Viene de «Sin prójimo, ¿hay moral? Sin proximidad, ¿hay ética? (2)»
El valor normativo de la proximidad real
En filosofía, el concepto de proximidad se ha desarrollado, con la fenomenología contemporánea, a partir del estudio del otro y de la alteridad. Son de referencia las páginas dedicadas por Edmund Husserl al «cuerpo del otro», en Meditaciones cartesianas; por Martin Heidegger al «Ser-ahí de los otros», en Ser y tiempo; por Jean-Paul Sartre, en El ser y la nada, a la «mirada del otro», y por Emmanuel Lévinas al «rostro del otro», en Totalidad e infinito y en Ética e infinito.
Glosaré este último. Según Lévinas, el rostro del otro nos interpela y llama a la responsabilidad, ya antes de que esa imagen nos muestre o nos diga nada, y antes de que tengamos una intención en torno a ella, o siquiera una consciencia de ella. El prójimo no es el extraño, ni tampoco el hermano. Sino un prójimo en el que no se entra ni cabe entrar a fondo. Nos asombra, antes de que tengamos un sentimiento u otro por él. Y eso es lo que importa. En este sentido, se ha dicho que la relación con el otro es siempre heterónoma o dependiente, para Lévinas. Es el otro quien interpela; yo no le llamo. Es por tanto una relación fuera de todo preconcepto e institución. Se trata de una proximidad, por así decir, anárquica.
Pero, en el fondo, no hay tal heteronomía, porque es una relación egocentrada. Sin mi mirada, sin mi admiración, el rostro del otro no significaría nada. El otro es percibido con mi mirada y es comprendido como próximo en tanto que uno es y se siente responsable de él. No al revés. Lo que nos une a él es la responsabilidad, «sea aceptada o rechazada, que se sepa o no asimilarla, que se pueda o no hacer alguna osa en concreto con él». La proximidad es por consiguiente una relación fundamentalmente ética, en la que descubrimos una realidad que estaba antes y que está más allá de una experiencia física concreta. La ética nos abre a la trascendencia y la totalidad. Es la filosofía primera.
En la actualidad el enfoque que prevalece es este de Lévinas, que, sin embargo, conduce al autor a una filosofía de la trascendencia. En ella algunos podemos perdernos, dado su lenguaje rayano con la mística, como ya sucedía con su maestro Heidegger. La interpretación fenomenológica de la proximidad sigue hoy, por lo general, a Lévinas, en una línea espiritual (Agamben, Marion, Byung Chul Han, Esquirol…) centrada, igualmente, en el sujeto que se siente llamado a la responsabilidad y al cuidado del otro. El centro regulador de la relación interpersonal sigue estando en el yo. Sin su valor de celador de la vida y sin su vocación de cuidado, no hay relación de proximidad con el otro. Ésta depende, pues, de uno mismo y del potencialpara la reflexión, el cuidado de sí y la resistencia, o resiliencia, frente a un mundo hostil que ha acabado haciendo abstracción de la vida.
La fenomenología post-Lévinas, en su corriente espiritual, parece conducir al bucle de la intimidad: desde mi intimidad salgo al cuidado del otro, quien me devuelve al cuidado de mí mismo. A mi parecer, y pese a su profundidad hermenéutica, se trata más bien de una filosofía de la proximidad, finalmente, con uno mismo, en la que lo íntimo y personal prevalecen sobre lo ético y lo público. Pero frente al enfoque hermenéutico de la proximidad puede oponérsele el enfoque normativo de la misma. Si en aquél lo próximo se hace metafísico, en éste lo próximo deviene político. Pues hablamos ahora del espacio social y de su parcelación política. En un enfoque normativo de la proximidad, lo opuesto a lo próximo es lo lejano en la distancia física y lo alejado en la social; no la vida que se ha hecho abstracción, como acusa la fenomenología después de Lévinas.
Se puede, además, dar el caso que a esta corriente filosófica espiritual no le vaya mal el mundo vaciado del que se queja, y en el que la figura del otro se difumina, porque de esta manera está más justificado y es más cómodo volver introspectivamente al yo. Partiendo, por lo contrario, de un punto de vista empírico y social de la proximidad, el propósito ético del sujeto no puede ser más que el respeto y el reconocimiento del otro, no el proceder a su cuidado, ni recordarnos en general cómo hay que vivir. Estos empeños, loables y hasta beneficiosos, sobrepasan, sin embargo, nuestro interés por el alcance práctico del hecho y el valor de la proximidad. Lo que nos importa, normativamente, es cómo convivir, la convivialidad, antes que cómo vivir y la espiritualidad. Si nos refugiamos en la resiliencia y otras virtudes de la llamada «inteligencia emocional» nos estamos alejando de los demás y disminuye la proximidad real con el otro.
La proximidad real posee un valor normativo más allá de su valor existencial o espiritual. Tiene aquel valor porque promueve la reciprocidad y la convivialidad, esto es, la convivencia en la diversidad. Y su objetivo no puede ser otro que éste, porque no hay ninguno mejor que fomentar la reciprocidad y la convivialidad. Sería además contradictorio que no fuera tal su objetivo, pues sin ambas cosas la proximidad perdería fuerza y sentido y regresaríamos a la distancialidad. Es por ello, por su capacidad de promover y de ponerse por objetivo unos valores éticos, que la proximidad tiene, a fin de cuentas, un valor normativo. Fundamentada en este valor, la proximidad puede ser por tanto una fuente de regulación de todas aquellas conductas sociales que incluyan una orientación a la reciprocidad y a la convivencia en la diversidad. La proximidad real posee un valor normativo.
La proximidad está en el mismo origen de la ética, por lo menos en el mundo occidental. El término griego éthos, con una épsilon inicial, significaba en la antigua Hélade «costumbre»; pero con una épsilon al inicio, transcrito como êthos, indicaba «morada». Es seguramente el significado más antiguo de esta palabra, de la que nacerá el sustantivo ethiká y después el término latino ethica. No en balde es en la «morada» donde el ser humano aprende las costumbres y va adquiriendo forma su personalidad moral. Para todas las culturas, excepto las nomádicas, el lugar donde se «mora» es mucho más que una referencia territorial: es el lugar de la casa familiar y el principal factor indicativo de la ubicación del individuo dentro de un grupo o una sociedad. Cada generación o linaje se adscribían a una casa familiar que identificaba a sus miembros.
Con el tiempo, ser ciudadano consistirá, en último término, en «ser alguien en alguna parte», lo que debe incluir igualmente la casa, la morada, el espacio humano donde más existe la proximidad, como una propiedad física y también moral. De modo que la historia de la moral y de la ciudadanía son una historia también de aquella proximidad real. La ética, como filosofía moral, nunca ha dejado de dar por supuesta esta realidad. Valores reclamados por la ética contemporánea como el diálogo, la conversación, la comunicación, el consenso, la responsabilidad, el respeto, el reconocimiento, el cuidado o la razón pública, presuponen el hecho de la cercanía o proximidad física y moral entre los sujetos, como un a priori social en la práctica pública y privada de la razón.
La sociedad digital, con su característica contracción a lo indispensable de las ocasiones de contacto presencial, afecta como, ya es evidente, a la proximidad de las personas entre sí, tanto en la proximidad que llamamos íntima como en la cercana, aunque menos en la proximidad distante, la del contacto fortuito de la gente. Entonces: «¿Qué debe hacer la ética?». Esta es hoy una pregunta que traspasa el ámbito académico. La respuesta es quizás más difícil que la de aquel «¿Qué debo hacer?» kantiano. Entonces no se planteaba la existencia misma de la ética, sino su fundamentación. Pero hoy nos planteamos quizás algo más radical que eso, y tiene que ver con el mayor impacto de la tecnología en la sociedad, algo que no se dio tiempo atrás.
Para empezar, nos planteamos la necesidad de la ética misma. Después, abordamos la cuestión de la proximidad, con la que se ha gestado la ética desde la antigüedad. Y ahora, en fin, toca afrontar el dilema entre despertar la proximidad a la presencialidad, o no pensar en ello y dejarla en stand by dentro de este mundo de conectividad rampante, pero de contacto agonizante y con seres de vida, a menudo, solitaria. La distancia social se ha incrementado y el otro se ha vuelto evanescente. Hay, mientras tanto, una inquietud por saber si nos conformamos con ello o preferimos mantener el contacto humano. Desde Hegel o George Mead hasta prácticamente hoy, con Axel Honneth, Seyla Benhabib o Giorgio Agamben, entre otros, nunca el tema filosófico de la alteridad parecía albergar dudas sobre la existencia y presencia del otro y de que éste es alguien más o menos próximo. Podía preguntarse qué es o quién es el otro, pero no si existía el otro.
Sostiene el citado Honneth que reconocer al otro es más una actitud práctica que una forma de conocimiento, y que la actitud es una «implicación frente a la aprehensión neutral de otras personas». Sin esta implicación, previa al conocer concreto, percibiríamos a los demás, aunque los conozcamos, como meros «objetos insensibles», dirá (Reificación, págs. 83- 84). Creo que esto ya está sucediendo en la sociedad actual.
La presente crisis de la proximidad real hace que esto último ya no sea un despropósito preguntárselo. Nuestra pregunta es, por lo menos, dónde se encuentra el otro y qué tipo de regulación de la distancia con él se ha de procurar.
La proximidad en la política y el derecho
La política también se juega con la proximidad. Incluso los gobiernos y magistraturas que mantienen la distancia con gobernados y administrados aseguran no tenerla y deben reconocer que distanciarse de la gente perjudica a la institución. Monarcas absolutos y tiranos son los que dicen estar más cerca de su pueblo y ser más queridos por él.
En la alta Edad Media el rey que estrenaba reinado recorría sus territorios durante años para conocer a sus súbditos. Los enfermos querían ser tocados por el rey para sanarse. Eran, en expresión de Marc Bloch, los «reyes taumaturgos», a los que se sentía más próximos que a los propios obispos. Luego será la corte real, cada vez con mayor número de miembros —pensemos en el Madrid o en el Versalles de los Borbones— la que represente el interés por tener muy cerca al monarca, cosa que un Luis XVI querrá ampliar al pueblo, acercándose hasta el mismo hogar de sus súbditos.
La proximidad, real o aparente, parece más propia de las monarquías, en tanto que la monarquía no deja de ser un símbolo dentro del espacio político y que el imaginario monárquico cultiva mejor este símbolo que el republicano. A pesar de su aparente frialdad, la reina Elizabeth II de Inglaterra movilizó en sus funerales a millones de personas que la sentían cercana a ellas. En cualquier régimen, la proximidad fue y es un símbolo a través del cual, y como otros tantos símbolos —signos, sintagmas, rituales—, el gobernante adquiere poder y autoridad. Así, y en el caso de la monarquía, el rey o la reina tienen, una vez coronados, dos objetivos inmediatos que alcanzar: la realeza y la popularidad, su verdadera conquista, como recuerda el antropólogo Carmelo Lisón, otro miembro de esta Academia. Y ambas cosas precisan de la proximidad, real o figurada, con los súbditos.
El hecho y el valor de la proximidad han influido también en la evolución del espacio público y la distribución y jerarquía del poder dentro de él. Lo primero a controlar por este es la distancia entre los que moran en un territorio, para que un fenómeno constituyente, como es el de la vecindad, no muestre ni poca ni mucha distancia entre los que cohabitan. La amistad y el anonimato entre ellos pueden ser igualmente peligrosos para el poder establecido. Construir y mantener una vecindad es por tanto tan difícil como decisivo en la política, y practicar aquella en paz y libertad lo es para cualquier política democrática. La democracia ateniense se fundó en el demos, que era el barrio con su comunidad. En la baja Edad Media europea, el dominio de las parroquias irá siendo sustituido, en aras de la proximidad entre vecinos, por el de los ayuntamientos y las comunas. Ello vino propiciado por la emigración del campo a la ciudad, el «burgo», como sucedió masivamente en la España de los Austrias.
Así, al inicio de la modernidad, las ciudades fueron borrando las fronteras entre los distintos estamentos con el surgimiento a la vez de la burguesía, los burgueses, y de la ciudadanía como nuevo estatus civil. La cohabitación en la ciudad se fue haciendo más próxima, colaborativa y libre. «El aire de la ciudad hace libre», escribe para esa época Max Weber (Economía y sociedad, pág. 957). Hasta que la ciudad, atestada de vecinos, se hace pequeña, insalubre y potencialmente explosiva en los angostos límites de sus murallas y le convendrá al poder ampliar y reglar rigurosamente el espacio urbano. El siglo XIX fue, entre otros hitos, el de la planificación urbanística, avanzando ésta en ciudades como Nueva York y la cuadrícula de Manhattan, el Plan Cerdà de Barcelona, el Madrid del Ensanche y el París de Haussman. Aunque hubo mucho antes un primer planificador, Hipodamo de Mileto, admirado por Aristóteles, porque ambos entrevieron que el hábitat crea hábitos en la ciudad. Y existieron también, antes de las modernas ciudades occidentales, las urbes romanas con su trazado en cruz, y existió una gran ciudad planificada, Tenochtitlán, la mayor del mundo, con amplias avenidas y cruces en ángulo recto, sobre las que se asienta hoy la capital de México. Otra antigua ciudad planificada es la de Briviesca, cuyo trazado geométrico, del siglo XIV, fue exportado por los colonizadores españoles a las Indias.
El sociólogo Richard Sennett ha estudiado la relación entre hábitat y hábitos sociales en la gran ciudad. La arquitectura, el urbanismo y la movilidad prefiguran las distancias entre sus habitantes y con ello sus movimientos y actitudes, que pueden oscilar de la impersonalidad a la sociabilidad, según el modelo y la práctica de la vecindad (Construir y habitar, págs.. 70 ss.). Lo vecinal, como opuesto tanto al gregarismo como al aislamiento, sigue siendo una meta que alcanzar en toda moderna planificación urbana. Significaría ya la base de una ética cívica. Escribe Sennett: «La consciencia de los otros, los encuentros con ellos, y el dirigirse a ellos de otra manera que a uno mismo, todo eso constituye la ética civilizadora» (ibíd., pág. 164). Si, pongamos un caso, el parque está cerca de casa y no es muy grande, no será difícil coincidir con los vecinos. Si hay que tomar el transporte para ir a él y el parque es muy extenso, nuestro paseo será en solitario. Y ya no digamos si las clases sociales y la población inmigrante se concentran en territorios exclusivos. La distancia física en la ciudad condiciona la distancia social. Por eso el extranjero continúa siendo, dice Sennett, la figura dominante en la metrópolis (pág. 377).
El mismo concepto de masa social ha cambiado con el impacto de la tecnología digital. La cibercultura, y recientemente otro fenómeno global como la pandemia del covid, han transformado su realidad y su sentido. Lo masivo es hoy la individualización masiva de la sociedad, en que además se han introducido la prevención y el miedo al contacto por motivos sanitarios. La masa es como esas manadas de pájaros que vuelan juntos alguna vez y en general en solitario. El temor que pudo infundir las masas de gente a pensadores como Le Bon, Freud, Ortega o Canetti ya no es el mismo que pueda provocarnos hoy la masa de existencia virtual. Canetti, en su obra Masa y poder, describe la masa presencial como constituida por la igualdad, deseosa de densidad y continuidad, e interesada, por tanto, en no romperse. Pero cabe preguntarse si la masa, en la actualidad, la que existe en y por las llamadas «redes sociales», una masa virtual, tiene tales propósitos. No hay proximidad real dentro de ella. El líder es un algoritmo, los otros son un dato, la masa es invisible. El poeta Maragall decía que la sardana «és la dansa més bella de totes les danses que es fan i es desfan», y así parece hoy ocurrir con la masa social. Tan pronto se forma y comparece como se vacía y desaparece, olvidándonos de ella. La falta de proximidad física ha contribuido a ello.
Cercanía y distancia pesan sobre la política igual que en tiempos pasados, pero en el presente quizás más que nunca, al irse volatilizando la presencialidad en nuestras vidas. La militancia en partidos políticos, así como la permanencia del militante en ellos, se han reducido drásticamente y hoy el modo de vida refractario al contacto real y continuado puede tener que ver con ello. Menos proximidad entre los ciudadanos, y de estos con su gobierno —y viceversa—, significa, y así puede constatarse, más dificultad para la cooperación y la solidaridad, de una parte, y para el respeto y la confianza en las instituciones, de otra. La gobernanza se complica cuando la desafección y la desobediencia crecen en la ciudadanía. Y sobre todo se resiente la participación en las elecciones y en el resultado de estas. De hecho, han crecido el abstencionismo electoral y la fragmentación de los grupos en el Parlamento y la falta de proximidad de la ciudadanía con los representantes políticos es una de las principales causas. La falta de proximidad puede hacer también que el gobierno se sienta menos obligado a la transparencia, dar cuentas de su acción y preocuparse por valores como el bienestar o la equidad de los ciudadanos.
Pocas cosas son hoy tan mutables en la política como la confianza de unos con otros, a raíz de la mutación de la proximidad, que no es solo física, sino simbólica y moral. La confianza es el factor subjetivo clave de la gobernabilidad. El presidente, por ejemplo, teme la desconfianza del vicepresidente tanto como la del ciudadano en paro y crispado que no le va a votar. De pronto, hoy Ucrania se siente distante de su hasta ahora hermana Rusia, y cercana, en cambio, a su hasta ahora distante Europa. La desconfianza mutua es absoluta en cualquier guerra. La polarización, en países como Estados Unidos, ha hecho también que un republicano se sienta más cerca de un republicano extranjero que de un demócrata de su propio país. La elasticidad política del concepto de lo próximo hace, en otro ejemplo, que un demócrata alemán se sienta mucho más cerca de un refugiado sirio que de un nacionalista de su propio país. No obstante, la proximidad en sentido físico sigue influyendo proporcionalmente en nuestra construcción moral y política de la distancia, si próxima o lejana. Cuanto mayor es la proximidad, mayor es también la solidaridad. Si tenemos al inmigrante trabajando con nosotros en casa o en la oficina, es más fácil que nos interesemos por él o ella que si trabaja en el gueto o en unas horas que no le vemos en casa o en la oficina. Aunque eso no lo percibamos, toda situación de proximidad o lejanía con otro crea por sí misma una disposición de enjuiciamiento y valoración que será determinante de nuestra atracción o repulsión hacia aquél.
La proximidad es un concepto que cae también dentro del derecho civil y penal. Sobre todo, a la hora de calificar los delitos y establecer las penas. Cuando, por ejemplo, se condena a alguien a alejarse de su víctima se tiene en cuenta la distancia física, pero no la que se mide por otros factores, ni que el teléfono móvil les sigue de hecho manteniendo cerca, a pesar de la separación física entre víctima y victimario. En otro ejemplo, a un interno en la prisión puede parecerle peor pena la retirada de su móvil que la incomunicación física. En las situaciones extremas en las que media e influye la distancia descubrimos la ambigüedad y maleabilidad de la proximidad, que es física y a la vez moral y psicológica. Por eso el derecho, como la política, no pueden pasar por alto no solo el relieve humano de este concepto, sino su complejidad y variedad de caras. Pero, en todo caso, lo que obviamente más influye en la percepción y valoración subjetiva de la distancia y el sentido de la proximidad es la experiencia física que precede a estas: esto es, la relación de frontalidad con el otro. En cualquier sentido de la proximidad, lo determinante es si existe o no la experiencia de la visibilidad inmediata del otro, como queda bien patente, ya que hablamos del derecho, en la práctica, cada vez más frecuente y eficaz, de la mediación. Ésta es tanto más exitosa cuanto más se acorta la distancia entre los litigantes y también con el mediador que actúa en dicho proceso jurídico.
¿Qué clase de proximidad, si lejana, cercana o ninguna, determina la calificación de una conducta, sea por acción o por omisión? ¿Estoy más obligado o tengo más derechos con mis allegados y compatriotas que con quienes no lo son? ¿Excusaría o atenuaría un daño el hecho de haberlo infligido a alguien que está muy lejos de mi círculo o mi país? ¿Sería menor o irrelevante el beneficio, por lo contrario, que le haya podido proporcionar? Pues bien, dada la importancia humana que tiene la proximidad, por lo general se castiga más el daño a un allegado y se premia más el beneficio a un extraño; al menos, esto último, en un sentido moral, ya que favorecer a un desconocido se considera que tiene más mérito que hacerlo a un allegado. Recordemos el pasaje del buen samaritano según san Lucas. Ante aquel que han apaleado y robado pasa alguien de su misma religión y lo ignora, y llega uno de su misma comunidad y le aparta la vista. Hasta que un extranjero se detiene y le socorre.
¿Quién de los tres se ha comportado como prójimo?, se le pregunta a Jesús. Y este responde, con respuesta que trasciende a toda cultura y toda religión hasta hoy: «Quien se compadeció de él». Es decir, también en aquel camino de Jerusalén a Jericó la proximidad física de tener a la víctima «ante los mismos ojos» se impuso sobre la distancia simbólica y social que se supone que el samaritano debía mantener con ella, por no pertenecer a sus círculos de sangre, vecindad y religión. La visibilidad inmediata obró por encima de todos estos vínculos. La frontalidad con el herido hizo reaccionar al samaritano de modo compasivo. Desmintiendo a los comunitaristas y patriotas, el proceder de este personaje muestra cómo la proximidad, simplemente el estar ante el otro, puede contar más que el nexo que pueda existir con él. Cuentan los reporteros de guerra que si un militar les detiene en la zona de combate lo primero para zafarse del peligro es poder mirarse a los ojos.
Interpretando al buen samaritano, el filósofo del derecho Jeremy Waldron se permite una crítica del comunitarismo, esto es, la teoría filosófica que subraya la importancia de los lazos comunes, para adentrarse Waldron en el universalismo ético a la manera kantiana («Who is my neighbor?», The Monist, 86). Pero dicho autor no se resuelve en el modo abstracto de la moral universalista —cosmopolita o solidaria, diríamos también—, es decir, el de ayudar por un mandato categórico de la razón. De ahí, valga la cita, el «escrúpulo de conciencia» que se le crea al personaje de un poemilla de Schiller, que salva a un amigo de ser ahogado y no lo hace por un imperativo moral, sino simplemente porque es su amigo, algo sin valor moral. Waldron aduce que el buen samaritano no ha necesitado ni el vínculo comunitario ni la razón universalista para curar a una víctima desconocida, sino que le ha movido ante todo el hecho de tenerla in his face.
Como un kantiano, Waldron no dice, sin embargo, que el tener ante los ojos mueva sistemáticamente a la compasión, sino que debe hacerlo, en una persona con sano entendimiento, el reconocimiento (recognition) del extraño como otro ser humano igual. La ley, por otra parte, se base o no en el reconocimiento, no puede menos que seguir dando importancia a la proximidad física en el caso de la primera ayuda a desconocidos (accidentes de automóvil, rescate de refugiados, etc.), porque, como recuerda este filósofo, «hay una fuerte correlación entre proximidad y eficacia causal». Fijémonos, pues: sin el contacto inmediato, sin la frontalidad, no hubiera tenido lugar la respuesta en clave humanitaria del samaritano. Ante los extraños, dice Waldron: «Ellos están ahí y eso los hace mis vecinos». La proximidad, real o imaginaria, importa tanto, que incluso ante el extranjero,
presente o ausente, se puede uno sentir más cercano que ante los propios. Recuérdese a las mujeres europeas que se cortaron la cabellera en un atrevido gesto de solidaridad con las mujeres perseguidas en Irán por no llevar su cabeza cubierta. Sintieron la proximidad con ellas pese a la gran distancia. Sin llegar a este extremo, hoy en día mandamos montones de «abrazos» por correo electrónico y sistemáticas expresiones verbales de «solidaridad» por teléfono, cuando no hay nada que requiera más la proximidad real que dichos gestos. El mismo término «solidaridad» proviene del latín in solidum, metáfora de obrar unidos como un solo individuo.
No obstante, el concepto y el sentido de la proximidad están cambiando con la nueva experiencia del espacio virtual. Ello hace que hoy se vayan penalizando más las conductas con extraños y seres lejanos, por ejemplo, el delito de piratería informática o el genocidio, y a la vez se estén retribuyendo más aquellas acciones que son beneficiosas con los distantes, algo que tradicionalmente la política y el derecho consideran gratuito, no sujeto a ninguna obligación. Hasta hoy, el circulo que comprende a aquellos que podríamos dañar es mucho más estrecho que el de aquellos a los que podríamos favorecer. Ello es así, pero ¿está bien? Todo eso, proximidad y distancialidad, parece estar cambiando. Así, podemos ya preguntarnos: ¿cuándo se está próximo uno de otro? ¿qué lo mide y quién lo mide? O sencillamente: ¿quién es mi vecino?
El derecho debe sentirse desafiado por estas preguntas, porque está mientras tanto en cuestión el concepto de ante quién estamos obligados a ayudar y a no perjudicar, y si podemos establecer deberes morales perfectos y deberes legales claros y vinculantes que apoyen nuestra obligación con el otro, sea cual sea la persona y sea cual sea el lugar. Pero lo que ha cambiado menos —pero ha cambiado, también— es el patrón y lo que da fuerza a cualquier sentido de la proximidad, que son la cercanía y frontalidad entre las personas. La proximidad real.
Los deberes de beneficencia y de no maleficencia no se dan solo en la proximidad, pero la proximidad influye en todos ellos. Si no aprendemos a ayudar a los cercanos, ¿cómo ayudaremos a los que están lejos? Mantener la frontalidad y la proximidad sigue importando. Al mismo tiempo, la lejanía ya no debiera de seguir excusando o atenuando el mal, ni tampoco minusvalorando el bien, porque cada vez lo lejano se va sintiendo más próximo, si es, claro está, que hemos aprendido primero lo cercano.
El interés social por la proximidad real
La proximidad física tiene implicaciones morales, políticas y jurídicas seguramente de primer orden. Todo nuestro mundo social está en redefinición con la tecnología digital y la cibercultura, en todos los ámbitos, que se están desarrollando en él.
Pocas veces en la historia humana se habrá necesitado tanto como hoy —un cambio de época más que una época de cambio— de la aparición de nuevos platones y aquinates, nuevos humes y kants, de nuevos durkheims, webers y deweys que nos ayuden filosóficamente a recodificar un mundo de muchos valores en descodificación. Como este de la proximidad real, hoy afectado por la progresiva mutación del espacio real en espacio virtual.
En la medida que nos interesen la reciprocidad y la convivialidad, es por tanto de interés social —moral, político y jurídico— la defensa y el fomento de una proximidad real entre las personas.
Obras consultadas
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