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El Ministerio de la Verdad

El Ministerio de la Verdad
Fotografía: Getty. Ministerio de la Verdad

A comienzos de 2017, 1984, de George Orwell (1903-1950), regresó a la lista de libros más vendidos. Cuatro años antes, en 2013, también había estado en la lista de bestsellers de Amazon, cuando se hicieron públicas las revelaciones de Edward Snowden sobre la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. En 2017 se emitía en España la decimoctava temporada de Gran Hermano, y, tras la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses, y de la popularización del sintagma «hechos alternativos», muchos comentaristas recurrían al adjetivo orwelliano, que no siempre significaba lo mismo y que probablemente habría sorprendido a Eric Blair, el verdadero nombre del autor de Homenaje a Cataluña.

Richard Rorty escribió en Contingencia, ironía y solidaridad que «Orwell alcanzó el éxito porque escribió exactamente los libros debidos exactamente en el momento debido». Este éxito le llegó en todo caso casi al final de una vida breve, con Rebelión en la granja y 1984, publicada en 1949. Antes había publicado varias novelas y libros periodísticos, y había escrito montones de reseñas y artículos. Era un hombre austero, con un temperamento en cierto modo romántico. Quizá no sea lo mejor de su obra, pero 1984 es su libro más conocido, ha sido relevante durante décadas, y distintas generaciones han proyectado sus preocupaciones en él: como alegoría del totalitarismo, como novela de anticipación, como retrato de la perversión política del lenguaje, como parábola del control de la vida privada. Fue un clásico instantáneo y, como ocurre con los clásicos, no solo lo leemos, sino que nos lee a nosotros. Su fascinación y la cantidad de interpretaciones, continuaciones y spin-off que ha inspirado son asombrosas. Fue uno de esos libros que, como sugería Rorty, una sociedad necesita aunque no lo sepa.

El Ministerio de la Verdad, de Dorian Lynskey (Norwich, Reino Unido, 1974), periodista musical en The Guardian y especialista en la intersección entre cultura y política, es una apasionante «biografía» de la novela: rastrea las fuentes, la sitúa en su contexto, retrata a su autor, repasa algunas de las interpretaciones, adaptaciones, malentendidos o problemas a su alrededor, y muestra llamativos casos de fascinación, como el de David Bowie.

Orwell, que había nacido en la India y pertenecía a lo que él mismo describió como la lower upper middle class, estudió en Eton y fue policía británico en Birmania. Así conoció bien el imperialismo. Según Christopher Hitchens, uno de los grandes aciertos de Orwell fue que supo distinguir y denunciar los tres grandes males del siglo XX: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Los dos últimos los conoció directamente en la guerra civil española, una experiencia decisiva en la vida de Orwell y en la escritura de 1984. Fue el único contacto directo de Orwell con el totalitarismo (aunque el internado también lo inspiró). Como se sabe, un día Orwell entró con una maleta en la redacción de The New English Weekly y dijo que se iba a España. «El fascismo: alguien debe detenerlo», explicó. Orwell se alistó con las milicias del POUM, un partido más o menos trotskista. Estuvo en el frente de Aragón, donde se aburrió, se asqueó con las ratas, no quiso disparar a un soldado enemigo porque estaba cagando y recibió un balazo en el cuello. Luego fue testigo de las luchas dentro del bando republicano en Barcelona, y vio cómo los comunistas acusaban a los trotskistas y a los anarquistas de cooperar con el enemigo. Algunos acusados fueron asesinados (por ejemplo, Andreu Nin, fundador del POUM); Orwell y su mujer escaparon por poco. Otro escritor que padeció los infundios comunistas —en su caso, de Lister— es Sender. Alguno de los que habían ordenado las purgas fue a su vez purgado más tarde por Stalin, siguiendo el mecanismo habitual.

En su ensayo «Por qué escribo» (hay varias traducciones al español, la más reciente en El escritor y la política), Orwell escribió: «La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 inclinaron la balanza y desde entonces sé cuál es mi posición. Cada renglón de mis textos serios desde 1936 ha sido escrito, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo». En la guerra y en lo que se escribía sobre la guerra vio también cómo desaparecía la idea de verdad objetiva, cómo el pasado se podía reescribir y cómo el lenguaje era la herramienta para realizar esas operaciones. Orwell, obsesivo, recopiló muchos ejemplos de esos fenómenos —ya no solo en torno a la contienda— y esa investigación está en la novela.

Algunos elementos de Winston Smith —la sensación de impotencia, por ejemplo— figuran en otras novelas de Orwell, como la estupenda Subir a por aire o Que no muera la aspidistra. La lectura de Lynskey de la obra de Orwell es inteligente y crítica. Señala también sus contradicciones: al principio de la Segunda Guerra Mundial era contrario al enfrentamiento bélico, y luego, tras cambiar de opinión, fue muy duro con los pacifistas. Intentó participar en el combate, pero no pudo por razones de salud, y trabajó en funciones de propaganda, una experiencia, por la información y la oficina, que le resultó útil para 1984. Coincidió en esas funciones de propaganda en la BBC (detestaba la radio: le parecía un vehículo para el fascismo) con William Empson, importante crítico literario. Si «La política y el idioma inglés» es una denuncia célebre de la lengua corrompida por la ideología, y del uso de la oscuridad léxica y sintáctica para justificar lo injustificable y embotar el pensamiento individual, el libro más célebre de Empson, Siete tipos de ambigüedad, describe las ventajas de la complejidad y la ambivalencia.

Uno de los grandes personajes del libro es la primera mujer de Orwell, Eileen O’Shaughnessy: acerca de El león y el unicornio y otros ensayos, escribía a una amiga que su marido había escrito «un librito» donde explicaba «cómo ser socialista sin dejar de ser conservador». En otra ocasión decía que quizá podrían mudarse a un piso mejor «si no fumaran tanto». Inteligente y leal, murió tras una intervención médica cuando Orwell estaba en el extranjero.

Otro aspecto importante es el género. Lynskey escribe sobre utopías y distopías que tuvieron éxito desde mediados del siglo XX. A menudo estaban inspiradas por la percepción del cambio, había algunas de temática industrial, feminista, protoecologista, de advertencia de los peligros de la tecnología; una de las más célebres es El año 2000, del estadounidense Edward Bellamy. Orwell no conocía todas esas obras, pero sí algunas de ellas. Además, podemos leer numerosas reseñas y comentarios de Orwell, que tenía la curiosa costumbre de poner pegas a las obras que más le fascinaban o le resultaban más fértiles. Entre los autores de género importantes para 1984 están H. G. Wells (con quien tuvo mala relación) o Jack London (por El talón de hierro, que anticipaba el fascismo). Dos escritores particularmente cercanos son Aldous Huxley (que le dio clase en Eton y que escribió Un mundo feliz, otra de las grandes distopías de su época) y Yevgueni Zamiatin (autor de Nosotros, una de las novelas más cercanas a 1984). Lynskey presenta estas novelas y a sus autores de manera sucinta y apasionante. 

Una de las grandes influencias es El cero y el infinito, de Arthur Koestler. Koestler y Orwell se admiraban, aunque Orwell le reprochó a Koestler en alguna ocasión su «hedonismo» y reseñó con dureza una de sus obras de teatro. Una vez, cuenta Michael Scammell en su biografía del autor de El testamento español, hablaron de lo que hacían en la bañera: Orwell imaginaba torturas para sus enemigos, Koestler dijo que imaginaba torturas para sí mismo. Orwell es un caso ejemplar de disidencia de la izquierda desde la izquierda, y la novela de Koestler, que había realizado labores de propaganda comunista a las órdenes de Willi Münzenberg, fue una denuncia poderosa del estalinismo. Orwell, que siempre se consideró de izquierdas y apoyó el Gobierno laborista de Attlee, estudiaba y criticaba las trampas retóricas de la izquierda, pero, a diferencia de algunos amigos suyos que detestaban el comunismo como un viejo amor, nunca fue comunista.

Otro autor decisivo para Orwell viene del pasado: Jonathan Swift, con quien escribió una entrevista imaginaria. Orwell casi siempre definía 1984 como una sátira en la tradición de Los viajes de Gulliver, que releía cada año. Tenía fama de pesimista, pero según Lynskey su visión era mucho más optimista que la del escritor irlandés. Aunque 1984 se ha interpretado sobre todo como una advertencia, tiene también algo de sátira heredera de la Ilustración: los temas centrales son la anulación de la libertad individual y la desaparición de la verdad.

En «Literatura y totalitarismo», recogido en El escritor y la política, escribía Orwell:

La peculiaridad del Estado totalitario radica en que, si bien controla el pensamiento, no lo fija. Establece normas incuestionables, pero las modifica de un día para otro. Necesita los dogmas, porque necesita la obediencia absoluta de sus súbditos, pero no puede evitar los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política basada en la fuerza. El Estado totalitario se declara infalible y, al mismo tiempo, ataca el concepto mismo de verdad objetiva.

Como muchos grandes libros, 1984 es fruto de la obsesión. Recoge años de reflexiones, de lecturas, de polémicas. A juicio de Dorian Lynskey, era también un fin de ciclo para Orwell, aunque no podemos saber qué habría escrito después. En su éxito posterior hay paradojas: que el autor estuviera muerto facilitó que se convirtiera en un símbolo que quizá lo habría incomodado. Sabemos que le gustaba que los oprimidos por los regímenes totalitarios encontrasen consuelo o una descripción de sus problemas en su obra, pero quizá no le agradaran algunas lecturas de la guerra fría (una expresión que acuñó Orwell): su reticencia y su rectitud son proverbiales y él mismo escribió que «todos los santos son culpables mientras no se demuestre lo contrario». Tuvo éxito en Estados Unidos, un país que no visitó pero que no apreciaba, y luego se convirtió en una especie de icono pop, una sensibilidad que no siempre resulta fácil asociar con Orwell, que, en algunos sentidos, era un conservador cultural. Pero todo eso también enriquece la novela. El Ministerio de la Verdad mejora nuestra comprensión de un libro decisivo, con información sobre las fuentes, el contexto y las interpretaciones que ha generado, y nos lleva de regreso a una novela fértil y presciente que funciona más allá del mito.

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