Viene de «Silenos contra Leviatán (1)»
Que la tarea asumida por el pensamiento científico tuviera como símbolo heráldico el casco de un muñeco metálico… ¿qué significa? ¿Pertenece acaso a la impaciente curiosidad del ingenio humano la determinación genética de replicarse a sí mismo como un androide? ¿O es la angustiada pulsión de una morbosa influencia furtiva? ¿Quién elaboró el dogma vertebral de la doctrina mecanicista? ¿Fue la agenda política del poder la que decretó la confianza ciega en el curso de las artes mecánicas? ¿O fue acaso la búsqueda desesperada de una nueva creencia? ¿En qué fragua se acuñó el obosom de los autómatas?
Aunque vaya en aumento la abúlica resignación del hombre desnortado, y a fin de recordar el desarrollo de la doctrina mecanicista y los dictados de la ideología que organiza sus dominios, será interesante leer el libro que armó en un único campo teórico las presunciones de la psicología conductista y las apabullantes innovaciones de la tecnología. Se puede considerar a su autor como el adelantado que trazó las líneas férreas de una prometedora alianza entre la política y la ingeniería. Burrhus Frederic Skinner proporcionó a los ingenieros la misión que orienta sus saberes, y a las instituciones, la aplicación gubernamental de sus ingenios. El estadounidense, psicólogo, filósofo social e inventor, que inició su carrera académica en los años treinta del siglo XX, publicó a principios de los setenta su famoso Más allá de la libertad y la dignidad.
Además de sintetizar los principios operativos de la psicología conductista —manejar bien el ambiente para conducir mejor al hombre—, Burrhus Frederic Skinner se propuso desacreditar las nociones humanistas sobre el hombre, su libertad y su dignidad.
Lamentaba Skinner que la tecnología capaz de formatear la conducta humana no estuviera todavía disponible y que la carencia retardara la solución a los acuciantes problemas del desordenado comportamiento humano. Muy poca ciencia, decía, «exhibe el espectro del hombre predecible». Skinner consideraba un serio obstáculo que la cultura se empeñara en defender la figura del hombre autónomo, un hombre «que no ha hecho mutis», que sigue conservando una función amenazadora, que puede polarizar una adhesión formidable y que, desgraciadamente, sigue siendo una figura importante. Inquietaba a Skinner lo que iba descubriendo en su laboratorio: que el hombre interior no queda seriamente amenazado por los datos ni por los estudios de su conducta. El «hombre interior» sigue protegido por la teoría tradicional y es preciso corregirla o eliminarla por medio del análisis científico. Skinner observó con pesar que «una pequeña parte del Universo queda encerrada en el interior del hombre».
Las ambigüedades expositivas de su ondulante estrategia retórica —cientificista y académica— no le impidieron acabar confesando con descarnada franqueza el verdadero objetivo de la psicotecnología conductista:
Lo que debe quedar sometido a proceso de abolición es el hombre autónomo, el hombre interior, el homúnculo, el demonio posesivo, el hombre defendido y propugnado por las literaturas de la libertad y de la dignidad.
Burrhus Frederic Skinner, el autor de estas líneas, recibió en 1968, de manos del presidente Lyndon B. Johnson, la Medalla Nacional de la Ciencia. En 1971, la Medalla de Oro de la Fundación Psicológica Americana y, en 1972, el premio de Humanista del Año de la American Humanist Association.
Contemporáneo menos longevo fue el matemático y pensador estadounidense Norbert Wiener. Investigador, divulgador y publicista de la causa conductista y feliz acuñador del concepto que compendia las exigencias de la ciencia moderna: la cibernética, el arte de gobernar, el diseño de los mecanismos de control, el estudio del cerebro humano y del sistema nervioso que conecta los dispositivos de una máquina al entramado orgánico del cuerpo.
Como fundador de la ciencia cibernética, Norbert Wiener definió los patrones contemporáneos de la Gran Restauración. En su libro de 1948, Cibernética o el control y comunicación en animales y máquinas, anunciaba la inminencia del momento tan esperado y el reto que debían asumir los encargados de hacerlo posible.
Wiener subrayó la importancia que en el futuro tendrán los mensajes cursados entre hombre y máquina. Y fue resolviendo las confusiones que podían estorbar el desarrollo de la nueva ciencia: «Cuando doy una orden a una máquina, la situación no difiere esencialmente de la que se produce cuando mando algo a una persona».
Decía entonces —¡hace setenta años!— que «existe ya una especie de machine à gouverner… no es un aparato sino una técnica mecanicista que se adapta a las exigencias de un grupo-máquina de hombres dedicados a proyectar una línea de conducta internacional».
Actualizando las instrucciones cursadas por Bacon y Hobbes, Wiener afirma que «como hombres de ciencia debemos saber lo que es la naturaleza humana y cuáles son sus propósitos innatos, aunque debamos utilizar esos conocimientos como militares o como hombres de Estado».
La aportación de Wiener a la ingeniería social, política y psicológica y la función asignada a sus discípulos fue un impulso determinante para descartar los prejuicios morales que pudieran anidar en el corazón de los hombres de ciencia: «He hablado de máquinas, pero no solo de aquellas que tienen cerebros de bronce y tendones de acero… importa poco que la materia prima sea de carne y hueso».
En 1963 Robert Wiener quiso abordar en un breve ensayo las conflictivas relaciones entre cibernética y religión. Agrupó para ello algunas de sus conferencias y no se le ocurrió entonces un título que pudiera expresar con mayor franqueza el guion de la obra que estamos comentando: Dios y Golem, S.A..
Advierte Wiener a sus lectores que deben desembarazarse del prejuicio y reverencia que rinden a las cosas respetables y sagradas. Que lo dicho en los libros religiosos guarda estrecha analogía con la nueva ciencia. Que las cuestiones centrales de la cibernética afectan directamente a la religión, que las máquinas aprenden y están perfectamente capacitadas para hacer otras máquinas «a su propia imagen».
Wiener cita la teoría de juegos, las leyes de Mendel, los desarrollos trigonométricos, las técnicas de ingeniería y fisiología, los sistemas humano-mecánicos, la homeostasis del cuerpo social, el problema de «la medicina ampliamente extendida» (sic), con la displicencia del profesor abrumado por sus propios éxitos.
El lector se las promete muy felices con el anunciado combate entre cibernética y religión, pero Wiener apenas se atreve a insinuar lo que en realidad intenta decir: que el hombre es una máquina y que nada se interpondrá en su camino. El autor, sin embargo, elude la discusión filosófica y teológica que ha anunciado y procura escabullirse de su «escandalosa» proposición.
Leyendo a Wiener uno se queda con la decepcionante sensación de haber escuchado a un relojero orgulloso de su industria y empeñado en demostrar que la mecánica sucesión de los segundos, los minutos y las horas, registrada por el juego de ranuras, muelles y engranajes de su máquina, profetiza la impecable sucesión de los días, los meses y los años, y que el incansable cómputo cronológico de su rueda mecánica revelará al fin la naturaleza de la Eternidad que palpita más allá del Universo.
No deja de ser asombrosa la concordancia que los pensadores mecanicistas han sostenido a lo largo de los siglos. El programa esbozado por los tres libros citados —Bacon, Hobbes y Descartes— ha desenvuelto las tercas directrices del pensamiento moderno. Así, la invitación de Burrhus Frederic Skinner a suprimir la teoría tradicional que ampara al hombre autónomo se corresponde casi textualmente con la refutación y condena del saber tradicional que propugnaba Francis Bacon. Este acusaba a la filosofía de corrupción —«la superstición crasa y penosa de Pitágoras y eso que de forma más peligrosa y sutil se encuentra en Platón»—, con la misma irritación con que Skinner lamenta las «literaturas de la libertad y de la dignidad». Cuando Wiener conmina a sus colegas a entender por qué «deseamos dominar al hombre», no está siendo menos sincero que Hobbes al proclamar el despotismo del gran Leviatán. Cuando Skinner anhela obtener el espectro del hombre predecible, no hace más que prolongar la lógica de Descartes: «El cuerpo no es otra cosa que una estatua o una máquina de tierra». Cuando el conductista confiesa sus impacientes designios —«abolir al hombre autónomo, al hombre interior»—, revela el programa de intenciones, el plan de actuación, los objetivos de la filosofía mecanicista consumados por la cibernética del hombre instrumental.
La instalación del hombre moderno y su método científico, la doctrina del hombre artificial, el dogma de su constitución maquinal y su praxis de astucia política coincidieron en el tiempo con las guerras de religión que en los siglos XVI y XVII incendiaron Europa. Mientras ardían las fogatas de la piadosa matanza, y los monarcas de la ortodoxia romana, luterana y calvinista se enzarzaban en sus sangrientas trifulcas puritanas, se estaba librando desde tiempo atrás la escaramuza de otra guerra cultural, una batalla encubierta, un combate intelectual al que probablemente no hemos prestado la suficiente atención. Dada la deriva antihumanista de la tecnología contemporánea (totalitaria y tenebrosa) —la que sin tapujos confiesan los ideólogos del cientificismo—, cabrá preguntarse quiénes fueron realmente los antagonistas del mecanicismo. ¿Contra qué filosofía, escuela de pensamiento y tradición se levantó la figura del Leviatán autómata, el modelo mecánico del hombre replicado?
El luminoso episodio del Renacimiento, la floración de las bellas artes, la efervescencia intelectual de pensadores y poetas, la revelación de las potencias creativas del hombre, la elaborada fundamentación de la cultura europea, la proclamación del humanismo, tuvo como centro activo de difusión la Academia Platónica de Florencia. Con el mecenazgo de los Médici, artistas, escultores, teólogos, traductores, filósofos y estudiosos compartieron el hallazgo de los manuscritos perdidos, impulsaron el estudio de los autores clásicos, reanudaron el vínculo con el legado de la sabiduría antigua y propiciaron la impetuosa corriente de las nuevas ideas. Al rescatarse los libros de Platón y recuperarse los textos del neoplatonismo —conservados durante siglos en Bizancio—, y ampliarse los límites intelectuales de la escolástica medieval, el Renacimiento humanista elaboró una nueva visión del hombre y restauró las dimensiones de su dignidad.
Personajes como Marsilio Ficino (Teología platónica, 1481), Pico della Mirandola (Discurso sobre la dignidad del hombre, 1486) o Giordano Bruno (Expulsión de la bestia triunfante, 1584) destilaron en sus obras la aletargada herencia de la Antigüedad, prestaron atención a los saberes encriptados, forjaron una renovadora interpretación del legado clásico y elaboraron con sagaz discernimiento el alcance universal que el Renacimiento dio al humanismo.
Érase una vez y érase una voz… la de Pico della Mirandola (Ferrara, 1463), joven y precoz filósofo, conde de Concordia y príncipe de Mirandola. Investigador, políglota, figura ejemplar del humanismo renacentista, paradigma de la modernidad original, organizador de encuentros y disputas, conciliador de tendencias y escuelas, orfebre de una síntesis filosófica que, de no haber fallecido a los treinta años, habría encauzado la delicada confluencia de estilos, academias y religiones.
Afirma Pico della Mirandola en su Discurso sobre la dignidad del hombre, que el hombre es merecedor de toda admiración, que por mandato divino está libre de estrechas sujeciones y que le corresponde la herencia de la soberanía natural.
Pico integra en su discurso las figuras de la Antigüedad pagana, los personajes de la tradición hebrea, las parábolas del Evangelio y las narraciones caldeas y egipcias a fin de renovar las convicciones innatas del hombre instruido y preparado, el que asume con buen criterio el cuidado de los seres inferiores y difunde la luz de la filosofía natural en el alma compuesta y purificada.
Me formé de tal manera que, no estando obligado a las palabras de nadie, he frecuentado todos los maestros de la filosofía, he escrutado todos los pergaminos, he revisado todas las escuelas…
Asevera Pico que, si deseamos la paz perpetua, debemos confiar en la filosofía, que la dialéctica calmará las algarabías de la razón agitada por las pendencias verbales y las falacias silogísticas. Que la filosofía natural apaciguará los litigios de la opinión y los desacuerdos que dividen y desgarran el alma.
El Discurso de Pico della Mirandola fue recibido y recordado como el manifiesto fundacional del Renacimiento, la declaración filosófica del humanismo, la constitución trascendente del Hombre, fuente y origen del sublime cumplimiento, reivindicación de los saberes custodiados por la Antigüedad y por la inspirada literatura hermética: «el hombre, ese gran milagro».
La antropología del Renacimiento humanista, sustentada por la solemne concepción de la libertad y dignidad humana, nos ayudará a entender cómo apareció en la historia la turbia negación mecanicista. La impugnación del ser humano, la exasperada inquina que despierta su presencia y el aborrecimiento que desde Hobbes y Skinner se ejecuta implacablemente contra la existencia del hombre libre y soberano.
El desdén expresado por Bacon en su Gran restauración no se dirigía tan solo a los filósofos muertos dos mil años antes, sino a los pensadores que en la Italia del siglo XV rescataron su legado. El pensamiento reanudado por la Academia Platónica de la República de Florencia le parecía a Bacon «peligroso y sutil».
La guerra cultural emprendida en el siglo XVII por la filosofía mecanicista configura la pugna entre dos incompatibles nociones sobre la naturaleza del hombre. La versión del humanismo, que lo considera el centro moral de la existencia, el eje de la naturaleza, la excepcional síntesis de cuerpo y alma, inteligencia y espíritu, encarnación del aliento universal y configuración sublime del arquetipo celeste. Y la aversión sostenida por Hobbes, Skinner, Wiener y sus discípulos: el hombre como lobo, Golem y Leviatán, caníbal y modelo defectuoso del hombre artificial.
He aquí el rotundo antagonismo entre dos concepciones del ser humano. Es la controversia que subyace a todos los discursos, la disputa camuflada, el combate que se libra en todos los campos de la actividad humana. En el tendido de la luz, el hombre autónomo, el hombre interior, libre de coerciones, inspirado por los altos ideales de su ancestral origen, por las pragmáticas de su libertad soberana, por la dignidad obtenida al nacer, por la tenacidad de sus antepasados. En el lado de la sombra, la versión metálica del hombre mecanizado, programado, atrofiado y reducido, cercado por las contingencias artificiosas, sometido a extracción por las pantallas, hipnotizado, saqueado y vaciado de su dimensión espiritual, diseñado como un dispositivo, un electrodoméstico de la ingeniería social, un autómata, un androide.
A cada una de las dos visiones del ser humano le urge llevar a cabo su propio programa moral, político y cultural. El mecanicismo conductista, el transhumanismo, dedicado a la abolición del hombre autónomo, la destrucción del hombre interior y la fabricación de los mecanismos diseñados para el control, dominación y servidumbre de la humanidad. Al humanismo, custodio de la filosofía sapiencial, le corresponde alcanzar la emancipación del género humano y la culminación de su destino, sostener la soberanía de su entidad, la memoria de su origen, la eminencia de la palabra, la virtuosa potencia de la imaginación y la realización plena de su dignidad.
Celebramos la actualidad crítica del presente artículo en sus dos partes y felicitamos las iniciativas de la revista y del autor. La mirada retrospectiva del síntoma no puede tener mejor fundamento y la contraposición de las tendencias es una dialéctica ubicadora que proyecta visión histórica y desarrollo de propuestas al problema. Es un planteamiento afecto al desarrollo del concepto de Enajenación que le da concreción histórica y lo ilustra más allá de las perspectivas hegeliano/marxistas del concepto.
WTF?
Los artículos me impactaron, entre otras, porqué encontré un sustento o cierta relación con una idea que desde hace tiempo vengo moldeando en relación a una interpretación de lo que denominamos dimensión espiritual del ser humano. Interpreto esta dimensión como un fenómeno relacionado con el proceso super complejo de la respuesta de un sistema orgánico a familias de un conjunto infinito de estímulos auto provocados o de su entorno. No soy filosofo. Felicito al autor.