Música

Epitafios sonoros (1)

Johnny Cash en el videoclip de Hurt. Imagen Universal Records epitafio po
Johnny Cash en el videoclip de Hurt. Imagen: Universal Records.

Un epitafio, por definición, no es más que un texto que honra al difunto, normalmente inscrito en una lápida o placa sobre su tumba. Etimológicamente, está compuesto por la voz griega epi, sobre, y taphos, tumba. Por citar unos cuantos: «Mejor un fracaso espectacular que un éxito benigno», en la tumba de Malcom McLaren, «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud», en la maravillosa tumba de Julio Verne o «La vida es un estado mental», en la de Peter Sellers. Pero lo que viene ahora es una relación de epitafios extraídos de títulos o letras de canciones, honrando a sus creadores eternamente.

En el neoyorkino cementerio judío Beth Davis descansan figuras célebres como Sidney Lumet, Martin Landau, Andy Kaufman o, quien nos trae el caso, Jerome Solon Felder, más conocido como Doc Pomus. Pomus falleció en el NYU Medical Center de Manhattan a causa de un cáncer de pulmón el 14 de marzo de 1991. En su lápida gris, que sobresale del verde del césped donde descansa, hay dos alusiones a canciones del genial compositor. Una es impepinable y parece que se compuso para rezar en algún epitafio, y cuál mejor que el del propio autor. No es otra que el título de una de sus canciones más célebres, «Save The Last Dance For Me», cuya letra escribió mientras veía, desde su silla de ruedas, a su mujer bailar con otro hombre. Al número uno de los Drifters, acompaña en la lápida una cita extraída de otra de sus canciones, no tan conocidas. «One More Time» fue escrita por Doc Pomus y Ken Hirsch y grabada en 1985 por Joe Cocker. En 1991, poco después de la muerte de Pomus, B. B. King le dedicó su álbum There Is Always One More Time, donde la versionó, lógicamente. La cita extraída de la letra y grabada en su lápida es la siguiente: «Turning corners is only a state of mind / Keepin’ your eyes closed is worse than being blind /there is always one more time» [«Que las cosas empiecen a mejorar es solo un estado de ánimo / Mantener los ojos cerrados es peor que estar ciego / Siempre hay una vez más»].

Los últimos días de Nick Drake transcurrieron en casa de sus padres, haciéndose cada vez más hermético, sometido por la depresión, hasta que el 25 de noviembre de 1974 apareció muerto en su habitación por una sobredosis (accidental o no) de amitriptilina, medicamento contra la depresión. El cuerpo de Drake, quien no pudo llegar por un año al club de los 27, fue incinerado y sus cenizas depositadas bajo un roble en la Iglesia de Santa María Magdalena de Tanworth-in-Arden, al sur de Birmingham, adonde había llegado desde su Rangún natal con solo dos añitos. La cara B de la sobria lápida vertical que marca el lugar donde descansan sus cenizas y los restos de sus padres, Rodney y Molly, aparece grabada con una frase extraída de «From The Morning», el último corte de su último álbum, Pink Moon (Island Records, 1972). La canción, una de las favoritas de su madre, es un testimonio sonoro del momento anímico del autor en sus últimos años: «No puedo pensar en palabras. No siento emoción por nada. No quiero reír o llorar. Estoy entumecido por dentro». Pero la frase que adorna su lápida es un poco más motivadora: «Now we rise. And we are everywhere» [«Ahora nos levantamos. Y estamos en todas partes»].

epitafio
Tumba de Nick Drake. (CC)

Dos meses antes del fallecimiento de Nick Drake, veía la luz en la compañía de David Geffen, Asylum Records, la obra magna (y fallida comercialmente) de Gene Clark, No Other. El ex-Byrds falleció el 24 de mayo de 1991 —ese día, en España, el Dioni ocupaba portadas alegando que se le habían perdido 140 millones de pesetas— de un ataque al corazón provocado por una úlcera sobrevenida después de años caminando en el filo. Sus restos fueron llevados al St. Andrews Cemetery de su ciudad natal, Tipton, en el estado de Missouri. Cuarenta y seis años después de haber venido al mundo, Harold Eugene Clark, el chico de la pandereta, fue sepultado y una lápida gris se erige desde entonces sobre el césped del camposanto marcando el sitio de su eterno descanso con una inscripción que reza: «No Other».

Valerie June Carter comenzó a tocar con la banda familiar, la Carter Family, a los diez añitos. En febrero de 1968, con treinta y nueve años, Johnny Cash, a quien había conocido doce años antes en el Grand Ole Opry, le pidió matrimonio delante de siete mil personas durante un concierto en Ontario. Ella aceptó y el 1 de marzo de ese año se celebró un matrimonio —el tercero en la cuenta de June, el segundo para Johnny— que primero separó, y al poco volvió a unir, la muerte. Como debe ser. En mayo de 2003, la vida de June Carter se apagó tras una operación a corazón abierto. Junto a su lecho de muerte estuvo Johnny Cash, quien siguió su camino cuatro meses más tarde, debido a complicaciones relacionadas con la diabetes que padecía. El matrimonio fue enterrado el uno junto al otro en el cementerio de Hendersonville, en Tennessee. En sus lápidas, negras, brillantes, idénticas, no hay referencia musical alguna, y sí pasajes de la Biblia. Pero en el monolito negro con forma de banco que preside el nicho familiar, bajo el epígrafe «Cash-Carter», sí encontramos lo que estamos buscando: en la parte superior, una de las canciones franquicia de Cash, «I Walk The Line», y debajo, un clásico del folk norteamericano que popularizó la Carter Family, «Wildwood Flower».

epitafio
CC.

No nos vamos de ese cementerio. Es más, no nos vamos casi ni de la tumba de los Cash-Carter, ya que su vecino, puerta con puerta, es otro personaje conocido, amigo de la familia y coautor de otra de las canciones franquicia del hombre de negro: «Ring Of Fire». Merle Kilgore descansa en la parcela contigua desde que falleciese el 6 de febrero de 2005 en un hospital mexicano batallando contra el cáncer de pulmón. En su lápida, aparte de ser ensalzado como el mejor cantante, compositor, entertainer y padre por sus familiares, aparece una frase y una imagen que hizo famosa a lo largo de su carrera. Al parecer, cuando le preguntaban (ya fuera un camarero, una azafata de vuelo, un compañero de profesión…) «¿Cómo estás?», él enseñaba sus manos, repletas de llamativos anillos dorados, y contestaba sonriendo, «¿Estás bromeando?». Era su manera de decir «estoy de puta madre». Pues bien, de su lápida sobresalen dos grandes manos, bajo las cuales reza la frase: «Are you kidding me… I’ve made the biggest deal of all». [«Estás de coña… He pegado el mayor pelotazo de todos»].

epitafio
Tumba de Merle Kilgore. (CC)

Una de las tumbas más originales y/o llamativas que veréis en este artículo es la de Leon Russell, ubicada en el Memorial Park Cemetery de Tulsa, en Oklahoma, lugar de descanso de otra figura como Bob Wills. Una enorme lápida negra vertical con forma de piano de cola se erige sobre el verde del césped. Al lado, una reproducción de un sombrero de copa negro, como el que solía lucir el pianista, descansa sobre el suelo, rematando el conjunto. En julio de 2006, un infarto se llevó por delante a Claude Russell, a los setenta y cuatro años. Treinta y seis años antes, el pianista de la barba blanca había grabado su primer disco en solitario en su propio sello, Shelter Records, donde figurarían dos de las canciones que le harían inmortal: «Delta Lady» y «A Song for You» [«Una canción para ti»]. De la letra de esta última, versionada por infinidad de intérpretes, se extrae la cita grabada en la tapa del piano de mármol que indica su lugar de descanso:

And when my life is over

Remember when we were together

We were alone

And I was singing this song to you

Y cuando mi vida se acabe

[Recuerda cuando estábamos juntos

Estábamos solos

Y yo cantaba esta canción para ti]

Al igual que Hank Williams, John Townes Van Zandt murió el primer día del año, en este caso del año 1997, a causa de una arritmia cardiaca. Ambas muertes fueron inducidas por años de consumo de alcohol y otras hierbas. Van Zandt tenía solamente cincuenta y dos años y había dejado atrás un maravilloso legado de canciones, no valoradas lo suficiente por el gran público. Una de ellas, incluida en su quinto álbum, High, Low and In Between (Poppy, 1971) es la que reza en su lápida del cementerio de la aldea fantasma de Dido (nombrada así por la reina de Cartago), a poca distancia de la ciudad natal del cantante, Fort Worth, en Texas (no en vano, las tierras para el asentamiento del camposanto fueron donadas en su día por su bisabuelo Isaac L. Van Zandt). Quizá el apego que el compositor le tenía a «To Live Is To Fly» fue la razón para que este título le acompañase por toda la eternidad. En el libro del mismo título, To Live’s To Fly: The Ballad of the Late, Great Townes Van Zandt (Da Capo, 2007), el biógrafo John Kruth cita una confesión del cantante al respecto: «Es imposible tener una canción favorita, pero si me obligaran a punta de navaja a elegir una, sería ‘To Live Is To Fly’».

No vamos a contar aquí toda la historia del robo y chapucera incineración del cadáver de Gram Parsons, porque, aparte de que es un lugar más que común en el rock and roll, no es el objeto de este artículo. Lo que nos interesa saber es que, una vez recuperados su restos, parcialmente quemados, del desierto de Joshua Tree, la familia los trasladó a Nueva Orleans, donde se celebró una pequeña ceremonia solo para familiares, y fue enterrado en el Garden of Memories, cementerio de Metairie, el mayor suburbio de la ciudad del jazz, donde también descansa Louis Prima. Sobre la piedra de mármol jaspeado que cubre su tumba hay dos grabados. En el superior aparece el cantante con su mejor chaqueta (licencia del autor), luciendo pañuelo al cuello y tocando su guitarra, y en la parte inferior se puede leer el epitafio. «In my hour of darkness» [«En mi momento de oscuridad»] es la última canción de su disco póstumo, el maravilloso Grievous Angel (Reprise, 1974) y una de las últimas que compuso, en plenas sesiones de grabación, justo antes de su fallecimiento por sobredosis el 19 de septiembre de 1973. De ella se extrajo un pasaje muy acertado para su epitafio:

Another young man safely strummed

His silver string guitar

And he played to people everywhere

Some say he was a star

But he was just a country boy

His simple songs confess

And the music he had in him

So very few possess

[Otro joven rasgueaba cuidadosamente su guitarra de cuerdas plateadas

y tocaba para gentes de todas partes.

Algunos decían que era una estrella

pero solo era un chico de campo.

Sus sencillas canciones lo atestiguan.

Muy pocos tenían la música que él llevaba dentro]

El 2 de junio de 2008, rodeado por todos sus seres queridos, fallecía a los setenta y nueve años Bo Diddley en Archer, Florida. Sus últimas palabras irían directamente a su lápida en el cementerio de Rosemary Hill, a diez millas de Archer. En el gris monolito vertical que marca el lugar de reposo de Ellas McDaniel, destaca el rojo intenso de la reproducción de su famosa Gretsch G6138 rectangular con el golpeador blanco, atravesándolo diagonalmente. En la parte derecha figuran sus últimas palabras: «Wow, I’m Going To Heaven» [«Wow, me voy al cielo»], así como un elogio a su figura: «Un hombre que tuvo una vida plena y dejó un legado fructífero». De la vida plena no opinamos, pero lo del legado fructífero se lo compramos todos. Y, en la parte izquierda del monolito, presentan al poderoso Bo Diddley («The Mighty Bo Diddley») encima de uno de sus grandes hits, la cara B de su primer single homónimo —publicado en el sello Checker en 1955—, «I’m A Man» [«Soy un hombre»], una de las mejores quinientas canciones de la historia para la revista Rolling Stone.

El gran entertainer. No puede ser otro que el malogrado Jackie Wilson, uno de nuestros muertos sobre el escenario favoritos. El 29 de septiembre de 1975 murió para la música, al desplomarse sobre las tablas del Latin Casino, en Nueva Jersey, mientras cantaba «Lonely Teardrops». Wilson quedó en coma y, posteriormente, en estado vegetativo. Nueve años después, el 21 de enero de 1984, se certificó su muerte a causa de una neumonía. De no ser por el disc jockey Jack ‘The Rapper’ Gibson —uno de los primeros locutores negros—, quién sabe si Mr. Excitement no hubiera aparecido nunca en este artículo. Dada la precaria situación económica del cantante en el momento de su muerte, Jack Leroy Wilson Jr. fue enterrado en una tumba sin marcar junto a su madre Eliza en el cementerio de Westlawn, cerca de su Detroit natal, hasta que los restos de ambos fueron trasladados a un mausoleo, gracias a una campaña promovida por Gibson. El mausoleo se inauguró el 9 de enero de 1987, el día en que Wilson hubiese cumplido cincuenta y tres años. La leyenda del soul podría descansar con dignidad desde ese momento, bajo un epitafio que hace referencia una de sus canciones más conocidas, la última que interpretó en vida: «No More Lonely Teardrops» [«No más lágrimas solitarias»]. En un banco de piedra situado frente a la lápida, puede leerse: «Jackie. The Complete Entertainer» [«Jackie. El Intérprete Total»].

(Continuará)

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

2 Comentarios

  1. Pingback: Epitafios sonoros (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

  2. E.Roberto

    Parece que hay epitafios para todos los gustos, especialmente para los músicos populares anglosajones. De cualquier manerea me gustó el artículo, y de rebote me llevó al recuerdo de uno de los infaltables recorridos que hago cuando voy visitar pueblitos fuera de mano: sus cementerios y sus lápidas, solo para controlar los apellidos y fantasear con el orígen de la humanidad y sus ramificaciones. Ese día me llamó la atención una especie de epigrama, como los de Callimaco de Cirene. “Viandante que pasas y te detienes para mirarme, por qué lo haces si no puedo y no quiero conocerte, hazte a un lado, sigue tu camino y olvídame, déjame disfrutar del sol y esperar al otro. Tal vez algún día llegue como vosotros”, decía esa piedra fría. Con mi amiga, que me acompañaba con pocas ganas, estuvimos inmediatamente de acuerdo: era inquietante. Volví un año después, esta vez solo, y ya no estaba.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.