Viene de «Sin prójimo, ¿hay moral? Sin proximidad, ¿hay ética? (1)»
Esencia y valor de la proximidad
La frontalidad no solo es cuestión de los sentidos. Involucra la percepción en su integridad. Después de Simmel, la teoría de la Gestalt desarrolla una psicología de la percepción en la que el «principio de proximidad» juega también un importante papel. Kurt Koffka presta especial atención a lo que él llama «percepción espacial», que más allá de la sensorialidad depende de la capacidad de la propia mente para estructurar la experiencia y la conducta «dentro de un campo espacial organizado» (en W. Köhler et al., Psicología de la forma, pág. 46).
En dicha organización perceptual, especialmente en los ámbitos personal y social, las relaciones de mayor o menor cercanía entre sí de las personas son un factor determinante. No se percibe igual el espacio si la relación es entre sujetos similares o entre quienes son diferentes unos de otros (Koffka, Principles of Gestalt Psychology, pág. 570). Por ello, dado que la diferencia suele ser proporcional a la distancia, el psicólogo alemán sostiene: «Estudiando la organización espacial, encontramos la extraordinaria fuerza de influencia de la mera proximidad espacial sobre la organización» (ibíd., págs. 164, 482), refiriéndose a la organización perceptual.
La proximidad es un concepto ante todo espacial, y como acabamos de ver, relacionado con dos estratos y funciones del conocimiento humano: la sensorialidad y la organización perceptual. Pero está también relacionado con el estrato emocional. La proximidad, como la experiencia del espacio en general, tiene un componente emocional e incluso intencional. En el espacio de la relación con el otro unas veces preferimos lo frontal a lo lateral, o lo alto a lo bajo, y viceversa, en ambos casos (P. Kauffmann, pág. 26). Así, pues, la emoción o la actitud ante el otro convierte en algo relativo la distancia existente respecto a él. «Lo tuve muy cerca», dice uno que vio a Mick Jagger a veinte metros en un concierto. O «lo sentía tan lejos de mí», confiesa la mujer que ya no amaba a su pareja.
Incluso el mismo espacio hace seres acompañados y seres solitarios. «¿Qué clase de espacio es ese que separa a un hombre de sus semejantes y le hace sentirse solitario?», escribe Henry Thoreau en Walden. El espacio físico entre dos personas es también emocional. El espacio controla la emoción y ésta controla el espacio. El miedo y la desconfianza, sobre todo, hacen que la proximidad sea intimidante (Kauffmann, págs. 28 ss.). La persona miedosa teme la cercanía del desconocido. Cualquier agitación emocional influirá en nuestro sentido de la proximidad. En todas partes, la simpatía acerca y la antipatía aleja. Por lo demás, la actitud de prevención y de distanciamiento frente a los extraños es un «rasgo universal», según el citado etólogo Eibl-Eibesfeldt (Biología del comportamiento humano, pág. 385).
Es típico el ejemplo del desconocido que se sienta a nuestro lado en la biblioteca vacía. O que alguien en una playa solitaria extienda su toalla junto a la nuestra. Nos sentimos amenazados. No existiría el problema en una playa atestada o en una biblioteca llena. Y menos, hoy en día, en una discoteca. Las relaciones entre congéneres son ambivalentes y ello se revela también en el sentido de la distancia personal. Unas veces tenemos tendencias de acercamiento y otras de alejamiento del otro, y ello ya desde la infancia, cuando distinguimos entre familiares y desconocidos, confiando en unos y retrayéndonos ante los otros. La misma ambigüedad de la conducta se manifiesta en la acción de mirar al otro; por una parte, tenemos necesidad de ese contacto, pero por otra parte el hecho de mantenerle a alguien fijamente la mirada se podría interpretar como un acto hostil (ibíd., pág. 199).
Puede haber poca distancia entre las personas y no solo no sentirse próximas, sino agredidas. En cualquier supermercado de los Estados Unidos rozarle a alguien con el brazo es casi un entrometimiento en su privacidad y se exige una inmediata disculpa. En España ello pasa desapercibido. Como vemos, el sentido social de la distancia no es el mismo en todas las culturas y presenta notables discontinuidades. Edward Hall, el padre de la llamada «proxémica», ya advirtió en su libro La dimensión oculta que el sentido de la distancia interpersonal varía según cada cultura. También destaca que dicho sentido de la distancia siempre tiene más de aprendido que de innato, a diferencia del sentido del territorio, que es cambiante según las circunstancias. Recordemos el aprendizaje de la distancia social que hubo que hacer durante la pandemia del covid-19 en 2020.
Y puesto que el sentido de la distancia social es un aprendizaje, hay que tener en cuenta el papel que juegan en él el juicio y la reflexión personales. Ellos hacen también que sintamos próximas unas personas y no otras. La proximidad, lo mismo que el distanciamiento, pueden ser impulsivos o reflexivos. En el primer caso domina el cerebro emocional. En el segundo, el cerebro sensato, bien sea porque toma un interés en el control de la distancia interpersonal, bien sea porque un determinado valor prevalece sobre el interés egoísta. Porque es de suponer que todos tenemos la capacidad mental de distanciarnos de algún modo del yo emocional, aunque luego no se practique mucho.
El hecho es que la noción de proximidad no concuerda en las culturas. Y en cada una de ellas tampoco concuerda la distancia física con la distancia social. Pero aún con estas diferencias no se logra romper la ley de que cuanto mayor es la cercanía, mayor es la proximidad y más fácil es también que se dé una relación en profundidad. Así, por más que nos sintamos próximos a los que sufren la injusticia en un país lejano, la relación no será de profundidad. En resumen, la proximidad se constituye en el espacio y está determinada sobre todo por él, pero a la postre es siempre una interpretación del espacio a partir de los sentidos, de la emoción y de la propia reflexión (Kauffmann, págs. 18-23). Si no hay una proximidad física, no hay posibilidad, o se hace muy difícil, el tener un contacto y sostener algún tipo de interacción con los demás. Aristóteles, pese a vivir en aquella bulliciosa Atenas, ya denunció el peligro de la oligoría en la gran ciudad: el menosprecio y la indiferencia frente al otro.
La proximidad es un hecho y es también un valor. Su valor se mide sobre todo por sus ventajas y su objetivo. Hemos dicho antes que la proximidad está sustentada y promovida antes que nada por la presencialidad y la frontalidad de las personas entre sí. Pero sucede, a su vez, que la proximidad promueve la reciprocidad y la convivialidad, queriendo decir esto último (conviviality) la convivencia en la diversidad. El grado óptimo de proximidad es la reciprocidad y convivialidad entre las personas. Y su objetivo, en suma, no puede ser otro que aquellas, pues la falta de reciprocidad y convivialidad impiden la relación social de cercanía, de sociabilidad, y devuelven las personas a lo contrario, a la distancialidad.
Sin embargo, las relaciones entre los seres humanos se van haciendo cada vez más distales y menos presenciales: más distantes. Aumentamos los canales de conexión de unos con otros, pero acortamos los de contacto. Las llamadas «redes sociales» representan, por lo general, todo lo contrario a un contacto real entre sus usuarios. La relación humana se está haciendo impersonal y anónima, como es bien patente en las grandes ciudades. «Es de temer —escribe el mismo Eibl-Eibesfeldt— que la desconfianza y el miedo se conviertan en el factor determinante de la vida en común de la colectividad» (Biología del comportamiento humano, pág. 213).
La tecnología digital ha hecho, además, que la relación interpersonal, al cabo impersonal y anónima, sea además entre sujetos incorpóreos: sin voz, sin olor, sin presencia tangible ni posibilidad de cruzar con ellos la mirada. El único sentido humano que se ha refinado al paso del tiempo es, al menos en la sociedad occidental, el sentido del gusto; los demás, parecen haber perdido sustancia y aliciente. Nos preguntamos entonces si no estamos yendo a un empobrecimiento de la experiencia humana. Más inteligencia no significa más madurez mental.
Las tres clases de proximidad
Si lo distante es la sombra, lo próximo es la luz. En la relación interpersonal suele ser así, y queremos que sea así, aunque a veces la cercanía no guste o nos hiera. La proximidad es lo opuesto a la distancialidad. Pero, de pronto, la tecnología digital y los medios de comunicación sustentados por ella nos han entregado a un mundo binario inesperado, donde se oponen lo virtual y lo presencial, lo distal y lo proximal, lo on line y lo off line.
La proximidad tiene su opuesto en la distancialidad y, aunque quisiéramos lo contrario, que entre ambos polos solo existiera una diferencia de grado, no podemos evitar la falta de continuidad entre lo que es o se percibe como próximo y aquello que es o que nos parece distante. El vivir tecnológico actual acentúa y naturaliza la discontinuidad entre ambas experiencias del espacio interpersonal, mientras que su naturaleza real y la experiencia cotidiana de ambas reculan en el esquema mental que nos hacemos de dicho espacio. Lo virtual adquiere un carácter de real, como en el llamado «metaverso» —una nueva ínsula Barataria—, y todo lo que no viva en las pantallas no tiene vida fuera de ellas, aunque la realidad verdadera nos siga mostrando lo contrario. En este nuevo escenario la proximidad física y social entre las personas se ha casi volatilizado, siendo por ello mismo que, como reacción, la proximidad se esté, a pesar de todo, revalorizando. Como la «policía de proximidad» o la «comida de proximidad» que decíamos. No deja de ser inaudito que se descubra y reivindique algo tan obvio como que los seres humanos vivimos y hemos vivido siempre en proximidad física unos con otros.
Heidegger se refirió a la distancialidad (Abständigkeit) como el cuidado persistente en cómo uno es distinto de los demás y que se manifiesta, por ejemplo, en la mirada distante, ambigua o antagonista con la gente (Ser y tiempo, cap. IV). Su admirado Nietzsche había escrito, en Así habló Zaratustra («Del amor al prójimo»), que el amor al vecino predicado por el cristianismo es un «mal amor» que debe ser sustituido por el «amor al distante», pues la conexión con quien está lejos, no con el prójimo, es la que en verdad nos permite abrir horizontes. Una comunidad próxima solo nos sumerge en la «moral del rebaño». Su admirado Schopenhauer recurre, en Parerga y Paralipómena, a la metáfora de los erizos que se arrejuntan en su madriguera para obtener calor, pero sin acercarse mucho, para que no se pinchen. Donde resuena la tesis kantiana de la «insociable sociabilidad» («Ungesellige Geselligkeit») de la especie humana, cuyos individuos se inclinan por estar juntos, sí, pero a la vez se resisten a hacerlo (Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita), justificando igualmente una conveniente, civilizada regulación de la distancia social.
Alguien es distante de nosotros si es un extranjero o no pertenece a nuestro círculo, grupo, clase social, etnia o nacionalidad. No hay frontalidad con ese otro, por más que pueda haber presencialidad de su persona. El «encaro» con el otro sigue siendo un hecho facilitador de la relación interpersonal, hecho que no existe ni física ni socialmente en la distancialidad. Pero todo es distinto con la proximidad, en la que siempre hay encaro, excepto en la proximidad imaginaria. La relación e interacción personales solo son posibles en esta otra forma de concebir y practicar el espacio social. Una forma que presenta dos aspectos fundamentales. Pues hay en la proximidad una dimensión individual o personal y otra dimensión colectiva o social. Llamaremos, para empezar, «proximidad íntima», a la más propia y característica dimensión personal de la proximidad real.
La proximidad íntima, o proximidad de contacto, es la que existe en la familia, entre los que mantienen una relación amorosa y también entre los amigos. En éstas y otras formas posibles de vínculo las personas viven en una estrecha cercanía física, sobre la base del afecto, con un carácter en último término electivo y generalmente en cohabitación con el otro. Cohabitan y conviven juntas. En este vínculo, el otro es «otro como yo»; su ego puede llegar a ser el espejo del nuestro y viceversa. La proximidad íntima es por lo tanto la proximidad primaria frente a las demás formas de cercanía interpersonal. Por otra parte, y como en toda relación entre personas, en la proximidad íntima pueden darse conductas de respeto tanto como de falta de respeto. En este segundo caso la impulsividad se habrá impuesto al afecto y a la reflexión, como sucede cuando alguien invade la esfera de la integridad física, intimidad y derechos del otro. Por lo contrario, el respeto hacia él exige, aún en la intimidad de la convivencia, evitar toda intromisión o entrometimiento en lo moral y todo abuso en lo físico. Entre los que conviven, el respeto consiste en mantener el equilibrio entre lo íntimo y lo social, entre el empleo del cerebro emocional y el del cerebro sensato. Lo primero no excusa lo segundo. Nada ni nadie «tienen» a una persona. Tampoco nadie «tiene» al ser querido: si nadie te «tiene», tampoco nadie te puede «dejar». Precisamente el hecho de convivir juntos, socialmente valorado como el vínculo básico, agrava el delito cometido contra el otro, como bien recoge la legislación civil y penal.
El segundo tipo de proximidad puede ser llamado «proximidad cercana». Más que el contacto, es ahora simplemente el roce lo que se observa en esta otra forma de relación humana según la distancia. Es la proximidad que existe, por ejemplo, en el trabajo, la educación, la sanidad, los servicios sociales, en la vecindad, el juego compartido, la discoteca o el turismo. Ya no hay en ellos una estrecha cercanía, ni se presupone una relación de afecto. La cercanía física es de alcance medio y el contacto tiene un carácter coyuntural. Es pues una proximidad secundaria, en que el otro no es un «otro como yo», sino un alter, un tú, sin más. La fórmula básica de esta proximidad no es la familiaridad, sino la confraternización. Con lo cual, esta proximidad cercana comparte elementos de ambas dimensiones de la proximidad: la personal y la social. Recuerdo al patrono de una industria en la que trabajé presentarse a veces por sorpresa en la cantina, todo él trajeado y perfumado, y pedirles a los empleados que le dejaran probar su bocadillo, como para hermanarse con ellos. Era un amago de comensalidad, una arraigada institución para ayudar a mantener el vínculo humano más allá de la estricta consanguinidad. Tolstoi la ponía en práctica con sus siervos. Es sabido que el invitar a comer al recién llegado a una comunidad, por ejemplo en ocasión de una fiesta familiar, es una de las vías más claras y efectivas de favorecer la inclusión del foráneo.
Por lo demás, en la proximidad cercana el respeto es también fruto de un equilibrio, ahora entre lo individual y lo colectivo. Y la falta de respeto es igualmente la imposición de lo impulsivo sobre lo reflexivo, como sucede en las conductas de intimidación o presión sobre el otro. Observemos también que, si en la proximidad íntima se hace difícil ser falso, en la que ahora describimos puede existir una proximidad interesada y solo de apariencia, como sucede entre competidores o incluso entre compañeros que comparten la misma tarea. Es precisamente en la proximidad cercana donde más hay que saber encontrar el equilibrio espacial con las otras personas, para no crear una distancia ni demasiado pequeña ni demasiado grande con ellas. La regulación de la distancia con el otro requerirá de un aprendizaje desde la niñez, de la que se sacarán buenos réditos, por ejemplo, entre socios y entre compañeros, y en general la habilidad para lograr la mejor relación social. De otro modo es fácil caer en formas ineducadas como la xenofobia, la homofobia o la aporofobia, el miedo a los pobres, del que ha tratado Adela Cortina. En la civilización, hallar el nivel intermedio puede ser, aunque parezca una contradicción, lo más extremo y costoso, como ya vio Aristóteles al elogiar lo mesotés, el «justo término medio» en nuestra conducta. El maestro, póngase por caso, debe estar lo más cercano al alumno, pero situándose en un punto intermedio entre el contacto físico y la distancia académica.
La antropología conoce la proximidad cercana como «propincuidad», refiriéndose con este término a aquellas relaciones que no son de parentesco, pero que se acercan a él, con fórmulas como la «hermandad», la «congregación» o la «mutualidad». La proximidad cercana es lo que tantas veces hemos visto que buscan los estudiantes que se sienten solos en los campus norteamericanos y pasan tardes enteras leyendo en las cafeterías, para verse al menos rodeados de gente en un ambiente menos impersonal que el de la biblioteca. Incluso los profesores que viven solos en una casa grande y confortable recorren kilómetros con su coche para pasar las horas en una cafetería, rodeados de desconocidos que por lo menos les hacen sentir menos solitarios. Véase el libro Going solo, del sociólogo Eric Klinenberg. Según él, esos lugares que escapan de la vida on line, como bares, plazas o estaciones de ferrocarril, son «escuelas de convivencia» porque alejan, no solo de la soledad, sino del conflicto, y mantienen y alientan los hábitos cívicos
Por último, hablamos de la «proximidad distante», aquella en que no hay contacto físico, ni roce, y que podemos llamar también proximidad colateral. Es la «proximidad» que hoy tanto oímos reclamar: una «enseñanza de proximidad», una «medicina de proximidad», etc. Existe en esta tercera forma mucha menos cercanía física que en las dos formas anteriores. La proximidad tiene ahora un carácter incidental. En unos casos lo incidental responderá a situaciones ordinarias: por ejemplo, en las relaciones comerciales, entre ciudadanos, en la administración, en la política, en asociaciones, en la cooperación, la justicia, el servicio religioso, el orden público o en las festividades. En otros casos, el contacto será sobrevenido, incluso accidental, como sucede en el transporte público, en la asistencia a espectáculos, en acontecimientos deportivos, en desfiles, en la biblioteca, el museo, el restaurante o en los grandes centros comerciales. El tuteo o el llamarse por el nombre de pila entre desconocidos es un modo de suplir o disimular la carencia de contacto físico donde gustaría que este existiese.
En todas estas circunstancias, el otro ya no es un cercano alter, sino un alius, un tercero en el plano. En las gradas del estadio, o en el transporte, por ejemplo, preferimos que haya un asiento vacío a nuestro lado a que esté ocupado. Y en el ascensor o en la biblioteca evitamos la mirada frontal con el otro. Es la civil inattention, estudiada por el sociólogo Erving Goffman. Hablamos, pues, de una proximidad terciaria. No hay familiaridad ni confraternización: es el plano abierto de la socialidad. El respeto entraña ahora el mantenimiento de un equilibrio entre lo privado y lo público. Y la falta de respeto es justo cuando se da el desequilibrio entre ambos, otra vez por un dominio de lo impulsivo sobre lo reflexivo, provocando la injerencia o invasión de la privacidad del otro. La proximidad que pueda haber con él tampoco excusa el delito o la falta, como en el acoso.
Es claro que la proximidad real tiene también sus vicios y abusos. Faltar a la norma del respeto, ya se ha dicho, es lo peor que puede pasar en ella. La exigencia de espacio personal es tan natural como la necesidad de contacto. Pero solemos rechazar el contacto visual y corporal excesivo. Las aglomeraciones, el apiñamiento, tienen sus inconvenientes. Sucede en todas las culturas, y hasta en otras especies animales. La visión regula en los mamíferos la división del espacio y cumple la función añadida de asegurar el territorio y el estatus en el grupo.
Hallar el equilibrio adecuado entre la directa y espontánea intimidad, y al mismo tiempo la protección de la privacidad y los derechos del otro, es uno de los secretos de la estabilidad conyugal y familiar, hoy convertido en un auténtico reto en la constelación de relaciones de todo tipo que pueblan la sociedad digital. La proximidad ya tiene otro enemigo que aquellos que quieren acabar con ella, como han sido y son el elitismo, la intolerancia y el individualismo egocéntrico: el nuevo enemigo es el exceso de proximidad que impide ser al otro.
Hoy la hiperconectividad puede acabar con la conexión con quien tenemos más cerca. Escribió Roland Barthes, en Cómo vivir juntos, que «necesitamos una ciencia, o quizás un arte, de las distancias». Se preguntaba: «¿A qué distancia debo mantenerme de los otros para construir con ellos una sociabilidad sin alienación y una soledad sin exilio?»
(Continúa aquí)
Obras consultadas
Aristóteles, Política (Madrid: Gredos, 1988).
Barthes, R.: Cómo vivir juntos (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005).
Bilbeny, N.: La revolución en la ética. Hábitos y creencias en la sociedad digital (Barcelona: La Magrana, 1997).
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Eibl-Eibesfeldt, I.: Biología del comportamiento humano (Madrid: Alianza, 1993).
Eibl-Eibesfeldt, I.: Amor y odio (Barcelona: Salvat, 1980).
Hall, E.T.: La dimensión oculta (México: Siglo XXI, 1972).
Honneth, A.: Reificación. Un estudio en la teoría del reconocimiento (Buenos Aires: Katz, 2007).
Kauffmann, P.: L´expérience émotionnelle de l´espace (París: Vrin, 1983) Klinenberg, E.: Going solo (Nueva York: Penguin, 2013).
Koffka, K.: Principles of Gestalt Psychology (Nueva York: Harcourt, 1935).
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Simmel, G.: Cuestiones fundamentales de la sociología (Barcelona: Gedisa, 2018).
Simmel, G.: Sociología, vol. II (Barcelona: Edicions 62, 1989).
Simmel, G.: El extranjero (Madrid: Sequitur, 2012).
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