En el segundo libro de su Política, Aristóteles critica las ambiciosas y, hasta cierto punto, contranaturales consideraciones de su maestro Platón en torno a un Estado ideal. Su República, ese hipotético Estado ideal, suele considerarse la primera utopía de la historia del pensamiento. Así lo considera el mismo Tomás Moro, máxima autoridad en el tema, dado que fue quien acuñó el término utopía: en su célebre tratado de 1516, Moro relaciona, literalmente, la obra de Platón con los usos e ideas de los utopianos, habitantes de su isla lejana.
En consecuencia, volviendo a lo anterior, las críticas de Aristóteles a la ciudad-Estado imaginaria de Platón deben ser consideradas el primer esbozo de distopía, si entendemos que la distopía es una utopía equivocada. Pero ¿qué quiere decir equivocada aquí? ¿Diríamos que la distopía es una utopía desviada, en el sentido de corrompida o degenerada? Es decir, ¿se trata de algo que era bueno como ideal y que, trasladado a la tierra, es todo lo contrario?
Una distopía no es un régimen desviado
En este punto, es oportuno discriminar entre una distopía y un régimen desviado o degenerado. Los regímenes desviados son la piedra angular de la teoría política clásica grecolatina y suponen la decadencia de una especie constitucional, o de cualquier índole de orden estatal, debido a los malos hábitos, en principio imprevistos, de la clase gobernante. Platón concibe una serie de regímenes desviados que parten del Estado perfecto, aproximadamente una aristocracia de filósofos (no hay tal cosa como un rey filósofo en la República de Platón; sí la tenemos en el menos sistemático Político, por ejemplo), y va declinando en diversos grados hasta llegar a la tiranía, la peor y más miserable de las formas soberanas, que no atiende a la razón sino a las pasiones, al temor y a la demagogia. No en vano, en la Carta VII, observa Platón que el tirano tiende a mezclar, cuando habla, amenazas y ruegos.
Las desviaciones de los regímenes se deben a diversas querencias humanas, digamos que atávicas, hacia el vicio: el amor al honor, la vanidad personal o familiar o la persecución de bienes materiales son esas formas de corrupción que rebajan, de una manera u otra, la actividad de los Estados. Platón considera el elenco habitual de las formas de gobierno y las clasifica según sus coordenadas moralistas en el Libro VIII de su República.
Toda la teoría de Platón en este tratado pretende corregir las malas querencias de la clase dirigente, querencias que él ha conocido personalmente, en su país, durante y después de la guerra contra Esparta. Su teoría del Estado ideal, imaginado alegremente por Sócrates en este diálogo o serie de diálogos, combate lo pasional del hombre y, por este mismo motivo, censura las pasiones familiares y las pasiones materiales, esto es, el egoísmo, en sus variadas formas, individualistas o tribales. Coherentemente, el autor expulsa a los poetas de la república, siempre y cuando sus labores no estén circunscritas a una correcta pedagogía o formación del buen ciudadano (con razón, Jaeger observó que todo el libro era un tratado de educación o paideia).
Hasta aquí, los Estados desviados de Platón. Después llega Aristóteles. Aristóteles, lo hemos dicho, critica duramente la República de Platón en el Libro II de su tratado. Seguramente, considera que lo que ahí se dice es escandaloso, y en todo caso equivocado, volveremos a ello, pero el hecho es que, justamente en el libro posterior, en el Libro III, retoma creativamente la escala de decadencias de los regímenes políticos de la República en una tabla célebre de seis regímenes virtuosos/viciosos. Son la monarquía/tiranía, aristocracia/oligarquía y la república/democracia.
Ahora bien, en este nuevo elenco, ¿encontramos un sistema similar al trazado por Platón en su República? La República de Platón, criticada en el Libro II de la Política, no tiene un puesto específico en la famosa tabla del Libro III, capítulo 6. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta nos hace afrontar cuál es el significado del término distopía, aplicado, por cierto, anacrónicamente, a estos mundos griegos. Es decir, parece que Aristóteles no incluye las utopías o distopías en esa tabla. ¿Por qué? Yo propongo que porque se trata de dos cosas diferentes.
Si la crítica de Aristóteles a Platón dibuja, como creo, para la historia, la primera distopía, entonces hay que decir que la distopía no es un régimen desviado. Por este motivo, la teoría política de Platón no está incluida en la tabla célebre, sino que debía ser criticada en otro lugar. Y de hecho así es. Vamos, entonces, a la siguiente cuestión.
¿Por qué no es desviado un régimen autoritario como el de Platón, que impide que conozcamos quién es nuestra madre, y quién, nuestro padre? ¿Un Gobierno «ideal», donde el soberano puede disponer de cada ciudadano y asignarle un puesto dentro de los, principalmente, tres estamentos que conoce (filósofos gobernantes, soldados policías y menestrales)? ¿Cómo puede no ser un régimen corrupto aquel que, según sueña Sócrates, censura la propiedad privada para las dos primeras clases mentadas?
El género de la distopía no surge solo del placer de la imaginación sino, al contrario, con el impacto de este con su crítica. La distopía no denuncia, genuinamente, una corrupción, sino más bien ensaya una pureza que, sin cuestionarse por otros como pureza, quizá se considera inhumana. Dado que ya sabemos qué dicen los dos griegos sobre las diversas especies de régimen, veamos lo que opina Aristóteles sobre la utopía de Platón.
La esencia de la distopía
Aristóteles considera que la familia es la partícula elemental, por decirlo así, de la comunidad humana, y su modelo es orgánico. La antropología del Estagirita, igualmente, contempla un campo de virtud, entre el exceso ostentoso y la falta paupérrima, para las posesiones materiales. Del mismo modo que el hombre nace en familias, el hombre nace desnudo e inerme: ha de contar con cosas inanimadas (en realidad, él también cree que lo perfecto ha de ser contar con cosas animadas, como animales domésticos y esclavos). Aristóteles establece unos límites naturales de propiedad privada y, por tanto, defiende las posesiones materiales no compartidas con el resto. Aristóteles piensa que una ciudad-Estado sana debe tener en cuenta la forma humana, por decirlo así. Familia y propiedad son parte de esa naturaleza. Nadie puede deshacerse de estos dos aspectos del ser humano sin destruir al ser humano. Familia y propiedad tienen que ver con «el amor a sí mismo» (τὸ φιλεῖν ἑαυτόν). Escribe el Estagirita:
«Pues no en vano cada uno se tiene amor a sí mismo, y ello es un sentimiento natural» (1263b 9).
¿En qué consiste, por tanto, la esencia de la distopía? En ir contra eso natural (φυσικόν). Ya que no es, como hemos dicho, la corrupción (pasión de vanidad y de materia), la distopía supone más bien el yerro por lo alto, y no por lo bajo. Por ejemplo: la distopía de Platón no es una oligarquía. Se trata de algo diferente. Pretendiendo corregir los errores que tienden a la oligarquía o a cualquier desviación institucional, las distopías despojan al hombre de su biología y de su forma, y lo elevan al puro espíritu.
Aristóteles, hemos dicho, considera la política según la especie del organismo. Como era zoólogo, este entendía que las familias eran algo así como células de un cuerpo vivo, y el clan o tribu (en griego, la κώμη) eran más bien las partes fundamentales y, en el último nivel, la polis (cuya causa final era la autarquía y el bienestar de los ciudadanos, cuya causa formal era la constitución vigente, y la eficiente eran los fundadores) era algo entero, como un caballo o un hombre. En su utopía o más bien distopía, el maestro Platón había buscado crear un animal sin células, por tanto.
La analogía con el alma tripartita
En efecto, Platón no establece una analogía entre la ciudad-Estado y los organismos, tal y como propondría posteriormente su discípulo, sino entre la ciudad-Estado y el alma. Aquí, en esta presuposición, comienza y termina todo el problema de la distopía.
Platón concibe que una ciudad ha de tener tres partes, al igual que el alma humana. Esta presuposición es dogmática, para el discípulo Aristóteles, a no dudar. ¿Por qué sostener que la analogía entre un Estado y un organismo no es arbitraria y la analogía entre un Estado y el alma exclusivamente humana puede serlo? Por una razón muy sencilla, porque la relación entre las partes y el todo no es algo tan limitado. La analogía de Platón limitaba el ser de la polis, y la de Aristóteles, no tanto. ¿Cuántas partes tiene un organismo? Indefinidas. ¡Pongamos que estamos hablando de un pulpo o de un ciempiés! ¿Cuántas tiene el alma humana? Platón y Aristóteles estaban esta vez de acuerdo: el alma humana tiene tres partes.
Aunque, en uno de sus diálogos más influyentes, Sócrates sostiene que el alma es simple y no se puede dividir, tanto en el Fedro como en la República se defiende, más bien, que la psyche es tripartita, esto es, divisible en tres potencias. Estas tres potencias adquieren virtud cuando son correctamente dirigidas hacia la sabiduría, la fortaleza y la templanza. Cuando el individuo adquiere las tres, se puede decir que alcanza la meta-virtud: la justicia. Pues bien, Platón dibuja su utopía de esta misma manera. Para Platón, la virtud política, del Estado, y la virtud ética, del ser con alma humana (nosotros), constituyen la analogía.
Platón considera que debe haber filósofos gobernantes, soldados policías y artesanos comerciantes conviviendo en la armonía de una macroalma política. El equilibrio entre estas castas es la justicia. La República comienza preguntándose qué es la justicia. Tras aplicar la analogía alma/polis, queda claro que la justicia es la meta-virtud política. Cuando se poseen las tres virtudes anteriores (sabiduría, fortaleza y templanza), entonces, se posee justicia. Es una virtud de virtudes. Su contenido es, meramente, relacional: es la línea del triángulo que une tres puntos distantes.
Es preciso añadir que, en aras de esta misma justicia, la división en tres castas debe ser, para Platón, algo continuo, concienzudo y justificado. A diferencia de las aristocracias tradicionales, la de Platón está sustentada en los individuos, en sus talentos y méritos. Cada individuo puede ser, observa, bien de oro (dotado para la especulación y el gobierno, según la recta sabiduría), bien de plata (garante, pues, de la defensa y la capacidad de ofensiva, según la virtud del coraje), bien de bronce (práctico y sostenedor, al fin y al cabo, de la economía, de acuerdo con la virtud de la templanza). Dado que la familia no existe en el Estado ideal, es el Gobierno de los filósofos quien adjudica, a cada nuevo ciudadano, el estatus del metal simbólico y programa, con mucho detalle, su educación, año por año.
La familia sería un problema para Platón, pues pondría continuas trabas a la selección meritocrática según los criterios del alma tripartita (tres virtudes, tres metales, tres estamentos). La propiedad privada no es compatible, tampoco, con la sabiduría del oro y el coraje de la plata, de modo que solo la permite en el ámbito del tercer metal.
Este sistema, brevemente descrito, es todo lo contrario de un régimen desviado. Se trata de un régimen que combate la desviación, solo que con unas medidas excepcionales que, para Aristóteles, lo convierten en algo así como una distopía. Estas características legislativas de Platón no implican, leídas por Aristóteles, una corrupción última a algo previamente sano, sino un atentado contra la forma de ser real de los ciudadanos en tanto que miembros de una determinada especie animal. La distopía, o al menos, la primera distopía atribuida a Platón hace frente a la corrupción o desviación y se encastilla en el espíritu.
La analogía mencionada de Platón (mente/polis) es una analogía fundamentada en tanto que se establece sobre la unión de las partes en conjunción al todo por mor de la virtud. La analogía de Aristóteles (organismo/polis), en parte, continúa a Platón, pero, como siempre, desdiciéndolo: los individuos son partes de la familia y disponen de propiedades heredadas y estos forman parte de un estamento, grupo, clan, pueblo o barrio que a su vez forma parte de una entidad autárquica, soberana y autónoma que asemeja un animal, en el sentido de que existe una conjunción variable de partes y todo. La analogía de Platón es espiritual y cerrada y la analogía del segundo es biológica y abierta.
En la Política, Aristóteles hace una consideración que tiene que ver con esto, desde mi punto de vista. Según Aristóteles, hay una obsesión en el diálogo con la unidad. Hay una hipótesis, dice Aristóteles, que guía la obra de Platón y es:
… que lo mejor es que toda ciudad sea lo más unitaria posible. […] Sin embargo, es evidente que, al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa. De modo que, aunque alguien fuera capaz de hacer esto, no debería hacerlo, porque destruiría la ciudad (1261a 15-20).
Según mi interpretación, cuando Aristóteles considera, contra Platón, que «la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad” (πλῆθος γάρ τι τὴν φύσιν ἐστὶν ἡ πόλις) y que, en todo caso, no es como un individuo humano, está dando a entender que considera que Platón está siendo apriorístico, aplicando un modelo de unidad equivocado que «destruiría la ciudad». La idea de «pluralidad» o plethos implica, justamente, que hay un número indeterminado de partes y de ciudadanos y familias en una ciudad. Esta crítica se complementa con la crítica al comunismo y a la destrucción de la familia, pero es más general.
La pureza de la distopía
A diferencia de los regímenes corruptos, las distopías no se entienden como el mal ejercicio de algo que existía, de alguna manera, para ser bueno, sino más bien al contrario: su espectáculo tremebundo (casi se diría que sublime), aunque también despiadado, es el espectáculo del esfuerzo de encarnarse de algo que nunca tenía que haber existido pues su reino no es de este mundo. Si leemos a Platón con los ojos de Aristóteles, tenemos un dibujo acabado de lo que es una distopía: es un ideal que no mira a la naturaleza. El amor a uno mismo y la pluralidad son dejados de lado en la teoría política de Platón: tanto la forma hombre como la forma ciudad son, para Aristóteles, naturaleza, y uno no puede erigir una ciudad ideal sin tenerlos en cuenta. Tenga Aristóteles razón o no en su interpretación de Platón, él nos muestra que, en todo caso, la realización de la distopía implica la destrucción de ambos, por mor de algo superior. ¿Qué?
Hay, en suma, una pureza en la distopía. Yo creo que es la pureza de la ambición. Todos entendemos el régimen desviado, puesto que hemos crecido decepcionándonos por el prójimo y por nosotros mismos. El ser humano es un homo decipiens y, aunque nos duela, creo que estamos hechos para soportarlo puesto que se trata de algo necesario, como el movimiento de la materia. En cambio, las distopías nunca se llegan a entender del todo: ¿por qué alguien elabora una teoría política o la constitución de un Estado distópico si busca destruir la forma humana y la forma polis?
Entendemos acaso algo de su furia (germinada igualmente en las decepciones), pero no alcanzamos su lógica, arbitraria y tenaz como la lógica de los sueños y, sobre todo, de las pesadillas. La desviación se ha hecho sola. No las hace siquiera la miseria moral o la banalidad del mal de este o aquel, las hace la naturaleza humana. Tampoco el tirano dirige el barco de su tiranía: son más bien sus pasiones las que, según Platón, ejecutan su mandato. En cambio, la distopía siempre tiene autor total y un lector crítico. Mientras la desviación corrupta (tiranía, oligarquía, democracia) es una fatalidad y la distopía necesita de alguien que pretende la utopía y de la refutación, la distopía nos eleva, por el lado del sueño, pero nos despierta finalmente, al escándalo, por el lado de la vigilia.
Por esto, yo creo que la primera distopía de la historia no la escribió Platón, sino que la pergeñaron Platón y Aristóteles, conjuntamente. La distopía requiere de un autor capaz de desafiar y, además, necesita de un receptor capaz de escandalizarse, mientras que, en el régimen desviado, todo, tirano y tiranizado, forma parte de un flujo tibio donde nada se distingue. La distopía es un desacuerdo entre un autor y un lector: las grandes potencias humanas de creación y de crítica, de producción y de análisis, de sueño y de vigilia, de intrepidez y de rigor comparecen, en lucha, en su gestación. El cuadro de una distopía es el espectáculo de un choque. Para Aristóteles cuando la utopía deja de lado la naturaleza no puede ser no equivocada. Utopía y distopía vendrían a significar lo mismo.
Así, en la disputa entre los dos griegos hallo el origen de ese género también novelístico y cinematográfico al que pertenecen obras como El otro lado, de Alfred Kubin, que habla de un «reino de los sueños» o Traumreich, que también es un reino de las pesadillas.
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