Nos encaminamos alegremente hacia el primer cuarto del siglo XXI, rodeados de inteligencias artificiales y otros prodigios tecnológicos, sintiéndonos la punta de lanza de lo nuevo (emoción que en sí misma no es nueva, pues de igual manera se han sentido todas las generaciones desde, por lo menos, el siglo XVIII), en plena borrachera de modernidad y de atribuirnos la eterna reinvención de la rueda. Y ahí permanece, inamovible como el Coliseo de Roma o las pirámides de Egipto, un mamotreto que, según la lógica histórica, debería haber desaparecido hace décadas, la última reliquia de la televisión en blanco y negro, el Festival de Eurovisión.
Intentar describir los encantos que en 2023 atraen multitudes hacia este festival es como erigir una torre Jenga con un anacronismo encima de otro. Hablamos de un festival de la canción que nunca estuvo por delante de su época; de hecho, siempre estuvo por detrás. Nació siendo ya una antigualla; su primera edición, cuya aureola era idónea para la víspera de una misa dominical, se celebró en 1956, justo dos meses después de que Elvis Presley publicase su primer álbum. No es esto una crítica de la música en sí. Las canciones de Eurovisión eran muy buenas a veces, correctas la mayor parte del tiempo (al menos antes del cambio de siglo) y soporíferas no pocas veces; en cualquier caso, admitían cualquier adjetivo, excepto juvenil. En 1963, cuando los Beatles comenzaban su asalto a la fama, Eurovisión seguía en sus trece. Aquel año, los vencedores del festival fueron los daneses Grethe y Jørgen Ingmann, dúo musical cuya canción no hubiese desentonado en una película de Doris Day (dicho sea con todo el respeto hacia la señorita Day, pero cabe admitir que ni siquiera entonces era vista como un paradigma de la vanguardia). Lo importante, quizá, es que los Ingmann constituían una visión tranquilizadora: melódicos, bien vestidos y, ni que decir tiene, conformando un matrimonio como Dios manda. ¿El toque moderno? Jørgen Ingmann tocaba una guitarra eléctrica. Eso sí, no esperen algo en plan Jimi Hendrix.
Una década más tarde, en 1974, Eurovisión era una cápsula del tiempo. El mundo había seguido girando a gran velocidad, pero Eurovisión sencillamente no giraba. Si usted no ha visto la edición de aquel año, no se preocupe, ya me tomé yo la molestia de verla por usted. Ganaron, como es bien sabido, los suecos ABBA. En comparación con el resto de participantes, parecían recién llegados desde un futuro lejano y exótico. Le prometo que es difícil exagerar el contraste que se produjo entre el cuarteto sueco y los demás artistas, hasta el punto de que, incluso en un festival de tendencias conservadoras donde votaban jurados y no el público, resultó obvio, desde el momento en que la banda empezó a actuar, que iba a arrasar con todo. Lo irónico es que ABBA ni siquiera era particularmente futurista, al menos en comparación con el mundo real más allá de Eurovisión, y tanto su canción como sus atuendos resultaban una versión brillante pero bastante inofensiva de lo que se estilaba en la música juvenil ajena al festival. En aquella edición también participó la pobre Olivia Newton-John, que era australiana pero cometió el error de representar al Reino Unido con una canción que, ¡sorpresa!, no hubiese desentonado en una película de Doris Day. No me entienda usted mal, soy un fan confeso de Olivia Newton-John, pero, después de ver a ABBA, hasta ella misma se dio cuenta de que su participación había sido un paso en falso y entendió que su carrera necesitaba un giro.
Todo eso sucedió en 1974. En 1975, Grethe y Jørgen Ingmann se divorciaron. Sic transit gloria mundi.
La popularidad de Eurovisión consiguió mantenerse durante los ochenta gracias al mismo motivo por el que colearon otros fenómenos televisivos aparentemente destinados a la obsolescencia, ya fuesen el wéstern vespertino o los programas de variedades folclóricas: en la mayoría de las casas europeas había un único televisor, y en la mayoría de los países existían muy pocas emisoras (en España, dos). Sin teléfonos móviles, sin videojuegos y sin internet, las familias reunidas en torno a la pantalla tenían poco donde elegir. Y Eurovisión era un contenido inofensivo y amable, apto para todas las edades. Así, los ochenta eurovisivos terminaron como habían empezado: entre naftalinas. El vencedor de 1990 fue el italiano Toto Cutugno, con una canción apta para todas las edades (incluidas las edades geológicas), mientras en el mundo real los Black Crowes acababan de publicar su primer disco y el rapero LL Cool J iba ya por el cuarto. Yo defiendo la tesis de que la música nunca envejece, pero, válgame Dios, algunos peinados sí envejecen rápido.
Los años noventa parecieron certificar la inminente muerte del festival. No era sensato entretener la posibilidad de que Eurovisión consiguiera sobrevivir hasta el siglo XXI. No tenía sentido. La presencia de un segundo televisor en muchos hogares europeos y la inauguración de nuevos canales significaron el fin del ritual atávico de la familia entera compartiendo un mismo programa porque no les quedaba más remedio. Ahora, los padres podían ver un programa, y los hijos podían ver otro que, por lo general, era algo en plan MTV o una película del videoclub del barrio. El VHS, los ordenadores y otras opciones alternativas para el ocio audiovisual alejaron a muchos espectadores de Eurovisión.
Para ilustrar el estado comatoso de Eurovisión en los noventa siempre cito el caso de 1995, cuando España envió al festival a una jovencita llamada Anabel Conde, poseedora de una de las más impresionantes voces de la historia del evento. Consiguió la segunda posición. Su éxito y su despliegue vocal no le importaron absolutamente a nadie ni en España ni fuera de ella. En el mundo estaban sucediendo demasiadas cosas y demasiado deprisa. Eurovisión en 1995 era como una misa en latín cuando el año anterior se había suicidado Kurt Cobain y cada pocos meses parecía nacer una nueva tendencia musical o estética. El festival había sobrevivido a Elvis, los Beatles y a la música disco porque la televisión había sido un monolito sin competencia, pero en los noventa era una institución obsoleta. De hecho, la más grande institución cultural relacionada con el festival era el legado discográfico de los propios ABBA. Y eso que el cuarteto sueco se había separado en 1982, pero no sin haber trascendido en magnitud y en alcance a cualquier otra cosa remotamente relacionada con el festival.
El cambio de siglo era, pues, una cuenta atrás hasta el momento, que entonces parecía inevitable, en que las televisiones europeas dejasen de gastar dinero tontamente en la celebración de la más apolillada de todas las momias televisivas.
El primer aviso de que algo estaba por cambiar se produjo, cómo no, en España. Hablo del insólito, inesperado y sorprendente éxito de la primera edición de Operación Triunfo en el año 2001. Después del ascenso del grunge, el hip hop o el techno, parecía absurdo que un concurso de cantantes melódicos se convirtiese en un fenómeno juvenil. Pero sucedió, porque habían entrado en juego nuevos mecanismos. Sobre todo el nacimiento en 1999 del moderno reality show con el programa holandés Big Brother (cuya versión española se estrenó en el 2000), del que Operación Triunfo fue una versión cantarina. Esto dio lugar a un fenómeno que podríamos denominar neocotilleo. Los jóvenes no mostraban interés por las figuras de la prensa rosa para adultos (el aterrador programa Tómbola estaba entonces en su apogeo), pero la academia de aquel nuevo concurso ofrecía material no contaminado por la atención paterna.
Dado que el programa iba a servir para elegir la representación española en la edición de Eurovisión del 2002, su éxito causó un repentino auge de atención del público hispano hacia el festival, y ese auge estaba caracterizado por una oleada patriótica que no volvería a repetirse hasta la final del mundial de fútbol de 2010. Los fans de Operación Triunfo y, por efecto contagio, buena parte de la prensa y del público adulto estaban convencidos de que la vencedora del concurso, Rosa López, iba a arrasar también en el festival. Iba a ser la nueva Arantxa Sánchez-Vicario. Cuando Rosa obtuvo un modesto séptimo puesto, España cayó en una depresión existencial que no volvería a repetirse hasta, lo ha adivinado usted, la eliminación de la selección en el mundial de fútbol de 2014. ¿Cómo se había podido no ganar? La derrota no sentó bien. Nuria Fergó, una de las participantes en aquella inaugural Operación Triunfo, aparcó por un instante su apostura de princesa malagueña y, muchos años antes del Brexit, resumió la cuestión continental con una frase ya histórica: «Que le den por culo a todos los mundos, y hemos ganao nosotros, ¡hemos ganao nosotros!». En su honor cabe decir que, una vez hecha esa proclamación propia de Catón durante las guerras púnicas, la señorita Fergó recuperó la apostura y ya no la volvió a perder.
Dado que Eurovisión estaba de capa caída en el resto del continente, los europeos del norte debieron de contemplar atónitos todo este fenómeno, reforzando su impresión previa de que España es un país de psicodélica fogosidad tropical cuyos irreflexivos habitantes se dejan llevar por repentinas y quijotescas fiebres que no llevan a ninguna parte. Digo «europeos del norte» porque todos tenemos claro que, de algún modo, los italianos nos entendían (no en vano han sido capaces de seguir creyendo en la naturaleza sacrosanta del Festival de San Remo), y sabemos también que los portugueses nos miraban de reojo mientras resoplaban, como se mira al hermano mayor que jamás aprueba una asignatura.
Operación Triunfo fue un fenómeno adolescente que, por mera simpatía, atrajo también la atención de los adultos. Pero duró un año. La segunda edición del programa no repitió el éxito y Eurovisión volvió a ser en España lo que era en el resto de Europa: un cadáver en el armario. Lo que quedaba de aquella década se caracterizó por el empeño de los países en no ganar el festival para no tener que gastar dinero en organizar la gala del siguiente año. España fue un buen ejemplo de este desdén, yendo del apasionamiento lorquiano del 2002 al despecho gamberro del 2008, cuando los espectadores decidieron enviar al festival a Rodolfo Chikilicuatre, que ni siquiera era un cantante real, materializando así en una actuación concreta la filosofía geoestratégica de la señorita Fergó. Pero los españoles no fuimos, por una vez, los primeros en perturbar la paz del aula; ya los finlandeses habían enviado a un atroz grupo de heavy metal llamado Lordi que, para sorpresa de la televisión finlandesa, se hizo con el primer puesto, demostrando que nadie se tomaba ya Eurovisión en serio. Hacia el 2010, ningún tahúr con dos dedos de frente hubiese apostado por el futuro del festival.
Todo cambió con rapidez. Tan pronto como medio lustro después, incluso la prensa estadounidense publicaba artículos con títulos tales como «El Festival de Eurovisión explicado». De repente, Eurovisión empezaba a estar de moda. Y la culpa, por supuesto, fue de internet.
El festival que décadas atrás había sido comentado en familia pasó a ser comentado en una corrala cibernética donde se mezclan amigos, conocidos y, sobre todo, transeúntes a los que uno lee una vez y seguramente, salvando alguna casualidad, no volverá a leer nunca. La cháchara digital añadió un componente interactivo al festival: todo podía ser analizado, ridiculizado o aplaudido en tiempo real y ante una audiencia igualmente participativa. El cotilleo parasocial encontró en Eurovisión sus particulares Juegos Olímpicos. Es irónico que, de entre otros eventos similares, vaya a ser Eurovisión el que más saludable termine esta década. Otras galas, como la de los Óscar —y no digamos los Goya—, son un agujero negro de tedio que solamente resucitarán popularmente, creo yo, cuando sean los espectadores quienes voten a los ganadores. Incluso los Emmy están perdiendo fuelle a gran velocidad. Muy al contrario, el tomateo eurovisivo ha tocado una fibra internacional. Es más, Eurovisión es ahora una plataforma reivindicativa para asuntos varios, incluyendo lo político, y un ancla identitaria para determinados grupos que definitivamente no hubiesen encajado en el concepto original del festival. Existe, por ejemplo, un sector joven de la comunidad gay que parece tener Eurovisión como un hito ineludible del calendario (aunque ya imagino que muchos otros gais se arrancarían el espinazo antes de someterse a ver Eurovisión). Se requeriría de un sociólogo para explicar este tipo de afinidades, y yo no sabría concretarlas en una teoría, pero algo que me ayudó a entenderlas mejor fue el comentario que leí de un internauta: «Así que esto es lo que sienten los heteros cuando ven la final de la Champions League». Touché.
La segunda vida de Eurovisión es fascinante. No por el festival en sí, que (sin internet) continúa siendo casi tan insípido como siempre y cuyo visionado solamente es llevadero gracias al hervidero de ocurrencias que provoca en las redes. Ni por la música que, sintiéndolo mucho, es bastante peor que en los tiempos de ABBA y Mocedades. Lo fascinante es que Eurovisión, el concurso de canto televisado más antiguo del planeta —ni en los Estados Unidos, cuna de la pequeña pantalla, existe uno más antiguo—, la ruina marmórea de una época perdida en los televisores de rayos catódicos, ha encajado como un guante en el tejido social de la nueva era digital. Por primera vez en sus casi setenta años de historia, Eurovisión es moderna y juvenil. Como un apocalipsis con zombis cubiertos de purpurina. Como si Doris Day hubiese resucitado y se hubiese puesto a perrear vestida al estilo Chanel. Es insólito, es extemporáneo, es aberrante, es incomprensible, y uno no deja de preguntarse, hipnotizado, cuál será la próxima mutación del monstruo.
«Nuevos cantantes hacen el ridiculo,
en viejos festivales
como Eurovision».
Yo soy quien espia los juegos de los niños – Ilegales, 1982
Yo también recordé de inmediato esa maravillosa canción de Ilegales, probablemente una de las mejores bandas del Planeta Tierra.
Correcto.
Me reí a mandíbula batiente (que vaya usted a saber qué significa tal cosa). Maravilloso artículo.
Pos mu censillo hombre que cuando te carjakeas las quijadas suben y bajan como demonios asin como contrabentanas azotadas por el viento, De ahi viene lo de mandiluba batiente.
Isobel, poesía… eres tú
Extraordinario
Divertida reflexión, aunque echo de menos una referencia a la inexplicable hegemonía irlandesa de los 80, así como el soberano empujón que los países de Europa del Este dieron a la supervivencia del festival, por su puro entusiasmo al desembarcar en los años 90.
Yo recuerdo que en la época del «Euros livin a selbreishon» mi opinión era que ella cantaba bien pero la canción era terrible. Y la gente me miraba como un traidor o un apestado o algo…
No se dice nada de la victoria de Dana Internacional en 1998, primera persona trans en participar y además ganar (con un temazo). Yo creo que fue ahí cuando Eurovision empezó a convertirse en lgtbfriendly.
En otro orden de cosas, en UK los pubs se llenan el día de Eurovisión. En algunos no entras sin entrada. Es todo un evento.
Otra gran columna de Emilio de Gorgot, el Jimy Hendrix de los columnistas, de hecho, tengo un podcast y me encantaría leer alguna de ellas. Si te gusta la.idea te dejo mi correo aquí y hablamos. Un abrazo!!!
[email protected]
La explicación de que siga existiendo Eurovision habrá que buscarla en la sociología o la antropología, pero sin duda que no en la música.
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Tal cual! Gran artículo.
Muy buen artículo. Me arrancó algunas sonrisas. De todas maneras jamás se me ocurriría desperdiciar mi tiempo viendo Eurovisión. Pienso que una buena siesta sería mucho más productivo. O echarse a ver crecer el pasto.
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