El 26 de octubre de 1922 llovía mucho en Roma. Las tropas de Mussolini estaban empantanadas a las afueras de la ciudad sin saber muy bien qué hacer. Había una cierta desorganización. Si en la capital aguardaban los fascistas dispuestos al golpe de Estado, el Duce hacía tiempo en Milán jugando al ajedrez en dos tableros: uno violento con la milicia escuadrista, las camisas negras, y el otro diplomático. «Detuvo la marcha sobre Roma porque estaba negociando el apoyo del rey Víctor Manuel III. Bloqueó a los fascistas en medio de la nada mientras esperaba en Milán un telegrama para formar el gobierno de manera legal», explica Ezio Mauro, periodista e historiador de un fascismo que arrodilló al país durante dos décadas de dictadura feroz coronada por guerras, conquistas, sangre, racismo y una fortísima pérdida de libertad.
Lo curioso es que la marcha sobre Roma, además de ser una pantomima militar, pudo evitarse. Los guerrilleros de Mussolini no estaban muy preparados, aunque sí ávidos de lucha, de poder, de revancha, de sangre. Mientras les arengaba, urgía un plan legal para entrar en el gobierno con Giovanni Giolitti seduciendo a su mano derecha —el premier Luigi Facta—, quién llegó a decir que Benito era el más indicado para erigirse como jefe. Así fue: tras un año de violencia, el rey cedió a sus peticiones y le dio toda la legitimidad necesaria para iniciar el gobierno fascista, llevándose por delante consecuentemente un liberalismo que ya estaba escribiendo sus últimos versos.
La marcha sobre Roma duró varios días. Ayudó que el rey se negara a firmar el estado de asedio —por temor a una guerra civil— dejando así a Facta contra las cuerdas. Comenzó el 26 de octubre en Perugia, donde estaba la cabina de mando de los demiurgos mussolinianos: el cuarteto negro formado por Italo Balbo, Michele Bianchi, Emilio De Bono y Cesare Maria De Vecchi. Un día después, veinte mil camisas negras comenzaron la marcha desde localidades próximas a Roma como Tivoli, Monterotondo, Castel Volturno o Santa Marinella. La capital, por su parte, estaba defendida por casi treinta mil soldados. Mussolini seguía en Milán, donde tenía la dirección del diario Il Popolo d’Italia. Por su parte, en diversas regiones del país, varios grupos de combate intentaban secuestrar trenes para alcanzar la capital lo antes posible, aunque en muchos casos eran boicoteados por militares dispuestos aún a frenar la embestida. El clima era durísimo.
A las seis de la mañana del trágico 28 de octubre, el gobierno decretó por fin el estado de asedio, pero Víctor Manuel III miró a otro lado. Luigi Facta dimitió. El país estaba sin gobierno, fuera de control. Hubo dos días de barricadas, disturbios, altercados importantes… Las camisas negras amenazaban con ocupar ministerios. Mussolini fue convocado por el rey. Llegó a Roma el 30 de octubre con la orden de liderar un nuevo gobierno en coalición. Le apoyó Antonio Salandra (expremier y líder de la derecha liberal), además de senadores, bancos y empresarios importantes del país. Fue un circo macabro lleno de miedo, intereses e hipocresía.
«Fue una marcha ficticia, una revolución bluff que duró varios días. No hubo insurrección alguna porque ya no era necesario. Mussolini usó esta propaganda pésima para enmarcar heroicamente su nombramiento como jefe de gobierno», prosigue el profesor Mauro. El resto fue un baile de máscaras hacia el Quirinal —con el rey estéril ante el saludo romano de los fascistas— y Plaza Venecia. Fue el enésimo suicidio de una Italia eminentemente joven, con apenas cincuenta años de vida desde su unificación. Y es que la milicia no juró fidelidad al rey sino al Duce, a quien reconocieron un poder supremo, divino. El gobierno se convirtió en un régimen y se metió en un túnel con varios capítulos negros: la complicidad del monarca, la inoperancia del antifascismo, la infamia de las leyes raciales del 38, el apoyo de la élite y el delito del socialista Matteoti.
Mussolini fue el padre del fascismo, comprendió perfectamente que sin su retórica y su violencia jamás podría haber alcanzado su cometido. Lo usó para trascenderlo, como en esa jornada lluviosa de Roma en la cual, desde Milán, pedía comprensión a sus hombres y sobornaba, coaccionaba a un rey débil. El primer gran error de este fue no firmar; el segundo lo cometió al aprobar las leyes raciales del 38. «En su exilio de Egipto», recuerda Ezio Mauro «confesó que lo hizo para evitar una matanza». Víctor Manuel III de Saboya, así, homologó otra si cabe mucho más cruenta. La de los judíos italianos llevados a los campos de concentración.
El origen
Hubo un embrión antes de la marcha circense de Roma, con los fascistas desfilando en busca de una victoria que ya tenían gracias a la abdicación del Estado. Un inicio antes de que industriales, comerciantes, institutos de crédito, empresas aseguradoras públicas y privadas y empresarios la asumieran económicamente, según explica Giuseppe Bonfanti en su libro Il Fascismo.
Benito Mussolini defendió a Italia como voluntario en la I Guerra Mundial. Partió en 1915. Dos años después fue enviado a casa por una herida importante, pero siguió de cerca el devenir de su país contra Alemania y el Imperio austrohúngaro. Quiso interpretar el estado de ánimo de los italianos. Lo hizo primero con el uniforme; después en la calle. Italia ganó esa guerra, aunque como dijo el poeta y militar Gabriele D’Annunzio fue una victoria mutilada. Con éxito, aunque con heridas y traición pues no se respetaron los decretos del Tratado de Londres.
En 1918, durante las celebraciones en Milán, Mussolini se reunió por vez primera con los famosos arditi (los osados), un grupo de guerrilleros frustrados, soldados de asalto llenos de ira, rabia y violencia. Utilizados para el conflicto bélico; olvidados en periodo de paz. Siempre listos para la lucha, los arditi tenían simpatías que iban desde la república hasta la anarquía. Temerarios e indisciplinados, muchos de ellos se integraron en los Fasci de combate, fundados por Mussolini el 23 de marzo de 1919 en la milanesa Plaza de San Sepulcro. Fue un antipartido destinado a neutralizar la derecha —refractaria al cambio— y la izquierda, con tendencia a la autodestrucción. Fue la semilla violenta del futuro Partido Nazionale Fascista.
El 4 de junio de 1919, los Fasci se presentaron con un programa definido por ellos mismos como «antidogmático y antidemagógico. Sanamente italiano. Revolucionario e innovador». En él estaba el sufragio universal femenino y elegibilidad, la formación de consejos nacionales técnicos del trabajo, la jornada laboral de ocho horas, la gestión de industrias y servicios públicos a las organizaciones proletarias, la expropiación parcial de todas las riquezas y el secuestro de bienes de las congregaciones religiosas. Desgraciadamente, con los arditi ya mimetizados en las entrañas fascistas, el programa se convirtió prácticamente en papel mojado. Todo resultó muy fácil. La previa duró tres años. Italia se estaba estigmatizando. Para siempre.
Si 1922 fue el año del fascismo, el 19 fue el origen, el germen de su lado más oscuro y miserable. Fundado por un Mussolini herido de guerra, hasta entonces con un currículum lleno de contradicciones: expulsado dos veces de Suiza y detenido por vagabundaje. Además, fue agitador socialista, estuvo en la cárcel de Boloña con Pietro Nenni por manifestarse en contra de la guerra en Libia, y como periodista dirigió el Avanti! Luego fue expulsado del partido por su conversión al interventismo. Fundó el diario Popolo d’Italia y, durante la creación de los Fasci en Milán, juró a los fieles con el puñal del ardito y escuadrista Ferruccio Vecchi: «Listos a matar o morir por defender Italia del enemigo interno». «Demoler el bolchevismo». «Guerra al socialismo».
No tardó en recibir el primer gran revés con las elecciones de ese mismo año. El resultado fue un rotundo éxito socialista con casi dos millones de votos a diferencia de los Fasci. Mussolini apenas dos mil, y sin ningún diputado en el Parlamento. No había nacido, y ya estaba a punto de morir el fascismo. De hecho, mientras los socialistas salían en procesión con ataúdes sarcásticos del futurista Marinetti, Gabriele D’Annunzio o el propio Duce, Benito se debatía entre dejarlo todo y dedicarse a ser actor, tocar el violín y pilotar aviones o bien dotar de violencia al fascismo para hacerse con el país aprovechando la frustración de la gente. Como dice el profesor Mauro (otrora director del periódico laRepubblica), «Benito recuperó el recuerdo ancestral de la fuerza, algo primitivo. El rito sustituyó a la cultura y la lucha a la prepotencia». Todo ello se vio ayudado por un clima inestable con Giolitti (liberal; cinco veces presidente del Consejo) pretendiendo institucionalizar el fascismo para poder neutralizarle, los comunistas mirando a Moscú, populares aún sin experiencia, socialistas divididos… Y una Rusia de Lenin que asustaba a la burguesía y a los empresarios industriales, con temor a que Antonio Gramsci fabricara soviets italianos que teorizaran sobre el Ordine Nuovo. De hecho, el 1920 fue el año de ocupación de fábricas. El monstruo iba cogiendo forma, aunque aún quedaban dos años para su oficialidad, con gran repercusión también en la prensa española e internacional. De hecho, Gabriel Alomar (diario La Libertad) en noviembre de 1922 alertaría a una pobre Italia a perder su rol histórico de motor de emancipación y progreso. «Italia ha sido víctima de un golpe de Estado. El fascismo no era un partido sino una apuesta. Si hubiera tenido fe en sus fuerzas espirituales no habría recurrido a la organización militar ni a sus coerciones criminales. Esto no es una revolución, ya que esta es un fenómeno socialmente y políticamente liberatorio desde el cual se accede al poder clases sociales antes excluidas. No, el fascismo no fue eso».
D’Annuncio y Fiume
Jamás fue sencillo interpretar a Mussolini. Enseguida comprendió que los Fasci eran viscerales y aguerridos para el electorado conservador y demasiado blandos para los progresistas. Así pues, contra todo pronóstico, tomó distancias con D’Annuncio, quien con la conquista de Fiume el 16 de septiembre del 19 (un hecho que el propio Benito reivindicó como un acto fascista) regaló a Italia, a su pueblo, a los arditi que le ayudaron en la gesta, la ilusión de una nueva gloria imperialista en el Adriático. Devolvió la italianità a Fiume, después suplantada por Tito y su utopía socialista y sanguinaria en Yugoslavia. «Temió a D’Annunzio porque le vio como el verdadero guía espiritual. Se distanció de él durante 1921 y 22 porque le vio como un competidor. Era amigo de Mussolini, pero no un fascista. Hizo apología de la romanità, y en esa retórica de Fiume se escondía el cimiento de la marcha en Roma, pero eran dos gallos en el mismo corral», asevera el profesor.
Il Duce intuye todo y cambia piel. Quien comenzara como un socialista anticlerical de la Emilia-Romaña, abandonó el socialismo por su debilidad respecto al de Lenin. Después, jugueteó con D’Annunzio, usó a masones, arditi y futuristas para fundar un partido anticlerical y antiburgués, y en 1920 abrazó a los liberales, contrarios a la toma de Fiume. Nació así el fascismo, un partido, un instrumento antisocialista y antipopular. Fue levantado por Mussolini con la ayuda de tránsfugas de otros partidos y gente sin escrúpulos dispuesta a todo. El proceso de conversión mussoliniana a la derecha —abandonando así el tradicionalismo de partidos italianos— tuvo fecha de nacimiento oficial: 7 de noviembre de 1921, en la fundación del Partido Nacional Fascista (PNF). El clima fue de guerra civil, porque ese grupo de revolucionarios que soñaban la utopía de un mundo nuevo, sin derecha ni izquierda, se detenía en una estación conservadora con un partido de orden destinado a convertirse en el único de una Italia totalitaria.
En las elecciones de 1921, el PNF —aliado con Giolitti— obtuvo treinta y cinco escaños, de los cuales uno fue para él mismo. Era la certificación de la mutación: los fasci se convirtieron en el PNF. Lo que fuera un movimiento juvenil de fuerza heterogénea, sin ideología clara de fondo y sin matriz de partido (quería abolir el Senado, dar casas coloniales a agricultores, bajar la edad de voto a dieciocho años y potenciar la escuela), se puso el traje chaqueta para coquetear con el Estado comiendo con él. No ayudaron los cuatro gobiernos italianos en dos años, tampoco la dimisión de Giolitti ni el romanticismo de Antonio Gramsci, seducido por Rusia. En el 22, poco después de la marcha en Roma, la hegemonía se iba haciendo mayor con unas elecciones administrativas donde triunfó la derecha y en muchas realidades el fascismo propiamente dicho.
Alcide De Gasperi (democracia cristiana), Francesco Saverio Nitti (radical) o Filippo Turati (socialista) debatirán largo y tendido sobre qué hacer ante esta nueva amenaza que está naciendo en Italia. Un enemigo armado con porras fetiche y eslóganes lacónicos. «Roma o muerte».
Así los describió el escritor italiano Alberto Moravia cuando entraron en Roma por Piazza del Popolo. «Eran cazadores de provincia. Llegaban del campo con sus camisas negras. No tenían aspecto militar». Mussolini en 1922 se convirtió legalmente en dictador. Formó un ejecutivo en coalición con populares y liberales. Usó los extremismos y la violencia de los escuadristas para una política conservadora. Esa es la paradoja. Usó la idolatría, la deificación de la nación y, cuando fue necesario, sobornó a la Iglesia para que esta dejara de instigar a los antifascistas. No es una leyenda que el papa Pío XII, durante la II Guerra Mundial, animara a los partisanos a permanecer en sus casas. El fascismo ya era entonces, junto al nazismo y la Unión Soviética, el tercer totalitarismo del siglo XX. Quizás, el más ambiguo, complejo y contradictorio de todos. Probablemente el menos totalitario de los tres.
(Continuará)
Muy interesante el artículo.
Un detalle menor: entiendo que la palabra «envestida» al final del tercer párrafo, si bien existe, no es la que se quería utilizar.
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No es de menos recordar frases y la prohibición memorable del fascismo del Gran Machazo; nada de usar el Lei (Ella, pero también Usted), siempre el Voi, Vosotros. Nada de ambigüedades verbales. «Creer, obedecer, combatir». «¿Avete figliato, donna? (¿Ha hecho hijos, señora? Una pregunta que en boca de él sonaba a una orden. Madre mía, qué gente. Y todavían andan dando vueltas por ahí.
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