Viene de «Epitafios sonoros (1)»
Deborah Woodruff, Debbie Curtis el 18 de mayo de 1980, entró en su cocina esa mañana tras volver a casa en el número 77 de Barton Street, en su ciudad, Macclesfield, y vio a Ian Curtis, su marido en vías de divorcio, colgado con las cuerdas de tender la ropa. Joy Division, que iba a comenzar su primera gira americana al día siguiente, murió con Ian Kevin Curtis. Su cuerpo fue incinerado el 23 de mayo y sus cenizas enterradas en el cementerio de Macclesfield bajo una lápida marcada con su nombre, la fecha de su fallecimiento y el título de la canción con la que pasó a la historia, «Love Will Tear Us Apart» [«El amor nos hará pedazos»]. El himno, cuya letra se basó en su experiencia matrimonial fallida con Debbie, fue grabado apenas dos meses antes para el sello Factory y publicado en single después de la muerte de Curtis. El carisma del desdichado cantante sigue vigente, ya que su tumba, generalmente tributada con flores, velas y obsequios de los fans, ha sido vandalizada en varias ocasiones, la última en 2019.
Que el ritmo no pare. Y no hablamos de Patricia Manterola, sino de Sonny Bono, que falleció cuatro años antes de que la mexicana copara las emisoras del país. El 5 de enero de 1998, Salvatore Phillip Bono falleció al instante al estamparse contra un árbol mientras esquiaba en South Lake Tahoe, California. El artista moría trágicamente, pero el show debía continuar, el ritmo tenía que seguir. Y para recordarnos esto, él compuso «The Beat Goes On» [«El ritmo continúa»] en 1966. La cantó junto a Cher y estuvo respaldado nada menos que por los Wrecking Crew para dar forma a uno de sus mayores éxitos. Algo sobrevalorada la canción, vale. Sus restos fueron llevados el 10 de junio de 1998, tras el funeral, al Desert Memorial en Palm Spring (lugar de reposo de gente como Frederich Loewe, Betty Hutton o Frank Sinatra) donde fue enterrado después de que un pelotón de soldados lo saludaran al estilo militar y su familia soltase palomas blancas. En su lápida, sobria y encajada sobre el césped, se puede leer la frase que ya estaréis imaginando: «And The Beat Goes On» [«Y el ritmo continúa»].
En la lápida de Concha Reyes figura la última canción que publicó su hijo —que fue, a la vez, su gran hit—. En la lápida de su hijo figura la primera canción que grabó. Tampoco es tan sorprendente si pensamos que Ritchie Valens solo pudo publicar dos singles en vida. Después de arrojar la fatal moneda al aire con Tommy Allsup y subirse al Beechcraft Bonanza la madrugada del 3 de febrero de 1959, se acabó su carrera, así como la de Buddy Holly y The Big Bopper. El sábado 7 de febrero de ese año, los chicos de The Silhouettes, la banda angelina donde comenzó Ritchie a tocar la guitarra, portaron su ataúd en el funeral, antes de que el cantante fuese enterrado en el San Fernando Mission Cemetery, poblado de actores y actrices. En 1987, cuando su madre, Concepción Reyes, falleció —poco después del estreno de la película La Bamba—, fue enterrada junto a su hijo. Como decíamos al principio, cada uno tiene un pentagrama y una canción grabada en la lápida. «Come On Let’s Go» [«Venga, vámonos»] para Ritchie Valens y «La Bamba» para su madre.
Hay canciones que no están para su intérprete original (os dejo dos ejemplos, «Ring Of Fire» y «At Last»), ya que va a venir alguien que la hará suya para siempre. Otra de ellas es «Drift Away», escrita por Mentor Williams, que fue grabada con muy buena voluntad por John Henry Kurtz (que no tiene ni entrada en la Wikipedia) en 1972, pero fue subida al olimpo del soul un año después gracias a la voz de Lawrence Darrow Brown, más conocido como Dobie Gray, y al suave mecido de la guitarra de Reggie Young, todo sea dicho. Antes de eso, el tejano ya había alcanzado el éxito gracias a «The In’ Crowd», otro clásico inmortal del que se benefició también Ramsey Lewis. En 2011 falleció Dobie Gray a los setenta y un años a causa de complicaciones derivadas de un cáncer que padecía. Pues bien, en su elegante lápida negra, dispuesta sobre la hierba del cementerio de Woodlawn, en Nashville, se puede leer, en letras doradas, la frase del estribillo de su canción más significativa y, además, muy bien traída: «Wanna get lost in your rock ‘n’ roll and DRIFT AWAY» [«Quiero perderme en tu rock and roll y alejarme a la deriva»]. Te queremos, Dobie.
El cementerio más conocido de Los Ángeles, el Pierce Brothers Westwood Village Memorial Park se inauguró en 1904 y es el lugar de enterramiento de luminarias como Natalie Wood, Truman Capote y Marylin Monroe. Precisamente a unos cincuenta metros de la tumba de Monroe, en un pequeño nicho llamado el Santuario de la Paz, una piedra de mármol blanco sin pulir marca las criptas de Guy y Angela Crocetti, los padres de Dean Martin. La cripta de su hijo, que falleció el día de Navidad de 1995, se encuentra cerca. Que conste que Dean Martin no debería aparecer aquí porque detestaba el rock and roll, pero en el fondo el tipo cae bien. Su gran victoria sobre el rock, y más concretamente sobre los Beatles, tuvo lugar el 15 de agosto de 1964, cuando su canción insignia, «Everybody Loves Somebody Sometime», desbancó a «A Hard Day’s Night» del número 1 de las listas estadounidenses, tal y como había prometido a su hijo, Dean Paul Martin, seguidor de los de Liverpool. Pues ya está todo dicho: la sobria placa colocada sobre el nicho vertical que contiene los restos del cantante contiene su nombre (el artístico, no el real Dino Paul Crocetti), su fecha de nacimiento y de fallecimiento, y, abajo del todo, «Everybody Loves Somebody Sometime» [«Todo el mundo ama a alguien alguna vez»]. Sus principales compañeros de Rat Pack también tienen epitafios significativos. Sinatra está enterrado bajo una de sus canciones más señeras y la última que cantó en público, «The Best is Yet to Come» [«Lo mejor está por llegar»], y Sammy Davis luce algo más comercial, como si aún estuviera promocionándose: «The Entertainer. He Did It All» [«El intérprete. Lo hizo todo»], ambos en distintos cementerios de California.
George Jones, el hombre que recorrió diez millas subido en una máquina cortacésped para buscar alcohol (del que se ingiere, claro), renegó de la canción en cuanto se la propusieron: era demasiado larga, y su letra era triste y deprimente —la verdad es que la letra es devastadora, «él solo dejó de amarla el día en que murió»—; nadie querría cantarla, alegó. Al final, Jones pasó por el aro y grabó, en 1979, el que sería uno de sus mayores hits —que llegó a tiempo para sacarle de una espiral nada halagüeña, con la herida aún abierta por su divorcio de Tammy Wynette—, y una de las mejores canciones country de todos los tiempos. Cuando George Glenn Jones falleció el 26 de abril de 2013, a los ochenta y un años, ya se sabía que «He Stopped Loving Her Today» [«Dejó de amarla hoy»] iba a tener protagonismo en su despedida. Por un lado, fue una de las canciones que sonaron en su funeral, a cargo de su gran amigo y deudor Alan Jackson. Y, para acompañar al cantante durante su eterno reposo en el Woodlawn Memorial Park and Mausoleum de Nashville (que ya va en cabeza en este artículo), el título de la canción escrita por Bobby Braddock y Curly Putman preside desde entonces el monumento erigido en la parcela de la familia Jones, justo detrás de su lápida y debajo del arco rotulado con el apellido del cantante. Tanto en su lápida como en el monumento que la preside, también aparece una guitarra grabado el nick con el que se le conoció, «The Possum» [«La Zarigüeya». Igualadlo].
El siguiente caso guarda muchas similitudes con el de George Jones: una canción franquicia, un auténtico clásico del soul, cantada en el funeral de la finada, y grabada en su lápida. El cementerio de Inglewood Park, en el sur de California, adonde nos dirigimos, es el camposanto más chic de este artículo, con permiso del Forest Lawn de Los Ángeles. Allí reposan los restos de Jamesetta Hawkins, más conocida como Etta James, la mar de bien rodeada de monstruos como Ray Charles, Billy Preston, T-Bone Walker o Ella Fitzgerald. Cuando la cantante falleció a los setenta y tres años, de leucemia, el 20 de enero de 2012, Christina Aguilera seguro que cogió número para cantar «At Last» [«Por fin»] en su funeral. La rubia neoyorquina se llevó el gato al agua y convirtió desde entonces el clásico escrito por Mack Gordon y Harry Warren en un fijo de su repertorio. La canción, que también dio título al disco de debut de Etta —«At last!» (Argo, 1960)—, sería grabada en la placa que adorna su nicho en el mausoleo llamado «Garden of chimes» («Jardín de campanas») del Inglewood Park Cemetery, en el condado de Los Ángeles. El que escribe hubiera preferido sin duda «I’d Rather Go Blind» [«Preferiría quedarme ciega»], pero nadie me había dado vela en ese entierro.
Así de primeras, uno podría imaginarse en la tumba de B. B. King alguna canción emblemática como «The Thrill Is Gone», «Sweet Little Angel», «Everyday I Have The Blues», o alguna referencia a su inseparable guitarra Lucille. Pero no es así. El rey del blues fue enterrado en Indianola, la ciudad algodonera del delta del Mississippi donde creció y donde comenzó a cantar y tocar la guitarra. Es el único de los artistas de este artículo que no está enterrado en un cementerio. Sus restos descansan en el B. B. King Museum and Delta Interpretive Center, que abrió sus puertas en septiembre de 2008 para dar a conocer su legado, así como preservar la herencia cultural y social del blues del delta del Mississippi. Cuando el 14 de mayo de 2015, Riley B. King sucumbió a complicaciones derivadas de la diabetes que arrastraba, la calle Beale de Memphis se engalanó para su último trayecto. De allí, el cuerpo del guitarrista fue llevado al museo que lleva su nombre, donde fue enterrado en un recinto vallado y marcado con una corona de flores. No fue hasta diciembre de ese año cuando se colocó una piedra de mármol negra en su tumba, en la que rezaba, en letras doradas, su nombre real, el año de su nacimiento y el de fallecimiento, su firma, y la última estrofa de «Take It Home», canción que cerraba el disco del mismo título, publicado en el sello MCA en 1979. Habiendo sitio de sobra, por qué desperdiciar lápida grabando solo el título de la canción: «Don’t know why I was made to wander / I’ve seen the light, Lord I’ve felt the thunder / Someday I’ll go home again / And I know they’ll take me in / And take it home» [«No sé por qué me hicieron vagar / He visto la luz, Señor, he sentido el trueno / Algún día volveré a casa / Y sé que me aceptarán / Y lo tomarán en serio»].
Al igual que a Etta James, la leucemia también se llevó por delante, a una edad más temprana, a Arthur Lee, cantante y guitarrista de la banda californiana Love. Tener en tu haber uno de los mejores discos de la historia de la música pop te garantiza un epitafio notable, mires por donde mires, en el que caso de que te vayan los epitafios, claro. Y en el caso de Lee, esto se cumplió. A los sesenta y un años, el 3 de agosto de 2006, Arthur Taylor Porter murió en una habitación del Methodist University Hospital de Memphis, su ciudad natal. La rotunda y épica canción que cerraba Forever Changes (Elektra, 1967), «You Set The Scene» fue la que aportó el texto para el epitafio grabado en la lápida de Arthur Lee en el Forest Lawn Memorial Park de Los Ángeles, en las colinas de Hollywood. Seguramente el cementerio con más celebrities por metro cuadrado. Pergeñada en el verano del amor, la canción habla de aprovechar el momento en que se vive, no tanto entonar un carpe diem sino más bien declarar gratitud por poder disfrutar la vida. En el verano de 1967 qué van a decir… Pues bien, la frase de «You Set The Scene» [«Tú preparas la escena»] que figura en la lápida —presidida por el logo de la banda Love que diseñara el creativo de Elektra Bill Harvey— reza así: «This is the Time and Life that I am Living & I’ll Face Each Day with a Smile» [«Este es el tiempo y la vida que estoy viviendo y afrontaré cada día con una sonrisa»]. Justo debajo de esa frase, de renovado optimismo de cara a un descanso eterno, y por si quedara alguna duda de la procedencia de la misma, aparece grabado entre comillas, inmortal, «Forever Changes».
El cielo se detuvo el 6 de agosto de 2009 para dar cabida a William Paul Borsey Jr., más conocido como Willy DeVille. Suponiendo que fuera al cielo, que no está muy clara la cosa… Ese día, en pleno verano neoyorquino, DeVille sucumbía a una enfermedad que pocos pueden combatir, salvo que te llames Wilko Johnson. Un cáncer de páncreas se llevaba al músico de raíces indígenas y españolas tres semanas antes de su cincuenta y nueve cumpleaños. Sus restos fueron trasladados a su Stamford natal, en Connecticut, convirtiendo en proféticas sus palabras en Dirty Linen Magazine en 2006: «La gente de Stamford no llega demasiado lejos. Ese es un lugar para morir». Willy DeVille fue enterrado en el Fairfield Memorial Park —mismo lugar de reposo que Benny Goodman— bajo una lápida negra presidida por dos rosas doradas. Bajo las fechas de nacimiento y muerte, se grabó el nombre de una de sus mejores canciones de uno de sus mejores discos. Le Chat Blue (Capitol, 1980), de marcada inspiración francesa, fue el tercer disco de DeVille, siendo considerado el quinto mejor álbum del año para la revista Rolling Stone. La última canción del mismo, «Heaven Stood Still» [«El Cielo se detuvo»], desprendiendo una desgarradora melancolía Coeniana, fue la elegida para acompañar al cantante por toda la eternidad.