Los cantes mineros de La Unión (Murcia) son más que meramente flamenco. Tienen raíces milenarias y florecen dramáticamente, con tonos de matices, colores distintos y personalidad propia, en la garganta roja de cada cantaor como «bellas rosas negras de sangre, abiertas a la luz del mundo en una explosión sonora de vida».
Cada verano, desde 1961, se les rinde un merecido y sentido homenaje en el Festival Internacional del Cante de Las Minas (FICM), que con su doble carácter de exhibición y concurso se ha convertido en el mayor espectáculo flamenco del mundo: un lugar donde se citan personajes relevantes de ese arte, se concede una oportunidad a los nuevos talentos y se preserva ese patrimonio flamenco unionense y universal.
Sin embargo, la «hiriente veracidad» de este «quejío con mayúsculas», convertido hoy en bella obra de arte, en legado de la minería y en referencia internacional de La Unión y de la Región de Murcia en todo el mundo, no siempre fue entendida.
Origen
En la segunda mitad del siglo XIX, miles de andaluces, la mayoría de la provincia de Almería —a los que entonces se llamaba «tarantos»— acudieron en aluvión a La Unión al reclamo de la minería del plomo, el cinc y el hierro. Allí inventaron una ciudad de emigrantes que fue creciendo alrededor de unos escoriales rojizos. Camino de sus centros de trabajo, siempre por la Cuesta de las Lajas, aquellos mineros mezclaban en sus «cantos de madrugá» los sones flamencos con fandangos folclóricos de la zona dando origen a las mineras, las cartageneras y las tarantas (la «Trinidad minera» según el escritor y poeta unionense Asensio Sáez), junto con las levanticas, los tarantos, las murcianas y los fandangos mineros.
Esos cantes encontraron rápido cobijo en un municipio siempre despierto y atento, en la calle, en las fiestas privadas y en los «cafés cantantes», que era como se denominaba a cualquier espacio de reunión donde se juntaran unas guitarras y se huyera de la dura cotidianidad: los cafés, las tabernas, los bodegones, los figones, los ventorrillos o los locales de venta de vinos y licores.
En esos locales se gestó, a lo largo del último cuarto del siglo XIX, la consolidación del cante flamenco como «arte popular», con el cantaor y empresario Antonio Grau Mora, «Rojo el Alpargatero», como el gran colector, perfeccionador y padre de los «cantes mineros». Pero en esos mismo lugares también se produjo su degradación social al amparo del alcohol, la baraja, el bullicio, la prostitución velada y la violencia.
Maltrato y acoso
Esa asociación con el vicio y las malas costumbres llevó a los cantes mineros a sufrir durante mucho tiempo maltrato y acoso por la intelectualidad, la prensa «ilustrada» y las élites de poder. Estas clases privilegiadas no dudaron en mostrar, en las primeras décadas del siglo XX, su animadversión por esa contracultura canallesca y descocada del impúdico pueblo llano, que no dudaba en dar luz, con sus «berreos» enmarcados en noches de navajas, botellas y vicios, a los aspectos más oscuros y lúgubres de una sociedad acomodada y acostumbrada al maquillaje social, cultural y musical.
El ayuntamiento clausuró los «cafés cantantes» en 1900, pero ni siquiera esa medida fue suficiente para acabar con el flamenco en La Unión, a pesar de ser aplaudida por los periódicos. El cante minero sobrevivió porque la clase baja lo tenía ya como su patrimonio cultural, como su forma de expresar la queja; porque la burguesía unionense lo adoptó, al mismo tiempo que lo denostaba, como «fin de fiesta» en todas sus reuniones sociales; y porque algunas personalidades relevantes de La Unión, grandes aficionados por gusto u origen, lo protegieron.
Regeneración
Esa persecución se mantuvo hasta 1925, cuando siguiendo la estela del movimiento de regeneración de ese arte en lo «políticamente correcto» impulsado por Manuel de Falla y Federico García Lorca en 1922 en Granada, el joven alcalde José Páez Ríos organizó en La Unión un primer Festival de Cante Jondo con jurado, celebrado al amparo de las fiestas de octubre y en honor a la Virgen del Rosario. Aquel primer festival se celebró con muchas precauciones ante la posible aparición de la violencia y el desorden que siempre habían acompañado a ese arte popular en el pasado.
El flamenco resurgió durante la Segunda República, quedó cuasi paralizado por la guerra civil, y en los posteriores años de la posguerra se mantuvo vivo en La Unión celebrándose varios concursos y actuaciones de figuras relevantes como Eleuterio Andreu, Antonio Rodríguez «Morenito de Levante», Pastora Pavón «la Niña de los Peines» o Juan Manuel Valderrama «Juanito Valderrama».
«Bendito» desaire
En una de esas actuaciones, en el verano de 1961, Juanito Valderrama, al arrancarse por cartageneras como homenaje a los cantes mineros de La Unión, recibió el desaire de un público acostumbrado a las livianas melodías de las coplas provocando el enfado del cantaor.
Entre los asistentes se encontraba Asensio Sáez, que informó de lo sucedido al alcalde Esteban Bernal, gran aficionado al flamenco, y con la ayuda de Manuel Adorna y Pedro Pedreño decidieron organizar, con pocos medios y mucha voluntad, un festival que supusiese una afortunada recuperación de su letargo del «cante minero» y el trovo, partes esenciales del paisaje y el acervo cultural de La Unión.
Así nació, de forma tímida y modesta, el primer Festival del Cante de las Minas, celebrado con catorce cantaores concursantes en una abarrotada terraza del cine Argüelles el 13 de octubre de 1961, al abrigo de las fiestas patronales al igual que el Festival de Cante Jondo de 1925.
El ganador de esa primera edición fue el cantaor Antonio Piñana, patriarca de una actual gran familia flamenca, que pronto se convirtió, junto a Antonio Grau Dauset, hijo del gran «Rojo el Alpargatero», en un colaborador fundamental del alcalde Bernal a la hora de sentar las bases del concurso y acelerar la recuperación de los cantes mineros.
Crecimiento
La segunda edición se celebró en la Terraza-Jardines Mery, en la calle de la Uva, también dentro de las fiestas patronales de octubre, y se exigió a los concursantes cantar una minera, una cartagenera y una taranta para poder optar al primer premio.
En 1963, el festival se trasladó al mes de agosto, asegurándose el buen tiempo y la asistencia de los veraneantes; y al desligarse de las fiestas de octubre surgió la necesidad de un cartel anunciador, elemento que con el paso de los años se ha convertido en uno de los más distintivos del festival, gracias a la extensa nómina de prestigiosas firmas del panorama artístico internacional que lo han elaborado. Entre los más destacados: Eduardo Chillida, Antoni Tàpies, Pedro Cano, Miquel Barceló y Saura.
En 1964 ganó el premio La Lámpara Minera un minero entibador, el unionense Eleuterio Andreu, el «Rey de la Taranta», que al día siguiente bajó a la planta n.º 7 de su mina en el «Cabezo Rajao» para cantar, a trescientos cincuenta metros de profundidad, la copla premiada a sus compañeros; y en 1965 lo hizo el minero encofrador unionense Pencho Cros, quien obtendría La Lámpara Minera en dos ocasiones más, y se convertiría en referencia nacional de los cantes mineros.
A partir de 1966, el festival inició su imparable crecimiento en el panorama artístico nacional amparado en el alivio económico que supuso su inclusión ese año en el Plan Nacional de Festivales de España y la financiación estatal de las primeras galas flamencas. Esto permitió traer a La Unión a figuras como Camarón de la Isla, Paco de Lucía o Lola Flores; se consiguió, gracias a Asensio Saez, asociar el certamen, como invitados, pregoneros o autores de coplas, a las personalidades más importantes del momento de la literatura como Carmen Conde, Camilo José Cela o José María Pemán; y el lanzamiento al estrellato a jóvenes promesas que hoy son pilares del arte flamenco como Mayte Martín, Vicente Amigo o Miguel Poveda.
En 1978, se produjo el traslado del festival a su actual sede, el antiguo mercado público de La Unión, una de las más destacadas obras de arquitectura modernista de la Región de Murcia. Desde entonces a este lugar se le conoce mundialmente como la Catedral del cante. Allí se ha celebrado el evento ininterrumpidamente desde entonces, salvo en 2020 y 2021 por la pandemia del covid. En 1979 ganó La Lámpara Minera por primera vez una mujer, Encarnación Fernández, quien repetiría al año siguiente.
La labor artística, divulgadora y formativa del festival en todos sus años de existencia, complementada con infinidad de actos culturales paralelos a las veladas jondas, se ha visto recompensada en su ascenso a la categoría de Festival de Interés Turístico Internacional en 2006 y con muchos premios, como la Medalla de Oro de las Bellas Artes en marzo de 2014, convirtiéndose en uno de los certámenes musicales más importantes que se celebran en España y en una auténtica referencia nacional en el mundo entero.
Sus premios La Lámpara Minera, de cante, El Bordón Minero (1980), de guitarra flamenca, El Desplante (1994), de baile flamenco, y El Filón Minero (2010), al mejor instrumentista flamenco, son los más codiciados del universo flamenco, que no sería el mismo sin la existencia de este festival, y su entrega propicia el encuentro cada año en La Unión de las tendencias más puristas del flamenco con la vanguardia de este arte.
Extraordinario porvenir
Esa posición le augura al festival un porvenir extraordinario porque afortunadamente los unionenses hemos aprendido a amar, exaltar y entregar lo nuestro, y cada vez somos más capaces de romper el letargo de nuestra propia vida, definido por una educación tradicional, y deseamos vivir a fondo, en unos cientos de segundos apilados, la pasión que despierta un cantaor al romper ese muro de impostura, dando paso a un torrente de emociones, vacío de razón, que nos hace experimentar con libertad y sin miedo el espontáneo sufrimiento de los demás, a través de la exquisita pureza de su cante, toque o baile.
La fuerza de los cantes mineros radica en ser piezas íntimas y hondas de verdad, jirones de alma del cantaor, y para enraizar con solidez en el alma del oyente, abriendo su sensibilidad de par en par, han de evocar en la poderosa, dolorida y redonda voz del intérprete, con sangre en el paladar y desde lo más negro del universo minero, los sentimientos profundos, encarnizados y ocultos de los mineros surgidos en la lucha diaria por regresar a su vida, convirtiéndose en un lenguaje cultural distintivo y rotundo de esta bendita tierra unionense.
Percibirlos es prendarse
Estos atípicos y antropológicos cantes, situados más allá de las modas, constituyen además una tradición única, una plegaria musical, y estallan en una forma de expresión cultural única, espontánea y total moldeada en años de prácticas, duende y dolores de garganta. Respiran arte puro y sincero, folclórico, pero privado, surgido de un pueblo oprimido, y coinciden en su búsqueda existencial y espiritual con otras variedades musicales surgidas de la esclavitud del alma en su duro trabajo.
Esa mágica y blanca explosión solo puede suceder en un lugar en el mundo, en la Catedral del Cante, en La Unión, y por eso invito a mis lectores, con humildad y expectación, a acudir a la 63º edición del Festival Internacional del Cante de Las Minas (FICM), a celebrar entre el 1 y 10 de agosto de 2024, con el alma, la mente y el corazón abiertos y esponjados.
Interesantísimo relato de la historia del Festival del cante de las minas de La Unión. Entre líneas se perciben sensaciones, sentimientos y emociones muy profundos y muy antiguos. Eso es el cante minero. Eso y mucho más. Además de leerlo, hay que -por supuesto- escucharlo y verlo.
Un gran mensaje, con todo sentimiento y claridad, un gran pregón, mi enhorabuena.