La proximidad en la era digital
El tema de ahora es la proximidad. No es un concepto que haya llamado mucho la atención de la filosofía hasta, por lo menos, el pensamiento de Lévinas. Pero ahora sí hay motivos para hacerlo. ¿Qué es, pues, la proximidad? Entiendo que la proximidad no solo compete al contenido teórico de la ética, sino, con otros pocos conceptos, a la supervivencia práctica de esta. O, por lo menos, a la determinación de su sentido hoy. Sin prójimo, ¿hay moral? Sin proximidad, ¿hay ética?
Moral y ética presuponen la existencia del individuo en comunidad y a cada individuo en una directa relación con los demás. Presuponen una interrelación, y desde los tiempos más antiguos de la vida en comunidad, una interrelación que no solo es presencial, sino en contacto de unos con otros, lo cual incluye una cierta forma y un grado u otro de proximidad física de los individuos entre sí. Todo ello parece obvio, pero el vivir actual nos hace redescubrirlo. El prójimo, la relación de proximidad, y la idea misma de lo próximo, son nociones y también valores en evidente transformación y desgaste respecto de su uso y significación anterior. Al menos lo próximo entre las personas era, y aún sigue siendo, un concepto ligado a la distancia física entre ellas, en el marco, sobre todo, del espacio, aunque también en el del tiempo. Sentimos, por ejemplo, la proximidad de nuestro abuelo en el tiempo, pero apenas la de anteriores familiares.
Pero he aquí que esa distancia física se ve aumentada a consecuencia de los nuevos medios tecnológicos de información y comunicación y su impacto en la relación entre las personas. A la vez que se ha ganado hoy en oportunidades de información y comunicación, se ha perdido en las de presencialidad y contacto, que son las que han posibilitado y estructurado hasta el presente la interrelación de las personas y su noción sobre lo que sea o no sea «próximo» entre ellas. En nuestra sociedad de individuos hiperconectados gracias a la tecnología, lo distal se está imponiendo a lo proximal, de forma que hoy conectamos más, pero contactamos menos. La distancia real se ha multiplicado, al disponer de medios que, al tiempo que nos hacen ganar en conectividad, nos hacen perder ocasiones para estar presentes frente al otro y vernos y tocarnos. La pandemia del covid 19 ha contribuido también a ese lento desmantelamiento de la cercanía física de las personas, al imponer el confinamiento en el hogar y tener que mantener por motivos sanitarios la llamada «distancia social».
Más del 60 % de la población mundial vive en ciudades, pero en ellas los principios de ciudadanía y de vecindad, el ius vicini, no tienen aún la fuerza que poseen, para la naturalización civil, los tradicionales principios del ius sanguinis y del ius soli, según los países. No deja de ser una paradoja que en la ciudad actual el nexo social de vecindad sea tan débil y que en las metrópolis sea casi inexistente, sin que la proximidad física de los habitantes se traduzca en una cercanía social y política. Solo nos relacionamos con aquellos con los que ya existe algún tipo de vínculo, entre los que ya no parece que estén nuestros propios vecinos. Esto último, la endeblez de los lazos de la vecindad, forma un bucle con la crisis de la proximidad; digamos que se retroalimentan. La causa de ambos estados no está solo en la estructura anónima de la ciudad, algo que por cierto ya vio Aristóteles y que no lo tomó como un mal. El filósofo, el mismo que dijo que el hombre es un «animal político», no pudo prever que hoy más del 30 % de los residentes en las ciudades viven solos y que la mayoría de ellos se sienten solos. Según el Instituto Nacional de Estadística, en España 4 850 000 personas viven solas, y el 43 % de ellas son mayores de sesenta y cinco años.
La causa del bucle al que me refería puede encontrarse en la minimización del contacto físico entre los ciudadanos, indirectamente provocado por los nuevos medios digitales de comunicación y su parte alícuota de incomunicación, que socava los hábitos y los valores del contacto presencial de la gente. La reducción del campo de la percepción interpersonal está conllevando la de la relación interpersonal y, con ella, la de la interacción social. Como un ejemplo, las clases universitarias en línea hacen casi imposible la interlocución con los estudiantes y la de estos entre ellos. Serán clases, pero quizás ya no universitarias, en que la interlocución debe ser algo esencial. La secuencia es, en general, la siguiente: menos contacto físico, menos espacio interpersonal, menor sentido de proximidad, menos interacción con el otro. Por eso, y en contraste, el tacto, la mirada y el mismo hecho de sonreír, son valores hoy en alza, precisamente por la disminución de su frecuencia. Y por ello, aunque parezca anecdótico, aparece tan a menudo en nuestro intercambio de mensajes ese popular emoticón que representa una cara sonriente y amiga. La sonrisa, cierto, desarma, aproxima, y es la señal de amistad más importante, seguida de la disposición al diálogo. Pero la individualización masiva, un fenómeno de nuestras ciudades, resta posibilidades a que podamos mirarnos a la cara, contactar y sonreírnos face to face. Entramos en el metro o el autobús y vemos a la mayoría de los viajeros con la cabeza gacha mirando su teléfono móvil. Y la mirada social se va haciendo cada vez más distante.
Ver y poder tocar al otro subyace en muchos de los verbos usados en el lenguaje de la moral: «respaldar», «cuidar», «rechazar», «apoyar», «adherirse», «reprimir», «aupar», «repeler», «respetar» —palabra, esta, que indica «volver a mirar»—, etcétera. No es concebible ninguna teoría ética, desde Platón hasta Habermas, Rorty o Foucault, que no dé por supuesto que los agentes morales se mueven, obviamente, dentro de un marco público o privado donde interactúan presencialmente para llegar, por ejemplo, a un consenso, solidarizarse o enfrentar relaciones de poder. Las teorías de la ética, y ya no decir, los códigos morales más arraigados, se asientan, en fin, en este elemental supuesto de que las personas se relacionan entre sí en el espacio físico y en la proximidad de unas con otras. Pero este supuesto tiene tal vez, en la sociedad digital de hoy, un tinte anacrónico, en un mundo donde se prodigan el teletrabajo y el telejuego, la telemedicina y el telecomercio, la teleformación y la teleparticipación política, las teleconferencias y teleseminarios, la telepiratería y el teleacoso, por no hablar del telesexo o de la telebúsqueda de pareja. Hoy diríamos todo lo contrario de lo que escribió Elias Canetti en Masa y poder a propósito de una pandemia. Dijo: «El mantener las distancias se convierte en la última esperanza». En la actualidad, después de superar una epidemia mundial con más de siete millones de fallecidos, la esperanza se cifra, en cambio, en eliminar aquellas distancias personales a las que la enfermedad nos había acostumbrado.
Hay, pues, un declive de la proximidad real y lo prueba el hecho de que nunca se había hablado tanto de ella como en estos últimos años. Reparemos en la variedad de ocasiones en que se reclama hoy la «proximidad». Se publicitan, por ejemplo, una alimentación de proximidad, una medicina próxima, una administración de proximidad, un comercio próximo, una policía de proximidad, un periodismo de cercanía, una familia real que sea cercana, y hasta hemos leído recomendar la proximidad del columbario al lugar donde reside la familia del difunto. El mismo concepto del «prójimo» ha vuelto, desde finales del siglo pasado, al discurso de la ética, cuando hasta entonces era un término casi desterrado por sus resonancias religiosas.
La proximidad real no es una opción, es una necesidad lo que se dice filogenética. Es un instinto social, bien estudiado por el etólogo Ireneus Eibl-Eibesfeldt (Amor y odio, págs. 89 ss.). Como especie, el ser humano se ha hecho en contacto con la naturaleza y en reciprocidad con sus congéneres. Se trata de un contacto físico, pero también cultural. Muchos mitos y ritos humanos, como la institución del saludo, del regalo o de la fiesta, revelan el papel de la proximidad como fuerza vinculante, por ejemplo, para cooperar, o cuando menos para conciliar y apaciguar intereses opuestos (ibíd., pág. 99). Unas veces nos acercamos al otro por similitud y otras por disimilitud, pero gozando, lo más común, de cierta complementariedad con él. En particular, la comensalidad, el comer juntos, tiene una función social aglutinante en la Grecia y Roma antiguas, en la vida de Jesús, en las cortes del Renacimiento y entre los puritanos de Nueva Inglaterra, como recuerda aún, en cuanto llega la primavera, la institución de la barbacoa en la sociedad norteamericana.
La cercanía física y simbólica es un factor que facilita la interacción cooperativa e inhibe la agresividad, mientras que la distancia contribuye a todo lo contrario, como ya describieron los psicólogos sociales Theodore Newcomb y Leon Festinger. Cuanto mayor es el espacio que nos separa, menos va a costar ignorar al otro o mantener el conflicto con él. En la historia de las guerras, la introducción de las armas de fuego, el bombardeo aéreo, los misiles y hoy los drones, han supuesto la eliminación del sentido de la proximidad del contrario y, con ello, la desinhibición en el uso de la fuerza para destruirlo. La muerte a distancia rebaja o anula la conciencia del daño provocado. Pero el instinto de proximidad sigue siendo tan fuerte en nuestra especie que en toda guerra sigue existiendo el riesgo de que los grupos enemigos disminuyan su agresividad en proporción al acortamiento de la distancia entre ellos. Durante las dos guerras mundiales, en ocasiones las tropas enfrentadas salían de las trincheras para intercambiarse cigarrillos. La atracción entre los humanos, por los efectos que ello tiene de recompensa psicológica y social, sigue siendo más poderosa que la repulsión entre ellos, casi del mismo modo que en el cosmos la fuerza de atracción de las galaxias puede sobre la de su progresivo distanciamiento, como sucede entre Andrómeda y la Vía Láctea. Es natural que el instinto social de proximidad física se encuentre también en la raíz de las reglas morales.
El respeto al prójimo es una de estas reglas, y es prácticamente universal. En el cristianismo es el amor al prójimo. Recordemos el pasaje, en el evangelio de san Lucas (10, 25-37), del buen samaritano auxiliando a un extranjero desconocido. Pero, ¿quién es hoy el prójimo? Los resistentes de Ucrania contra el invasor ruso dicen haber redescubierto en su lucha solidaria al prójimo. Para todos, el prójimo es alguien que se encuentra en un punto equidistante entre el hermano y el extraño. Pero unos ven al prójimo como un hermano y otros como un extraño. El prójimo puede ser desde «otro-como-yo» hasta un definitivamente «otro», un alius, como se decía en Roma, para distinguirlo de un alter. En el anonimato de la metrópolis actual, el prójimo no es «otro-como-yo». Es, por así decir, un «prójimo-extraño», más alius que alter. Es uno que cohabita con nosotros, pero que no sentimos como vecino. Está ahí, pero nos es indiferente. Pero si vamos, por lo menos, a la etimología y a la definición convencional, el prójimo es el próximo o cercano, en latín proximus. Más aún: proximus señalaba a alguien muy cercano. Tenía un carácter superlativo, parecido a nuestro término «propincuo», que indica el allegado, es decir, uno que es bastante cercano.
Pero, ¿quién está hoy tan cercano a nosotros? ¿Quién es el cercano, el prójimo? En las pantallas que forman parte de nuestro día a día, el prójimo es un ser inmaterial y difuminado, un agregado de píxeles de luz. En la vida real, el prójimo podría ser, por ejemplo, una víctima por nosotros desconocida, a la que le dedicamos nuestra atención o caridad. Pero puede que no percibamos como prójimo en cambio un vecino conocido, si estamos enemistados con él o ni siquiera sabemos su nombre. No hace falta que, póngase también por caso, un emigrante o un refugiado desconocidos estén físicamente cerca de nosotros, porque el sentido de proximidad, que va más allá del espacio, suplirá esta distancia.
Empatizamos con la situación del distante, lo que, en cambio, no hacemos con el vecino de la escalera, que puede estar en peor situación y sufriendo más que aquél. No obstante, la presencia física sigue siendo decisiva a la hora de establecer el vínculo con el otro. Porque es la proximidad la que hace al prójimo y no éste a la proximidad.
La percepción de la distancia interpersonal
En términos generales, necesariamente imprecisos, la proximidad es una propiedad física: la de un mínimo de distancia en el espacio o de duración en el tiempo. En un sentido social, la proximidad es una forma de interacción entre individuos mediada por una relación de cercanía, real o imaginaria, en el espacio o incluso en el tiempo. Pues lo próximo puede ser relacionado tanto con el espacio, que es lo más común, como con el tiempo. Vamos a relacionarlo sin embargo con el espacio.
Dentro de esta relación hemos de destacar, de entrada, que existen al menos tres dimensiones de la proximidad física o real, para distinguirla de la virtual. Una, en el eje vertical, es cuando lo próximo se encuentra real o figuradamente arriba o abajo. Otra, en el campo circundante, cuando lo cercano lo tenemos a un lado. Y otra más, en la línea frontal, cuando lo próximo es visto o presentido justo ante nosotros. Esta última es una dimensión de la proximidad «en lo profundo», lo que viene propiciado por la relación de frontalidad con la cosa o el sujeto próximos ante nosotros. Me referiré, en lo sucesivo, a esta clase de proximidad; aquella en la que el otro se encuentra delante. Es, huelga decirlo, la proximidad que tiene más relieve existencial y aquella que damos por supuesta. Y también la que creemos ser la más importante para los vínculos sociales en general. La proximidad social no solo presupone en su origen la presencialidad y la frontalidad entre los miembros de la comunidad, sino que es promovida por estos factores, es decir, por la experiencia cotidiana de la relación a través del contacto físico y de la mirada, el face to face. La psicología social constata cómo las personas cercanas en un mismo espacio físico —escuela, lugar de trabajo, hospitales, centros deportivos— son más propensas a establecer una relación entre sí que aquellas que se encuentran más alejadas. Aunque hay excepciones, como el rechazo al extranjero, aun estando éste dentro de un espacio compartido.
Obligado es en este punto recordar a Max Weber. La modernidad, según él, plantea un desafío a la ciudad, y la ciudad un desafío al valor de la convivencia en ella. Frente a los linajes antiguos, las ciudades alemanas del Renacimiento fomentaban los gremios, y las italianas la idea y el sentimiento de popolo. En ambas existió un interés por la «confraternización», sostiene Weber en los capítulos de su Economía y sociedad dedicados a la ciudad. Sin embargo, este padre de la sociología no entrará en los aspectos más personales y subjetivos en los que se funda la relación social en las ciudades modernas. De ello se ocupará en seguida su compatriota Georg Simmel, quien repara en la necesidad de proteger lo subjetivo en el nexo de la ciudadanía. De otro modo, una cercanía física sin implicación personal sería como una «máscara» de la proximidad; esta no sería real, como sucede en la gran ciudad frente al extranjero. Los autóctonos toman al extraño como un «espejo» de sí mismos, pero ante el cual de ninguna manera quieren verse, afirma Simmel en su ensayo El extranjero. En contraste, el fenómeno, en concreto, de la moda, une a generaciones y clases sociales, pues a pesar de que ir a la moda representa cierta forma de distanciamiento del individuo, favorece la identificación de éste con aquellos de esta misma conducta social, que pasan a ser de «los nuestros» debido a la moda.
Lo fundamental en una sociedad, dice Simmel, es la «sociabilidad», es decir, el lograr «estar juntos», sin más añadidos, y ello como un fin superior a cualquier otro, que será solo un fin unilateral (Cuestiones fundamentales de sociología, pág. 83). La sociedad se juega, pues, entre la individualidad, que puede llegar a ser extrema, y la sociabilidad. Es por ello que en el necesario equilibrio tiene importancia el «sentido del tacto —afirma este autor— porque guía la autorregulación del individuo en su relación personal con otros allí donde no hay intereses externos o inmediatamente egoístas que puedan asumir la regulación». La «falta de tacto», la ausencia de discreción con el otro, anula la que es, según Simmel, la «primera condición de la sociabilidad» (ibíd., pág. 87). Se ve, pues, que una cosa es para este sociólogo la «socialización», en la que privan los intereses materiales, y otra cosa es la «sociabilidad», la forma más pura y abstracta de la primera, y hasta su misma condición de existir. En la sociabilidad, en el vivir juntos, destacan a la vista las fórmulas de «escenificación» de la cercanía personal y de la interdependencia entre los ciudadanos, como son la amabilidad, la cortesía y las reglas de juego de la democracia (pág. 88). La más plena y pura de estas fórmulas para la sociabilidad es, según el mismo Simmel, la conversación, un ámbito donde desaparecen la individualidad y sus intereses inmediatos. «En la vida sociable el hablar se convierte en un fin en sí mismo» (pág. 93).
Simmel ya vio que en la gran ciudad nos acostumbramos a la indiferencia con quien se encuentra cerca y que, en cambio, podemos mantener una relación íntima y de implicación con quién está lejos. La razón es que cuanto menos madura sea nuestra conciencia social más nos costará encontrar el equilibrio entre las relaciones de pertenencia y de no pertenencia social (Sociología, II, pág. 280).Y otra vez recalca que para una relación de proximidad los órganos de los sentidos son clave. En especial, el sentido de la vista. Mirarse uno a otro es la forma más directa y efectiva de mantener la reciprocidad; y apartar la mirada, aquella que más rápido produce la incomunicación. Avanzándose a la tesis de Lévinas, Simmel recuerda la significación expresiva del rostro por encima de lo que dicen las palabras, y subraya que mirar a los ojos del otro, y la manera sociable con que lo hacemos, entraña, dice, «la reciprocidad más perfecta en todo el ámbito de las relaciones humanas». En todo acto interpersonal el rostro no solo es el centro del que irradia el vínculo con el otro, sino el «objeto esencial» del que está pendiente la comunicación. En lo que aquí llamo la frontalidad, «captamos —dice Simmel— de forma inmediata la individualidad del otro» (ibíd., pág. 285).
No obstante, esta reivindicación del tacto y de la mirada, o, en una palabra, del contacto, como el más básico soporte de la proximidad, no equivalen para este sociólogo a una defensa incondicional de la cercanía entre las personas en todas las circunstancias. En ocasiones, la misma sociabilidad va a requerir mantener la distancia física o cuando menos la «distancia interior», dirá. Si estas faltan es fácil que se produzcan el abuso o el caos en la relación interpersonal, como sucede dentro del seno de la familia o en la amistad (págs. 300-301). Eugenio d´Ors soñaba con aquel tipo ideal de amistad en que al amigo siempre se le sigue tratando de usted. Dos filósofos unidos en entrañable amistad, José Luis Aranguren —discípulo, por cierto, de D´Ors— y Javier Muguerza, siempre se trataron de usted. A Muguerza el tuteo le recordaba, por lo demás, el que existía entre los camaradas de la Falange.
(Continúa aquí)
Obras consultadas
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