Eros Ocio y Vicio

Sin aliento

sin aliento

Las redes sociales, y antes de ellas los bares, y antes aún los mercados y velatorios, dan buena muestra de cuánto nos gusta a la especie humana compartir opiniones, experiencias, puntos de vista, cotilleos y anécdotas. Nos enzarzamos en largas conversaciones sin importarnos demasiado si llegamos, o no, a alguna conclusión, saltando, incluso, de un asunto a otro, dejando decenas de frentes abiertos que nunca se retomarán. Hablamos del tiempo, de la economía, de lo mal que va el mundo, de lo bien que lo pasábamos de jóvenes, de rupturas de famosos, de la última película taquillera, de la última noticia del momento… pero ay de aquel quien, envalentonado, confunda tal amplitud de temas con la posibilidad de hablar de todo. Hay reglas no escritas, límites sobrentendidos en el silencio de los medios y en la apremiante recolocación de posaderas de nuestros acompañantes si se nos ocurre hablar de eso. Sí, ya saben… sin aliento… eso… No, por una vez, y sin que sirva de precedente, no estamos haciendo alusión a la muerte, por mucho que en la película Barbie la música se detenga solo con mencionar la palabra. Aquí, lejos de Barbieland, estamos constantemente evocándola, sea mediante eufemismos (como nos recordaba aquel anuncio navideño protagonizado por Quique San Francisco), ficciones, casos o frases hechas; aunque sea una manera de distraernos de la posibilidad real de que nos llegue, o por el simple placer de enunciarla, constatación de que estamos vivos. Desde «las croquetas de puchero que me comí el otro día estaban para morirse» hasta la creciente obsesión por los true crimes, tratamos casi todo el espectro de lo que tiene que ver con la parca. Excepto si se trata del suicidio, por el cual desfilamos de puntillas si, y solo si, es llevado a término por una celebridad. Y, aun así, hablamos más de ello que de eso, relacionado —vale, reconocemos que hemos vuelto a caer— con la muerte, pero sobre todo con el sexo.

Otra estrella de nuestro universo cultural y audiovisual que empieza por B, BoJack Horseman, lo representa en el capítulo sexto de la segunda temporada, «Colgados de amor». Por si no lo han visto, les dejamos transcrita la conversación que mantiene en un bar con Corduroy, su compañero de reparto:

Corduroy: Para mí ha sido un día durísimo, desde que supe lo del agente que murió tras machacársela. […] Ya sabes, una mano en la nuez y la otra en el plátano.

BoJack: Ah, ya, sí. Sí, sí, sí… La autoasfixia…

Corduroy: Podría haber sido yo, ¿sabes? Antes le daba mucho al tema, me zumbaba el salami a lo bestia. […] Y ahora no me lo quito de la cabeza. No debería estar vivo, ¿sabes?

BoJack: No hace falta hablar de cómo te masturbas.

Corduroy: Los orgasmos que consigues… 

BoJack: Vaaale, parece que sí…

Corduroy: … es como ver un arcoíris, pero con todos sus colores. 

BoJack: Vamos, como un arcoíris normal.

Corduroy: ¡Pero es muy peligroso, tío! Dicen que, si muerdes un limón justo al llegar al clímax, el zumo de limón te da la energía necesaria para no desmayarte y morir, pero aun así, tronco, es… [movimiento agitado de mano] jugársela a los dados.

BoJack: Vale, esto se está haciendo muy gráfico. ¿Podríamos hablar de otra cosa?

Corduroy: ¡Claro!

BoJack: Gracias a Dios.

Corduroy: Tío, tiene gracias que menciones a Dios, porque ahora me ha dado por la Biblia. Dime, ¿has aceptado a Jesucristo como tu señor y salvador?

BoJack: … En cuanto al nudo, ¿cómo es? ¿Usas un nudo marinero o más bien uno de regalo de cumple?

Recientemente, la misma plataforma digital que emite la serie de BoJack nos ha dado un nuevo ejemplo con el documental sobre Las últimas horas de Mario Biondo, quien fuera camarógrafo de superproducciones televisivas, saltando a la prensa del corazón por su relación con la periodista y presentadora Raquel Sánchez Silva. A lo largo de los tres capítulos se ofrecen dos hipótesis distintas sobre su muerte: la oficial, certificada por forenses, fiscales y jueces, apuntando al suicidio, y la mantenida por la familia, convencidos de que se trata de un asesinato. Aparece una más en el primer capítulo, muy escuetamente, solo para ser desacreditada y, con ello, descartada: la del accidente erótico o sexual. Ninguno de los participantes quiere profundizar en la cuestión, resultándole evidentemente incómoda, queriendo zanjar el asunto tan pronta y tajantemente como les permite la vergüenza que les embarga solo con pensarlo, o con pensar que otros puedan llegar a pensarlo. Sin embargo, «autoasfixia» (el término utilizado por Guillermo Gómez, el representante de Sánchez Silva) y «asfixia autoerótica» alcanzaron —según los datos devueltos por Google Trends— su máximo de popularidad en nuestro país coincidiendo con el estreno del documental. 

Ya saben, a menudo, aquello de lo que no se quiere hablar es lo que más interés genera. Solo que, en lo que respecta a las parafilias, tanto para quienes las cultivan como para los simples curiosos, se trata de un interés recluido dentro del ámbito privado, secreto, lo cual, a la luz de nuestra sociedad hiperexpuesta, es todo un hito. También tiene su parte negativa, claro. Por ejemplo, subestimar los riesgos que conllevan privar al cerebro de oxígeno, o la falta de información contrastada sobre la historia de la hipoxifilia o asfixia autoerótica, dando lugar a un buen número de suposiciones y mitos, empezando por los orígenes de la práctica en Europa.

La versión hegemónica en internet cuenta que fueron los miembros de la Legión Extranjera Francesa los responsables de importar dicha práctica tras regresar de la guerra de Indochina y haber paseado sus fusiles y pistolas por los prostíbulos de Extremo Oriente. Desconocemos la fuente primigenia de tan fastuosa leyenda, pero sí sabemos que la guerra de Indochina se produjo entre 1946-1954 y que, según la investigación desarrollada por A. J. Cooper en su artículo «Auto-erotic asphyxiation: Three case reports» (Journal of sex & marital therapy, 1996), en Inglaterra llevaban desde el siglo XVII ofreciendo servicios de asfixia en los burdeles, con salas exclusivas para ellos (hanging rooms). Sabemos, también, que en la época victoriana existió en Londres el «Hanged men’s club», y que la palabra «asfixiofilia» ya había sido recogida por el psiquiatra francés De Boismont en Du suicide et de las folies suicide, una publicación médica fechada en 1856. Pero es que, además, en 1787 vio la luz Justine o los infortunios de la virtud, donde el marqués de Sade describe un evidentísimo acto de asfixia autoerótica a través de Roland, señor hartamente sádico (perdón por la redundancia) quien, consciente de haber comprado muchas papeletas para la horca, quiere experimentar los efectos producidos por la falta de oxígeno. Puestos a darle crédito a un francés por sus aportaciones a la experimentación erótica, que sea a este.

La segunda explicación a los inicios de la asfixiofilia guarda una relación estrecha con el relato de Roland. Al parecer, alrededor del 1600, los asistentes a las ejecuciones públicas se percataron de un suceso prodigioso: algunos de los hombres ahorcados presentaban erecciones instantes antes de morir sin que nadie, ni siquiera los propios afectados, participase en la excitación del miembro. Vamos a suponer que la holgura de las vestimentas masculinas tuvo la culpa de que se tardasen once siglos desde la aparición de tal artilugio punitivo y la notificación de los empalmes. Lo importante es que, según esta versión de la historia, los médicos ingleses comenzaron a ejercer en sus consultas la asfixia para tratar a los pacientes aquejados de disfunción eréctil, presumiblemente con bastante éxito, debido una cuestión fisiológica muy bien explicada por John Curra en The Relativity of Deviance (Sage Publications, 2000): 

Las arterias carótidas (a ambos lados del cuello) transportan sangre rica en oxígeno desde el corazón hasta el cerebro. Cuando se comprimen, como en el estrangulamiento o el ahorcamiento, la pérdida repentina de oxígeno en el cerebro y la acumulación de dióxido de carbono pueden aumentar la sensación de vértigo, mareo y placer, todo lo cual aumentará las sensaciones masturbatorias.

No cuesta imaginar a aquellos hombres saliendo de la consulta revitalizados y pensando «esto lo puedo hacer yo en mi casa». No nos queda, de hecho, más remedio que imaginarlo, porque los registros, como ya les advertimos, son escasos y aparentemente el interés general sobre el tema fue en descenso, hasta el siglo siguiente. Apenas tres años después de la publicación de Justine, el músico y compositor checo Frantisek Kotzwara alcanzó su pico de fama tras acabarse con una cuerda atada, por un extremo, al cuello y al pomo de una puerta por el otro, en la casa de la prostituta Susannah Hill, en Londres. Con el recorrido que llevamos, seguramente estén esperando que los relatos acerca de dicho acontecimiento se hayan centuplicado. Y… sí, pero no, porque en esta ocasión contamos con trozos de la declaración prestada por Hill al ser llevada a juicio, acusada de asesinato. A pesar de que los abogados quisieron mantenerlo en secreto, temiendo una oleada de conductas autolesivas y contrarias al pudoroso sentido de la moral reinante en la época, el sumario fue publicado, anónimamente, en el mismo 1971, dentro de (cojan aire. O no, si les va ese rollo sin aliento) Modern propensities; or an essay on the art of strangling with memoirs of Susannah Hill and a summary of her trial at the Old-Bailey, on friday september 16, 1791, on the charge of hanging Francis Kotzwarra [sic] at her lodgings in Vine Street, on september 2.

Entre muchos, muchísimos, juicios de valor, se narra cómo Kotzwara decidió entrar en casa de Hill al ver la puerta abierta y a la mujer dentro, y que, después de compartir algunas bebidas, trasladaron la reunión al cuarto. Una vez allí, el músico solicitó a su acompañante que le seccionase el pene en dos, esperando, de esa forma, igualar la excitación física a la de su espíritu, pero ante la negativa de Hill, Kotzwara bajó la apuesta: se daría por satisfecho si le traía una cuerda, lo ayudaba a anudársela al cuello y lo dejaba en esa posición durante cinco minutos. Ella, respetando sus deseos, procedió a desatarlo pasado el tiempo acordado para descubrir que el hombre ya no respiraba. Hill fue absuelta del cargo por asesinato y del de homicidio involuntario, considerando el tribunal que «no había nada en su persona [la de Hill] particularmente atractivo: de lo cual puede inferirse que el desafortunado —si no lamentado Kotswarra [sic]— confió más en los encantos de la cuerda que en los de su bella».

Aprovechando el revuelo del caso, el dentista Martin Van Butchell publicó, dos años después, los artículos «Origin of amorous strangulation» y «Effects of temporary strangulation on the human body» en Bon Ton Magazine. Permítannos un pequeño apunte antes de continuar, por contexto: si a Van Butchell lo conocían en su época (y lo hacían) no era por sacar muelas mejor que nadie, sino por atravesar Londres a lomos de un poni blanco con lunares morados pintados y, sobre todo, por tener el cadáver de su esposa, previo embalsamamiento y decoración con afeites y cristales, expuesto en su consulta, a modo de reclamo para captar pacientes. Aquello funcionó, así que, incapaz de parar ese cerebro hecho para los negocios, se embarcó en uno más: una suerte de bandas elásticas (las bandas elásticas tal y como las conocemos hoy no se patentarían hasta 1845), pensadas para ajustar la ropa de los hombres y sujetar las medias de las mujeres. ¿Solo? No. También podía ser usada con eróticos resultados, algo que no le era ajeno a Van Butchell quien, además de escribir los artículos antes citados, pregonaba —presuntamente—, en los espacios públicos, las virtudes de la autoasfixia.

Obviamente no fue el único que se hizo eco del suceso. Noticias, cotilleos e investigaciones médicas sobre la privación de aire y los accidentes de naturaleza sexual se esparcieron por Londres, alcanzando al siglo XIX y proporcionando material a los novelistas que se atrevían a hablar, más o menos explícitamente, de lo que todavía se consideraba una conducta desviada. Ahí tenemos las Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado (1824) de James Hogg, El gran dios Pan (1890) de Arthur Machen o el poema «Porphyria’s Lover» (1836) de Robert Browning. Desde entonces, la ficción ha estado manteniendo un goteo constante, aunque nunca excesivo, de representaciones sobre el tema en libros (Esperando a Godot de Beckett o Billy Budd de Melville), películas (The ruling class, dirigida por Peter Medak y protagonizada por Peter O’Toole, o El mejor padre del mundo, de Bobcat Goldthwait, con Robin Williams) y series (sobre todo criminales, como CSI o Ley y orden, y de comedia, como South Park y Padre de familia), casi un cien por cien de las veces con un final idéntico al de Kotzwara, casi siempre en personajes masculinos. 

En este sentido, la ficción se mantiene fiel a los datos aportados por psiquiatras y forenses. Todos los estudios que hemos cotejado coinciden en que el perfil de usuario de la asfixia autoerótica corresponde a un hombre caucásico de clase media, tirando a alta, como el que aparece en la entradilla de «Regreso al jardín» en A dos metros bajo tierra, para que se hagan una idea. En lo que no llegan a ponerse de acuerdo los investigadores es en la horquilla de edad que abarca, ni en el porcentaje de la población que la practica, ni en sus rasgos psicológicos. Normal, empezando porque el estigma sigue presente a pesar de que lleve desde 1994 fuera de la categoría de desorden de tipo sexual y se encuentre en la de parafilia, junto a todo el espectro del BDSM; siguiendo porque los sujetos nuevos que suelen añadirse al estudio llegan ya muertos; y terminando porque son un conjunto de personas agrupadas meramente por una acción, que es como querer abarcar bajo el mismo paraguas psicológico a todos los que les echan atún a los macarrones con tomate. Aun así, no es difícil encontrar generalizaciones del tipo «eran hombres extraordinariamente inteligentes y exitosos», con una pizca de condescendencia, quizá; confundiendo, a todas luces, los casos mediáticos con la totalidad de los hechos. 

Pero es comprensible. Recuerden qué les dijimos al principio sobre los suicidios y los famosos. A eso hay que sumarle que no siempre es posible distinguir, de primeras, ni aun de segundas (en caso de que no haya nota de despedida, o el falo siga dentro de los pantalones), un suicidio de una sesión de asfixia autoerótica que ha salido mal. Por cierto, que son cosas distintas, a pesar de la insistencia de Guillermo Gómez en el documental sobre Mario Biondo. Si te abres la cabeza en la bañera no es suicidio. Si te atragantas con un hueso de aceituna, tampoco. En ambas situaciones cada sujeto sería el único responsable de iniciar la actividad de la cual resultaría la muerte, y le seguiríamos llamando accidente, no suicidio. Pues lo mismo con los juegos de asfixia, puesto que la intención no es acabar con la vida, sino ir sin aliento en busca del placer, a pesar de, o justamente por, el riesgo de muerte que implica. De ahí que muchos de los cadáveres aparezcan con mecanismos de seguridad que no llegaron a activarse, como extensiones de cuerda en la mano para deshacer el nudo de la soga, o gajos de limón o naranja en la boca, confiando en el método que ya nos explicó Corduroy y que [spoiler] terminó fallándole también a él.

Se lo comentábamos al inicio de este artículo y lo ratificamos al final: como dice Abraham «Abe» Jebediah Simpson, «la muerte nos acecha por todos lados». Más aún si dejamos voluntariamente de respirar.

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3 Comentarios

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  2. Mena Sarasola

    Sobre lo de Mario Biondo, quiza habria que preguntar a la persona que entró en su ordenador y borró cosas esa noche, para saber si la cosa iba de autoasfixia erotica. Aunque basta con ver la declaracion ante el fiscal italiano de Raquel Sanchez, para entender que estamos ante una chapuza policial estratosferica y que se va a ir de rositas…

  3. Pingback: Brujería y pornografía fría (1) - Jot Down Cultural Magazine

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