En casa de mi suegros se cuenta que el día 27 de julio de 1937 las tropas de los dos bandos de la guerra civil dieron por terminada la cruenta batalla de Brunete. Y que muchos soldados regresaron caminando hasta Madrid. Lo hicieran en un día o dos, cosa que nunca confirmó mi señor suegro, que se quedó en casa con un año mientras el abuelo Félix pegaba tiros. Los combatientes recorrieron a pie unos 35 kilómetros. En julio, en Madrid, bajo el sol implacable y cargados con sus trastos de la guerra.
Aquello tampoco era nada extraordinario, por otro lado. Se camina desde el momento en que no hay un vehículo disponible. Más atrás en el tiempo, no todo el mundo tenía un carruaje o una caballería a su disposición. Es más, desplazarse a pie se consideraba de una lógica aplastante. Los cuerpos podían con ello porque, en definitiva, se viene haciendo desde que poblamos este planeta.
La culpa guía buena parte de la sociedad sedentaria contemporánea. Y usamos el deporte como una posible expiación.
Los parámetros en los que practicamos este deporte, evidentemente, están adecuados a la realidad actual, no a la de la expansión indiscriminada del vehículo a motor. Correr una prueba de 10 kilómetros es hoy un objetivo deportivo alcanzable, pero que ya da sustito según a quién se le proponga. Salir a caminar una hora es una práctica cardiosaludable. Recorrer 100 kilómetros en bicicleta nos da derecho a reponer fuerzas a base de sepia a la plancha y torreznos sin final.
Calculemos en raciones de torreznos lo que habría merecido el célebre músico Johan Sebastian Bach, que escribía y componía mientras daba largas caminatas. Aunque habría que revisar los hábitos de esa familia, en el invierno de 1705, un joven Johan Sebastian tomó la decisión de caminar durante 400 kilómetros desde Arnstadt, en el centro de la hoy Alemania, hasta Lübeck, cerca del mar Báltico, desde donde salen ferris nada menos que a Estonia y Suecia. ¿Cumplía alguna promesa o es que no había carruajes por la zona? Parece ser que consideró que era la manera adecuada de ir de Erasmus a estudiar con el extraordinario organista Dietrich Buxtehude.
Hay indicios de que, en su familia, debían ser de tobillo resistente. Con catorce primaveras, el más grande de los compositores del barroco recibió una beca en la ciudad norteña de Lüneburg. Como todo el mundo sabe, los territorios germánicos eran y son tochos. Pues la mudanza la hizo a pie. Caminó otros 480 kilómetros, imaginamos con un equipaje tirando a ligero.
Y es que caminar largas o muy largas distancias no es cosa de locos: es una cotidianidad ejecutada a paso ligero desde siempre. Mientras estudiaba, no era infrecuente que Johan Sebastian recorriese distancias similares a las de un maratón para acudir a los conciertos de los compositores e intérpretes más afamados. Al noroeste de Lüneberg está Hamburgo y hacia allá dirigió el gastasuelas musical sus pasos. Todo porque el organista J. A. Reincken daba un concierto. En otra ocasión se pegó un salto hasta Halle, a otros 25 kilómetros. La ocasión lo merecía: nada menos que Georg Friedrich Händel, uno de sus ídolos, tocaba allí. Lástima que llegó justo cuando el creador del Mesías había partido de la ciudad. Bach aprendió de sus errores y cuentan que, el día siguiente que aquel tocaba su legendario concierto de trompeta, se cuidó mucho de salir con tiempo suficiente para escucharle tras recorrer a pata un maratón entero.
Ejemplos hay a patadas, tanto de figuras nobles como, evidentemente, de desarrapados. Vayan unos pocos más.
El 12 de noviembre de 1857, Luis Luciano Bonaparte, sobrino carnal de Napoleón Bonaparte y que se encontraba embarcado en la locura sistemática de comparar todas las lenguas europeas, salió caminando desde Bayona para llegar diez horas después a la localidad alto navarra de Ochagavía. El explorador Morgan Stanley se encontró con el doctor Livingstone después de pasar abriendo a machete sendas durante cientos de kilómetros por media África en 1871. Caminaron y corrieron todos los correos chasqui, a la orden del emperador Inca, por las faldas y barrancas de los Andes a lo largo de unas sendas escalofriantes que abarcaban lo que a día de hoy sería Perú, Ecuador, occidente de Bolivia, norte de Chile, extremo suroccidental de Colombia y el noroeste de Argentina. Cualquier mes de julio de cualquier siglo, un joven segador se desplazaba con su peonada durante semanas mientras duraban los largos jornales de la siega. Se volvía a pata del mercado de ganado, parando en ventas y posadas separadas alrededor de cinco leguas (veinticinco kilómetros).
Se camina para escapar de la muerte y del miedo. Sobran los ejemplos. En febrero de 1936, miles de refugiados huyen de los bombardeos del ejército sublevado sobre la ciudad de Málaga. Es la denominada Desbandá, cuya definición más sencilla es que cientos de miles de civiles pretendían llegar vivos, a pie, 240 kilómetros más allá, al puerto de Almería. Meterse en la cabeza de quienes veían posible aquella empresa se escapa de nuestro alcance. Del casi medio millón de personas que escaparon desde España hacia Francia en enero de 1939, cientos de miles cruzaron toda Cataluña a pie hasta los puestos fronterizos. En muchos casos se hacía el tramo completo desde Barcelona: esto supone más de 150 kilómetros.
Las sucesivas caravanas de migrantes que salen desde Guatemala entre 2011 y 2022 para cruzar a pie México desde Tapachula hasta el gran muro estadounidense, o las rutas de tráfico de personas que cruzan los continentes más desfavorecidos, son el extremo contemporáneo de ese «camina o revienta» tan viejo como el Homo sapiens. Son una mínima muestra de los verdaderos límites del ser humano desplazándose únicamente sobre sus dos pies.
La ficción se niega a quedar fuera de las distancias de leyenda. Cojamos las aventuras de un contemporáneo o un clásico y le veremos gastando suela in aeternum. Caminaba Michael Douglas interpretando a William Foster por un atasco y por avenidas tórridas en Un día de furia. Steinbeck describió a los granjeros arruinados por la sequía de los años de la Gran Depresión, que también vagan a pie y en desvencijados carromatos. Caminan lejos del hambre en las páginas de Las uvas de la ira . Y Bruce Springsteen les canta «Men walkin’ ‘long the railroad tracks/ Goin’ someplace there’s no goin’ back». Caminaron Frodo Bolsón y su comunidad durante días sin final en El Señor de los Anillos.
Por andar, andarían los personajes que imaginó Stephen King en La larga marcha en un cruel concurso, hasta caer agotados y rematados por soldados rabiosos y robóticos. El personaje que relata Günter Grass en Pelando la cebolla deambuló cruzando los territorios recién arrasados por la Segunda Guerra Mundial. Horas, kilómetros relativizados ante el único objetivo: llegar al siguiente pueblo. Recuerda lo fácil que era enviar soldados a la trituradora. Para la película 1917, el director Sam Mendes reconoció haber usado las historias de su abuelo, soldado británico destinado como mensajero corredor en el frente occidental de la Gran Guerra. Miles de abuelos europeos pueden hoy día contar batallas sobre cruzar a pie kilómetros de campos minados, ametralladoras amenazantes, trincheras o bosques. Hay una memoria europea pateada sobre botas o sandalias. Aunque «las distancias son como los lapsos de tiempo», relata Grass, «y solo se recuerdan con moderada exactitud».
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En los últimos ciento cincuenta años hemos abandonado casi en la totalidad el viajar a pie. Los sustitutos del siglo XXI son caminar o correr para establecer mejores marcas personales, para encontrarse con uno mismo o para el noble empeño de ganar apuestas. Los tres motivos tienen en común una cosa y es que pertenecen a la identidad de una sociedad moderna. Nos permitimos batallar por la testosterona y por las risas, reflexionar sobre los hechos de nuestro pasado como individuos y purificar los excesos de la sociedad fordista. Pero solo bajo una condición previa: tenemos que disfrutar de tiempo y recursos destinados a ese ocio.
Después del redescubrimiento del atletismo en el siglo XIX y de las historias de Filípides y de la batalla de Maratón, cien años de tradición atlética moderna expusieron a los grandes héroes en todas las radios, televisiones y móviles. Y los occidentales nos pusimos a imitarles de inmediato. Por fiebres u oleadas, siendo las dos principales en la década de los 70 y después con el cambio de milenio, se instauraron los nuevos escenarios. Correr maratones fue el primer paso: Nueva York. Atenas. Boston. Londres.
Un punto más allá en la escala de los retos, a partir de las distancias oficiales más comunes del atletismo en ruta (esto es 5, 10, 21 y 42 kilómetros), nuevos organizadores de carreras ampliaron las referencias históricas. Bucearon en las historias de pioneros que las habían pasado canutas cruzando las Montañas Rocosas, en recorridos de expediciones o batallas, en mapas de grandes canales o simplemente caprichos geográficos. De ahí surgen carreras como las cien millas de Leadville, Hardrock Ultra, o Western States en Estados Unidos, las muy británicas Thames Path Ultra y la Spine Race, la vuelta al macizo del Mont Blanc por tres países o atravesar la isla de Reunión por la Diagonal de los Locos.
El ego de tomar parte y llegar a meta en alguna de ellas ganaba enteros. Como si, por fin, nuestro dominio desde la atalaya del siglo XXI hubiera rendido cuentas con el caminante del pasado y hasta lo hubiera superado.
Qué va. Ni un poquito.
Cierto es que hay criaturas excepcionales. Tenemos a la autodenominada «Peregrina de la Paz», nacida bajo el nombre de Mildred Norman. Esta norteamericana pertenece a las personas que han renunciado a un modo de vida. En 1953 decidió que no iba a usar más un medio motorizado. Norman ya se movía con soltura por los senderos norteamericanos de gran recorrido. Durante los siguientes veintiocho años se dedicó a patear el continente americano de arriba abajo.
También es frecuente que los grandes corredores de montaña del presente ataquen gigantescas rutas durante sus vacaciones o años sabáticos, por mera realización personal o entrenando de cara a sus grandes pruebas de ultrarresistencia. Bucear en las biografías de bestias como John Kelly, Courtney Daulwater, Damian Hall, Camille Herron, Eugeni Rosselló, Kilian Jornet o Iker Karrera muestran hechos magníficos sobre dos piernas. Sus trotes se salen fuera de lo olímpico. Se establecen los denominados fastest known times, récords no oficiales, expandiéndose por el mundo a lo largo de enormidades del calado del Appalachian Trail, el lago Tahoe, Pennine Way o el sendero GR Transpirenaico de punta a punta.
Pero es que tenemos que poner a los héroes modernos frente a un tipo llamado Edward Payson Weston, nacido en 1839 en Providence, Rhode Island, y que estuvo durante décadas encarnando la edad dorada de la ultradistancia. Su momento de máxima fama llegó cuando perdió una apuesta sobre quién ganaría las elecciones presidenciales de 1860. Palmó por apostar contra Abraham Lincoln (Weston no podía ser resistente y a la vez tener buen ojo clínico), y tuvo que pagar su deuda en especie: recorrería unos 800 kilómetros entre Boston y Washington y tendría que hacerlo a tiempo de presentarse en el discurso inaugural del nuevo presidente. Ni que decir tiene que, en diez días de show, puso bajo los focos las grandes distancias a pie. La sociedad victoriana ya tenía un deporte que arrastraría masas, que pagarían su entrada religiosamente y a la que acudirían apostadores sin un maldito escrúpulo.
El mundo anglosajón se había arrojado en brazos de apuestas y competiciones de gente corriendo durante varias horas y hasta días. Y Weston reunía a miles de espectadores en velódromos y estadios para competir frente a otra tropa de marchadores profesionales. Longevo como pocos seres vivos, en 1910 recorrió los 5000 kilómetros que separan California de Nueva York en setenta y siete días. El mozo ya tenía setenta y un años, pero su añejo estatus de celebridad planetaria hizo que una multitud de medio millón de personas le recibiera a su llegada a Manhattan.
Lo que ocurre es que la fiebre postolímpica del maratón estaba ganando terreno al pedestrismo de ciudad a ciudad. Estaban frescos los loquísimos eventos del maratón olímpico de Londres 1906, en los que el italiano Dorando Pietri casi las palma, deshidratado como poco, había entrado en meta como vencedor en el estadio de White City. Fue descalificado tras reclamación del equipo estadounidense, como ya sabrán, al ser ayudado a levantarse por la gente que atestaba la recta de meta.
El coraje del italiano, su biografía, un hermano que le llevaba las tareas de management sin más escrúpulos, la reina Alexandra dándole un trofeo de consolación y un Arthur Conan Doyle que hizo de cronista oficial del atletismo de los juegos, hicieron posible que se uniese al ya floreciente circuito de pruebas de exhibición entre maratonianos por toda Norteamérica. Los maratones podían acomodar fácilmente cuarenta mil espectadores en un hipódromo o celebrarse en el Madison Square Garden ante multitudes que, de nuevo, pagaban a tocateja. Y se podía desmontar el tinglado y celebrarse otro en otra ciudad la semana siguiente.
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Frente al nacimiento de caminantes sin otro propósito, del flâneur que vagaba por las nuevas ciudades embobado con la existencia de un escenario, caminar había sido redescubierto en los siglos XVIII y XIX como avivador de pensamientos. Kierkegaard, gran propagandista del paseo, escribió: «Me he dirigido caminando hacia mis mejores pensamientos». Desde Hegel hasta Rousseau, el paseo fue recuperado como momento reflexivo. Paul Valerý explicaba que «caminar a menudo me induce a llegar a un fluir rápido de ideas […] y hay una reciprocidad cierta entre mi paso y mis pensamientos».
Pero también hubo quien pateó como hacían los agricultores, los trashumantes o los chamarileros. Bastante lo bruto y a lo que dieran los pies, el camino o el hambre. Y de caminos y hambre sabíamos nosotros un rato.
Durante mucho tiempo España fue un territorio yermo en la producción de literatura de viajes. Pero atrajo una avalancha de viajeros como el ilustrador Gustavo Doré, la escritora de viajes lady Elizabeth Grosvenor o el sevillano exiliado en Londres Jose María Blanco-White. Escribieron sobre una sociedad que parecía hacer equilibrios entre el pasado y el romántico despertar del presente. Viajaban caminando y sobre bestias y carruajes. Como defiende Edgardo Scott, teórico del viaje íntimo en zapatillas, buscaban ver, contemplar, abandonarse al paseo; ser interpelados por el paisaje humano, como buenos románticos, a la búsqueda del exotismo.
Entre noviembre de 1916 y marzo de 1917, el escritor norteamericano John Dos Passos fue uno de quienes estuvo unos meses buscando inspiración por la vieja Europa. En el tiempo que le dejaban las rondas de desayunos y las tabernas de Madrid, recreó escenas costumbristas en sus escritos. En ellas plasmó un pisto literario en el que España sale favorecida un poco de aquella manera: asomaban escritores como Vicente Blasco Ibáñez, artistas como Pastora Imperio, tomadores de vermú a media tarde y tertulianos que se templaban con anís y café en el afamado Gato Negro, «donde los camareros tienen aire de ministros y no pierden palabra».
Movido por la herencia quijotesca, ya por ensamblar tipismo morisco y siglo XX, o ya porque alguna tarde podría haber terminado un poco más perjudicado, Dos Passos hizo un par de intentos por bajar caminando desde Madrid hasta la romántica Toledo de principio de siglo XX. En sus memorias refresca una sublime idea: coger la calle Toledo abajo y enchufarse una aventura hasta el Alcázar, acompañado de algún Sancho Panza de la pandilla. Los casi ochenta kilómetros no le supusieron un impedimento teórico porque aquello era una cosa habitual. Póngase usted a organizar ahora una carrera popular entre la Puerta del Sol y la plaza de Zocodover.
Aunque una de las caminatas de Dos Passos, cuentan, fue cancelada a mitad de camino, de esa pila de leguas a pie surgieron las páginas de su obra Rocinante vuelve al camino. Ante los ojos de este joven que había venido a España a estudiar arte y arquitectura, la visión de los arrieros y carromatos camino adelante le produjo una honda impresión. Escribiría unos párrafos que bien podríamos haber firmado cualquier estilográfica autóctona: «El sol ardía en un halo de calor sobre sus cabezas. A ambos lados de la carretera recta por donde iban, los olivos retorcían sus troncos gotosos. En una loma, al lado de un borrico que pastaba tranquilamente, dormía un hombre envuelto en una manta parda».
Mientras usted recuerda la pinta que tiene el tramo de autovía entre ambas ciudades, le recuerdo que la perra de ir caminando hasta Toledo era un clásico en Madrid. No es que a Dos Passos se le hubiera cruzado un cable.
Es que hasta Pío Baroja, conocido por las pateadas infinitas que se pegaba por Madrid en pos de personajes y acuarelas costumbristas, también caminó hasta Toledo. En su novela Camino de perfección, Baroja, que al final procede de un rincón del Pirineo navarro donde se cruzaba habitualmente a Francia andando, pone a dar tumbos a pie a su protagonista, un tal Fernando Osorio.
Baroja documentó sin pereza alguna las andanzas de este típico héroe barojiano, atormentado entre el deseo de acción y el abatimiento y la inacción, por otro. Así que en el libro le manda a Toledo desde el Monasterio del Paular, sito en la sierra de Guadarrama, otro punto al que Baroja había ascendido alguna vez a caminar, a ver desde lo alto ese país tan pardo.
«Fernando se acercó a un pueblo rodeado de lomas y hondonadas amarillas, ya segadas», escribió en Camino de perfección. «El pueblo se destacaba con su iglesia de ladrillo y unas cuantas tapias y casas blancas que parecían huesos calcinados por un sol de fuego».
Solo caminando durante tantas horas entiende uno que unas tapias pueden ser los huesos de un país.
La herencia del Homo Erectus cazador del mediodía de la sabana.
La colonización del mundo por sus sucesores.
Hay algo genético en hacer gestas de caminar en todos los lugares del planeta.
Las piernas largas y la postura erguida consiguen una eficiencia energética que no existe en otros animales.
Gracias por su reflexión. Es una pincelada muy acertada.
Me ha sorprendido no encontrar referencias a la caminata de este país por excelencia, el camino de Santiago, que hace tiempo que ha perdido su carácter religioso y lo ha sustituido por esa expiación laica que usted comenta.
Ni tampoco de la «desbandá de Malaga»
Tristes hechos de caminantes sin futuro (que muchos no llegaron )
Hombre, sí, relea usted el texto porque lo tiene en el párrafo que comienza con el Bonaparte.
Un saludo
A los curiosos, les remito a buscar información del Vasco de la carretilla. Por cierto, el articulo muy saludable para ejercitar las neuronas.
Gracias por esta lectura. Ha faltado aquí al documentadísimo autor un dato rural y pragmático. Los núcleos urbanos a los que acudir a un mercado, o a hacer gestiones desde los pueblos, suelen distar 30 kilómetros, que es la distancia que puede recorrerse a pie, ida y vuelta, en un día. Tuve la experiencia personal de recrear una de estas rutas desde el pueblo, guiados por un anciano, y fueron cuatro horas a paso vivo, así que, por si sirve, me caben pocas dudas de que el abuelo Félix se fuera caminando a Brunete en una mañana, quizá en un día porque transitasen más lentamente con el peso de los pertrechos de guerra.
Estimado Emil,
Es del todo cierto que el mundo del campo en hábitat concentrado, como en las dos mesetas españolas, se articula s lo largo de caminos históricos que unen sibre todo mercados y cabeceras de comarca. Y que las ventas y posadas (en algunas zonas llamadas ya paradores) están desde el XVI ya separadas entre cuatro o cinco leguas, distancia muy transitable a pie y uña de caballo.
El ejemplo del Camino de Santiago que tampoco he querido explotar aquí para que no se merendara el artículo, nos da hoy «las etapas» de 20-25km resultantes de esa red de postas histórica.
Remontando hasta el itinerario Antonino, que describe vias romanas peninsulares, también se empieza a ver el embrión de la escala humana y sus desplazamientos.
Un saludo s todos
Interesantísimo y muy ameno escrito.
Cuando citas el yermo español ante Doré, me venía a la cabeza otro gran trotamundos y aventurero de nuestros tiempos, Leigh Fermor. No sé si se habrá pasado por la península en algún paseíto ahora que lo pienso.
Joan, me alegro que haya sacado a colación a este inglés que debía ser canela fina. Su travesía desde Hoek van Holland hasta donde los turcos ds una de las grandes aventuras contemporáneas. Un saludo.
Me ha encantado y disfrutado. Me quito el sombrero por el alma y pasión del autor en éste artículo.
Gracias. Y está lleno de vacíos por completar como las andarinas jornadas del pastoreo, las aventuras místicas de monjes budistas maratonianos, la locura jacobea como han mencionado en otro comentario… Y la expansión de los grupos tribales del Este de Europa hacia occidente, de batalla en batalla cruzando bosques y ríos, que ocupa los cruciales siglos en los que los libros hablan de la época romana mientras caravanas enteras de nómadas se dan de hostias desde Lodz hasta Burgos.
Muy agradable…Me llevó mucho a recordar a… » El Andarín » Carvajal, cartero habanero fichado por los vecinos de La Habana de principios del siglo pasado para representar al país en los Juegos Olímpicos de San Louis en 1904. Luego de las 4 medallas de Oro de Ramón Fonst en 1900 los cubanos buscaban a un nuevo representante y eligieron al popular cartero de La Habana que era conocido por todos porque hacia todas las entregas corriendo por toda la ciudad con una bolsa de cartas al hombro.
Entonces se hizo una colecta pública para sufragar su viaje. Pero sus recursos se esfumaron al poco de pisar territorio norteamericano en su ruta hacia San Louis tras una rocambolesca historia de estafadores, señoritas y vividores que le fundieron los pocos pesos que llevaba en el bolsillo
Se presentó finalmente el 30 de Agosto de 1904 en el punto oficial de salida de la carrera del maratón con sus pantalones y botines de cartero y entre las risas del público asistente se bajaron unas tijeras para acortar sus pantalones.
Cuesta imaginar a aquel prodigioso portento de bigotes afilados con laca con el estómago vacío y gozando de la ventaja que ya estaba acostumbrado a sacar a sus oponentes mirando con apetito desesperado las manzanas que lucían en los paisajes de Missouri y detenerse a la altura del kilómetro 29 a comer manzanas verdes con la confianza de quien se sabe amplio ganador de antemano…
A partir de entonces comenzó la tragedia del Andarin…porque veía pasar al frente a sus oponentes y se incorporaba a la carrera para unos metros más tarde volverse a salir a consecuencia de los fuertes dolores de estómago con las consecuentes evacuaciones urgentes…Y una y otra vez…se incorporaba…y una y otra vez salía de la carrera para volver a evacuar…Y así durante los siguientes 13 kilómetros restantes…
Entró finalmente a la meta en cuarto lugar…detrás de Tom Hicks…Albert Corey y Arthur Newton…Y así alcanzó cierta gloria Olímpica ya no por una medalla ni porque no la haya ganado…Ganó la simpatía de sus paisanos y los aplausos y risas del público porque para un momento así no se pensana en material sanitario ni asistentes y llegar a la meta era una cuestión de honor. Y así llegó a la meta, levantando los brazos…y evacuando…
Buah. Carvajal tiene por sí solo una película. Cuando se organizaban los Juegos Intercalados, dos años después se piró a correr a Atenas 1906 pero desapareció y se le dio por fiambre. A los meses ¡regresó en un carguero español para pasmo de media Cuba!.
También se adelanta usted a una pieza que espero que salga pronto en la web deportiva de esta misma revista.
Que vivan los locos a pie.