Gastronomía Ocio y Vicio

El rastro de la leche

El rastro de la leche

Habla mientras corta. Ricardo Remiro apenas mira la cuña de queso que rebana en porciones sobre una tabla de madera vieja. Tac, tac, tac. El cuchillo, hoja de campo cicatrizada, deja tras de sí triángulos milimétricamente iguales. A cada tajo, un reguero de leche de formas geométricas inunda la cabaña. Tiene un sabor animal que deja su rastro entre la lengua y las fosas nasales. O quizá más allá, como las buenas películas. Condensa notas a humo vasco, a flores evaporadas. Por la mitad de uno de estos quesos que me ofrece despreocupadamente se han llegado a pagar siete mil trescientos euros en subasta.

No estamos solos. Su pareja y maestra quesera, Cristina Ruiz de Larramendi, nos observa desde el fondo. 

—Luego hará frío. 

Dice él adelantándose a mi pregunta. La chimenea está encendida a pesar de que hace semanas que estalló la primavera. Él es alto y rubio, rubísimo. Si no estuviera aquí, en su borda de lo alto de la sierra de Urbasa, si coincidiera con él en cualquier capital, lo daría por alpino, islandés, ruso. Vestido de traje, podría ser perfectamente un personaje dirigido por Aki Kaurismäki. Sin embargo, la silueta de esta tierra, frontera vasco navarra, se refleja en la nariz y en las orejas del pastor, en sus ciento ochenta y dos centímetros de altura. Remiro no tiene pérdida. 

Tras él, una cocina diminuta. Una pila de hace doscientos años sirve para fregar los platos, para enjuagarse la cara con el agua que el depósito, dado agigantado, provee desde el exterior, junto al corral. Unas tijeras de barbero cuelgan de la pared, junto a un espejito en el que no cabría la cara de un niño. Ante él se recortaba la barba su padre, Nicolás

 

—Murió hace cinco meses. Cáncer. Vivía aquí más de medio año, no se separaba de las ovejas mientras estuvieran arriba, en estos pastos. Nunca conseguimos convencerle de que tuviera un teléfono móvil. La electricidad la instalamos nosotros hace solo unas semanas— dice ella.  

El rastro de la leche

Cristina saca unas cervezas tibias de la pequeña nevera que funciona a gas butano y que acaban de poner en marcha. Es la primera noche que Ricardo dormirá aquí como hacía su padre para acompañar al rebaño cuando subía a la sierra, de abril a noviembre. El resto del año bajan a Eulate, la localidad en la que tienen la granja y la quesería. Allí las hembras paren, se inician los primeros ordeños. Abren una puerta que colinda con la cocina. Asoma: una cama de ochenta con una colcha antigua; asoma: una mesilla bajo un ventanuco por el que se cuela la melancolía; asoma: un crucifijo que, como las tijeras, cuelga de la pared. 

Fuera, cuatrocientas ovejas, tres perras y la amenaza de la noche.  

—Son muy esquivas. 

Me avisan. Conforme me acerco, miro fijamente al árbol del fondo, como si disimular y no cruzar mi mirada con la de las ovejas, partida en dos, fuera a convencerlas de que no me interesan. Dan pasitos laterales y desconfiados. La masa de lana se pliega contra el vallado. Una máscara oscura les cubre los ojos, las mejillas, el cuello. Balan a novecientos setenta metros de altura. 

Son ovejas de raza latxa de cara negra. ‘Latxa’ en vasco significa basto, burdo. Producen menos leche, pero tiene más grasa y más proteína que la de otras razas. Unidas, las curvas de su cornamenta podrían componer la ruta de un tarahumara, un tobogán infantil o la locura. A algunas se les enroscan hacia arriba o hacia los lados. A otras se les retuercen tras las orejas para intentar, después, volver al punto de partida. Parece entonces que las ovejas se apuntaran a su propia sien como suicidas. 

Una señal de Remiro basta para que pasen por la zona de ordeño de tres en tres. Obedientes, escalan —tac, tac, tac, sus cascos contra la madera— la pequeña rampa que da a una caseta techada. Ricardo aguarda. Lista, Kontxa y Nori mueven la cola. Él tiene las manos fuertes, callos que por sí mismos podrían conducir un tractor. Cuando agarra las ubres del primer animal, sus dedos se vuelven mantequilla. Los chorros, dardos inofensivos, caen a cada apretón en un cubo que se va tiñendo de un blanco untuoso. Existe la intuición de un ritmo, una cadencia láctea. El tiempo, aquí, se mide por litros. 

El rastro de la leche

***

Le llaman Pajarillo, pero se llama Javier. Ahora está aquí, hurgando en la tierra del bancal del patio y al segundo aparece desde el piso de arriba con una escalera a la espalda o por la puerta trasera del restaurante Arrea! en la pequeña localidad alavesa de Santa Cruz de Campezo —una estrella Michelin en apenas veinticuatro meses— siempre a manos llenas: una caja de alcachofas regordetas, un bidón de leche de los Remiro, brotes de helecho para encurtir —solo pueden recogerse durante cinco días, dice, él sabe cuáles— o con las diminutas flores de saúco que el chef, Edorta Lamo, le ha pedido que trajera hace escasos quince minutos. Le llaman Pajarillo porque brinca. Él, si tuviera que elegir, sería un vencejo: siempre en el aire.

Es pequeño, brazos prietos, mejillas anudadas, gafas rectangulares de profesor de ciencias naturales. Esta comarca fronteriza ha hecho de él un mapa topográfico. Todo, desde aquel campo de colza hasta esta flor dulce de guisante que se me enreda en la lengua cuando la arranca y me la cede; desde estos chopos impávidos hasta los tres septuagenarios que se sientan a las seis en punto de cada tarde bajo la misma sombra; todo lo conoce. Cuando tiene las manos vacías, se las mete en los bolsillos como si le molestaran. Camina de un lado a otro. Mira al cielo. Ahora las tiene en el volante de Abuelo. Abuelo es un Nissan Patrol del 87, duro como un régimen, en el que remontamos la NA-7130 que desde Campezo alcanza las cimas de la sierra de Urbasa. En Abuelo, la que brinca soy yo. 

El coche recupera la respiración en Eulate, entre una casona y una ermita. En Eulate viven trescientas cuarenta y tres personas. Hay un frontón, una casa de comidas que abre cuando está abierta y, hasta hace poco, siete queserías. También todo el norte del mundo. En Eulate, nacen pastores y mueren pastores. Ricardo Remiro es uno de ellos. 

Al entrar en la casona que ocupa su quesería, el cobijo de una madre: el olor a nata es un arrullo. Cubriendo las paredes más de dos docenas de premios ofrecen una bienvenida abrumadora. Veo galardones de los World Cheese Awards, el de Ordizia de 1987 que ganó la madre de Remiro, Rosita Aguirre; el de su padre, Nicolás, de dos años después; el de 2008, el de 2011, el último de 2022, el Campeón de Campeones. Cuando subió a recogerlo, Ricardo mencionó a Cristina. 

—A mí ese tema de salir y de ponerme la txapela [la boina característica del País Vasco] no me gustó nunca. Si salgo, es por dar visibilidad a la mujer, aunque el sector del pastoreo y de las queserías es bastante igualitario. Sí es verdad que ellas han trabajado más porque se han hecho cargo de la casa y de los hijos. Hasta hace no mucho la titularidad de las explotaciones estaba a nombre de los hombres… Pero no lo vivimos así en los concursos. Ya estamos en una generación más actual, aunque igual otra lo haya vivido de otra manera. 

El rastro de la leche

Cristina aquí, como arriba en la cabaña, es un alfil negro en el centro de una habitación blanca. Lleva un jersey de cuello vuelto y un pantalón oscuro, el pelo corto, la nariz afilada. Introduce cuajada en un molde de plástico. Con la palma abierta aprieta los diminutos coágulos de leche hasta que se abrazan. Escurre el suero con una gasa que parece envolver una joya antigua.

—No me gustan mis manos. 

Dice ella, a pesar de su eficacia. La artritis ha hecho de sus dedos masa levada. Pasa aquí el día cuando no sube a la borda con Remiro a esquilar, a ordeñar, a dar de comer a las gallinas. Es un oficio de verbos. Cuaja, moldea, gira y limpia las ruedas atónitas que luego se rifan tiendecitas especializadas y restaurantes de la zona. Su producción es pequeña: quinientos cincuenta kilos de queso al año frente a los cuarenta mil que se producen diariamente en las queserías industriales. Recogen el estómago de los corderos lechales y los dejan secar durante cuarenta y cinco días con sal. Lo trituran y obtienen un polvo con el que cuajarán la leche. De tripas corazón. 

En la sala de maduración varias ruedas ofrecen la promesa de un bizcocho en el horno. La quesera es delicada con ellos, como la madre del olor a nata. Conoce la fecha de nacimiento de cada pieza que acaricia ahora para mostrármelos uno a uno. 

—Este es del 22 de febrero, este del 30 de enero. Estos de aquí tienen dos meses.  

A la izquierda, los claros, todavía tiernos. A la derecha, una paleta de turquesas, un abanico de ocres. Han desarrollado la corteza, el moho sigue trabajando. Como ellos, no descansa ni domingos ni festivos. 

Remiro y ella se conocieron en esos años en el que el mayor problema imaginable era que no te pasaran el balón durante el recreo. Los padres de él, ovejas; los de ella, cerdos. La quesería no fue un capricho. Remiro trabajaba en una carpintería y cuando falleció su madre, antes de lo debido —siempre lo es—, se unió a Nicolás en los negocios de la leche. Fue a una escuela de pastores. Pastoreó. 

El capricho es otro y, de hecho, lleva ese nombre: el Capricho de los Remiro. Un queso que podría olerse a metros de distancia y que no lleva la famosísima cinta roja que distingue a los quesos de Idiazábal de los que no lo son y que ya supone casi la mitad de su producción. 

—Lo elaboramos con leche de la sierra, de cuando las ovejas están arriba. ¡No te voy a develar más secretos! Lo lanzamos en plena pandemia y queríamos enfocarlo a que fuera un queso más natural, sin fermentos, sin entrar tanto en las normas de la denominación de origen, que no estuviera tan definido. 

—¿A qué te refieres?

—No le echamos fermentos raros. La denominación los acepta, pero a nosotros no nos parece correcto utilizarlos. Lo hemos visto en catas: se pierde la textura y se homogeniza el queso. Y aun así, claro, un queso que no tenga agujeros o que tenga agujeros perfectos tiene más puntuación. Buscar agujeros perfectos es muy difícil. 

—Lo de agujeros perfectos tiene algo de paradoja. 

—Sí. Tienen que ser todos iguales y que se repartan uniformemente. Pero, claro, salen de manera natural. Conseguir un queso ciego es más fácil. Basta con esos fermentos. 

A los agujeros del queso se les llama ojos. Por eso, si no los tienen, se dice que son ciegos. Los de Remiro ven.

—El queso ciego no nos representa y no queremos cambiarlo, porque todos los concursos son importantes, pero quienes se los comen lo son más. Además, la cuestión estética nunca nos ha importado. Ningún queso es igual porque ningún día es igual, las ovejas no están igual: la leche está viva y los que la manipulamos también. 

En la DO Idiazábal —cuatro territorios, ciento diez queserías— no ha caído demasiado bien la nueva marca de los Remiro. Ha sonado el teléfono, se han hecho corrillos, hay quien ha sacudido la cabeza y lo ha considerado una imprudencia temeraria. La cinta roja es también una delgada línea en el suelo.

—No estamos del todo de acuerdo con la denominación. Se están produciendo quesos más homogéneos, más estándar, más, entre comillas, industrializados. Nosotros queremos hacer quesos con personalidad. Esa búsqueda de la perfección… 

—¿La perfección mata al queso? 

—Justo eso. Pierde su identidad.

Cristina titubea. El olor a nata se transforma en el jardín en el que ella misma reconoce que se está metiendo. Y calla. 

Que el acto de comer queso nos acerca más a la naturaleza que la pincelada de cualquier genio lo escribió Chesterton a principios del XX. Cristina no ha leído a Chesterton, pero Cristina, a quien no le gustan sus manos, esto ya lo sabía. 

El rastro de la leche

***

Amor del hortelano, peganovios, busca-medias, azotalenguas. Hierba trepadora que está cubierta de pelos cortos y tiesos con forma de gancho que florece de febrero a julio: muere con el frío. En contacto con el tejido, el amor del hortelano se agarra a él como la culpa; en contacto con la leche, el amor del hortelano la desestabiliza como una infidelidad. La rompe. Y genera cuajada. 

A Edorta Lamo esto no se lo ha contado Pajarillo. Nacer en Santa Cruz de Campezo otorga. La noche agazapada en la borda nos ha alcanzado dentro de Abuelo. Es tarde. El jabalí que hace saber que estás en Arrea! apenas se intuye en la fachada. En su cocina ya se ha apagado el fuego por hoy. El jovencísimo equipo del restaurante ha rebanado, salteado, encurtido, guisado, batido, emplatado en ella, pero de eso no queda señal alguna. Quizá sí alguna digestión a varios kilómetros a la redonda.   

Lamo, curtido en el casco viejo de San Sebastián y retornado hace poco aquí la devuelve a la vida. Vuelca en una bandeja metálica un litro de la leche de los Remiro. Recorta los tallos de un ramillete de amor del hortelano —tac, tac, tac— y lo sumerge en la blancura. Lo dejará doce horas en el horno a baja temperatura. 

A la mañana siguiente, después de retirar las hojas, la leche habrá cuajado. Diminutos cráteres —quizá ojos— harán de ella la superficie lunar, pero de textura gomosa, de sabor salvaje. Por ella se pasearán cada una de las cuatrocientas ovejas de Cristina y Ricardo, sin saber si están dentro o fuera, si han cruzado la línea. Cortará un rectángulo y lo colocará sobre una base de aranes que habrá fermentado previamente y miel alavesa —azúcar para amansar su fiereza—. A este pase del menú degustación lo llamará queso del hortelano. Al pastor le encantará cuando lo pruebe. A la quesera le empezará a gustar al segundo bocado.

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3 Comments

  1. Hermosa crónica o cuando el periodismo es literatura

  2. Siempre pienso que el buen queso, el que está elaborado de esta manera es barato, es puro placer. Y contarlo así es acercarnos a este tipo de vida de una forma muy bella. Eskerrikasko

  3. Pingback: El rastro de la leche - Multiplode6.com

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