En ocasiones, la literatura y el arte en general pueden entenderse como una forma de realidad aumentada que se superpone a los escenarios donde suceden las historias para ampliar la percepción que de ellos tenemos y obtenemos. En el caso de Canfranc (de sus dos núcleos de población), esto supone proyectar sobre este territorio, ya de por sí magnético, varias capas de tiempo virtual, pero muy presente.
Para vivir esa expansión proteica del entorno físico, la música es uno de los mejores mecanismos, por lo que tiene de artilugio de precisión y por su poder evocador para transportarnos a momentos anteriores.
Hace unos tres años, encontré en la Biblioteca Nacional una partitura titulada Un viaje a Canfranc. Juguete lírico-profético en un acto. El adjetivo profético me llevó a sintonizar inmediatamente con su compositor, Agustín Pérez Soriano (1846-1907), y con su letrista, Baldomero Mediano (1847-1893).
Ha pasado ya más de un siglo desde que se estrenó esta obra en el teatro Pignatelli de Zaragoza, una maravilla con un jardín como vestíbulo que dejó de existir cuando fue derribado todo el conjunto en 1914. Recientemente he asistido al prodigio que ha supuesto escuchar cómo, tras tantos años en silencio, estas notas cobraban vida de nuevo gracias al arreglo y la interpretación de la pianista Svetlana Hubina y la flautista Irene Lasarte ante unas doscientas personas, lectoras de mis novelas, que me regalaron este conmovedor sensorama, en la terminología de Morton Heilig (1926-1971), el cineasta que fue uno de los pioneros de estas tecnologías expansivas de la percepción.
Pienso también en una canción que, en los años cuarenta, interpretaba la compañía Los Vieneses, fundada por el austríaco Artur Kaps, y de la que formaron parte sus compatriotas Franz Johan y la marionetista Herta Frankel junto con el italiano Gustavo Re. Dice su letra:
Si quieres ser feliz y las penas olvidar,
pídete un café y un buen coñac
y toma un tren para Canfranc.
Esta era la recomendación de esta compañía formada por tres austríacos y un italiano que huían del nazismo, como tantos de los que cruzaron la frontera por Canfranc para aparecer en una vida mejor. Estos artistas intentaban camuflar su desesperación por lo que, mientras tanto, sucedía en Europa, con sus espectáculos de varietés, como se llamaba entonces a estas actuaciones que combinaban distintos géneros musicales y dramáticos. Con el ánimo socavado por tanta barbarie eran capaces de entretener y divertir a los espectadores, que también atravesaban circunstancias aciagas, en este caso, las de la posguerra española.
Entre quienes se salvaron gracias a que Canfranc se convirtió en un sinónimo de la libertad pienso en Marc Chagall, cuyo nombre judío era Moshe Segal. Cuentan que, cuando bajó del tren, se le cayó la carpeta que contenía algunos de sus dibujos y estos empapelaron el andén con sus colores de un brillo siempre solar. Resulta fácil ver también esta superposición y, además, sin necesidad de ningún dispositivo interpuesto, solo con la imaginación.
Así recreé esta escena en la página 248 de mi novela Volver a Canfranc (Planeta, 2015):
—Dokumente —le decía en aquel momento el otro soldado.
Según su cédula de identidad era bielorruso de origen y de nacionalidad francesa; según su pasaporte pasaba de la cincuentena […]. Cuando iba a mostrarles el laissez-passer, el salvoconducto galo, los dos cartones atados con cintas que llevaba bajo el brazo se le deslizaron al aflojar la presión contra su cuerpo. El suelo del andén se ilustró con sus pinturas, se llenó al instante de hierba, de estanques turquesa, de azul celeste. Había un violinista, payasos, ángeles, acróbatas, novios que sobrevolaban pueblos…
Por su relación con Canfranc por el mismo motivo —el de la fuga (otro arte)—, me vienen a la mente también los collages de Max Ernst o la falda de plátanos de Joséphine Baker, la vedete que fue enterrada con honores militares en el cementerio de Mónaco por lo mucho que aportó a la victoria de los aliados con su labor de espionaje y su defensa de los derechos de tantos. Alma Mahler, promotora de los triunfos de grandes personalidades del siglo XX en menoscabo de su carrera musical, también cruzó por aquí junto con quien fuera su marido hasta 1945: el escritor Franz Werfel; los acompañaban, en el mismo grupo de fugados, Heinrich Mann, hermano mayor de Thomas Mann, con su esposa, Nelly, y su sobrino, el escritor Lion Feuchtwanger y su esposa, Martha, y cientos y cientos más que, en oleadas cada vez más intensas, atravesaron estos parajes en tren y, cuando el trayecto se cerró el 9 de junio de 1944, a pie, monte a través. Ojalá que esos cientos hubieran sido miles.
Es inevitable relacionar estas acciones con el propio topónimo de Canfranc, su etimología remite a su condición franqueable, tal como señalaba Gregorio García-Arista (1866-1946), historiador y archivero de Tarazona:
Canfranc —después de haber pasado por las formas Camp-franc y Cam-franc— significa y vale Campo-franco, territorio libre o zona neutral…
Añadía después algo que resulta poético por lo que tiene de esperanza: que estas franjas de territorio neutral eran muy necesarias para «poder entenderse en las indispensables treguas». Tierra, por tanto, de acuerdos, de pactos, de encuentros, de concordia. En su escudo está inscrito el derecho de rota y porta que, por Orden Real, ostentaban sus habitantes, es decir, cobraban por el paso de viajeros, comerciantes, peregrinos y otras especies humanas (o no) y, a cambio de mantener transitables los caminos que conectaban Jaca con la frontera francesa, estaban exentos del pago de ciertos tributos.
A finales del convulso siglo XIX español (con tres guerras carlistas en esta orilla más los conflictos bélicos de ultramar), Galdós publicó en 1898 la vigésimo segunda novela de los Episodios Nacionales, Mendizábal. En ella se lee (siempre en presente porque el tiempo de la literatura se convierte en eterno tras la criba de muchos ojos):
Al anochecer de aquel día, el no sé cuántos de septiembre del año 35 (siglo xix), llegó puntual al parador de no sé qué, calle de Alcalá, entre la Academia y las Monjas Vallecas, la diligencia, galerón o quebrantahuesos ordinario de Zaragoza, que traía a los viajeros de Francia por la vía de Olorón y Canfranc, único portillo que dejaban libre en aquellos tristes días los porteros del Pirineo, vulgo facciosos.
Los viajeros llegaban sanos y salvos a la capital gracias a que transitaban por este enclave del Alto Aragón a través del que se podía cruzar la frontera con ciertas garantías. Canfranc, de nuevo, excepcional.
Y otro elemento que superponer sobre el mapa de las sensaciones que envuelve Canfranc es la ruta más transitada y gloriosa de Occidente, la jacobea. El Camino Francés por Aragón llega desde el Somport, el Summus Portus latino, el puerto más alto hasta el pueblo. Hay ochocientos veintiséis kilómetros desde este lugar al campo de estelas. Según el Codex calixtinus, liber peregrinationis, capítulo III, el hospital de Santa Cristina de Somport (cuyas ruinas están junto a Candanchú, a seis kilómetros al norte de la estación) fue uno de los tres más importantes del mundo de entonces, tras el de Jerusalén y el de Mont-Joux. Ahora, en 2023, la situación es muy distinta para los habitantes de Canfranc, después de ayudar a tantos durante diez siglos, ellos no tienen quien les atienda desde que el punto de atención continuada se ha cerrado. Espero que sea provisional y no suceda como con la línea ferroviaria internacional, que lleva ya cincuenta y tres años criando malvas.
Sobre la tan traída y llevada, temida y referida maldición de la peregrina escribí en El cielo sobre Canfranc (Planeta, 2022):
—Hace cientos de años cruzó Canfranc una mujer que recorría el camino de Santiago. Pidió alojamiento, pero nadie se lo quiso dar porque al parecer no inspiraba ninguna confianza. ¡Cómo sería que hasta el párroco se lo negó! Se puso a dar voces como una loca, no dejaba de lanzar exabruptos contra los del pueblo. Le escucharon decir que Canfranc se quemaría dos veces y que después desaparecería anegado por las aguas. Y ya se ha quemado tres.
Leonor se refirió a los incendios que hubo en el siglo XV y en el XVII. En 1931 se había quemado la estación, el fuego empezó en la biblioteca y llegó hasta el tejado. Fueron a sofocarlo bomberos de Jaca, Huesca y de Pau. El vestíbulo y algunas viviendas de los empleados quedaron destrozadas, pero casi tan rápido como se quemó lo reconstruyeron todo.
En este caso lo relata la madre de la protagonista de esta historia, pero en la nota de autora incluí una aclaración: «[…] los malos augurios también tienen fecha de caducidad y, en el caso de este, su efecto ya se disolvió en el tiempo».
Las piedras ahora mudas del Fuerte de Coll de Ladrones vigilan el valle junto a sus majestades la Tuca Blanca de Pomero, el pico de Aspe, el Anayet y el Aneu, la peña Collarada y el Tobazo, que filtra astropartículas hasta el laboratorio subterráneo de Canfranc, aquellas que tal vez acaben curándonos a todos de todo. «Hay cosas que la ciencia sabe, otras que no sabe y muchas más que no sabe que no sabe». Esta es una de mis frases preferidas y piedra de toque de muchas reflexiones. Es de una eminencia en la materia (no solo oscura), Juan José Gómez Cadenas, físico del CERN y de Canfranc.
Hay una forma de inmersión olfativa que puede resultar incluso terapéutica, la que proviene del aire que filtran los ocho millones de árboles plantados en posición de firmes para evitar, con su guardia sin relevo, que los aludes desciendan sobre el palacio ferroviario. El paseo del bosque que perfila en paralelo la explanada de la estación se llama de Los Melancólicos (ese otro nombre eufemístico que se les daba a los tuberculosos o tísicos), en homenaje a quienes lo recorrían impelidos por el inaplazable deseo de curarse. Otros iban a Lourdes.
Hubo también aquí durante la Segunda Guerra Mundial otros Schindler y otros Rick Blaine, pero más nuestros. Oro, wolframio, pero, por encima de minerales estratégicos o preciosos, queda, como gran tesoro salvaguardado, el futuro que no consiguieron aniquilar los intransigentes hasta el delirio genocida. Si las escuchamos con atención, las paredes sí hablan, susurran, entre otras frases, que «la esperanza no puede perderse ni siquiera en último lugar» o que «algunas veces, el tren equivocado puede llevarnos a la estación correcta», sin duda, a la de Canfranc.
Esperar en su andén a que llegue por fin un convoy desde el norte, como hacen muchos, es también una metáfora de una forma resistente e indoblegable de estar en la vida. Cuando el ferrocarril regrese, habrá una multitud congregada, pero no para recibir a los viajeros sino para recibirlo a él, al tren.
Mientras eso sucede, continuaré con esta entretenida recreación multisensorial de la realidad, volveré una y otra vez, y pediré siempre hospedarme en la habitación bisiesta, la estancia secreta que aparece en mis libros.
Todo esto que he enumerado y mucho más, recreado a lo largo y ancho de las más de mil páginas escritas desde que hace una década comenzó mi idilio con este lugar, sucedió alguna vez o muchas veces en Canfranc.
Es imprescindible creer en los sueños porque son lo que nos crea.
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