Le precede una cierta fama de persona esquiva, incluso hosca. En ello pueden tener que ver sus facciones un tanto severas, con sus características cejas pobladas y despeinadas, mefistofélicas, como cierta densidad de sus libros, que disuade a muchos lectores ociosos. Sin embargo, apenas abre las puertas de su apartamento parisino, Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Verneuil d’Avre et d’Iton, 1948) se muestra tan cálido y hospitalario como puede ser también su obra. Aunque pasa la mayor parte del tiempo en el campo, apartado del tráfago parisino, en este pequeño piso guarda sus libros de literatura oriental primorosamente alineados, numerosos grabados y pinturas, así como algunos de sus instrumentos: un teclado y el violonchelo a la entrada, bien guardado en su estuche.
Quignard, que tuvo una infancia difícil en Le Havre, marcada por la destrucción de la guerra, la anorexia y la tendencia a sumirse en silencios profundos, cultivó la música desde varios instrumentos, renació en el Mayo francés bajo la tutela de grandes pensadores y escritores, trabajó intensamente con los Gallimard, fue director del Festival de Ópera Barroca de Versalles y acabó apartándose de todo hace treinta años para centrarse en una de las obras más intensas y personales —y desconocidas para el gran público— de las letras europeas actuales.
En España ha sido publicada regularmente, si bien dispersa en varias editoriales. En los últimos años, quienes le han prestado más atención han sido Sexto Piso (Butes, Las lágrimas, Pequeños tratados) y Galaxia Gutenberg (Las escaleras de Chambord, Las solidaridades misteriosas, El salón de Wurtemberg, El amor el mar), aunque para los melómanos y los cinéfilos siempre será el autor que inspiró el filme Todas las mañanas del mundo, con banda sonora del español Jordi Savall. Después de conquistar el Premio Goncourt en 2002 con la primera entrega de su monumental proyecto Dernier Royaume, este año se ha hecho con el Premio Formentor por la «maestría con que ha rescatado la genealogía del pensamiento literario», y por ser «uno de los escritores europeos que ha renovado la potencia expresiva del lenguaje». Lo recogerá el próximo mes de septiembre en Canfranc, Huesca, pero antes accedió a conversar con Jot Down desde el corazón del tórrido verano parisino.
Tengo entendido que a usted no le gustan mucho las entrevistas, ¿es cierto?
No es que no me gusten las entrevistas, es solo que soy un poco solitario y me gusta escribir en silencio. Quiero recapitular mi vida y mis pensamientos despacio, y, por tanto, me siento incapaz de contestar de manera brillante en el momento, a diferencia de otras personas que poseen maravillosas habilidades sociales, y que saben hacer un trabajo endiabladamente bueno en este sentido. No, yo no sé hacerlo bien, pero no importa, estoy feliz de aceptar la entrevista, ¿eh? [sonríe].
Usted fue músico antes que novelista. ¿Cree que componer o tocar se parece en algo a escribir?
Sí, sí, yo estoy buscando eso con mis libros, algo parecido a la música, sí. Hago mucha música con distintos músicos, y siempre empezamos con el silencio, ese es el «ataque». Y luego la música se desarrolla hasta que volvemos al silencio y eso mismo, ese movimiento, se parece al acto de coger un libro: lo abres, se hace el silencio y entras en un mundo. Oyes una palabra lo suficientemente alta, no oyes nada más, pero igual es lo suficientemente alta, y te conmueve… Y luego vuelves a cerrar ese libro y regresa el silencio. Sí, hay algo, como se suele decir, hay una música. Hay una música extrema en la literatura, eso creo.
¿Puede recordar qué música escuchaba en su infancia, y qué tipo de libros había en su casa?
Su pregunta está muy bien planteada, porque son cosas que están ligadas, conectadas. Son lo mismo. Lo que más me gusta desde siempre es la música interior: no es en absoluto la música militar, ni las sinfonías, ni los grandes esplendores, sino la música interior. La música se ha vuelto interior, especialmente, gracias a los avances técnicos. Primero, con el laúd, había como una música privada, sentimental y triste. Luego llegó la viola, y después de la viola llegó el piano… El piano para mí es un instrumento magnífico, muy interior, muy Chopin, muy bosque… Mira, ese tipo de música, tan interior y tan emotiva, se parece mucho a la literatura japonesa, que me encanta desde siempre. También leía las hermosas historias de las sagas de Islandia, Las mil y una noches, cosas así. Me gustan las narraciones más bien amorosas, melancólicas, cariñosas.
¿Ha abandonado su carrera de músico o instrumentista?
Fui organista, pero era muy joven. Sí, empecé con el órgano en Ancenis, pero, para mí, no era una carrera, no era una profesión. Sigo haciendo música, pero ya no toco instrumentos. Antes era violinista, luego violista, luego violonchelista, pero ya no toco porque, bueno, ahora tengo un poco de artritis en las manos y solo toco el piano con amigos por las tardes o al anochecer…
¿Y qué significa para un músico abandonar un instrumento, cerrar esa puerta?
Bueno, sobre todo es triste. Es como si no hubiera más pájaros en primavera. Es como dejar atrás una parte de ti mismo. Sí, sí, sí, de verdad, de verdad, de verdad. ¿Sabes? Vivo a orillas de un río, es muy agradable. Pero dejar de tocar es como si el río dejara de cantar, ya ves.
La prensa española le describe como un autor influido por la obra de Foucault y Derrida, es decir, los filósofos que consideraron la palabra, el lenguaje y el texto como base de lo que entendemos por realidad. Pero usted parece más bien defender la visión contraria, ¿puede aclarárnoslo?
Cada vez más, a medida que envejezco, creo menos que el papel de la literatura sea crear una pantalla de lenguaje como la filosofía, sino al contrario, resquebrajar el lenguaje e incluso el sentido para aportar pequeñas escenas de éxtasis más sensoriales, más sensuales, más de experiencia corporal. Eso es lo que hago cada vez más en mis libros.
Dicen también que eligió la carrera de Filosofía, pero renunció a ella porque le pilló el Mayo del 68 y se entregó a ese momento histórico. ¿Lo recuerda así?
Así fue. En Mayo del 68, yo era estudiante en Nanterre y ¿cómo decirlo? Algunos decidimos no renunciar a nuestros deberes de mandarines [profesores y catedráticos con poder]. Los mandarines estaban mal vistos, las cátedras estaban mal vistas. Había quien prefería ir a los talleres, a las fábricas. De acuerdo, ahora el prestigio, la belleza del estudio, ha disminuido un poco… Pero creo que dejé la filosofía por otra razón. No me interesaba realmente la ideología, buscaba razones y sentido a mi alrededor… Y al final preferí dejarlo todo como una no-respuesta, un enigma. Creo que esa fue la verdadera razón.
¿Pero fue aquella una experiencia determinante en su vida?
En 1968, yo tenía veinte años y algunas personas me acogieron, lo que realmente supuso un revulsivo para mí. Era un grupo de escritores que tenían una revista llamada L’Éphémère. Allí estaban, no sé si los conoce, Paul Celan, Pierre Klossowski, André du Bouchet, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy. Todos ellos me animaron a escribir, me dieron una cálida bienvenida, me encargaron traducciones… Paul Celan me pidió que tradujera griego antiguo, André du Bouchet me pidió otras traducciones… Y con Pierre Klossowski solíamos escribirnos cartas en latín. En resumen, fui muy bien recibido por un grupo de escritores mayores que yo. Aquella sí fue para mí una verdadera metamorfosis.
¡Y también estaba Henri Michaux!
Así es, sí, sí, Michaux, ¡claro! Recuerdo que la primera traducción que hice del griego fue la Alexandra, de Licofrón, que Michaux se sabía de memoria… Yo lo respetaba mucho, porque era un verdadero salvaje.
¿Y cree usted, a la distancia de más de cincuenta años, que el Mayo francés fue un hito transformador para Francia, para toda Europa, o su importancia se ha exagerado?
¿Que si es posible que se haya exagerado? Mmm, fue una verdadera transformación, sobre todo de la cultura, pero no sé… Pienso en las cosas que han cambiado, la élite se ha derrumbado, ya no hay élites en ningún país europeo. Las universidades se han derrumbado también, hasta cierto punto. Cuando yo iba a las bibliotecas, en la Sorbona por ejemplo, había muy pocos investigadores y profesores universitarios. Yo daba entonces clases en Vincennes, y de pronto llegaban todos los estudiantes y la biblioteca se llenaba, ya no podíamos trabajar allí. Todo eso ha cambiado. Y la televisión ha cambiado enormemente, sobre todo en Italia, pero también en España, y creo que en Francia también ha habido una gran transformación. La música también se dañó muy rápidamente. Había un gran número de tiendas de discos en París que ya no existen… ¿Se ha exagerado la importancia del 68? Realmente, no sabría decirlo.
¿A usted le gusta la música moderna, aparte de la clásica?
Siempre me dicen que solo me gusta la música clásica, pero no es cierto, me gusta toda la música, incluida la música moderna. Pero la creación de música moderna en vivo también ha sufrido sus daños. Todos los amigos que tengo, mujeres y hombres, que son compositores de música contemporánea han tenido muchos problemas para publicar, para aparecer públicamente y ser escuchados. La música, de hecho, es oposición. Siempre ha sido así, la escrita y la no escrita. En la Edad Media también era así.
¿Puede decirme nombres de modernos que le gusten?
Claro, he trabajado con, por ejemplo, con Michel Reverdy. Hice una ópera con él, hice un réquiem con Thierry Lancino. También hice una ópera con Suzanne Giraud. Sigo trabajando mucho con músicos contemporáneos, sigo haciendo conciertos con ellos, ahora en la Maison de la Radio… Pero nunca he sabido mucho de música de variétés, de entretenimiento.
En sus novelas históricas, usted regresa con frecuencia a los siglos xvi y xvii, al Barroco. ¿Por qué le atrae tanto esta época?
Es otra pregunta muy buena, pero yo le doy la vuelta. La razón principal que me lleva a escribir esas novelas es que el Barroco me encanta. Yo soy barroco, adoro el contraste, la intensidad, todo lo que está un poco desorganizado, el lirismo que es un poco dramático. No soy clasicista, si se quiere, pero, bueno, amo esta música infinitamente. No encuentro nada más bello que los oficios de tinieblas barrocos, ya sean españoles o franceses…
¿No le interesa el Barroco mediterráneo, el italiano, el siciliano…?
Sí, sí, absolutamente. Todo, toda esa música me conmueve enormemente, hasta el principio del Romanticismo, hasta todas esas misas, etcétera. Todos esos lamentos, también los alemanes, como Bach u otros, esos bajos, esos graves, todos esos movimientos me conmueven enormemente. Y sí, del Mediterráneo me han interesado las obras desconocidas del mundo barroco, eso es lo que trabajé con mi amigo catalán Jordi Savall. Hace un mes tuve un concierto en Toulouse con Jordi.
El Barroco fue una cultura defensiva, de resistencia. Ya sabe, la reforma, Lutero… ¿Sigue sintiéndola así hoy, en algún sentido?
No lo había pensado, pero voy a considerarlo. La música sinfónica, en relación con el inmenso éxito de Wagner y los movimientos fascistas, en relación con toda esa música, tienes razón, efectivamente, puede ser resistencia, pero nunca lo había pensado así. Tienes razón. Sí, ahí también hay un camino, una música más interiorizada, mucho menos voluminosa, mucho menos… Pero no busco la armonía, no busco la sinfonía. Al igual que esos músicos, busco algo que llegue al corazón y que sea un poco más desgarrador.
Su gran proyecto, Dernier Royaume, ha sido calificado de fragmentario, y algunos lo relacionan con su infancia de posguerra, en un momento en que gran parte de Francia estaba en ruinas. ¿Existe esa relación?
Sí, es verdad. El problema empieza con la palabra ruina. Abres la puerta del jardín y ves ruinas, no hay coches en las calles, no hay ni siquiera calles, el mar está a lo lejos, las ruinas se vuelven algo normal para ti. Y eso influye en la experiencia. Me siento, cómo decirlo, muy afectado. Muy desdichado por haber conocido todo eso, menos que los propios ucranianos si quieres. Me siento muy infeliz en cuanto veo las ruinas, porque veo el lugar donde yo vivía. Y lleva mucho tiempo reconstruir, lleva mucho tiempo, años, desde que dices «vamos a reconstruir» pasa un año, dos, tres, cuatro, cinco… Se necesita dinero para reconstruir, se necesita tiempo y por eso necesitamos otra palabra para decir que los que nacen en las ruinas no conocen el sufrimiento de la guerra, es cierto, pero tampoco conocen una vida normal. Eso es todo, todo está fragmentado. Así que, por decirlo de otra manera, tengo muchos problemas con un arte, que es la arquitectura.
La literatura inspirada en la historia tiende a fijarse más en los grandes personajes que en los pequeños. En su caso es justo lo contrario, ¿por qué?
Creo que es por la misma razón, hay que encontrar la respuesta en mis orígenes. Fui criado por un hombre que se convirtió en un profesor universitario, pero que acababa de regresar del campo de Dachau. Todos estos fantasmas que volvieron de la guerra, esa guerra que trajo de vuelta a músicos desconocidos, a pintores desconocidos, defenderlos… Mis amigos pintores, como Jean Rustin, nunca fueron muy conocidos. Tampoco lo son los amigos músicos con los que compongo. Y, sí, no puedo evitar escribir sobre los personajes de los que escribo. Simplemente no puedo evitarlo. Marguerite Yourcenar hizo muy bien al emperador Adriano, pero siempre me he dicho que el emperador Adriano no necesita a nadie que lo rescate en un libro, mientras que aquel Caius Albucius [protagonista de su novela Albucius] que traje del mundo romano era muy poco conocido. Es alguien muy, muy extraño. Da más placer dar a conocer y traducir a alguien así.
Y su experiencia cinematográfica, ¿le pareció muy diferente de la literatura?
El cine significaba mucho para mí en la posguerra. En el destruido liceo de chicos de Le Havre, solíamos reunirnos para acudir al cine club que dirigían entonces los comunistas. Me gustaba mucho ir, y vi muchas películas en blanco y negro, todas las de Bergman, todas las películas que se veían en aquella época. El cine no es lo contrario de la literatura. Tiene su propia forma, pero está muy cerca, en el sentido de historia onírica, en el sentido de la narración de un sueño. La idea es también forma, eso es lo que me enseñó el cine. La mente del lector es mucho más rápida y ágil de lo que supone el escritor. Restablece inmediatamente las secuencias, entiende el espíritu de lo que se cuenta muy, muy rápidamente.
¿Aprendió algo de eso en el rodaje de Todas las mañanas del mundo?
Hubo un placer añadido en Todas las mañanas del mundo para el cine, y fue que Alain Corneau, con quien estaba haciendo la película, me confió la música, así que yo había indicado la música que quería, los músicos, como Jordi Savall, que quería, la grabación que hicimos juntos en Port Royal des Champs, que es un lugar elevado de espiritualidad para el jansenismo francés… En una novela no tienes la música, en una película sí, así que fue una bendición, una experiencia increíble, porque allí la otra pasión que tengo después de la literatura, que es la música, funcionaba de maravilla.
Dicen que la literatura es soledad, pero el cine es otra cosa…
Eso seguro, es aterrador [ríe]. Y la música también. Cada vez que me encuentro con Jordi Savall y decidimos ir a un concierto es un no parar, es estar constantemente pensando en comer, en los coches, en todo tipo de cosas, mientras que un escritor está solo en su rincón. La forma de vida del escritor es mucho más agradable que la de un músico o un cineasta. Por otro lado, me he dado cuenta de algo, que a mí no me gusta en absoluto, y es que a los directores les encanta ordenar. Yo no sé ordenar en absoluto, y tampoco me gusta tanto ni ordenar ni socializar.
¿Qué recuerda de su experiencia con Gallimard? ¿Qué aprendió allí de la literatura?
Lo dejé hace mucho tiempo, sí, hace treinta años que dejé de publicar. Trabajé con ellos como lector. Si hubiera sido solo leer, me hubiera gustado seguir en ello. Pero no, a decir verdad, lo que me cuesta es el contacto humano, ver a la gente… No es leer, leer es maravilloso. Pero la vida en una empresa de cien o ciento cincuenta personas es demasiado para mí, eso es todo, es demasiado para mí. En todo caso fui feliz allí, durante veinticinco años. Me dije, bueno, bah, ahora estoy parado, y sabía lo que había que hacer. He demostrado que sé trabajar en grupo, pero no me gustan mucho los grupos. Ahora, he decidido abstenerme de los grupos. Ese es mi estado de ánimo actual.
¿Con cuál de los Gallimard trabajó mejor?
Soy la única persona viva que ha trabajado con Gaston Gallimard, con Claude Gallimard y con Antoine Gallimard. Son muy diferentes. Trabajé durante mucho tiempo con Claude Gallimard. Era un hombre muy reservado, muy tranquilo, muy tímido. Incluso bastante religioso, lo que me gustaba mucho, muy respetuoso. Y tampoco le gustaba mucho la vida social, así que todo iba bien.
¿Por qué se marchó?
Porque, o bien hacía toda mi vida allí o… Bueno, ya sabes, hoy en día vivimos más. Pero, después de veinticinco años en la editorial, llegó el momento de dejarlo y lo dejé, casi treinta años han pasado desde entonces. Y me fue bien, he tenido otra vida. Pero creo que la razón más profunda es que, al igual que, en el siglo xvii, la mayoría de las personas se volvían hacia Dios al final de sus vidas, yo no veo a Dios, pero sí el silencio, el arte, el piano, la música. Necesitaba estar en mi jardín, eso es todo.
Dicen que es usted uno de los pocos escritores franceses que nunca ha firmado un manifiesto. ¿Piensa acaso que un escritor no es nadie para dar consejos sobre política? ¿O que esos consejos ya están implícitos en su obra?
No, no lo creo. Solo hablo por mí, aunque respeto mucho a los escritores que hacen lo contrario que yo. Creo que los artistas que se entregan por completo a su arte son individuos aún más singulares que los otros, y que no pueden dar ejemplo de nada. Por tanto, no pueden dar consejos a nadie. Sus obras son completamente música o completamente pintura o completamente literatura. No miran mucho a la historia del mundo, la sufren como los otros, son solidarios con los otros, pero no pueden… El arte, para mí, no da ninguna supremacía, no implica ningún heroísmo. La del artista se acerca bastante a la figura del místico, y el místico no da nada, es vertical en relación con Dios y no es capaz de dar ningún consejo político. No veo por qué un sacerdote dominico tendría que dar consejos. Estamos como en los cuadros de Zurbarán, a oscuras.
De todas formas, ante un conflicto político muy importante, una emergencia, ¿no debería adoptar una postura inequívoca todo ciudadano con suficiente fama para ser escuchado?
Entiendo lo que quiere decir… Me quedo, respecto a lo que me ha preguntado, con el concepto de «no aprovechar tu fama». No sé si conoce a un francés como Vladimir Jankélévitch o a Henri Bergson. No se posicionaron. Murieron, fueron perseguidos, actuaron solidariamente, ejercieron su resistencia como hombres, como cualquier otro, pero no lo reivindicaron, ni durante ni después. Creo que eso es lo más justo, y ahí está la clave. No me parece justo utilizar una celebridad, una fama, que no tiene nada que ver con la política, para darle una dimensión política. Dios sabe que los escritores del siglo xix lo hicieron. Yo realmente soy lo opuesto a lo que podríamos llamar un profeta. No puedo hablar ni por el futuro, ni por un grupo.
Pero usted ¿se siente en lo que llamamos una torre de marfil, por momentos?
Es una torre de arcilla, más bien. Ni siquiera una torre, no, una celda, una celda de monje, así me imagino. Al final de la Antigüedad, cuando llegaron los bárbaros, los monjes crearon cartujas o abadías o monasterios. Era una forma de posicionarse, con prácticas como el retiro a las cimas de las montañas… También era una postura profundamente política, que yo comparto. Defendían sus valores, pero no tomaban las armas. Es lo que está pasando en el mundo estos días lo que da miedo. Nunca entenderé cómo podemos pretender parar la guerra haciendo la guerra. Hay que saber tomar un camino diferente al de la guerra.
¿Le preocupa la inteligencia artificial, la idea de que un robot pueda escribir novelas o componer sinfonías?
No tengo ninguna opinión formada al respecto, porque no lo sé. Necesitaría que me mostraran ejemplos para poder juzgar, pero me parece una de esas cosas que ocurren de vez en cuando en la historia, un poco como Leonardo da Vinci o los inicios de la aviación. Pasarán otras cosas, pero no cambiará nada de nuestro dolor y de la belleza de nuestro dolor y de los campos de dolor que podremos componer. Podremos seguir escribiendo elegías no artificiales muy bellas, aún más tristes que las que pueda componer una máquina.
Usted ya tiene muchos premios, ¿le ha alegrado especialmente el Formentor? ¿Se siente tan cómodo entre sus ganadores, como Borges, Samuel Beckett o la francesa Annie Ernaux?
Sí, me emociona, me gustan mucho los ganadores del premio. Beckett es muy bueno, un gran resistente. En cuanto a Annie Ernaux, la conozco bien. Es incluso una amiga. Ella vivía muy cerca de Le Havre, la ciudad destruida donde estaba mi familia. Ella solía ir con sus padres a visitar la ruina donde yo vivía. Así que todas estas figuras son figuras muy importantes. Me siento muy, muy cerca de ellas.
¿Son importantes los premios para usted?
No todos lo son. El reconocimiento en sí no me parece muy importante porque tengo la suerte de tener un cierto público. Eso es todo, esa es mi recompensa, mi premio es el hecho de que lo que hago, que es un poco especial, sea seguido y comprendido por un cierto número de lectores. Me gusta, por ejemplo, recibir un premio de una biblioteca, porque me gustan los libros. En el caso del Premio Formentor me ilusiona porque es un premio a mi obra traducida, que podamos decirnos que, gracias a un premio, vamos a cruzar algunas fronteras y llegar a gente en una lengua distinta de la propia… Es como compartir un sueño, cuando pensabas que no podrías compartirlo. Sigue siendo un gran placer. Pero digo no a los premios que son solo galardones o, por ejemplo, puestos de entrada en academias, porque se trata solo de un reconocimiento social. Y eso no me interesa en absoluto.
¿Cree que Francia ha ignorado históricamente la cultura española? Porque, para nosotros, la cultura francesa ha sido muy importante, pero sospecho que en la dirección inversa no ha sido lo mismo…
Ah, sí, así es, la historia de Francia y la historia de España no están ligadas por la literatura. Dios sabe que las invasiones francesas fueron enconadas. Y las guerras religiosas también. En fin, es una historia complicada, muy, muy larga, eso es obvio. Y cuando Richelieu empujó a Portugal, la República de Barcelona… Y luego tenemos a Goya, aunque no está ligado a la literatura. Pero hemos tenido influencias españolas: por ejemplo, el Quijote fue un gran descubrimiento para Francia. Tanto como Shakespeare, cómo no. De la misma manera que Argelia, para mí, es San Agustín, de esa misma manera, España, para mí, siempre será Séneca, aunque suponga remontarse muy atrás en el tiempo…
Por último, si un lector piensa que la literatura de Pascal Quignard es difícil, ¿qué le respondería?
Le diría que tuve que salir de las ruinas y de una angustia difícil, que se me ofrecieron caminos complicados y los tomé. Pero que la vida me parece cada día más bella, y que espero que mis libros sean para él como para mí la vida, cada vez más fácil.
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¡Qué bella entrevista!
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