Cuando nos preguntamos qué es Europa, las respuestas pueden probablemente ser muchas, aunque a mí solo se me ocurren tres: Europa nace con el diálogo como forma de pensamiento y, por tanto, su origen se encuentra en la Grecia de los siglos V–IV a. C., o bien en ella se dio forma a ese modo tan singular de narración que llamamos el «arte de la novela», o, por último, Europa es el resultado del nacimiento de una nueva religión, el cristianismo, y su punto de partida hay que situarlo en la Edad Media. Cada uno de estos tres elementos, la filosofía griega, la novela de Cervantes y sus continuadores, y la religión cristiana, debe entenderse, naturalmente, dentro de una constelación de múltiples factores que habrían condicionado el nacimiento de una cultura, no de una nación, multiforme, aunque dotada de una poderosa unidad, como se pone de manifiesto en cuanto se la compara con otras culturas del mundo.
En los meses de octubre y principios de noviembre de 1799, Friedrich von Hardenberg pensó en Europa y, al calor de la lectura de Schleiermacher (Acerca de la religión), llenó un cuaderno de ideas que desembocaron en el texto que más tarde se habría de titular Die Christenheit oder Europa. Ein Fragment, con una conjunción disyuntiva que, en este caso, parece establecer sinonimia, es decir, que Europa es la cristiandad. Tras la Reforma luterana y la Revolución francesa —nos dice Novalis—, nuestra cultura solo podía aspirar a una auténtica renovación desde la religión cristiana, lo que para él significaba fe y amor, poesía e imaginación, interioridad y energía, creación y verdad. Novalis leyó su texto ante sus amigos del círculo de Jena, es decir, Tieck, August Wilhelm Schlegel, Friedrich Schlegel y Dorothea Veit, que lo acogieron con escepticismo. Según el testimonio de Ludwig Tieck en el prólogo a la quinta edición de la obra de Novalis, a todos les pareció que el texto era «flojo» (schwach), y así permaneció inédito hasta la cuarta edición de las obras completas en 1826, aunque no por decisión de sus editores, Tieck y Friedrich Schlegel, sino gracias a su editor en Berlín Georg Reimer, tal y como nos cuenta Gerhard Schulz en la nota a su edición (Schulz 1987: 801).
No tengo la intención aquí de comentar el texto de Novalis, por lo demás de una gran complejidad y riqueza, pero sí de seguir su rastro al no poder concebir Europa sin el cristianismo. Ya Erich Auerbach cifró el éxito aplastante de la religión cristiana durante la baja latinidad o la tardoantigüedad en su uso del sermo humilis, estilo humilde o bajo, que permitió una comprensión generalizada de sus contenidos significativos (Auerbach 1966: 30-37). No hay duda tampoco de que la exégesis vertida en los libros sagrados, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y la necesidad de encontrar en ellos una coherencia que permitiera unirlos siendo esencialmente diferentes crearon una peculiar estructura de comprensión de las cosas y del mundo que desde los padres de la Iglesia denominamos pensamiento figural o tipológico, según el cual una primera época (léase Antiguo Testamento) anuncia y prefigura una segunda (Nuevo Testamento) que completa y consuma la anterior (Auerbach 1998), con una consecuente valoración de «lo nuevo» cuya sensación, elogiada por Baudelaire, no es síntoma de la modernidad, sino simplemente del cristianismo.
A esta lúcida valoración del cristianismo como una religión configuradora de una nueva cultura nacida de los escombros del Imperio quisiera añadir otro aspecto de la cultura europea: el arte. Desde la Edad Media hasta el siglo XX parece imponerse en las manifestaciones artísticas una gran coherencia y homogeneidad, que se manifiesta, en especial, en la posibilidad de establecer relaciones entre el arte medieval y el de las vanguardias del siglo XX. A primera vista pueden resultar sorprendentes tales convergencias, aunque, según trataré de exponer en este artículo, no dependen sino del cristianismo, no tanto como religión sino más bien en un sentido mucho más amplio, es decir, como cultura. Sus semejanzas no proceden de apariencias superficiales captadas por un ojo atraído por las formas, sino de algo mucho más interno y profundo que tiene que ver con el sistema de representación nacido de la teología cristiana y en concreto del misterio de la encarnación. Cuando Europa comenzó a reconstruirse de las ruinas imperiales y se asentaron los pueblos en continuo movimiento procedentes del este, tras un largo periodo de absorción e integración del ascetismo eremítico de los desiertos de Oriente en el nuevo monacato de Occidente, un nuevo arte, que paradójicamente conocemos como «arte románico», vino a florecer tanto en el norte como en el sur del continente, mostrando que el cristianismo ya no se sustentaba en la premisa aristotélica de la imitatio naturae: la representación se desentendía del mundo circundante para concentrarse en la representación de lo invisible, o sea, el mundo celeste y sus habitantes, el mundo inteligible o no manifestado. El gran historiador del arte tradicional Ananda K. Coomaraswamy distinguió entre la representación que busca imitar la natura naturata, la naturaleza dada tal y como se presenta a nuestros ojos, de aquella que indaga en la natura naturans, es decir, en el obrar de la naturaleza, en las leyes secretas que el artista debe descubrir. De tan dispares disposiciones surgen naturalmente formas de representación antagónicas: una, naturalista y «realista»; la otra, hierática y geométrica.
Para la primera, la perspectiva como forma de captar el espacio constituirá un logro fundamental, tal y como se comprueba en el arte renacentista; para la segunda, en cambio, carecerá de todo interés. El arte tradicional —y el románico lo es— nace como fruto de una experiencia visionaria o, como dice Coomaraswamy, «del artista que ha visitado el cielo», cuya obra será repetida por aquellos otros menos afortunados a los que no se les pide originalidad alguna sino autenticidad, por lo que tal arte podrá repetir incansablemente los mismos esquemas iconográficos, los mismos colores, los mismos gestos (Coomaraswamy 1977: 43-71)
El cristianismo introdujo una ruptura con respecto al sistema de representación antiguo no solo al abrirse al mundo del más allá, sino también al tratar un logos que no tenía nada que ver con el antiguo, justamente «porque se hizo carne», siendo necesaria la distinción entre carne y cuerpo, tal y como nos enseñó Michel Henry: la carne o la materia, invisible, pues es autorrevelación de la vida (Henry 2000: 28-29).
Lo que aquí propongo es una reflexión necesariamente parcial acerca del carácter antimimético y antifigurativo del arte medieval y el de las vanguardias, partiendo de la hipótesis de que la convergencia entre estas dos épocas deriva de un origen común en el cristianismo. Ordenaré estas ideas en tres partes a partir de ejemplos concretos que muestren, en primer lugar, esa ruptura con un sistema de representación para la instauración de otro nuevo; en segundo lugar, abriré una discusión acerca de sus posibles relaciones con el arte de las vanguardias; en tercer lugar se indagarán las posibles comprensiones de tales relaciones.
1.
Un dibujo, quizá realizado en un ambiente cisterciense por una monja del Rin en el siglo XIV, será el punto de partida de estas reflexiones. Se trata de un dibujo sobre papel, de dimensiones reducidas (25,5 × 18 cm), que se conserva en el Museo Schnütgen de Colonia (Figura 1). Es un dibujo único, pues reproduce el tema propio del gótico, una crucifixión, pero lo resuelve de un modo inusual. Todo el cuerpo de Cristo está cubierto de sangre. Al pie de la cruz, abrazándola, están san Bernardo y una monja a quienes la sangre del cuerpo de Cristo no les alcanza, porque ni una sola gota aparece sobre ellos. El dibujo fue expuesto en 1980 y hasta ese momento no parece que hubiera captado el interés de nadie. A partir de su exposición fue objeto de atención por parte de Georges Didi-Huberman, que le dedica siete páginas en Devant l’image (Didi-Huberman 1990: 243-249), y de Jeffrey F. Hamburger, que quiso comenzar su libro Nuns as Artists con un amplio comentario del dibujo (Hamburger 1997: 1-4). Son dos lecturas muy diferentes, pero ambas se preguntan por el sentido del dibujo y su extrañeza.
Después de una descripción minuciosa centrada en el color rojo, Didi-Huberman comprende que aquí «todo el cuerpo se ha convertido en herida». No se trata ya de las cinco heridas de Cristo (en las manos, en los pies y en el costado), sino de que, en esta versión de la crucifixión, se ha expuesto algo diferente a lo habitual, lo que implica «un trabajo paradójico de la presentabilidad de la imagen», pues «esta se encuentra ante nosotros, demasiado lejos o demasiado cerca». De este modo, el artista habría desfigurado su dibujo al verter el color rojo, «sin prejuzgar lo que conseguiría con ello, ni siquiera el efecto que saldría de ahí». Continúa diciendo que «el artista ha escogido aquí el riesgo de lo impensable», puesto que «¿cómo hacer una mancha pensándola de antemano, pensándola como se construiría un punto de perspectiva?». Y continúa sosteniendo: «La mancha se hace ella sola, y tan deprisa que el pensamiento elaborativo no tiene tiempo de construir lo que sea de representacional en la imagen». En efecto, el rojo que cubre la figura de Cristo es una «mancha» que escapa a toda ley de representación para ser pura presencia. Didi-Huberman califica como único este acto de pintura, en el que se asiste, por un lado, a la libertad absoluta de la mano, pero, al mismo tiempo, a un acto de exégesis: «Pues había un acto de exégesis en esta presentación de un Cristo no exactamente representado, sino simplemente ungido (christos) de color. Hubo simple acontecimiento y virtualidad, riesgo absoluto de la mano y pensamiento de un misterio, hubo choque visual y despliegue exegético. […] desfiguración, violencia hecha a la iconografía y a la imitación clásicas de un cuerpo suspendido en la cruz». En un estudio previo sobre Tertuliano, Didi-Huberman contrapuso la imitación, propia del mito pagano, a la encarnación «que solo encuentra la inverosimilitud de lo real», de modo que se puede deducir una oposición entre el tratamiento antiguo y pagano de la imagen frente al cristiano, esencialmente antimimético (Didi-Huberman 2007: 97-152). Concluye su comentario sobre el dibujo del Museo Schnütgen sosteniendo que «el Cristo-mancha no es solo una mancha, es también Cristo y es una mancha porque es justamente Cristo. No hay nada de abstracto en todo esto». Volveré sobre esta última afirmación, que constituye justamente uno de los puntos de discusión en este artículo.
Una distinta comprensión ofrece Jeffrey F. Hamburger, que no podía dejar de interesarse por esta imagen aunque por motivos diferentes a los que movieron a Didi-Huberman. Hamburger la entiende como una imagen salida de una mano femenina, debido a su carácter no profesional, propia de lo que conocemos como Nonnenarbeit («trabajo de monjas»). En su mirada el Cristo crucificado es también una «enorme herida», pero sobre todo entiende que se trata de un Andachtsbild («una imagen devocional»), con un significado hondamente sacramental (Hamburger 1997: 3).
Nos encontramos, pues, ante una imagen muy particular dentro del «estilo gótico», surgida ya sea por un gesto de repentina libertad experimentada por el artista, ya sea por el gesto de un género no reconocido en el «arte» de la época, es decir, femenino. Imprevisible, en cualquier caso; producto del azar. La cuestión que nos interesa ahora es que esta imagen es un caso extremo dentro del tratamiento de la imagen propiamente cristiano, pero que responde a la teología cristiana y a su necesario elogio de la carne. En el estilo gótico, en el que parece que el realismo se ha apoderado de las formas, este dibujo no puede ser sino testimonio de las posibilidades inherentes a la teología de la encarnación.
2.
La imagen del Museo Schnütgen contiene un enigma: ni a san Bernardo ni a la monja al pie de la cruz les alcanza la sangre de Cristo. Sorprende, en efecto, que no estén manchados por esa sangre que cae como lluvia torrencial. Frente a este hecho enigmático, en cambio su presencia en esta escena de crucifixión evoca la popular historia de san Bernardo de Conrad de Eberbach, que describe que un monje de Morimond fue testigo de que Bernardo abrazó la cruz. Volviendo a la sangre de Cristo y a su ausencia en el santo y la monja, pienso que el motivo es que el artista quiso mostrar al crucificado y a estos personajes en mundos diferentes; al primero, en el mundo visionario, y a los segundos, en el mundo terrenal. En el arte medieval, ambos mundos siempre están separados y diferenciados, por lo general por medio de elementos geométricos (círculo, mandorla, etc.). El Cristo crucificado y el torrente de sangre parecen el traslado al papel de una experiencia visionaria, la del mismo san Bernardo y la monja, en los que se refleja el artista. El dibujo del Museo Schnütgen podría ilustrar una de las visiones de la reclusa Juliana de Norwich, que, durante la segunda mitad del siglo XIV y principios del siglo XV, escribió un libro de revelaciones. Las imágenes textuales que encontramos en ese libro poseen la misma potencia y la misma peculiaridad que el dibujo. Juliana contempla el rostro de Cristo ensangrentado por la corona de espinas y, de repente, la sangre inunda toda la pantalla visionaria, hasta el punto de producir una imagen monocroma y abstracta (Cirlot 2019: 60).
Como hemos visto, Georges Didi-Huberman negaba el carácter abstracto del dibujo del Museo Schnütgen. Su argumento era que la mancha no era solo una mancha, sino Cristo. No hay duda de que el dibujo «pertenece» a su época, por muy peculiar que sea y que es tarea del historiador «comprenderlo» en su propia época. La contextualización se advierte como un paso inevitable en todo proceso hermenéutico. Sin embargo, ello no implica que no se pueda hablar de abstracción tanto para la mancha roja del dibujo del siglo XIV como para la mancha roja vista por Kandinsky en el crepúsculo moscovita, tal y como la relata en Rückblicke (1904-1911) (Cirlot 2019: 72-76). Podríamos decir que se trata de dos abstracciones diferentes, ligada cada una de ellas a su mundo, pero abstracciones en definitiva, pues en ambos casos la mancha se impone sobre la figura. Además, hay que decir que este dibujo no está solo. En un manuscrito de procedencia cartuja, fechado en los primeros años del siglo XVI, sus primeros folios (1v, 2r) tienen como objeto de representación las gotas de la sangre de Cristo rojas sobre un fondo negro, así como otro folio (7v) se presenta completamente rojo, como un monocromo, sino fuera por una esquemática representación de las heridas de Cristo (Cirlot 2019: 60-70). Los estudiosos se esfuerzan por situar estas manifestaciones artísticas en su época, por entenderlas como respuestas visuales a cuestiones teológicas, como la del apofatismo, que desde el pseudo-Dionisio sostuvo que a Dios no se le puede conocer y que el único camino para llegar a él es una negación tras otra, como mostró san Juan de la Cruz en su ascensión al monte Carmelo. El exilio de la figuración parece ser la solución visual a la vía negativa. En efecto, cada época argumenta a su modo la cualidad de sus imágenes, pero, cuando por caminos diversos se llega a resultados semejantes, también eso debe ser comprendido. Me parece significativo el hecho de que los artistas reconozcan de pronto sus descubrimientos en el arte del pasado, como Yves Klein, que en los azules de Giotto reconoció sus monocromos, aunque los azules de Giotto fueran el cielo (Cirlot 2019: 100).
3.
Las imágenes insólitas en la Edad Media proceden en ocasiones de trasladar al plano visual lo que en un texto es una figura retórica, como, por ejemplo, la metáfora. Otto Pächt comentó algunas de las miniaturas del artista bizantino, Teodoro, que en el siglo XI pintó literalmente las metáforas del Salmo 91:13: «Florece el justo como la palmera, / crece como un cedro del Líbano. / Plantados en la Casa de Yahveh, / dan flores en los atrios del Dios nuestro, ofreciendo una imagen que podríamos considerar surreal» (Figura 2) (Pächt 1986: 167-168). En otras ocasiones se impuso la sinécdoque, es decir, tomar la parte por el todo, como es el caso de la sangre de Cristo, o la herida del costado, que en los libros de uso privado, como los salterios o los libros devocionales, aparece exenta y rodeada de las arma Christi (corona de espinas, clavos, martillo, lanza, etc.) (Figura 3). Pero, en realidad, la idea de que la imagen resulta de una plasmación literal de una figura retórica ¿explica verdaderamente su carácter insólito? Si, por un lado, es necesario comprender el proceso por el que se llega a imágenes como estas, sus formas y colores se imponen para establecer un diálogo que traspasa los siglos sin que ello suponga establecer identidades entre las distintas épocas y sus imágenes, sino antes bien reconocerlas en su extrañeza y quizá también en su origen común.
En un ensayo fundamental para la estética de la recepción, dedicado a comprender el proceso de la liberación de la imitatio naturae por parte del hombre creador, Hans Blumenberg entendió la cuchara de la que habla Nicolás de Cusa en el diálogo De mente (1450) como un objeto que se adelantaba a su época, en la medida en que claramente su creador consideraba que en la naturaleza no había nada semejante y que, por tanto, era una creación independiente de ella: «La cuchara no tiene, fuera de la idea de nuestra mente, ningún modelo». Blumenberg distinguió entre «un indicio histórico» y «una fuerza configuradora de la historia», de modo que la cuchara de De Cusa no solo puede entenderse como un «indicio histórico» (Blumenberg 1999: 77-81): demasiado pronto para que con este solo testimonio nos encontremos con el hombre creador liberado de su dependencia con la naturaleza y, por tanto, ante una fuerza configuradora. Diría que es lo mismo que sucede con el dibujo del Museo de Schnütgen o la herida de Cristo en el Salterio de Bonne de Luxemburgo. La abstracción no será una «fuerza configuradora de historia» hasta el siglo XX con Kandinsky y Malévich, pero estos «atisbos» están ahí, como resultados de procesos mentales e imaginarios propios de su tiempo, aunque llegando a soluciones análogas a las de las tendencias que se impondrán después de siglos.
El cristianismo, con su apertura a un más allá trascendente y al misterio de la encarnación, hizo de la invisibilidad su objeto pictórico, ya fuera esta la del reino de los cielos o la de la carne de Cristo. No hay duda de que la imitatio antigua no podía servirle con tales propósitos y tuvo que recurrir a otros procedimientos para lograr sus objetivos. El arte románico con sus teofanías que hicieron visible lo invisible supuso una magnífica respuesta a sus intenciones. La maiestas domini que inundó los ábsides de las iglesias románicas es suficiente muestra de ello (Cirlot 2023). Cuando la paradójica humanidad de Cristo pasó a ser el tema de la indagación pictórica en el arte gótico, la meditación y la visión se convirtieron en los procedimientos originantes de las formas artísticas. Desde finales del siglo XI, la pasión de Cristo, escasamente descrita en los Evangelios, fue objeto de significativas ampliaciones por parte de Anselmo de Canterbury, san Bernardo o Eckbert von Schönau, pero la descripción detallada no se dio hasta el siglo XIII y la nueva espiritualidad franciscana con san Buenaventura, el texto anónimo de las Meditationes vitae Christi o el Stimulus amoris, de Jacobo de Milán, para citar las obras más decisivas a la hora de crear las nuevas imágenes. Las experiencias visionarias desplegaron las meditaciones sobre estos textos y se trasladaron a los soportes pictóricos, los retablos, fundamentalmente, o las páginas de los libros devocionales en los que la libertad de los artistas era mucho mayor. La tortura del cuerpo de Cristo alcanza en las imágenes textuales cotas insospechadas y, como ya hemos visto, fueron plasmadas en las creaciones pictóricas. La mostración de la carne exigía una representación antimimética y también antifigurativa. La abstracción y el informalismo se hicieron necesariamente presentes para plasmar fielmente la sangre de Cristo como mancha, y la carne torturada, como viejos sacos cosidos o densos empastes cromáticos. Así pude verlo en las visiones de Juliana de Norwich. Boris Groys ha definido la historia del arte europeo como «la historia de un sufrimiento» cuyo relato central es el sufrimiento de Cristo. En la modernidad, del cuerpo torturado de Cristo se pasó a la tortura de la tela, en la que «la imagen se quema, se corta, se desfigura, se ensucia y se maltrata físicamente de las maneras más diversas» (Groys 2020: 145-160). La obra de Alberto Burri es suficientemente demostrativa de ello.
Estos ejemplos, que abarcan del siglo XII al siglo XV, me parecen indicativos de que Novalis estaba en lo cierto: la cristiandad o Europa, porque no es posible pensar Europa sin la cristiandad. Por ello, en la pintura del siglo XX, en Picasso o Tàpies, aflora de vez en cuando la imagen del crucificado, como recuerdo del mito original que rompió con el sistema de representación antiguo para imponer uno nuevo que ha perdurado hasta nuestros días. Por ello también hay que recurrir a la mística cristiana para comprender el arte de un Ad Reinhardt o Mark Rothko, americano uno y ruso el otro, aunque dentro de la tradición europea (Taylor 1992). El cristianismo configuró una cosmovisión y una estructura de pensamiento afectando a los modos de representación que, al margen de la fe y de las creencias, todavía otorga una identidad a la cultura europea.
Bibliografía
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