre y noviembre de 1983 cuando la humanidad estuvo más cerca del precipicio, asomada al abismo, experimentando esa atracción irracional que en ocasiones ejerce el vértigo de la autodestrucción.
Según el filósofo Thomas Hobbes, la guerra «no consiste solo en batallas, o en la acción de luchar, sino que es un período durante el cual la voluntad de entrar en combate es suficientemente conocida». Una descripción que se ajusta con mucha precisión a la así llamada guerra fría, que mantuvo en vilo a la humanidad durante cuatro décadas. Después de citar esa idea de Hobbes, el gran historiador británico Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX, afirma que
… aun a los que no creían que [durante la guerra fría] cualquiera de los dos bandos tuviera intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano (‘si algo puede ir mal, irá mal’). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la ‘destrucción mutua asegurada’ (acertadamente resumida en inglés con el acrónimo MAD, ‘loco’) impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización.
Tantas cosas pudieron haber ido mal, tantas cosas estuvieron tan cerca de ir mal, tantas cosas podrían mal en cualquier momento (el mundo sigue plagado de miles de armas nucleares listas para ser disparadas, y la decisión de hacerlo está en manos de personas a las que dudaríamos de pedirles que por un rato cuidaran a nuestros hijos) que no es nada exagerado decir —perdón por la insistencia—que estamos vivo de puro milagro.
* * *
Un día de septiembre de 1998, un cineasta alemán llamado Karl Schummacher leyó en el periódico Bild un breve artículo titulado «Verarmt und traurig» («Empobrecido y triste»). Lo ilustraba la foto de un hombre de quien hasta ese momento casi nadie había oído hablar: Stanislav Petrov. El artículo resumía en un párrafo el incidente del equinoccio de otoño e incluía declaraciones de Petrov en las que daba cuenta de que, después de aquel episodio, lo habían obligado a dimitir, que ahora vivía de la pensión escasa que le pagaba el Estado ruso en un pequeño apartamento de dos habitaciones al que le habían cortado el teléfono por falta de pago, que su esposa había muerto de cáncer, que no tenía nada que hacer.
Schummacher sintió que tenía que hacer algo por ese hombre. Llamó por teléfono a Bild, donde le informaron que el periódico solo había traducido información publicada por un diario inglés, que a su vez había traducido un texto de un periódico militar ruso, el cual recogía la información publicada en las memorias del general Yuri Votintsev. Schummacher siguió esa pista hasta que obtuvo una dirección: una calle y un número en Friázino, un suburbio a unos 35 kilómetros del centro de Moscú. Sin más que esos datos, el cineasta viajó hasta allí y dio con Petrov. Lo entrevistó, le dio las gracias y lo invitó a Alemania, adonde Petrov viajó algunos meses después, en abril de 1999. Esta visita fue registrada por algunos medios alemanes. Así fue como empezó el lento camino del reconocimiento a este héroe silencioso.
Diecinueve años después de aquel primer contacto, el 7 de septiembre de 2017, Karl Schummacher llamó a la casa de Petrov, quien ahora sí, después de haber obtenido algunos reconocimientos como el de la Association of World Citizens o el Dresden Peace Prize, después de haber visitado Estados Unidos y otros países, después de haber sido protagonista de documentales, tenía teléfono. Su amigo Schummacher quería saludarlo por su cumpleaños: ese día debía cumplir 78. Pero quien lo atendió fue Dimitri, uno de los hijos de Petrov, y le informó que su padre había muerto el 19 de mayo de ese año. Se había ido en soledad, sin hacer ruido, igual que como había vivido.
La película The Man Who Saved the World, que registra la visita Petrov a Estados Unidos, muestra sus encuentros con estrellas de Hollywood como Robert De Niro, Matt Damon y Kevin Costner. A este último Petrov le dice: «Usted es muy famoso en mi país», a lo que Costner responde: «En mi país mucha gente se hace famosa por cosas que no deberían importar». Petrov no es demasiado famoso, desde luego, pero no hay duda de que su celebridad se debe a algo que sí fue importante. Tal vez más importante que cualquier otra cosa al menos en los últimos cuarenta años. La historia habría sido muy distinta si el 26 de septiembre de 1983 en aquel puesto de mando soviético hubiera habido otra persona en lugar de él. Si es que hubiera habido historia. Si acaso hubiera habido alguien que la pudiese contar.
Pingback: La guerra nuclear que no fue: estamos vivos de puro milagro - Multiplode6.com
Yo vi la película en su época, y la volví a ver no hace mucho tiempo. Me sigue causando la misma impresión, es totalmente desoladora. Ese tipo de películas son necesarias para que la gente «vea» y logre entender cosas que a veces en papel no tienen la suficiente fuerza. No se si ahora se pueda hacer algo similar, hay demasiado corrección política en el aire, demasiados intereses económicos que no están interesados en que la gente entienda cosas.
En cuanto al caso Petrov, debería ser usado, siempre lo he creído, como ejemplo y discusión de que pasaría si el armamento nuclear fuese manejado por IA y no por personas. Petrov actuó como humano, demasiado humano…¿dónde estaríamos ahora si una AI hubiese tomado la decisión?
Yo recomiendo informarse sobre Hirosima y Nagasaki. Hice un trabajo en la uni y alucine. No hace falta tirar de ficcion.
Hay cientos de testimonios, sobre todo de medicos extranjeros.
Efectivamente, JairoRP. A mí se me ha ocurrido lo mismo. Y, curiosamente, al mismo tiempo que esta tenía abierta otra noticia sobre los camiones que quedan atrapados en algunas carreteras de montaña por culpa del GPS!
Excelente artículo. Sí hubo algo similar en 1962 con «la crisis de los misiles». Un submarino soviético armado con torpedos atómicos no los disparó por la oposición de uno de los tres oficiales de mayor rango: Vasili Arkhipov. El reglamento decía que tenían que estar de acuerdo los tres.
https://www.bbc.com/mundo/articles/cg3lyvkww2vo
Me sacó el comentario de la boca, estimado. Gracias. Ahí también estuvimos al borde del abismo. EEUU no quería misiles apuntando a su territorio, como tampoco hoy Rusia quiere tener la Nato con sus misiles en territorio Ucraniano apuntándola.
Me sacó el comentario de la boca, estimado. Gracias. Ahí también estuvimos al borde del abismo. EEUU no quería misiles apuntando a su territorio, como tampoco hoy Rusia quiere tener la Nato con sus misiles en territorio Ucraniano apuntándola.
Al gran país del norte le cuesta mucho aceptar que pueda haber otra visión del mundo, especialmente en el Oriente, lejano y Medio, que hasta no hace tanto solo lo conocíamos gracias a las propaganda de las agencias de viaje, el Oriente exótico, y si peligroso más excitantes para el rico occidente. Y por lo anterior me llamó la atención en la película de Tom Hank, El puente de los espías, su actuación como abogado de un espia ruso atrapado por el FBI, un hecho real. De frente a la Suprema Corte de Justicia lo dice claramente: que hay dos visiones del mundo, merecedoras de respeto, asunto que seguramente ni el buen democrático JFKennedy hubiera aceptado, ya que mandó en Vietnam los primeros «observadores» que después terminaron siendo miles, ni Nixon con sus bombardeos al napalm y al raso, y menos Reagan con sus «juegos de guerra espacial» Todavía no entiendo cómo Trump tuvo el coraje de visitar Corea del Norte. Un punto para él. Misterios de la realpolitk y a las áreas de influencia, cuyo mentor y creador acaba de irse, después de apoyar a Pinochet y a la Junta Militar argentina, con un premio Nobel por la paz.