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La soledad escogida de las mujeres en los bosques

La soledad escogida de las mujeres en los bosques
DP.

Una cabaña de madera con tejado a dos aguas situada en el claro de un bosque en algún país remoto. Sin tráfico rodado cercano que impida escuchar el murmullo de las hojas en las copas de los árboles, ya oscurecidos por el otoño. Un río cercano cubierto por una capa de neblina, que en verano se disipa pero en invierno permanece densa, húmeda y fría. No hay apenas vecinos, ni la obligación de hacer o recibir visitas no deseadas. Se oyen ecos de diferentes animales: el aleteo de una corneja, el ulular de un búho, los movimientos rápidos de algún roedor entre los arbustos. Reina la tranquilidad. Se respira aire fresco y soledad. No hay humanos en varios kilómetros a la redonda. 

Dependiendo de si eres introvertido o extrovertido, este primer párrafo te sonará o bien a pesadilla, a poco más que unas vacaciones de fin de semana un poco atípicas y que probablemente no repetirás, o será el sueño de tu vida. Sin entrar en los motivos concretos por los que alguien querría (o no) una vida en soledad, la codiciada cabaña en la naturaleza es ya mucho más que un lugar físico. Las redes sociales están repletas de cuentas dedicadas al cabin porn, con decenas de miles de seguidores, muchos de los cuales no aguantarían ni un solo día sin fibra óptica y un bar a la vuelta de la esquina. Más allá del aspecto estético, esto nos lleva a pensar que, quizás, no se trate de un deseo real de aislamiento físico, sino de una aspiración mental: la búsqueda de la tranquilidad y el sosiego en una sociedad absolutamente frenética. Buscamos sentirnos en la cabaña pero sin salir de nuestra particular jungla de asfalto. Las visiones de playas paradisíacas aluden a vacaciones, pero las cabañas en la naturaleza son un hogar más allá del hogar.

La cabaña, entonces, más que un lugar físico, es un refugio de la vorágine diaria. Un cuarto propio, como el de Virginia Woolf (quien, por cierto, también tuvo su pequeña cabaña-refugio para escribir). Nadie piensa en la de leña que habría que cortar, o en qué pasaría si nos rompemos una pierna estando en un bosque solamente accesible a través de un lago que en invierno se hiela. Nadie piensa en eso porque esos detalles no forman parte de la fantasía de la cabaña. Eso es para la mayoría: una fantasía.  

Y quien realmente aspira a ese aislamiento, es tachado de misántropo, de raro. Un Thoreau. Un Ted Kaczynski que rehúye de la sociedad porque esta le ha hecho daño. ¿Quién querría meterse de forma voluntaria en el escenario de una novela de terror? Querer estar solo como algo negativo. Soledad como huida. Aislamiento como rechazo. 

Thoreau: me aíslo pero no mucho

Todos estamos familiarizados con la estancia de Henry David Thoreau en Walden, ese idílico lago en el que su cabaña y refugio le permitió escribir «el Libro» sobre la vida cabañil, publicado en 1854 (aunque no fue el primero, sí es el que más ha trascendido). Pero lo cierto es que esta experiencia, aunque inspiradora de estilos de vida nómadas, se ha replicado en la cultura popular de forma ligeramente distorsionada.

Dos años, dos meses y dos días fue el tiempo que el amigo Thoreau pasó en una pequeña cabaña construida por él mismo a orillas del lago Walden en Concord, Massachusetts. Hasta ahí la historia que se ha replicado hasta la saciedad: decidió salirse de la sociedad, reencontrarse con la naturaleza y escribir su día a día en ese nuevo estado, alejado del bullicio y el ajetreo de la ciudad, con la intención de salir de allí renovado y con las ideas claras sobre qué significa ser miembro de la sociedad y cómo se traslada eso en relación a la naturaleza. 

Los datos que no han trascendido tanto: que su madre iba a recogerle la ropa sucia semana a semana (ya tenía suficiente el pobre chaval con escribir en su diario), que disfrutaba muy a menudo de comidas caseras y que poco menos que iba todos los días a por el pan y el periódico a Concord, una ciudad de mediados del siglo XIX, pero una ciudad al fin y al cabo. 

Hay quien, al conocer estos datos, tachará al filósofo de hipócrita. De fraude. ¡Menudo engaño! No obstante, su filosofía no queda invalidada. De hecho, él mismo refleja todos estos hechos en sus escritos; hemos sido nosotros los que escogimos no recordarlos. En su libro Soledad voluntaria (Gallo Nero, 2022), Olivier Remaud defiende la tesis de que la soledad voluntaria no es ni permanente ni negativa, ni aislante: es necesaria. 

«En la narración que crea de la experiencia, señala que [Thoreau] vuelve del bosque «casi a diario». Sabemos que sale a hacer la colada, degustar la repostería materna y cenar con sus compatriotas, con quienes habla de las últimas publicaciones. La mitología americana solo se ha quedado con la voluntad de aislarse. El escritor se ha convertido en un asceta nacional, en una especie de ermitaño legendario. Se ha incidido menos en que su soledad estaba orquestada. (…) Esto no es un fraude, sino un mecanismo de la voluntad, una dramaturgia del dar un paso al lado. Quien se mete en una cabaña se aleja de la sociedad, pero ¿corta realmente con ella?». 

Atendiendo a sus escritos, de hecho, parece que no solo nos ha llegado su filosofía ligeramente distorsionada, sino que se ha perdido una parte importantísima del mensaje. ¿Y si esta soledad voluntaria, pero no permanente, fuese la clave para vivir mejor en sociedad? Thoreau se desconecta de la sociedad para, precisamente, intentar lograr un estado intermedio en el que poder observar las ramificaciones y conexiones entre soledad y sociedad. Afirma: «Busco la soledad obedeciendo a un impulso y una esperanza infinitos, cada vez con más fuerza y determinación, pero, en cada ocasión, en un arrebato de debilidad busco la sociedad». No concibe una sin la otra y no rechaza ninguna de ellas: concluye que ambas son necesarias para la vida plena. 

Remaud se pregunta: «¿Podría ser que la soledad voluntaria fuera una manera de vivir en sociedad? ¿Y que ese modo de vida social también nos permitiese disfrutar plenamente de la soledad?». Una vida «desconectada» y «conectada» a la vez no solo es posible, sino necesaria para nuestra salud mental. 

Un concepto muy interesante es el de la cabaña como trastienda (cabaña, de nuevo, no necesariamente como lugar físico, sino como símbolo de esa soledad que nos beneficia y nos resetea la mente). El filósofo y humanista Michel de Montaigne (1533-1592) defendía ya desde la torre de su castillo que la soledad debería ser más importante en nuestras vidas y la compara con dos estancias: la tienda y la trastienda. Cada una tiene su propia importancia, pero ambas son necesarias e imprescindibles. «La tienda no es otra cosa que la sociedad. Es el lugar que frecuenta la gente. (…) Una puerta separa la tienda de la trastienda, nada más». En este caso, la soledad voluntaria sería cerrar la puerta que las divide o, al menos, entornarla hasta que solo quede un hilillo de luz. Para estar con uno mismo, afirma Montaigne, hay que hacer visitas regulares desde la tienda a la trastienda, pero sin llegar a instalarse en la parte de atrás de forma permanente, pues desatender la tienda por completo tampoco sería beneficioso.

La filósofa germano-estadounidense Hannah Arendt (1906-1975) diferencia entre aislamiento, desolación y soledad, calificando a esta última de positiva si se cumplen ciertas condiciones, como que el estar solo no sea fruto de la frustración o el rechazo de los semejantes. Ella habla del diálogo interior como motor de las ideas, pero esa soledad interior, tan necesaria para pensar, ha de poder incluir también a los demás. Si ese estar con uno mismo es bien llevado, añade Remaud, «es una muralla contra el aislamiento y la desolación». 

Apreciar la soledad no debería significar rechazar o desdeñar la sociedad. No por sistema, al menos. Obviamente no nos referimos aquí a esa soledad no escogida, un mal tan de este siglo, provocada por desigualdades sociales o económicas, por el rechazo social u otros problemas que, por desgracia, expulsan a menudo a las personas fuera de las redes de ayuda y protección que ofrece el tejido social. No hablamos de aislamiento ni de desolación, aunque inevitablemente hagan acto de presencia de vez en cuando.

En realidad yo aquí venía no a hablar de Thoreau, ni de filósofos de otros siglos, sino de dos mujeres que escogieron la soledad en la naturaleza, concretamente. Dos mujeres de ciudad que encontraron su lugar entre montañas. A veces se las califica de «Thoureau modernas», pero no parece que esa comparación sea del todo acertada. Aunque fuese una fuente de inspiración, sus experiencias fueron mucho más allá de aquella soledad intermitente del filósofo. 

Soledad escogida en los Adirondack salvajes

La soledad escogida de las mujeres en los bosques
Anne LaBastille. Foto: Adirondack Experience. (DP)

Una soledad verdaderamente voluntaria fue la de Anne LaBastille (1933-2011), una investigadora, ecologista, fotógrafa y escritora norteamericana que pasó gran parte de su adultez viviendo en una cabaña en el corazón de las montañas Adirondack, un macizo situado al noroeste del estado de Nueva York. 

Su llegada a estos bosques fue como lavaplatos en un pequeño hotel de la zona, en el que acabó pasando varios años. Allí conoció a su marido y allí se instalaron. Su ciudad natal, Montclair, en Nueva Jersey, ya no tenía nada más que ofrecerle. Ante su divorcio, e inspirada por Thoreau, decidió que ya no podía dar la espalda a aquella imponente naturaleza salvaje y decidió dar un paso más: comprar un terreno en una zona remota, construirse una cabaña y vivir sola en ella. A pesar de su experiencia en estas montañas, esta decisión no fue tomada a la ligera, ya que era muy consciente de los diferentes peligros que entrañaba su plan de vida. 

La falta de contacto humano no le preocupaba demasiado (aunque en varios capítulos de sus libros relata los duros inviernos, en oscuridad y aislamiento, que vivirá a partir de ese momento). No obstante, siempre se mantuvo más que preparada para los posibles contratiempos a base de ser perfectamente consciente de los riesgos y de cómo utilizar de la mejor forma sus capacidades. Ella era autosuficiente, pero no idiota. Tampoco dejó tan abierta la puerta como Thoreau, ya que si tenía problemas de verdad no sería tan fácil pedir ayuda como simplemente caminar al pueblo. Nunca se aventuraba a hacer más de lo que consideraba seguro para evitar, en la medida de lo posible, accidentes provocados por el exceso de confianza o el desconocimiento. Si tenía que pedir ayuda para cortar árboles, o instalar una chimenea, la pedía. Y eso no se puede hacer si antes has quemado puentes. Puede que vivas en una comunidad pequeña y remota, pero siempre has de cuidar a tus vecinos, porque podrán salvarte la vida algún día.

Al final, las condiciones de vida que había estado buscando (sin éxito) en otros lugares, posibles en aquel entorno salvaje, convencieron a Anne de invertir en aquel terreno gran parte de su vida: «La visión de mañanas sin interrupciones sentada en mi escritorio, tardes tranquilas meciéndome al lado de la estufa, y vivir una vida simple y totalmente privada me atrajeron inequívocamente a mi nuevo hogar». Solo en su vejez, ya demasiado enferma para vivir aislada, tuvo que volver a Nueva York. 

LaBastille escribió varios libros sobre su vida en la cabaña, al mismo tiempo que realizaba reportajes para revistas como National Geographic y viajes de investigación para diversas universidades. Buscó la soledad, pero no el aislamiento. En sus libros se puede leer sobre soledad voluntaria, pero también sobre la importancia de la comunidad y de los vecinos, aunque estos se encuentren a varias decenas de kilómetros de distancia. Ella buscaba una privacidad extrema, llegando incluso a ampliar sus terrenos para evitar que extraños se acercasen a su propiedad. Hasta el punto de que construyó una nueva cabaña, mucho más aislada en el interior del bosque, en la que retirarse a escribir cuando la principal se exponía demasiado, sobre todo en épocas estivales, donde el acceso era algo más sencillo gracias al surgimiento de campings al otro lado del lago a lo largo de las décadas de los 80 y 90. 

Pero también supo agradecer la compañía en los días más oscuros del invierno, en los que una llamada telefónica, o una invitación a tomar un chocolate caliente en el bar del pueblo más cercano (más de cuarenta y cinco minutos en moto de nieve a través del lago helado) conseguían sacarla del agujero en que, a veces, la dejaba el clima extremo y el aislamiento de su hogar. Además, eran frecuentes sus viajes a Nueva York y otros lugares con motivo de sus investigaciones y encargos periodísticos. Ella no odiaba a la sociedad, pero supo tomar lo justo y necesario de ella para después poder escoger libremente vivir en soledad.

Una curiosidad: la primera vez que supe de Anne LaBastille y busqué sus libros, solo pude encontrarlos en inglés y de segunda mano (guiño, guiño, editoriales españolas de nature writting). El primero de ellos, titulado Woodswoman I: Living Alone in the Adirondack Wilderness, venía en perfecto estado (la edición es de 1991), como si me lo hubiesen enviado directamente desde la estantería de libros olvidados de cualquier librería. No obstante, al llegar a la página 97 encuentro las primeras (y únicas) marcas de que este libro ya ha sido leído. Las páginas 97 y 98 tienen varios párrafos señalados. Concretamente, en los que Anne relata qué llevaba en su mochila cuando empezó a tomarse en serio sus acampadas en la naturaleza y logró, por fin, su licencia como guía de Adirondack (lo que exigía ya un alto conocimiento de la zona y sus rutas). Me pregunto si la persona que poseyó este libro antes que yo se sintió tan inspirada por él que decidió copiar su lista de imprescindibles y echarse a la montaña. 

En esas páginas, LaBastille compara la mochila que llevó en su primera acampada, siendo apenas una veinteañera y todavía trabajando de lavaplatos en el hotel, con las salidas que hacía a las montañas una vez ya instalada en su cabaña. La primera vez que durmió al raso lo hizo utilizando sus camisas de franela enganchadas entre sí mediante imperdibles como saco de dormir y manta. Ni que decir tiene que esa primera noche fue horrible, una primera lección que no olvidaría jamás: la montaña no perdona ni las más mínimas imprudencias. 

Después de años entre aquellos bosques, Anne era ya una experta montañera, y no solo llevaba un saco de dormir decente y ligero, sino que transportaba en su mochila (de un total de unos diecisiete kilos) un inventario más que probado en decenas de expediciones con todo lo que podría necesitar, incluyendo comida para siete días. Además Pitzi, su fiel compañero de cuatro patas (el primero de varios), transportaba en alforjas su propia comida, unos alicates por si tenían un encontronazo con un puercoespín, su plato, y una esterilla de goma para dormir y protegerse del frío suelo nocturno. Unos cuatro kilos y medio que no eran problema en absoluto para el enorme pastor alemán. Añadiendo el material fotográfico de Annie (dos cámaras, un teleobjetivo extra y un fotómetro guardados en una especie de riñonera grande, y un trípode que engancha a los laterales de su mochila), su cargamento ascendía a unos veinte kilos y medio. 

Los peligros de la sociedad también pueden aparecer en el bosque. Todo está conectado. A veces, la puerta entre la tienda y la trastienda se queda entreabierta sin querer, batiéndose con cada corriente de aire, sin llegar a cerrarse del todo. A menudo, Anne viajaba con una pequeña pistola, y tenía siempre en su cabaña una escopeta y un rifle cargados al lado de la puerta. Además del evidente peligro que supone la naturaleza y los animales salvajes para cualquier persona, si se encontraba con otros montañeros en sus trayectos solía decirles que su marido se encontraba por la zona, observando pájaros, para que no supiesen que iba sola. Nunca se sabe. 

No estoy sola, me cuidan un millón de abejas

Sue Hubbell. Imagen Errata Naturae
Sue Hubbell. Imagen: Errata Naturae.

Sue Hubbell (Michigan, 1935-Maine, 2018) trabajaba en la biblioteca de la Universidad de Brown cuando ella y su marido Paul decidieron mudarse a los Ozarks, en el Medio Oeste americano. De nuevo, con Thoreau como inspiración para iniciar una vida alejada del turbocapitalismo que había convertido sus rutinas en una rueda de hámster. Con su hijo ya criado y fuera de casa, el matrimonio decidió dedicarse a partir de entonces a la fabricación y comercialización de miel. Apenas un año después, él la abandona. 

Para sorpresa de su familia y entorno, Sue decidió hacerse cargo ella misma no solo de aquella granja en el bosque llena de arañas y otras criaturas, sino también del negocio de las abejas. Tuvo que convertirse en apicultura, pero también en comercial, transportista, leñadora («la motosierra es una de las primeras herramientas que aprendí a manejar por mi cuenta, y le doy también mucha importancia. Es extraordinariamente simple y directo: cortar leña o morir»), e incluso mecánica para sobrevivir en aquella propiedad surcada por un río y rodeada de árboles centenarios. Y se dio cuenta de que esa vida le estaba predestinada: «Hoy es mi aniversario de boda. Me pongo triste cuando pienso en Paul, y recuerdo las expectativas que teníamos el día que nos casamos. Sin embargo, son precisamente esas expectativas frustradas las que me convirtieron en una apicultora de los Ozarks. Me encanta, y nada de eso habría sido posible sin Paul». 

Su libro Un año en los bosques (Errata Naturae, 2016) parte de estas reflexiones, y relata sus primeros años en soledad, una decisión al igual que la de LaBastille totalmente consciente y voluntaria. No hay un odio al mundo, un querer huir, sino una verdadera voluntad de abrazar la soledad y dosificar la sociedad. En el momento en que empezamos a leer, lleva allí doce años. 

Al igual que en el caso de LaBastille (hubiese sido genial algún tipo de conexión entre ellas, pero internet no me ha dado respuestas sobre si la hubo o no), Hubbell no se adentra en la montaña sin ser consciente de todos sus riesgos y limitaciones. Aunque a su llegada se sintiese perdida e incapaz, pronto el día a día le obliga a ponerse las pilas. Contaba con una  gran ventaja: su padre había sido biólogo, y durante su infancia Sue daba paseos con él por la naturaleza para explorar la flora y la fauna de su Michigan natal. Ella también llegó a desarrollar un enorme conocimiento de la zona, y en su libro identifica todas las especies de fauna y flora que se encuentra creando un maravilloso relato sobre cómo el día a día en la naturaleza tiene otro ritmo, otras prioridades y otros protagonistas. Convive con diferentes especies de ranas: las ranas primavera que suben por las cristaleras de su sala de estar hasta cubrirla por completo, las ranas arbóreas que se cuelan en su habitación a través de la madera podrida, las ranas de los pantanos que habitan su granero y conviven en sus colmenas; coyotes, zorros, conejos, linces, roedores, tortugas, mofetas, ciervos, etc. Pero la principal inquilina de la granja donde vive no es ella misma, sino las abejas. En cada una de sus colmenas, que cuenta por decenas (además de las que coloca en terrenos cercanos por los que paga un alquiler en especie, cuando tiene la miel lista), habitan unas sesenta mil abejas. 

Ellas priorizaron el comprender el entorno para poder vivir en él de forma activa y respetuosa. Además, sus experiencias no son un simple retiro temporal, sino de una voluntad real y proactiva de buscar una vida en la que sienten que realmente encajan, y eso lo logran fuera de las imposiciones tradicionales de familia-trabajo-casa-sociedad. La balanza entre soledad y sociedad se inclina a un lado o al otro según lo que ellas quieran y necesiten, pero el equilibrio nunca se rompe ni se fuerza. No huyen ni se esconden de la sociedad, pero sí rechazan aquello que es prescindible para poder vivir en soledad de forma consciente y voluntaria. 

Las vidas de estas dos mujeres darían para muchos más artículos: sobre montañismo, sobre cómo cortar la madera de forma respetuosa, sobre apicultura, sobre el papel de sus mascotas y de otros animales con los que convivieron… Pero para eso tenemos sus libros, y recomiendo encarecidamente ir a ellos y leer sus vivencias, porque os aseguro que sus vidas, tanto en soledad como en sociedad, no os dejarán indiferentes. Para terminar, vuelvo al libro de Olivier Remaud, en el que cita al filósofo suizo Johann Georg Zimmermann: «(…) El solitario no corta del todo con la sociedad. (…) En uno u otro momento, siempre regresa al juego social. La moraleja de la historia es evidente: «Hay que intentar sentirse querido por todo el mundo, abstenerse de agachar la cabeza ante nadie y saber irse del mundo por propia voluntad, sin huir de él»». 

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14 Comments

  1. José Antonio Gascó Martinez

    Precioso y alentador artículo para quienes vivimos y disfrutamos la soledad elegida.
    Gracias por descubrir a estas valientes y solitarias escritoras

    • CARMEN M GONZALEZ

      Antonio, y cómo subsisten? Estoy en la búsqueda del medio de subsistencia para irme…

  2. MacGyver

    A mí me atrae mucho eso de vivir en una cabaña en el bosque siempre y cuando me la encuentre ya hecha y con todo listo para usar en su interior. Tengo una hermana que me invita a menudo a su casa de piedra y madera en el Pirineo de Huesca y cuando llego a mi habitación, siempre, soy incapaz de abrir el porticón de la ventana. En resumen, que soy un inútil negado para todo lo que sean labores de bricolage. así que como para irme solo por esos bosques salvajes a cazar y a construirme una choza, ¡¡JA!! Iba a durar menos que un salivazo en un tornado…

  3. Carmen

    Soy una mujer de 43 años. Desde que soy adulta he querido vivir así.
    Siento una irresistible conexión con la naturaleza que vio crecer a todos mis ancestros. He sido la primera generación que bajó a la ciudad. Siendo el resultado de total desubicación.

    Cada molécula de mi cuerpo grita por volver a la montaña occidental asturiana.

    Actualmente me encuentro en la búsqueda de cómo sobrevivir y vivir donde realmente me siento en mi hogar.

    Éste artículo ha sido un verdadero deleite.

    Gracias

  4. Ojalá, querer fuera poder. A veces no es posible. Sería maravilloso vivir esa experiencia y poder escapar de tantos ruidos externos e internos, pero no siempre es posible.
    Maravilloso relato. Gracias

  5. Limones

    Lo teneis que ver el documental de 100 dias de soledad. Grabado en los Picos de Europa.

  6. Limones

    Teneis que ver el documental de 100 días de soledad. Grabado en los Picos de Europa.

  7. Javier

    ¿por qué no nombráis a Beatriz montañez? ¿sois demasiado guays o algo?

    • Chico, igual su libro no le ha parecido relevante a la autora del artículo para expresar sus ideas. Mira que somos tiquismiquis.

    • Ruymán

      Comentarios como el tuyo son catalizadores para alejarse de la sociedad.

  8. Gonzalo Trasbach

    Recomiendo otro libro: «Roxe de Sebes: mil días en la montaña», de Ignacio Castro Rey, un profesor de Santiago de Compostela, donde narra su aventura-experiencia vital en la agreste y fantástica sierra de O Caurel, en el profundo sur de la provincia de Lugo.

  9. Pingback: Sometimes a coffee 52 – Klepsydra

  10. Pues precisamente sobre la soledad hablo en mi último libro: Refugio y Desasosiego :) Gracias por el artículo!

  11. Me interesa y gusta . Trataré de seguiros .BD gracias 😊 chao 👋.

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