Ocio y Vicio Destinos

Palacios, piratas y arenas rosas: un paseo por Creta

un paseo por creta
Dos bañistas en la laguna de la playa de Balos, 2021. Louisa Gouliamaki / Getty.

Tú la ves ahí, al este del Mediterráneo. Alargada, como si fuera un pez recién sacado del agua. Y con leyendas. Creta, Creta. El rey Minos, los templos, las playas, Montañas Blancas, bahías y misterios. Acompáñenos, lecotres y lectoras, por este viaje en voz baja y con velocidad limitada.

De discos y laberintos

Hay mucha gente que va a Creta por sus ruinas. Es el mismo principio por el que algunos ven la liga estadounidense de fútbol o se apuntan a partidos de solteros contra casados (epítome de caspa ibérica, añadimos). Y eso, que las ruinas. Pero ruinas viejas viejas, no casitas de esas que se quedaron a medio hacer y ahora van avanzando poco a poco cuando baja el precio del hormigón. Que también hay, pero, por lo que sea, la peña no les presta atención.

Antiguas… pues Cnosos, especialmente. Por aquello del laberinto, de Teseo y por toda la mística que tiene detrás. Uhhh, palacio acojonante, el comienzo de nuestra civilización, Pérez-Reverte enfadao diciendo que vivan las Termópilas y putos medos, hostias ya. Aproximadamente. Miren, con sinceridad… el Palacio de Cnosos mola mucho, pero tiene más retoques que un tertuliano de Mediaset. Entre que Arthur Evans metió allí dinamita como para homenajear a Nobel, que levantar muros nuevos no estaba tan mal visto entonces y que (para qué engañarnos) un yacimiento arqueológico es menos comercial que el unplugged de Mayhem pues… Vamos, que ves algo muy cuco, muy todo esto, muy saca foto allí, pero escasamente real. Si hasta el mosaico de los delfines, que seguro conocen ustedes el mosaico de los delfines, tiene imaginación como para tres pelis de J. J. Abrams. Eso sí, el lugar conserva toda la fuerza, y eso no es asunto menor.

Lo otro es distinto. Lo otro. Phaistós. Festo o Festos, por usar el castellano, unos kilómetros al sur. Digo que es distinto, porque allí no hay (no había) nadie. Dos o tres parejas perdidas, con pantalones cortos, gafas de sol y extremidades color centolla con ribeiro. Nada más. No hay teutones vociferantes, no hay multitudes en estancias bien pequeñucas, no hay espacios reconstruidos que parecen Ikeas color Miliki. Festos es más salvaje, más, si quieren, natural. Allí no buscaron que te sientas como en el palacio hace cuatro mil años. Que es muy bonito eso, pero también artificioso de narices, y trampantojea el paisaje que da gusto. 

Así que en Festos tienes un yacimiento arqueológico de verdad. Piedras, pasillos, polvo, recuerdos de pintura salpicando muros aquí y allá. Ah, y calor. Mucho calor. Muchísimo calor. Las chicharras zumban como si cobrasen, háganse cargo. Pero entiendes cosas. El estadio de taurocatapsia, con la supuesta vegetación alrededor. Los templos. Y las vistas, las vistas que se abren imponentes hasta esas Lefká Óri, las Montañas Blancas, que vigilan siempre. Qué altas son, oigan, las Lefká Óri. Y qué chulas.

Y además tenemos el disco. El disco de Festos. Que no está en Festos, vaya, porque se lo llevaron a un museo, pero ustedes me entienden. Nosotros, en Cantabria, también tenemos discos. Y más grandes, ¿eh? Que son como mozos bien altos. Pero, en fin, tienen menos antigüedad y este de Creta va, encima, historiado. Escrito. No se sabe muy bien qué dice, pero está escrito (como el Ulises de Joyce). La verdad es que es una de esas cosas que tú te la quedas mirando y parece como si te revolvieran algo aquí, en las mismísimas tripas. Especial. Y con la forma perfecta para comprarte el imán en miniatura, ponerlo sobre el frigo y decir despreocupadamente «ah, sí, es que estuvimos por Festos el año pasado, ¿no os lo comentamos?». Eso es viajar.

Ah, la gracia de Creta son las otras excavaciones. Que tú vas por una carreteruca perdida, bordeando acantilados, esquivando cabras y de «oh» en «oh» y te encuentras con un cruce que marca sitio arqueológico. Y tiras, porque eres de natural curioso, y aquello es acojonante, y real, y tiene casi tantos años como las pirámides de Guiza (y muchos más que el museo del Bernabéu, por usar ejemplo reconocible), y te estremeces, porque al cinismo posmoderno se le caen las bragas en tales situaciones. 

Prometido.

un paseo por creta
Varios visitantes en el palacio de Cnosos, 2022. Fotografía: Andrew Aitchison / Getty.

En Creta, la vida va despacio

Gkagkales es apenas una mancha sobre el mapa. Parte sur de la isla, ya cruzada la imponente muralla del Psiloritis. Por allí pasa una carretera estrecha y serpenteante que se vuelve cada vez más angosta en la única calle del pueblo. Tan solo un vehículo puede pasar entre paredes. Si coincide que es una furgoneta de reparto (alimentos, productos de limpieza, tres o cuatro bagatelas), el villorrio queda incomunicado durante un ratuco. Mismo tiempo que tarda el conductor en descargar toda la mercancía, hablar con este y con aquel, tomar, quizá, un refresco. No hay prisas aquí, no hay prisa en Creta. 

A un lado está la tienda. Un poco más adelante, un surtidor de gasolinera herrumbroso. Casi enfrente, el ouzeri. Único, parece, de toda la localidad. Fachada, cuatro mesas de plástico con publicidad gastada por el sol. En el interior hace calor de moscas y perlas en la frente. Dos ancianos, dos cafés solos. No hablan, ni siquiera se miran.

Viven. 

Tras la barra saluda un camarero. Llevamos la palabra turista tatuada, porque da los buenos días en inglés y pregunta qué queremos. Café, café. Pago, pregunto por la hora. Se encoge de hombros. 

Cuando salgo, el camión de reparto sigue entorpeciendo la circulación. Del chófer no hay rastro alguno, seguramente esté saludando, relajándose a la sombra. Un coche, con más prisa que los demás, intenta pasar por aquella calleja sin espacio. Aparentemente es posible, pero quedan cinco centímetros a ambos lados de los espejos retrovisores, recogidos para ganar margen. Sonrío. 

De las cuatro mesas, tres están ocupadas. En dos hay sendos viejos vestidos de negro, con sombreruco, bigote canoso, el rostro picado a viruela y navaja de mañanas con poco filo. Miran indiferentes los esfuerzos del desdichado conductor. No mueven un músculo. 

En la tercera mesa veo a un hombre más joven (no hay ni una mujer, no hay mujeres en los ouzeris del interior de Creta) que intenta, por señas, ayudar. Cuando libra (cuando libra del todo), aquel conductor tiene el rostro encarnado, pura angustia. 

Tantos nervios y seguro que ni sabe a dónde tiene que ir, masculla entre dientes, riendo. Inglés bueno, casi sin aristas. Son todos iguales, dice. Lo miro fijamente, adelanto la mano, me presento, él hace lo propio. Dice que es marinero. Marinero retirado. Habla, cuenta su historia. Lugares, puertos. Un marinero cretense. Parece casi de libro… Escuchamos. Ríe mucho, mueve las manos, se le cuartean sendas de piel alrededor de los ojos. Pasa el tiempo. Ni sé cuánto. Ya no hay camioneta. Marcho, digo, señalando la carretera despejada, gesto como de aprovechar momentos. Él asiente. Los otros dos ancianos siguen estudiando atentamente el suelo. Saludo a todos, no intento invitarlo al café. Los cretenses son orgullosos, muy orgullosos.

Hace calor en el coche cuando subimos. En nada se deja atrás Gkagkales. 

Todavía no sé qué hora es exactamente. 

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Un turista frente al faro de La Canea, 2022. Fotografía: Louisa Gouliamaki / Getty.

Por aquí también hay playas, las tenemos hasta de color rosa

Igual ustedes han visto que traíamos un artículo sobre Creta y han puesto «Creta» en el buscador de su móvil, por aquello de conocer un poco el asunto, y allí salen fotos de playas, muchas fotos de playas, montones de fotos de playas, y ahora yo no les hablo de playas, que somos una revista cultural, vale, pero dame un poco de arena, y de palmerucas, y de aguas donde ver pececitos nadando entre los pies, que me gusta a mí mogollón lo de ver pececitos nadando entre los pies…

Y, oigan, sí. Que hay. Playas, digo. Un sinnúmero de playas, y espectaculares. De todo tipo, encima. Hasta cool. 

Por ejemplo, la de Stavros. Allí rodaron cachitos de Zorba, el griego, donde salían Anthony Quinn e Irene Papas. A mí la peli me gustó, pero te quedas un poco aplatanao al enterarte de que el bailecillo que hace Zorba (cierren los ojos, lo están viendo) era todo inventado, y que ni siquiera la música resultaba música tradicional cretense. Vamos, que la magia del cine, pero menos. Ah, la novela también está muy chula, porque Kazantzakis es gigantesco, pero (advertencia para lectores modernillos) resulta poco woke para nuestros días. Muy poco woke. Pero poquísimo de woke, dónde vas, Kazantzakis, con tan poco woke. Yo solo aviso, para que nadie se nos eche encima. 

Pero… la playa. ¿En pocas palabras? La peor de Creta. Viva y bravo, desmontando mitología. Arena sucia, más niños que en el Grand Prix, agua con papelitos como si hubiese salido a jugar el River Plate, cierto aire de obsolescencia programada, qué-importa-todo-si-vas-a-venir-por-la-peli, agobiante. Vamos, que no se la recomiendo, pero yo es que soy un gruñón.

Vamos a lo bueno… Elafonisi. Llegar a Elafonisi es… cómo decirlo… complicado. Bastante complicado. Jodido de narices. Está en el extremo suroccidental de la isla, justito cuando acabas una carretera-camino-senda-infierno casi imposible de afrontar en nada que no calce herraduras. Pero merece la pena (y su remotez evita aglomeraciones casi siempre). Por el entorno, con esos santucos tan característicos según bajas hasta la mar. Por la isla que, marea baja mediante, se transforma en península. Por las aguas transparentes y las rocas situadas a cien metros de la orilla (allí el agua no cubre na) donde hay peces de mil colores. Y, sobre todo, por la arena. Elafonisi es la playa de arena rosa. Como lo oyen. Un rosa mucho más intenso, además, allí que en las fotos (aunque igual esto se lo digo para crear pelusilla). La estampa es espectacular, un Caribe en el Mediterráneo, un sitio de ensueño (ayuda que olvides las atrocidades otomanas en el paraje, eso sí). Según bajas a la playa hay carteles, en distintos idiomas, advirtiendo a los turistas de que no cojan arena. De puñao en puñao (lo rosa es muy kawaii y queda fenomenal encima del ganchillo) se iba volviendo el sitio peladete cual Joaquín Ramos Marcos. Así que… respeto. Adivinen en qué idioma hablaban (en qué idioma gritaban) los únicos que iban rellenando botellitas de cristal multicolor aquella tarde…

También hay playas urbanas. O todo lo urbanas que pueden ser en Creta. Que sí, que Heraclión es grande, y la Canea también (más bonita esta última, con cierto estilo bohemio y algunos callejones bastante chungos), pero el resto… Miren, por ejemplo, Réthymno, que es una cosa preciosísima, el puerto más veneciano de todos los puertos venecianos, pero también tiene un casco viejo diminuto que te ves de dos paseos. Y mejor así, oigan. Luego te queda lo otro. Lo otro. Iglesiucas, fortalezas, un barco pirata atrancado en la bahía. Se lo juro… un barco pirata. Pero no un barco pirata en plan Rackham el Rojo, no… un barco pirata que te lo firma Jack Sparrow. Con tipos disfrazados de Jack Sparrow, cofres como los de Jack Sparrow y loros de pega recién sacaos de Benny Hill. Concesión al turista, que tampoco pasa nada por hacer alguna.

Porque luego te queda todo lo demás. Una Creta enorme, por conocer, salvaje e inhóspita.

El sitio donde escucharte pensar.

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2 Comentarios

  1. Γειά σου!

    Muy guapa Creta, sí. Al lado de Elafonisi hay otra playa espectacular, y con la mitad de turistas. Playa de dunas de arena con majestuosos y enrevesados cedros que crecen en la arena. Un pasote. No se si mejor no decir el nombre muy alto, no vaya a ser…

  2. Adoro las fotografias tomadas para este articulo, muy hermosas.

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