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Ciudades en llamas

ciudades en llamas
Detalle de la portada de Ciudades en llamas, de Kai Aareleid.

Ciudades en llamas, la segunda novela de la estonia Kai Aareleid, nos traslada a escenarios que resultan familiarísimos, aunque los sepamos bálticamente remotos.

La cercanía la exudan los interiores: vecindarios de rellanos oscuros, saturados de olores fuertes y de ruidos que desasosiegan, salitas de estar con mesas-camilla y braseros donde se juega a las cartas para engañar el paso de los días, la saña nada inocente de algunos juegos en el patio de recreo de la escuela. En una palabra, la infancia, ese territorio que nos hermana pues todos lo reconocemos como prehistoria propia y ajena. El contrapunto de distanciamiento lo pone el trasfondo —histórico, geográfico—: no solo se trata de una historia que se desarrolla principalmente entre 1946 y los primeros sesenta, sino que se articula en torno al plano urbano de Tartu, una pequeña ciudad de provincias ubicada en el confín oriental de la Unión Europea. Tartu, que por cierto asume la capitalidad cultural de la Unión en 2024, es de pleno derecho un personaje de esta historia, acaso su protagonista.

Ciudades en llamas un juego de naipes sencillo, donde la estrategia apenas cuenta frente al azar. Desde ahí, Aareleid nos remite a uno de los temas fundamentales de su novela: la arbitrariedad de los acontecimientos de nuestras vidas, las pérdidas que nos traumatizan sin que podamos hacer nada para evitarlas. Tiina Unger, que es centro de conciencia y voz narrativa, habla como una niña-vieja. Está obligada a su madurez prematura: en el cosmos donde crece, nadie le concede la gracia de ser ingenua o estar desvalida, ni siquiera de rebelarse. En la vena que marca la metáfora del título y ampliándola, podría decirse que estamos delante de un relato de dobles parejas entrelazadas: Liisi y Peeter, padres de la narradora; Peeter —hombre de negocios triunfador, que cae en desgracia por su adicción al juego— y Paul —compadre de timbas y socio de negocios imaginarios—, la propia Tiina y Vova, un chico ruso de quien se enamora contraviniendo las normas de corrección política de la época —tal vez, incluso de las normas no escritas de toda una nación—.

Pese a la preeminencia de la figura de Peeter en la evocación de Tiina, Kai Aareleid arma una constelación marcadamente femenina. Liisi, la madre, es una figura trágica, que rebota de hombre en hombre sin conseguir vincularse a nada, aparte de a la frustración y a la desdicha. La acompaña una nutrida galería de secundarias. Entre ellas destaca la señora Ida Mölder —viuda sin boda del antiguo propietario del inmueble que habitan los Unger, forzada por la confiscación de bienes del estado soviético a vivir en un cuchitril—: para Tiina, que carece de referentes paternos sólidos, ella es cuidadora, maestra de juegos de cartas y de más cosas. Pero también está la tía Juuli, que ha perdido a su marido —¿en la guerra, en las deportaciones…?— y saca adelante a su hijo en una habitación del bloque contiguo. La inolvidable señora Wunderlich, que comparte cocina con Juuli, habita un cuarto abigarrado, lleno de estatuillas de porcelana y volúmenes antiguos. A través de fotografías amarilleadas e ilustraciones nunca vistas —crucificados y mártires tullidos, entre otros iconos espeluznantes—, es ella quien le descubre a Tiina los misterios de una época anterior: este es el eufemismo que los mayores del libro susurran por doquiera, para evitar lo prohibido.

Aareleid es también editora y traductora. En esta última faceta tiene en su haber versiones de Javier Marías, de quien toma prestada la cita que precede a esta novela: «Ningún secreto puede ni debe ser guardado siempre para todo el mundo, sino que está obligado a encontrar al menos un destinatario una vez en la vida, una vez en la vida de ese secreto». La huella de Marías es notable en más de una obsesión: la omnipotencia de la memoria pese a su fiabilidad solo relativa, la tradición de aquellos que más confianza nos merecen y la incomodidad que nos provoca impostar nosotros mismos identidades falsas, la nostalgia como actitud y fenómeno casi atmosférico, la recreación de ambientes donde el lector se sumerge sin dificultad gracias a la multiplicación de pistas sensoriales.

Nada más empezar la novela, la Tiina adulta desatranca la puerta de una casa de campo que lleva meses y meses cerrada. Dentro se acumulan cachivaches y recuerdos de los antepasados, y esa vaharada de perfumes superpuestos nos abofetea sin que podamos esquivarla: «olor a planchas de fibra de lino y a vieja casa de labranza (…) a ratones y a cebollas del año anterior dejadas a secar sobre los fogones». A partir de ahí arranca una narración que se mueve entre mediados del XX y la segunda década del nuevo milenio, utilizando diestramente la técnica del flashback y el flashforward. Al allanar y desvalijar la segunda residencia de la protagonista, los ladrones privan a la Tiina adulta de un retrato del padre: la mancha que el marco deja en la pared la empuja a dirigirse a un enigmático interlocutor, que le había pedido cuentas de lo pretérito. Ese tú, que queda fuera de plano, sirve como receptor de lo que sigue, mitad confesión, mitad soliloquio —anamnesis de lo sepultado bajo capas de olvido, represión—.

En lo estilístico, si bien la influencia de Marías se deja sentir en ciertos pasajes descriptivos —el del chalet, al que me referí arriba—, Aareleid brilla con especial luz por el manejo del diálogo. Sus conversaciones suenan con un metal dramatúrgico, hasta cinematográfico: fluyen ágiles, con acotaciones lacónicas, y hacen avanzar al acción copando capítulos íntegros. La relación entre Tiina y Vova, por ejemplo, se desarrolla en gran medida a base de diálogos desnudos.

Ciudades en llamas gira en torno a unas pocas cosas que se hacen explícitas, y a varias más que nunca dejan de ser sobreentendidos o insinuaciones, cuando no se silencian del todo. La niñez y adolescencia de Tiina están presididas, como la de todos sus coetáneos crecidos durante el estalinismo, por las ocultaciones y las preguntas que nadie osaba a hacer. Aareleid acierta en la recreación de ese clima dosificando con cuentagotas alusiones, réplicas cortantes, amenazas veladas, sarcasmos y dobles sentidos.

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