Filosofía

Para una arqueología del motivo del Fantasma en la Máquina ( a propósito de La ira de los ángeles, de John Connolly)

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Los Vigilantes en la película Noah (2014) de Darren Aronofsky

En nuestra parte del mundo, la máquina más perfecta en que se pudo pensar hasta la llegada de Copérnico y Galileo fue el universo geocéntrico, cerrado en lo alto por la cáscara del cielo empíreo y en el interior del cual se sucedían, de mayor a menor, las esferas concéntricas del Cielo Estrellado o Firmamento (Stellatum), Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna, formadas por un solo elemento, el éter o quintaesencia. Todas ellas giraban en torno a la tierra, con movimientos eternos e inmutables («en proporción conforme tan iguales», como los definió Fray Luis) mediante los cuales regulaban los ciclos recurrentes de la naturaleza, vale decir de la región infralunar sometida a la discordia interminable entre los otros cuatro elementos (fuego, aire, agua y tierra).

Aquel inmenso carrusel o reloj cósmico, siempre iluminado por la luz solar y donde resonaba «la no perecedera/ música que es de todas la primera» (otra vez Fray Luis), o sea, la armonía de las esferas que, al girar, producían los arquetipos de las siete notas de la escala, era una máquina con alma o, mejor dicho, con almas, una por planeta. En la Grecia arcaica fueron los siete titanes; ya en la clásica, siete dioses olímpicos y, entre los hebreos prejudíos, los siete elhoim simbolizados por los siete brazos de la menorah, el candelabro del Templo de Salomón.

Estos siete espíritus primordiales, titanes, dioses o elhoim, no desaparecieron después de que triunfara el cristianismo: se limitaron a transformarse en inteligencias angélicas,  ángeles de los planetas, arcontes o gobernadores de la Creación por delegación del Dios Uno y Trino. Cada uno de ellos, como un hámster en la rueda de su jaula,  hacía rotar la esfera que le había sido encomendada, imitando al arconte de la esfera inmediatamente superior a la suya, y así hasta llegar al arconte de la esfera empírea, a la que imprimía una intensísima celeridad que se confundía con la quietud de Dios, el Motor Inmóvil, de cuya visión inmediata aquel gozaba. A este último arconte, algunas sectas gnósticas le llamaban Metatrón (contracción hebrea del griego meta ton thronón: «junto al Trono», por considerarlo el más cercano a la Merkabá o Carro/Trono de Yahvé).

La inmensa máquina del universo, el perpetuum mobile, funcionaba a expensas del amor inagotable y mimético de los ángeles planetarios, el Amor que, como decía Dante, «mueve el sol y las otras estrellas». Los ángeles tenían el deber de cuidar de toda la Creación y de todas las criaturas, pero, muy en particular, del Hombre, obra maestra de Dios, que lo había creado a su imagen y semejanza.

Solo el Hombre compendiaba en sí las tres formas de alma presentes en las demás criaturas animadas (las piedras, los minerales, carecían de alma), a saber, el alma vegetativa de las plantas; el alma sensitiva de los animales y el alma intelectiva o racional de los ángeles. Plantas y ángeles solo poseían un alma, y los animales, dos (vegetativa y sensitiva). El Hombre las tenía todas y por eso se le conocía como Pequeño Mundo (Microcosmos): porque, como las piedras, poseía la mera existencia; como las plantas, nacía, se alimentaba y crecía; sentía además, como los brutos, y pensaba, como los ángeles. En el microcosmos humano se reflejaba la grandeza del Macrocosmos, de la Creación entera. Cada Hombre era un fractal de la Obra de Dios, y, como tal, una pequeña máquina animada, aunque no tan perfecta como la Gran Máquina o Gran Reloj  del Universo. Ahora bien, esta resultaba incognoscible para los humanos, por inabarcable. Al Hombre, en cambio, se le podía observar, diseccionar, conocer, porque vivía en la proximidad de otros semejantes a él. Y se prestaba mejor que el universo en su conjunto a servir de modelo a los hacedores de máquinas o ingenios mecánicos: los ingenieros, como aquel cremonés que vivió en la Toledo de Carlos I, Juanelo Turriano, entre cuyas invenciones destaca el Hombre de Palo, una suerte de gólem manchego que recorría por las noches las callejas de la imperial ciudad, empezando por la que hoy lleva su nombre, y que asoma en las primeras páginas de El Laberinto, una estupenda novela de Manuel Mujica Laínez.

De la que no voy a hablarles. En su lugar, me ocuparé brevemente de La ira de los ángeles (The Wrath of Angels), novela publicada en 2012 por Bad Dogs Books Ltd., y en 2014 por Tusquets (Andanzas). Para lo que tengo que decir de ella, podría haber elegido otras novelas del mismo autor, John Connolly, un dublinés nacido en 1968 que vive a caballo entre su ciudad natal y los Estados Unidos. A mí, sus novelas me recuerdan en muchos aspectos las de Stephen King. Por ejemplo, The Book of Lost Things, de Connolly, publicado en 2006, se parece mucho, en trama, ambientes e incluso personajes, a Fairy Tale, de King, pero, como esta última es de 2022, está claro que Connolly no la pudo plagiar. Lo inverso sí habría sido posible, pero King no necesita hacerlo. Está asimismo claro que se trata de dos imaginarios emparentados, pero no necesariamente miméticos entre sí. Pues bien, en muchas de las novelas de Connolly protagonizadas por el detective Charlie Parker, encontramos un tema recurrente: la intervención criminal en la vida de los hombres de una serie de ángeles caídos, inmortales por definición, que se encarnan en cuerpos humanos. Cuando Charlie o alguno de sus socios matan esos cuerpos , los ángeles emigran hacia otros que aún no han nacido.

El nombre del detective, Charlie Parker, rinde homenaje, como es evidente, a uno de los grandes del jazz. Connolly no es Pascal Quignard, pero concede a la música un papel importantísimo en el proceso de creación literaria. Incluso promovió la edición de un ábum discográfico titulado Love and Whispers (con el subtítulo de «La banda sonora de las novelas de John Connolly») que reunía una selección de grabaciones de aquellos compositores y cantantes que más le habían influido. No son, desde luego, composiciones del barroco francés, y es dudoso que hubieran inspirado algo a Pascal Quignard o a Blaise Pascal. Hablo de intérpretes como Nancy Sinatra o Magnolia Electric.

Escogí La ira de los ángeles porque ya desde el título avanza una de las claves fundamentales del  universo narrativo de Connolly: la lucha de Charlie Parker contra los poderes de las tinieblas, las turbias potestades, ángeles caídos y perversos encarnados en cuerpos humanos.

Insisto: no se trata de posesiones demoníacas, sino de encarnaciones. El cuerpo humano no es para Connolly algo muy distinto a una máquina que se mueve, vive y actúa gracias al espíritu que la habita, the Ghost in the Machine, «el fantasma en la máquina», como reza el título del ensayo de Arthur Koestler tomado de la filosofía antidualista de Gilbert Ryle. Por cierto, la traducción de ghost por “fantasma” no me parece especialmente afortunada. Ghost comparte aquí gran parte del sentido con el alemán Geist, que tiene su mismo origen, pero suele traducirse en español por «espíritu» o incluso por «alma». Pero esto exige una breve digresión filosófica y teológica que será, lo prometo, breve.

Para el judaísmo antiguo, al menos en sus fases más tempranas, el alma no es algo distinto del cuerpo. No existe como una entidad independiente: ruah, que suele traducirse por «espíritu» al modo griego, correspondería más bien al concepto de “soplo”, y no designa nada distinto del cuerpo, sino lo que este tiene de vivo, la fuerza que lo anima. Alma y cuerpo eran una misma cosa para el judaísmo primitivo. El concepto más tardío de alma en el judaísmo desarrollado, que se expresa con la voz nefesh, se acerca bastante a un planteamiento dualista e incluso animista, en el que se reconoce la influencia de Grecia —si no de Egipto mismo— ya en la época helenística. Curiosamente, la más antigua de las concepciones judías del alma, la que se expresa con el término ruah, está más cerca de la filosofía de Aristóteles que de la de Platón. Es decir, la más arcaica de las concepciones hebreas corresponde a la más «moderna» y «secular» de las griegas, a la aristotélica, mientras que la expresada por nefesh se asimila al dualismo platónico, a la tesis de las almas caídas al mundo infralunar y prisioneras en cuerpos materiales de los que solo la muerte podrá liberarlas. En esta concepción platónica, E. R. Dodds sospechaba la influencia de creencias chamánicas de la Europa septentrional importadas por los dorios, aunque muy bien podría haber sido la de la religión egipcia, que a su vez pudo desarrollar un animismo anterior como el que hoy sigue existiendo —ya en fase terminal— en regiones del África subsahariana.

Aristóteles, al contrario que Platón, no es dualista. No postula la existencia separada de almas que precedan a la de los cuerpos. La tesis hilemorfista que Aristóteles sostiene se basa en una distinción entre materia (hylé) y forma (morphé) que corresponde a la de potencia y acto, respectivamente. La forma actualiza la materialidad de cuerpo, que por sí solo es mera potencia. Con la muerte, cesa la función actualizadora de la forma y el cuerpo regresa a la materialidad informe. En el libro II de su tratado Sobre el alma esto parece estar bastante claro desde el principio para Aristóteles: «Afirmamos, en efecto, que hay una realidad en los seres vivos a la que llamamos sustancia, que a su vez dividimos en tres: la materia (hylé), que en sí misma no es una cosa individual; en segundo lugar, la forma o aspecto (morphé kai eidos), que es la cualidad que lo individualiza, y una tercera, que es la combinación de las dos anteriores». Como se ve, Aristóteles asimila el concepto platónico de alma (eidos: idea, espíritu independiente, pues almas e ideas son lo mismo) a forma, a morphé, evitando así el dualismo. Lo que pasa es que no siempre es tan taxativo, y a veces se pierde en metáforas algo confusas, como, por ejemplo, esta del Protréptico, que toma prestada a Heráclito:

Sufrimos un suplicio semejante al de aquellos que, en otro tiempo, cuando caían en poder de piratas etruscos, eran asesinados con ingeniosa crueldad. Los cuerpos de los vivos eran atados con los de los muertos, dispuestos uno frente a otro, lo más estrechamente posible. Así nuestras almas ligadas a sus cuerpos son como vivos atados a muertos.

Con esta comparación, Aristóteles pretendía traducir el dualismo platónico en hilemorfismo, mediante la asimilación del alma platónica a un cuerpo vivo. Es decir, como el elemento vivo (forma) de una corporalidad única pero que contiene además un elemento muerto (materia). El cristianismo, mucho más platónico que aristotélico, asimiló esta metáfora a un nuevo dualismo paulino. El cuerpo muerto de la metáfora aristotélica se transforma en corpus mortis, «cuerpo de muerte»: Infelix ego homo! Quis me liberavit de corpore mortis huius? (Romanos, 7: 24).

En el cristianismo, el alma, creada por separado del cuerpo, es unida por Dios a este en el útero materno, en el mismo momento de la concepción. Se trata de encarnaciones genéricas que siguen el modelo de la Encarnación por excelencia, la de Cristo. Con la doctrina paulina sobre la Encarnación surge una embriología cristiana extensiva a todo el género humano. Recordemos cómo se explicaba en el catecismo el Misterio de la Encarnación. Esta se produjo «formando el Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen María un cuerpo perfectísimo y creando un alma nobilísima que unió a aquel cuerpo. En el mismo instante a ese cuerpo y a ese alma se unió el Hijo de Dios y, de esta forma, el que antes era solo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre».

La Edad Media cristiana abundó en derivaciones ficcionales de este modelo cristológico, a veces dándole la vuelta, como en el relato de la concepción demoníaca de Merlín. Siguiendo el modelo dualista platónico, la cultura cristiana concibe al Hombre como la suma de un cuerpo de muerte y un alma inmortal. En esa imagen tenemos ya prefigurado el tema de the Ghost in the Machine, que John Connolly deriva hacia otra versión algo más complicada.

Connolly se inspira para ello en el Libro de Enoc, un apócrifo judío del siglo II o I a.C., que fue durante algunos siglos de la Antigüedad cristiana una fuente legítima para explicar el contenido mesiánico de los evangelios canónicos y de los Hechos de los Apóstoles, pero que todas las Iglesias terminaron por rechazar por herético,  a excepción de la iglesia copta o etíope, que lo incluyó en su canon.

Enoc, a quien se atribuye la autoría del libro de su nombre, fue un descendiente de Adán mencionado en la Biblia como simiente de Set en la séptima generación, todavía en tiempos antediluvianos. En Génesis se dice que «anduvo en presencia de Dios y desapareció porque Dios se lo llevó consigo». En la Epístola a los Hebreos, San Pablo completa esta sucinta noticia afirmando que «Enoc, por su fe, fue trasladado al Tercer Cielo, de modo que no conoció la muerte y no se le ha visto desde entonces». La tradición cabalística identifica a Enoc con el ángel Metatrón, situado en la presencia inmediata de Dios pero conservando su condición única de mortal transfigurado, aunque la mayor parte de los cabalistas observa muy escuetamente que «Enoc es Metatrón».

Pues bien, en el Libro de Enoc aparece un curioso desarrollo de la noticia, recogida en Génesis 6, 1-4, donde se dice que los Hijos de Dios se unieron a las Hijas de los Hombres y engendraron en ellas a los Gigantes (nephilim), héroes famosos. En el segundo capítulo del Libro de Enoc (VI-XI) se cuenta cómo los Vigilantes o Custodios, los doscientos ángeles a los que Dios había encomendado la protección directa de los hombres, situándolos para ello en la esfera de la Luna, se encendieron en deseo por los cuerpos de las mujeres, descendieron a la Tierra y fornicaron con ellas, que parieron gigantes. Estos consumieron los víveres de los humanos, que fueron muriendo rápidamente de hambre. Los Vigilantes enseñaron a los gigantes, sus hijos, la metalurgia, la magia y la astrología.

Los cuatro  arcángeles, Miguel, Gabriel, Uriel y Rafael, acusaron ante Dios a los Vigilantes de haber llevado el caos a la Tierra y de provocar la extinción de la humanidad. Dios envió a los arcángeles contra los Vigilantes. Después grandes batallas cósmicas, los rebeldes fueron vencidos y Dios los condenó a morar en oscuros valles de la Tierra hasta el Día del Juicio. De aquí parte Connolly: ocultos y mezclados con los humanos, los ángeles caídos siguen en la Tierra, y de ellos surgen los linajes de los grandes asesinos, generación tras generación, en sucesivas y continuas reencarnaciones. Cuando sus cuerpos mueren, los abandonan y buscan otros embriones humanos para nacer de nuevo, porque, como en el modelo cristológico, buscan unirse a un nuevo cuerpo desde el primer momento de su concepción. Como ya se ha dicho, este modelo se extendió a la literatura de ficción ya en la Edad Media. En la Modernidad reaparece cada cierto tiempo. Una de sus más conocidas recurrencias está en los versos finales de «The Second Coming» (1921), un poema de W.B. Yeats, que imagina así los preliminares de la concepción del Anticristo:

And what rough beast, its hour come round at last,
slouches toward Bethlehem to be born?

Apostilla: en 2014 se estrenó Noah, una película de Daren Aronofsky sobre la historia bíblica de Noé y el Diluvio, en la que el director y guionista se permitió bastante libertades con el texto bíblico e hizo sus incursiones en el Libro de Enoc. En la película, los Vigilantes viven aún entre los gigantes antediluvianos, sus hijos, que se están destruyendo mutuamente con guerras y abominaciones de toda laya. Ruinas industriales salpican el paisaje desolado.

Los Vigilantes no se alojan en cuerpos humanos, sino en unas armaduras rocosas que recuerdan las de los Transformers. En rigor, se trata de Transformers de piedra, cada uno con su ghost interior: un ángel de fuego cuya forma se asemeja a la de los seraphim de la iconografía medieval, con cuatro alas de fuego dispuestas como un estilizado Aleph ígneo (el Aleph de fuego de los cabalistas). Dios perdona a los Vigilantes después de que estos defiendan a Noé y a su familia de los gigantes perversos acaudillados por Tubal-Caín, que intentan tomar el Arca por asalto. Según la tradición judía y la cristiana, incluso Noé y sus hijos eran gigantes. De hecho, las tres parejas de gigantes de las fiestas populares españolas (rey y reina moros, rey y reina negros y rey y reina blancos) representan a los hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet con sus respectivas esposas. Después de ser perdonados por su Creador, los Vigilantes abandonan sus carcasas de piedra y ascienden velozmente hacia los cielos, perdiéndose entre las nubes.

A lo largo de las novelas de John Connolly, Charlie Parker irá descubriendo que él también es un ángel caído, pero, como los Vigilantes de Aronofsky, pasado al lado claro y luminoso de la Fuerza. Se insinúa incluso que Dios le perdonará al final de su vida, ahorrándole el fastidioso expediente de tener que buscar un embrión disponible en el que reencarnarse.

Este artículo forma parte de la Conversaciones de Formentor que en 2023 se han realizado en la estación de Canfranc

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2 Comentarios

  1. Vi Noah por curiosidad, porque a un guionista le pusieron encima de la mesa el encargo de hacer una película de Noé y quise ver como salió del paso. El resultado es una mezcla, pero con loa al final a la familia y lo patriarcal sin comillas.

  2. Pingback: Jot Down News #37 2023 - Jot Down Cultural Magazine

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