Dicen que la cara es el espejo del alma, pero eso no es cierto.
(Afortunadamente para los que no somos muy guapos, oigan).
Dicen que la cara es el espejo del alma, pero eso no es cierto. Miren, si no, esa maravilla que lleva por título Grito nocturno, y que ha escrito y dibujado Borja González, y que editó Reservoir Books (2022). Miren, miren… allí no hay rostros, ninguno, pero asoman almas (y sensibilidades, y metáforas, y símbolos, y belleza de esa que obliga a detenerte, respirar y seguir leyendo) por cada pliego de dibujos (por cada pliego de los dibujos y de lo que ocurre entre los dibujos, que tiene igual trascendencia).
Sin caras.
En Grito nocturno hay tres estilos, que son tres personajes, que son tres colores (tres que, además, convergen luego en la misma paleta). En Grito nocturno se repiten nombres con respecto a The Black Holes (primer volumen de esta trilogía), pero en realidad solo se repiten nombres, y no personalidades, aunque, puede (únicamente puede), se repiten también personalidades, al margen de los nombres. Bueno, ya saben de lo que hablo. O no.
Grito nocturno nos habla de tres chicas. De tres adolescentes, de tres mujeres, de tres ancianas. Grito nocturno habla de las moiras, de las nornas, de las parcas, de las damas cambiantes que nos mostró Gaiman en The Sandman. Solo que no, que no es tan evidente. La trinidad se distingue, aquí, porque no es unívoca. La trinidad trasciende.
Y asciende, con perdón de la rima interna. Asciende del uno al tres. En lo cromático. Hay un personaje que se identifica con un solo color, hay un personaje esbozado en dos, hay un tercero que tiene tres. Ninguno posee rostro, pero el anonimato juega como identificación. Son tan «ellas» que podríamos decirlas «nuestras». O «nosotras», vaya.
Sigamos con los colores. En Grito nocturno la luz es amarilla, como la oscuridad es azul, y no solamente hablo de paisajes, fondos y ambientes. Consigue Borja González transmitir emoción, rasgos de psicología, personalidades más allá de lo evidente, más allá de lo que nos gustaría reconocer, con estos juegos cromáticos. Consigue que nos creamos una ciudad color zafiro, un crepúsculo color rosáceo, pelos que cuentan lo visible y lo que no, confín entre vida y muerte que se va disgregando, que se pierde por elipsis, palabras que no necesitan ser dichas y psicopompos con forma de lechuza. Dualidades, también, hechas de aguas y firmamentos que dialogan, directamente, con The Black Holes. ¿Se puede disfrutar Grito nocturno sin haber leído la anterior? Pues miren, sí, y eso es mérito enorme, porque no resulta fácil. Al final terminas embelesado en un juego sensorial que, como escribió Paula Cantó, se siente más que leer…
Entre otras cosas porque… ¿saben qué? Olviden todo lo anterior, olviden todas las referencias clásicas (de nuétigas en adelante), olviden los espacios recurrentes que cuentan cosas a nivel subliminal… Sí, dejen lo sesudo para una lectura posterior (porque llegará, porque habrá de llegar, una lectura posterior). Dejen eso, y disfruten, únicamente, de la historia. De tres adolescentes (o postadolescentes, que es como decir adolescentes con temores adultos) perdidas, confusas. A veces frágiles, a veces bajo una pátina de fortaleza que es, como los colores del crepúsculo, apenas trampantojo de lo que realmente ocurre. Nadie sabe qué quiere durante la adolescencia, nadie, y eso funciona igual si has pasado por alguna experiencia traumática, si aun no naciste para la vida o si tienes miles de años (centuria más o menos). Porque en ese tiempo, en ese tiempo misterioso de cambios y terrores, lo único que anhelas es una identidad. Eso es lo trascendente en Grito nocturno. Y está tratado con tanta sensibilidad, con tal delicadeza, tal falta de salidas facilones y lágrima buscada, que suena fuertemente real.
Como debe ser, supongo.
Luego están las referencias. Evidentes o escondidas, esbozadas por cartelitos y títulos aquí y allá, o en sugerencia de estilo, construcciones que podemos reconocer aunque jamás hayamos visto su modelo (ni nosotros, ni nadie). Esos árboles, sí, que se retuercen con tentáculos a lo Lovecraft. Machen, Poe, Jacobs, Shirley Jackson, que nos encanta a todos Shirley Jackson, Mike Mignola (de forma muy irónica, que es la única forma de homenajear a Mignola sin caer en parodias… aunque esas figuras geométricas habiten el mismo plano simbólico que las de Hellboy cuando cae al infierno), Iris Murdoch, Le Fanu, Miyazaki, Wells. Füssli y su pesadilla (el mismo Füssli de Shakespeare, el que pintó el Macbeth, las tres brujas del Macbeth, la unidad que es tres que es uno, de nuevo). Literatura, historias, vidas. Tener una librería de libros viejos (una de lance, una de usados, una a la que van estudiantes sin pasta) es, también, invocar a los espíritus. A los que habitan páginas y a los que amaron allí alguna vez…
(Igual que la única forma de salvar a alguien es abrazarlo. No besar, no acariciar, no poseer… solo abrazarlo. Y así se ahuyentan los peligros. Incluso los peligros que vienen de otros tiempos).
Ah, y una última delicia… chispazos de humor. Nunca hay suficientes chispazos de humor. No, al menos, en las obras que realmente cuentan cosas importantes. Y Grito nocturno cuenta cosas muy importantes. Así que, permítanme, necesitamos sonreír. Cuando una de las protagonistas sabe de otra que edita un fanzine, y, supone, necesita dinero (acertada diagnosis, oigan). La vuelta de tuerca (cariño, embeleso) a la cultura pop. O la perversión de los clichés que ataca de forma inmisericorde según avanzas en lectura. Esa acidez amable de Laura, ese juguetear con el nombre (y los nombres son trascendentes aquí, saber el nombre de alguien es tanto como controlar sus poderes, y por eso el shem shemaforash, y por eso Indiana Jones casi se cae por el abecedario en el templo del cáliz, y por eso Athanasius Kircher, y por eso debes tener cuidado en los subsuelos de Toletum, y esas cosas). Aproximadamente, tampoco querría contarles más.
Cómo perderse un cómic que nos habla sobre «brujas saliendo por sus ventanas de caramelo». Cómo, díganme.
No lo hagan, por favor.
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