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Monstruos, ética y estética

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En compañía de lobos. Imagen: ITC.

La ética parece influir en la estética también en las decisiones artísticas de los medios audiovisuales, y provoca un proceso evolutivo de los monstruos de ficción en varios sentidos. En este artículo se tratarán dos de estos sentidos: por una parte, la relación entre el origen y la imagen, y por otra, la redención del monstruo.  

Comenzando por la relación entre el origen y la imagen, cabe señalar que la sociedad transforma a sus criaturas irreales en lo que la sociedad quiere que estas sean y signifiquen, incluso de modo inconsciente. Siempre hablando en términos muy generales, y respetando la obvia existencia de creadores originales y consumidores contestatarios que se salen o resisten a las tendencias, la sociedad ha necesitado que los monstruos sobrenaturales sean elegantes o completos, simétricos incluso en su fealdad, como si siempre hubiesen estado allí y no pareciesen producto de un accidente. La sociedad ha necesitado, por otra parte, que lo grotesco, inexacto y mal facturado sea producto de la ciencia. Por tanto, cuando un monstruo sobrenatural es defectuoso y grotesco, con el tiempo su existencia se le acabará atribuyendo a lo científico o, como mínimo, se alejará de lo sobrenatural.

Es decir, que, en el fondo, parecemos creer que la voluntad del ser humano es incapaz e incompleta frente a la de los dioses, y que, cuando entramos en su terreno, recibimos castigo. Esta tendencia acaba yendo en dos direcciones: si un monstruo tiene defectos incluso más sobresalientes que las virtudes, si su existencia semeja más agónica que gloriosa, acabaremos atribuyéndoselo a la ciencia. 

Un ejemplo notable de esto sería la Criatura de la obra de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo. La imagen con la que asociamos a dicha Criatura viene de esa magnífica caracterización de Boris Karloff en la película de 1931 de James Whale, auxiliada por el maquillaje de Jack Pierce. En ella no cabe ninguna duda de que la creación de la Criatura es producto de la ciencia, así que la película, independientemente de que esté englobada en el género de terror, tendría una justificación ambiental especulativa; por eso se considera a Mary Shelley la madre de la ciencia ficción. Sin embargo, quien haya leído el libro con atención y despojándose de lo que creía saber sobre la historia, se dará cuenta de que los trabajos a los que acude Victor Frankenstein para desarrollar su técnica son volúmenes rechazados por la comunidad científica, redactados por quienes considera ocultistas y místicos, como Agripa y Paracelso (William Godwin, padre de Shelley, ya había escrito acerca de estos dos figuras, reconociéndolas como alquimistas, y de este modo se los retrata en Frankenstein). 

El proceso de creación de la Criatura no se narra en la novela, no se dice en ningún momento que su cuerpo esté confeccionado con los cuerpos de varios cadáveres. No se menciona siquiera que usase electricidad. Sobre su creación solo leemos que, una vez acabada, la Criatura, tendida sobre una camilla, abre los ojos y su padre huye. Victor Frankenstein estudia medicina, sí, pero su corazón pertenece a lo sobrenatural. No en vano, más adelante hace un juramento de sangre en el cementerio, con el que se compromete a perseguir y matar a su Criatura, e invoca a los espíritus del bosque y de la venganza. Según relata, estos espíritus lo ayudarán de modo sutil en la parte elidida de su persecución por medio mundo, en los momentos más desesperados.

Parece como si Mary Shelley hubiese deseado que la ciencia se inclinase ante la magia y, por supuesto, el hombre ante las consecuencias de su osadía, pero su osadía nunca fue llevar la ciencia más allá, sino ir más allá de la ciencia, a un terreno que no era suyo.

Esto está en el libro, pero hemos dejado de tenerlo como canon porque no sale en la película de 1931 y porque todo lo que vino después es una adaptación sobre una adaptación de aquella. De hecho, el film de Whale está basado principalmente en una obra de teatro de 1927 de Peggy Webling, no en la novela en sí. Antes de este largometraje y de la obra de teatro, la compañía de Edison facturó un cortometraje llamado Frankenstein va a la universidad en el que se retrata a la Criatura como un monstruo cubierto de pelo, producto de las artes alquímicas. La Criatura en la novela original nunca se describe como torpe, ni por supuesto muda, ni una composición de cuerpos, sino como un ser astuto, manipulador, ágil y demoniaco; parece que al asumir por la recreación de Boris Karloff que Frankenstein no es un demonio bello sino un zombi estúpido, el inconsciente creativo encontró la necesidad de asimilarlo a la ciencia.

Que es exactamente lo que ha sucedido con los zombis. Originariamente estos monstruos forman parte del folklore o de la religión, según se entienda, y son evidentemente criaturas sobrenaturales, humanos muertos regresados a una vida esclavizada a través del vudú, quizá sin alma o con un alma adormecida. El zombi es una criatura incompleta, con más defectos que virtudes, y la evolución en el campo de la ficción lo acabó asimilando con un virus, un hongo invasor o más comúnmente con la ciencia, para conservar la idea de que lo bello o lo completo vienen de la mano de lo sobrenatural y de los dioses. Tanto la película Re-animator (Stuart Gordon, 1985, basada muy libremente en la historia Herbert West: reanimador, de Lovecraft), como todo el desarrollo de videojuegos y películas de la saga Resident Evil (comenzada por Capcom en 1996) abundan en la idea de que el fenómeno zombi es culpa del ser humano y su ambición.

Así pues, debe ser feo, asimétrico, incompleto.

Existe, por cierto, un enorme campo creativo rebelde donde esta regla parece cumplirse, en términos muy generales, de modo inverso, y es el mundo de los superhéroes, en los que la ciencia, o fallos derivados de la ciencia, fabrica humanos mejorados sin que sea necesaria una contraprestación negativa (hay excepciones, como la Cosa, de los Cuatro Fantásticos), y donde en muchas ocasiones lo sobrenatural deriva en una compensación entre virtudes y defectos. Peter Parker fue mordido por una araña radioactiva que lo convirtió en alguien mejor, sin debilidades; Todd MacFarlane, que se consagró con una colección guionizada y dibujada por él sobre este personaje, no tardó en crear su Spawn, un ser maldito por el mismo diablo que, a pesar de su apabullante poder, está condenado al ostracismo y patetismo, y cuya apariencia física es brutal, como lo es la del Motorista Fantasma. 

Quizá sea debido a que en el cómic idea e imagen nacen a un mismo tiempo, demasiado rápido para que la estética se vea influida por la ética, o a que sus personajes han sufrido una popularización tan rápida que sentaron un canon inamovible que se resiste a la tendencia social a adaptarlos a sus necesidades. 

Esta ha sido la primera derivada de la influencia de la ética en la estética de los monstruos y en su propia significación y existencia; la segunda tiene que ver con la redención. Se trata de un ciclo natural que han sufrido todos los monstruos desde que son productos de ficción que pueden pasar y desarrollarse por muchas manos, o incluso en las manos de un mismo autor. Y es que todos los monstruos, con el tiempo suficiente, primero son humanizados y luego convertidos en héroes, aunque sea de un epitafio dramático.

En el mito del vampiro tenemos el ejemplo más patente. De ser uno de los monstruos más temibles, no solo en el folklore europeo, sino el campo de la cultura clásica y de la cultura pop, en que siempre era el otro, el que acecha en la ventana, aquel que nunca es nuestro punto de vista, pasó a ubicarse en los ojos del lector, y el lector en los suyos, a través de dos obras casi simultáneas: Entrevista con el vampiro, de Anne Rice (escrita en 1973 y publicada tres años más tarde) y Blade, el personaje de Marvel que aparece por primera vez en la colección La tumba de Drácula, también en 1973. Sin esta humanización previa quizás habría sido difícil que se diese la versión, con motivaciones románticas, del mito de Drácula en la adaptación de 1992 de Francis Ford Coppola. No olvidemos su declarativo subtítulo: «El amor nunca muere».

Es curioso, y merece comentario aparte, cómo se tomaron decisiones en sentido inverso a este camino para la adaptación televisiva de 1979 de El misterio de Salem’s Lot, basada en la novela homónima de Stephen King. En la novela, el vampiro Barlow mantiene una apariencia humana y domina las artes sociales, pero Tobe Hooper decidió deshumanizarlo para la pequeña pantalla, optar por la versión estética del Nosferatu de Murnau e incluso arrebatarle el don de la palabra. Al fin y al cabo, a lo largo de toda la que fue su carrera cinematográfica, Tobe Hooper nos vino a explicar que, para él, un monstruo es un monstruo, y esto es una decisión estética personal, que, quizá, tiene asiento en la estructura ética del creador. 

Quizá no. 

En cualquier caso, a partir del momento en que el vampiro es capaz de explicarse a sí mismo y se humaniza por asimilación a limitaciones o condiciones humanas (como puede ser la adicción), dejamos de juzgar su propia existencia y juzgamos su comportamiento. Los dotamos de un albedrío, por lo que algunos pueden ser héroes y otros villanos, como se ve claramente en la saga de películas Underworld. En 1991, de hecho, White Wolf Game Studio edita el juego de rol Vampiro, la mascarada, de Mark Rein-Hagen, heredero del trabajo de Anne Rice y de las aproximaciones cinematográficas más humanizadas del mito (Jóvenes ocultos, de Joel Schumacher, es un ejemplo), y también heredero de la ambigua sexualidad de la corriente emo y de la disruptiva reivindicación de la cultura punk. En este juego, el jugador interpreta a un vampiro, y decide qué tipo de vampiro será. De hecho, en las reglas de Vampiro, la mascarada entra en valor una característica para los personajes llamada Humanidad, y la Humanidad es algo que el personaje puede perder si cede a los instintos que la maldición vampírica le impone.

Pero la maldición vampírica no es más que hambre, miedo o ira, los principales esclavistas, al mismo tiempo, de la conducta humana. 

La redención del monstruo es un fenómeno que a veces se da dentro del mismo arco argumental de una sola ficción. Posiblemente el monstruo que más veces ha sido redimido de sus actos con un último alarde heroico sea la del licántropo, que, a pesar de haber dejado un reguero de cadáveres a su paso, sin tener conciencia ni culpa de ello, podría encontrar la capacidad de controlarse para enfrentar a un monstruo peor, incluso aunque este sea un ser humano.

También el zombi es un monstruo que ha encontrado el camino de vuelta hacia la humanidad. Sergi Llauger nos ofreció una digna novela titulada Diario de un zombi, publicada por Dolmen en 2010, mismo año en que se publicó Warm Bodies, de Isaac Marion, y bastante antes de que Asylum ideara al genial personaje de Murphy para la serie Z Nation. Quizá podría considerarse, en este sentido, que el zombi es el monstruo absoluto, porque si en algo se han puesto de acuerdo las distintas ficciones que lo han redimido es en que un zombi humanizado es un zombi defectuoso; lo es porque no ha terminado de ser un zombi. 

Llegados a este punto se comienza a plantear una cuestión interesante: ¿estamos ante un camino con principio y fin o ante un ciclo cerrado? Es decir, hablamos de humanos que se convierten en monstruos (zombis, licántropos y vampiros fueron humanos en principio), pero inicialmente, en el folklore, ¿acaso el comportamiento monstruoso que se atribuía a estos seres no tendría un origen humano que la gente necesitaba poder comprender? Era lógico que, en la antigüedad, cuando una persona con problemas de salud mental se comportara de un modo completamente desfasado se pudiese pensar de él que estaba poseído por el diablo, y que un brote de esquizofrenia fuese identificado con la licantropía, que la catatonia o algún tipo de afección neuronal pudiese ser explicada por la maldición de un hechicero, cosa que también explicaría que alguien dado por muerto se reanimase dentro del sepulcro y arañase las paredes del ataúd para poder salir. Quizás el ciclo del que hablamos no sea un modo de redimir a los monstruos, sino de redimir a lo que somos capaces de llegar como seres humanos, como una esperanza ficticia a lo que parece irresoluble, y que se vio emborronado y al mismo tiempo embellecido por las nieblas de la superstición. 

De hecho, es posible que estemos asistiendo a ese fenómeno en la edad moderna, incluso cuando la ciencia ya es incuestionable como explicación de cualquier fenómeno natural o humano, pero en nuestra incapacidad para mirarnos al espejo como especie, debamos en un principio sacar los comportamientos más crueles fuera de los límites naturales. Quizá por ello el nazi ha comenzado a representarse como un monstruo, ya sea zombificado o endemoniado, en ficciones como Overlord o Hellboy, en las que sin duda y durante un tiempo seguirán siendo el villano del que escapar o al que batir, pero que, quizá con el tiempo y a través de una necesidad ética y estética, deba recuperar la humanidad para, de este modo, redimirse por su naturaleza y por sus crímenes. 

Pero también es posible que no haya nada de sociológico en estos cambios y giros, y que se deban solo a golpes de genio que hacen que el resto de creadores se aúpen en hombros de gigantes hasta que llega un genio nuevo para cambiarlo todo. Es posible, y quizás incluso deseable, que las bestias imbatibles que han creado, permutado o humanizado a nuestros monstruos, Mary Shelley o Anne Rice, nos miren desde una inmensa altura, inasequibles a la necesidad de comprender lo que aparece en el espejo, y que lo único digno de estudio sea nuestra necesidad de entender cómo lo hicieron. 

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