Música

Adorno en Berlín

Adorno en Berlín
Una actuación de Kraftwerk en Róterdam en 1976. Fotografía: Gijsbert Hanekroot / Getty.

Fue la capital del siglo XX. La ciudad en la que se gestaron las dos guerras mundiales. Pasear por la capital alemana es retrotraerse a un siglo sangriento, cuyos ecos aún se escuchan en la política y en la cultura actual como retrato de una Europa inacabada. Fue en Berlín donde el káiser Guillermo II rompió con el equilibrio de poder de Bismarck y se lanzó a una política de la fuerza bruta. Una ciudad, donde la decadente y divertida República de Weimar opuso el toque gamberro a las bohemias y tristes ciudades centroeuropeas. Mi estancia en Berlín fue tranquila: no es una ciudad cara si la comparas con Roma o Londres. Tampoco tiene el romanticismo o la sensualidad de París y de Florencia o la belleza de Praga. Durante un periodo de mi vida en el que viajé bastante, solo pensaba en ciudades tristes, y durante otro, en ciudades alegres como Nápoles. Escribí una especie de diario describiendo los rostros de la gente y el estado de conservación de los sitios más emblemáticos. Conforme uno pasa más tiempo en la misma ciudad, esta se va transformando. Ya no es la misma que viste al llegar. En cada ciudad absorbes su pasado y entras en contacto con una sabiduría que solamente adquieres dejándote llevar por tus sentidos. Como escribía Italo Calvino en Las ciudades invisibles: «Las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya».

En Berlín aún subsisten viejos retazos del siglo pasado, como sus modernos edificios, sus calles bulliciosas y sus austeras plazas, como en las ciudades castellanas. Las ciudades son bellas porque son creadas lentamente; están hechas de tiempo y de espacio. Los alemanes son conscientes de que su capital entreteje las historias del turbulento siglo XX con un presente más amable. Berlín no cuenta su pasado, sino que lo contiene en cada una de sus calles, símbolos y estatuas o en los vagones oxidados de sus estaciones de trenes pintados con grafitis, los cabarets, los clubes o en sus imponentes parques. La capital es una red tupida de monumentos e infraestructuras, cultura y mercado, historia nacional e historias cotidianas. Los edificios son tan grandes para demostrarle al alemán que el Estado siempre será más imponente que el individuo. Y la gente, tan ruda para enseñarle al viajero que en Alemania el tiempo es oro. Durante mi prolongada estancia estuve en la famosa discoteca Berghain. Pasé el escrupuloso filtro de esa especie de gárgola tatuada que es Sven Marquardt, el portero y amo de la noche de la ciudad. Una mole con tatuajes old school y joyería gótica que parece un personaje de las ilustraciones de Victoria Francés. Hay gente que hace cola solo para pasar por la maravillosa experiencia de que el portero los eche, como me contó un chico que estaba delante de mí. Berghain es una experiencia tan intensa y extraordinaria como se cuenta: en la primera planta está la sala techno, oscura y a un volumen altísimo, un espacio más propio de una distopía que de un templo del hedonismo. Es una cárcel elaborada a base de acero y hormigón, con gruesas tuberías de acero inoxidable: un complejo industrial en el que se podría haber rodado una película de serie B. Si alguna vez alguien quisiera producir la versión alemana de Srpski film (Una película serbia), esa sería la zona idónea.

Antes de que la escena electrónica marcase los latidos del corazón del ocio de la ciudad, Berlín fue la capital internacional de la vanguardia rockera durante la segunda mitad del siglo pasado. Casi todos los músicos americanos y británicos que habían coqueteado con el frívolo mundo del rock de la década de los sesenta se trasladaron al corazón de Europa para retirarse del mundanal ruido. Fue el caso de Brian Eno, que, tras abandonar a Roxy Music, reorientó su carrera hacia el ambient allí. O David Bowie, que, tras la gira de Station to Station, mató al Duque Blanco y se dirigió a Berlín Occidental. Se llevó a Iggy Pop consigo y juntos tuvieron una vida más tranquila, alejados de la exposición a la que estaban sometidos tanto en Estados Unidos como en Reino Unido. Bowie componía, pintaba y leía. Vestido como un espía, cruzaba al Berlín Oriental por el Bösebrücke, visitaba los museos y contemplaba los edificios todavía a medio reconstruir y las pintadas que pedían la muerte de los judíos. Nada más llegar a Berlín, Bowie conoció a uno de los grandes iconos de la capital: la travesti Romy Haag, quien lo introdujo en las noches salvajes de la ciudad. Para el hiperactivo Iggy, aquella fue su ciudad ideal, viviendo uno de los periodos más felices de su vida; para Bowie suponía acceder a varios de los emblemas de la capital: el cabaré Dschungel en la Nürnberger Strasse o los grandes almacenes de la KaDeWe. 

Fue en Berlín donde U2 cogieron fuerzas después del sabor agridulce de Rattle and Hum y grabaron Achtung Baby con el fin de conectar con la experiencia de lo que suponía ser europeo. Hasta Lou Reed, que nunca visitó la ciudad, la imaginó como una tierra sacudida en todos los sentidos por una memoria histórica tatuada a sangre y fuego. Fruto de ello, Berlin se convertiría en uno de sus mejores discos: triste y desolador, violento y áspero. Un trabajo que sin ser blues contaba las historias de blues mejor que los artistas de blues. Cuando, a finales de los años sesenta, una nueva generación de músicos alemanes entrase en contacto con el marxismo y el anarquismo, los discos de Pink Floyd, de los Beatles y de la Velvet Underground acabarían con una larga tradición de nacionalismo alemán para construir un nuevo folklore industrial. Grupos como Kraftwerk fueron mencionados por David Bowie como la banda más influyente de los últimos años. Algunos se pasaron al muzak. Otros tantos se dedicaron a hacer bandas sonoras para el nuevo cine alemán. El krautrock nació de un profundo conflicto generacional con la generación de sus padres. El proceso de desnazificación de las instituciones se hizo solo de cara a la galería. Muchos se adaptaron a la nueva situación política con facilidad. Mantuvieron las formas. Apoyaron la reciente CECA, conscientes de que se abría un nuevo canal de dominación alemán a través de los mercados. Había que cambiar ciertas cosas para que todo siguiera igual. Ese era el problema. La generación krautrock se enfrentó a un muro de silencio después de la guerra. Los niños les preguntaban a sus padres sobre la contienda bélica y su papel en ella. Había un pacto de silencio tácito en el país para no remover lo sucedido. 

Perseguían una meta común: trascender el pasado alemán mirando hacia el futuro. Las generaciones siguientes tuvieron que partir de cero para crear formas de arte iconoclastas por necesidad, con las que exorcizar el pasado y a la vez crear un futuro. Colonia, Düsseldorf, Berlín o Múnich vieron florecer grupos impulsados por esa carencia, inspirados por una libertad creativa propia del jazz o la música experimental, y que terminó creando algunas de las bases para la renovación del rock. Aquellas bandas habían crecido con la música facilona de los artistas de schlager: un estilo bucólico que recreaba la tradición oral de los cuentos alemanes. Aquellos chicos, amantes del cine de Herzog y Fassbinder y de las novelas de K. Dick, veían esa cultura como un instrumento burgués destinado a adormecer la conciencia de la ciudadanía. Reinventaron el rock sincretizando su particular visión de la psicodelia anglosajona con la vanguardia electrónica alemana, que capitaneaba Karlheinz Stockhausen. Aprovecharon el vacío cultural que había en el país para hacer una música densa y mecánica; átona en ocasiones, incómoda y con una base intelectual que no todos estaban dispuestos a comprender. Neu!, Can, Faust, los citados Kraftwerk o Cluster bebían de Spacemen 3, Tangerine Dream, Ornette Coleman y de Carl Sagan y el psicoanálisis junguiano. Por eso las bandas alemanas hacían tanto énfasis en la improvisación y la intuición. Se asemejaba bastante al expresionismo abstracto romántico o a las ceremonias de ayahuasca. La exposición al krautrock hizo que muchos se interesaran por la cultura new age, con elementos como la espiritualidad, el karma o la energía universal. También, en una época en la que la gran batalla entre los dos bloques se libraba en torno a la carrera espacial, este enfoque ayudó a conformar una mitología alternativa. Un horizonte distinto dentro de las encorsetadas sociedades occidentales. En los sesenta, la izquierda tenía un discurso arrollador en materia económica, cultural, de derechos humanos y feminismo. Otro mundo era posible, al menos hasta la década de los ochenta, cuando todo cambió. Un trauma de cuyas consecuencias aún no nos hemos recuperado. Por ello, el progreso y el futurismo encajaban muy bien con una fascinación por la astronomía amplificada por la psicodelia.

El arte alemán nos enseña que el dolor y el placer no son excluyentes. No se puede conocer realmente el amor sin experimentar primero la soledad, la belleza sin la fealdad, ni la fe sin la duda o el placer sin el dolor. Esa desazón alemana nace de la dicotomía nietzscheana de la «moral de esclavos» y «la moral de señores» y de la construcción de una identidad nacional forjada por emperadores y militares, en vez de por el propio pueblo. Adorno aseguraba que el arte posterior al fascismo se enmarcaba en dos alternativas: la psicología y el infantilismo. Desde su punto de vista, la industria cultural creaba necesidades artificiales y explicaba los acontecimientos de la historia desde las motivaciones del ser humano, restaurando un humanismo fallido que desembocó en dos guerras mundiales y quitándole a la historia toda su crueldad. La peor manera de salvar al arte, dice Adorno, es disecar al sujeto, haciéndole olvidar su pasado. Los músicos de krautrock se veían a sí mismos como el polo opuesto de la música punk: si el punk fue la música de los hijos que habían visto cómo la socialdemocracia se difuminaba, el rock alemán lo fue de una generación que quería a toda costa liberarse de la carga pesada del nazismo. Así como en los años veinte del siglo pasado se ensalzaba al adulto, en los sesenta, con el espíritu de la contracultura y Mayo del 68 en auge, la juventud era un valor. Eso va propiciando una forma distinta de encarar la política, los cambios sociales y el arte. Los alemanes tienden a angustiarse. Es algo que está en su conciencia desde el final de la época nazi y de la guerra. 

En Violetas de marzo, el escritor escocés Philip Kerr escribe: «Berlín. Yo adoraba esta vieja ciudad. Pero eso fue antes de que se mirara en su propio reflejo y le diera por llevar unos corsés tan ajustados que apenas podía respirar. Yo adoraba las filosofías fáciles y despreocupadas, el jazz barato, los cabarés vulgares y todos los demás excesos culturales que caracterizaron los años del Weimar y que hicieron de Berlín una de las ciudades más apasionantes del mundo». Caído el Muro, la ciudad abandonó su solemnidad y lo apostó todo a la diversión. El techno jugó un papel clave en la fraternidad entre los berlineses del este y del oeste. Con una abundancia de espacios desiertos tan repentinamente disponibles, sobre todo en el Berlín Oriental, las raves tomaron el lugar del punk y del krautrock. La cultura rave ofreció a todos aquellos que habían vivido la Guerra Fría libertad después de la represión. La música no acabaría con el capitalismo, pero, al menos, sí le dio a millones de personas la oportunidad de imaginar mundos distintos. Hoy en día ni siquiera tenemos eso. La música actual es muy pulcra y obsesiva. La música popular ya no rompe esquemas, pero sigue sirviendo para comprender el tipo de mundo en el que vivimos. La historia se derrumba en esta especie de ahora atemporal en el que todo el pasado está disponible para ser utilizado. El realismo capitalista vive en el eterno bucle de una nostalgia selectiva. La victoria del capitalismo finiquitó la idea del progreso colectivo. Sin historia no hay futuro, pero, sin futuro, el pasado adquiere un significado nebuloso. Ahí tenemos la nostalgia milenial.

En Kreuzberg, el centro de gravedad del punk, todavía hay parroquianos que echan de menos la década de los setenta y recuerdan las visitas de Bowie e Iggy para ver los conciertos que se programaban en la sala los viernes. En la capital de Alemania, el porvenir apenas preocupa a los ciudadanos. Walter Benjamin escribía en su Tesis sobre filosofía de la historia que «la historia de Alemania se encuentra arrastrada por la tormenta del progreso, es decir, que la distancia con respecto a la historia es tal que, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo». Ningún pasado puede superarse, y menos los crímenes contra la humanidad. El sueño de una cultura europea que tanto anhelaban los ilustrados cogió forma en el siglo XVIII, desvaneciéndose de repente con las dos guerras mundiales y con el recelo que Berlín generaba en el resto de Europa. Después de la guerra pudo restaurarse la vida social y la vida económica, se reconstruyeron las fábricas y los edificios, pero el país había perdido definitivamente su superioridad en las ciencias y en la filosofía. Era como edificar un árbol en una tierra quemada. El país estaba abocado a una crisis en todos los sentidos, que aumentó hasta la reunificación. Como cuenta el sociólogo y politólogo Ignacio Sotelo, «que la Alemania de después de la guerra fuese, sin solución de continuidad, la anterior a la catástrofe, únicamente se sustentaba en la aspiración de la República Federal de presentarse como la heredera del Reich con todos los derechos y obligaciones. Esta pretensión se derrumba en 1990, al recuperar Alemania la soberanía plena sin tratado de paz alguno, lo que permite reconsiderar en todos sus múltiples aspectos la ruptura total que significaron los doce años de nazismo». Adorno se preguntaba si sería posible hacer poesía y arte después de Auschwitz. El krautrock le dio la respuesta que necesitaba. Y seguramente, para regocijo nuestro, no le habría gustado.

Adorno en Berlín
Berlín, 1966. Fotografía: Getty.

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5 Comentarios

  1. José Antonio Chozas Monforte

    Magnífico artículo, Felicitaciones a Zambudio.

    Soy visitante habitual de Berlín desde hace casi 20 años. Por su ritmo, su escala y la abundancia de agua y bosques ofrece una calidad de vida que ciudades como París o Londres ya no podrán ofrecer jamás.

    Berlín es una ciudad de artistas y de gente creativa con el punto de picardía de los bohemios de buena fe.

    No sé hasta cuando, pero la ciudad es glorosiamente pobre. Las ideas brotan hasta debajo de las piedras.

    El artículo ofrece una especie de historia de la vida política y cultural de la ciudad.

    Para los que ya la conocemos la ciudad es irresistible y volvemos una y otra vez. Nada que ver con el provincianismo orgulloso de Munich o con el hedonismo frío de Hamburgo, que huele a dinero y comercio en cada esquina.

    Si eres un Alma libre visita Berlín. Si es con unos vaqueros rotos y un look pobre, de ropa de segunda mano, mejor.

  2. Muy bueno el artículo sobre esta maravillosa ciudad. Sólo quiero comentar un pequeño gazapo. La banda Spacemen 3 es posterior al krautrock por lo que no pueden haber sido una de sus fuentes sino, en todo caso, uno de sus discípulos. Saludos cordiales.

  3. Pingback: Adorno en Berlín - Multiplode6.com

  4. Muy bueno. No me ha quedao claro la refexión de Sotelo al final

  5. Pingback: Jot Down News #41 2023 - Jot Down Cultural Magazine

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