Arte y Letras Filosofía

Distopía, estado natural 

distopia estado natural
DP.

Historia de d (para una teoría de la distopía)

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Se trata de una distancia (d). Sobre el dibujo son apenas unos centímetros pero en nuestra experiencia cotidiana se mide en años luz. Nos referimos a la distancia que, en el popular Hombre de Vitruvio, separa la punta de sus dedos de la circunferencia en la que su cuerpo —nuestro cuerpo— se halla circunscrito. Tal breve espacio d (véase la imagen) es consecuencia de que los brazos no emerjan del centro geométrico —el ombligo—, sino de la parte superior del tronco. La explicación a tal asimetría no es otra que nuestro salto evolutivo: un buen día nos erguimos, comenzamos a caminar, y, verticales sobre dos extremidades que hasta entonces eran patas y de pronto mutaron en piernas, nos distanciamos definitivamente de la piedra y del mono, del mar y de las aves, del roble y del insecto. Nos hicimos humanos introduciéndonos en un tiempo específicamente humano, con conciencia de pasado y de futuro, lo que es tanto como decir asunción de la existencia de la muerte. Esa d, en definitiva, nos hizo artificiales —sofisticadas inteligencias artificiales—. Aparece una cosa llamada tiempo histórico. Solo el humano le teme a ese tiempo que está en perpetua gestación, que siempre se adivina pero que en estricto nunca llega: el futuro. Lo que en los párrafos que siguen sostendremos es que en tal representación hecha por Leonardo —y con independencia de los lógicos sesgos de raza y sexo que por el contexto de época se evidencian— se halla el origen de lo que llamamos utopía; también de la distopía.

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Convenimos que utopía es un estado social que cumple dos requisitos: además de idealmente bueno, ni existe ni podrá existir —de ahí su nombre, literalmente, territorio sin tierra—. De este modo, se perfila como un horizonte asintótico, algo a lo que infinitamente nos acercamos sin llegar a alcanzarlo. Por su parte, convenimos que distopía —también llamada utopía negativa— es un estado social naturalmente dañino, que, al contrario que la utopía, sí podría existir. He ahí una primera asimetría entre ambos conceptos, distopía no es exactamente lo contrario que utopía, en tanto que la utopía no es algo potencialmente existente, y la distopía, aparentemente, sí. Por eso, entre otras cosas, legislamos el mal y no el bien. Las sociedades, bajo la articulación de fórmulas legales, se previenen contra las distopías por considerarlas realmente posibles. Por el contrario, para el bien no parece precisarse control legislativo alguno. Pero esta forma de pensar, que podría resumirse en el dicho «cuanto más bien, mejor», no está del todo clara. Podemos dar por cierto que si el bien no se regula, crecerá y crecerá sin ser ni visto ni oído y, como una incontrolada expansión big bang o como un desparramado avance de volcánica lava, sin forma acabará ocupando todo el espacio, creándose así un lugar invivible por amorfo. Es cuando la utopía, en vez de alcanzar el supuesto bien absoluto, se transforma en pesadilla, en distopía. 

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Toda distopía es una utopía que salió mal. Si la utopía, por definición, nunca puede darse, basta sumar dos más dos para darse cuenta que buscar denodadamente utopías no puede conducir sino a los distópicos escenarios. Pero esto tampoco es del todo cierto, en tanto que no todo estado social que busca el bien termina necesariamente en distopía. Quizá tengamos entonces que replantear las cosas, darnos cuenta de que pensar en términos de utopía como oposición a la distopía es, a su vez, hacerlo en términos que vienen de un pensamiento que ya no tiene vigencia, un pensamiento determinista, newtoniano, heredero de una concepción del tiempo lineal que ya estaba en el programa de despliegue universal del cristianismo o del marxismo tal como históricamente los hemos conocido. Por el contrario, si cambiamos la óptica de nuestro instrumento de visión y pasamos a una concepción de avance social ni  lineal ni dialéctico sino de azar y de necesidad, de sistemas complejos y de fenómenos emergentes, nos daremos cuenta de que los sistemas sociales no son programas utópicamente predeterminados sino dinámicas en las que el presente emerge, se crea y se destruye a cada instante —a medida que se representa—, se ramifica en una red sin centro estable ni calculado final. Dicho de otro modo, no existen el Bien y el Mal categorialmente sino, como decía Spinoza, sencillamente lo bueno y lo malo, acciones que, socialmente consensuadas, se ajustan a una conveniencia puntual y particular, proceso que en cualquier momento puede invertir su signo.

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En los sistemas sociales realmente existentes, la distopía puede aparecer en dos situaciones. La primera es cuando, como ocurre por ejemplo en el «todos contra todos» del anarcocapitalismo, la libertad individual toma una aceleración que tiende a infinito, crece como principio absoluto de las cosas hasta el punto de que el Estado y sus fuerzas coercitivas no pueden reconducirla ni darle forma —no olvidemos que, en tanto que movimientos liberales y libertarios, el capitalismo y el anarquismo tiene una raíz común, el capitalismo es una suerte de anarquismo amplificado y sujeto a un refinamiento legislativo—. La segunda posibilidad de distopía ocurre cuando se da el efecto exactamente contrario: es el poder del Estado el que crece sin posibilidad de control por parte de la soberanía popular, llegando a aplastar la libertad individual, que adquiere una aceleración que tiende a cero —caso de, típicamente, todos los regímenes dictatoriales, o de cualesquiera democracias trampantojo—. Conviene recordar que, en realidad, ambos polos son a su vez invertibles entre sí, y lo que es utopía para unos, es distopía para otros. Por ejemplo, el actual Estado de Corea del Norte es una utopía hecha realidad para sus dirigentes, siendo una distopía de facto para sus ciudadanos. O la utopía derivada de esa distancia (d) en el dibujo de Leonardo, que, tal como ha sido históricamente utilizada, no es otra que la del varón blanco que ha gozado de su utópico programa hegemónico, resultando ser un estado distópico para el resto de los pueblos y para los otros géneros sexuales. O las utopías desarrolladas por los movimientos de guerrilla libertarios, utopías que en caso de crecer terminan por conformarse en distopías para los poderes de los Estados o incluso en ocasiones para el resto de la población. Una vez más, llegamos a la conclusión de que ni utopía ni distopía existen de un modo absoluto, sus conceptualizaciones recuerdan más bien a moralistas e infantiles relatos bíblicos encaminados a inducir en las poblaciones el binomio euforia/miedo; cuando consigues inducir la euforia o el miedo en la vida de una población, la tienes controlada para siempre. Lo que sí existen son configuraciones sociales que se van atravesando mediante sucesivos periodos de crisis y de vanguardias, en las que la proyección de un tiempo futuro se retroalimenta de la certezas del pasado, y así la dinámica social avanza y se ramifica en una nueva correlación de relatos compartidos, que emergen.

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Lo nuevo —cualquier novedad creada por una cultura— es una repetición de salió mal. En efecto, toda sociedad tiende a perpetuar sus dinámicas, toda sociedad tiende a repetir lo que cree que funciona bien, pero a veces, en tal intento de copia y perpetuación de lo ya existente, algo sale mal, algo falla —por fortuna, esto casi siempre ocurre porque el ser humano copia muy mal—, y entonces se produce una mutación que, si es negativa, la sociedad desechará espontáneamente y, si es beneficiosa, se consolidará. En las dinámicas sociales ocurre, pues, lo mismo que en las mutaciones celulares y genéticas, o lo mismo que en las mutaciones de las artes, que las hace ir cambiando en el tiempo: nadie crea desde la nada, todo nuevo movimiento artístico es una combinación de una copia más un «error positivo», una mutación de lo ya existente que, una vez efectuada, finalmente resulta ser beneficiosa. Y si toda novedad social es una copia que salió mal, podemos, como paralelismo y parafraseando, ver ejemplificado lo antes apuntado: toda distopía es una utopía que salió mal. De modo que al fin y al cabo no han de ser tan malas las distopías; sin ellas, probablemente no tendríamos novedades y estaríamos aún en la rueda y el fuego, o en rígidas primitivistas configuraciones sociales. Dicho de otro modo, la repetición, la perpetuación de un estado ideal, es un pensamiento utópico —compartido por sistemas feudales y religiosos, que odian el cambio—, y, por el contrario, el cambio real, la novedad, la evolución humana, es ese estado de permanente crisis que algunos llaman distopía. En efecto, en contra de lo comúnmente aceptado, la distopía es más progresista que la utopía. En símil: la utopía es teatro —guion establecido, situación más o menos controlada—, en tanto que la distopía es performance —representación abierta a la complejidad y a los imprevistos de las interacciones más allá de un supuesto escenario establecido—.

distopia estado natural
DP.

Instrucciones para construir una torre

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En francés, territorio (pays), viene de la voz latina pango, que da cuenta del ancestral gesto de clavar un palo en un terreno, introducir verticalmente una estaca en un lugar a fin de señalar una territorialidad, el utópico sueño que es fundar un coto, un país, y que traerá sus distopías asociadas —exclusiones, fronteras, patriotismos, nacionalismos, el concepto del otro, etc.—, guerras todas al fin y al cabo derivadas del concepto de propiedad privada. Construir una utopía es construir esa verticalidad que comienza con una sencilla estaca hundida en la tierra y termina con el levantamiento de una torre que quiere llegar al cielo. Y hay muchas formas de construir una torre, pero principalmente dos. La primera y más ancestral es levantarla sin cimientos, sin cavar la tierra. Para ello, y a fin de poder sostener el peso, a medida que la edificación gana en altura será necesario ir haciendo más y más ancha la base de sustentación. La torre crecerá entonces hacia arriba del mismo modo que lo hará horizontalmente sobre la superficie terrestre. Tal es el modo con el que se levantaron las pirámides o la Torre de Babel —indiscutible ejemplo de utopía revertida en distopía—, pero es también el modo en el que se inventaron las ciudades. Así es, a cada ciudad —esa extensión horizontal— le corresponde una torre no visible consistente en las aspiraciones y sueños que toda ciudad tiene para sí misma. La ciudad es entonces la horizontal parte visible de un sueño que no vemos, de una vertical utopía colectiva. Huelga decir que en las representaciones míticas, la ciudad se halla asociada al pecado, a Caín, a dioses caídos, lugar natural para las distopías. Llegamos así a este resultado general: a cada utopía —verticalidad— le corresponde una distopía en la horizontalidad.

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Y ocurre el mismo principio vertical/horizontal en muchos otros ámbitos, por ejemplo en el lenguaje humano, en el que la metáfora es una suerte de vertical torre —invención de significados previamente no existentes, al fin y al cabo, utopías—, la cual se contrapone en todo momento a la horizontalidad de la metonimia —asociación de continuidad espacial en los significados de las diferentes palabras—. U ocurre también con la música al contraponer armonía/melodía. En efecto, la armonía, que es la vertical y compleja combinación de las diferentes notas que cada uno de los instrumentos realiza en un momento dado, lucha en todo momento contra la melodía, la cual es una expresión horizontal, una «media aritmética» de todos los instrumentos, un flujo que nos permite tararear canciones y hacerlas reconocibles. De hecho, la historia de la música occidental desde el Renacimiento hasta hoy no es otra que la lucha de la armonía contra la melodía, la lucha de la verticalidad cada vez más y más compleja de la armonía —llegando al límite en el atonal Schoenberg o en el abstracto ruidismo de las vanguardias electrónicas— contra la horizontal melodía de una música que vagamente podemos asociar a lo popular, fácilmente tarareable. Así pues, la verticalidad de esa torre que es la armonía —utopía— se halla en permanente lucha con la terrestre y supuestamente burda melodía —distopía—.

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Pero habíamos dicho que había una segunda forma de construir una alta torre. Se trataría de, en vez de hacer su base más y más ancha, construirle unos cimientos, hacer crecer la torre hacia abajo, hacia el centro de la Tierra a medida que la elevamos hacia el cielo. Lo cual da a entender que también en este caso a toda verticalidad hacia arriba —a toda utopía, a todo asalto al cielo—, le corresponde su infierno, su distopía, su oculto y vertical descenso bajo tierra. Esta simetría de pares, cielo/infierno, arriba/abajo, utopía/distopía, no puede no darse. Lo dijo Nietzsche: se desciende a medida que se asciende, y, en la construcción de una torre, cuanto más te elevas, más deberás hundirte en la tierra, más profundos han de ser los cimientos.

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En la prosa de Pascal Quignard hay un leitmotiv que, con más o  menos continuidad, atraviesa sus páginas: la contraposición de la vida vivida en la placenta —cuando ya somos pero todavía nada somos—, con la vida vivida una vez nuestros cuerpos son dados a la luz. La contraposición de esos dos mundos —placenta/luz—, y el cómo durante el resto de nuestras vidas no dejaremos de en vano intentar infiltrar el uno en el otro, es objeto de brillante reflexión y poetización en numerosas páginas de este autor. Si tuviera que especular una imagen de torre/cimientos —y, por lo tanto, de utopía/distopía— en su extraordinaria obra literaria, sería la siguiente: para Quignard, la torre que visible se eleva al cielo —y, por lo tanto, la parte utópica— es la vida que pasamos durante nueve meses en la placenta, la vida en la que se gestan los futuros sueños, la cual viene a oponerse a la vida desarrollada una vez nacidos, a la vida en la que yo ahora estoy escribiendo esto y usted leyéndolo, vida esta que constituiría los cimientos —y, por lo tanto, la distopía— de aquella otra utópica existencia vivida en la oscuridad de un vientre. Así las cosas, es esta vida consciente, esta vida por la que transitamos con verdadera consciencia de lo que somos, el sumando distópico de una ecuación total. Distopía, estado natural.


Bibliografía de apoyo

Juan Barja y J. J. Heffernan, La hipótesis Babel, Abada, 2007.

Pascal Quignard, Las sombras errantes. Último reino I, Shangrila, 2022. 

Agustín Fernández Mallo, La forma de la multitud, Galaxia Gutenberg, 2023.  

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2 Comentarios

  1. Sucede que las distopías narran historias sobre el futuro, pero una regla de los relatos de distopías es que son esas historias, las narradas, las que no sucederán. Es nuestro trabajo identificar qué otras cosas son las que se pueden volver una distopía.

  2. Pingback: Enlaces Recomendados de la Semana (N°745) – NeoTeo

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