En 1934, en un corto documental de Ramón Baldiú titulado La ruta de don Quijote, se representan los escenarios de la novela de Cervantes sin las quimeras del hidalgo. Cuando llegan al famoso pasaje de «Con la iglesia hemos dado», Baldiú muestra un callejón sin salida. Así nos dice que la Iglesia es un muro con el que toparse.
Han pasado casi cien años desde entonces y no puede decirse que nos falten ejemplos en los que se representa a la Iglesia en todas las artes. Sin embargo, en muchas de las obras contemporáneas falta una intención que sí que encontramos en este corto de los años 30: una crítica abierta a la Santa Institución.
Es obvio que desde entonces hasta ahora la representación de la Iglesia ha cambiado mucho. Como todo, esto también ha evolucionado. En este caso concreto podemos ver cómo antes de la dictadura, como en el caso de Baldiú, durante la República, cuando se hablaba de la Iglesia se criticaba la institución, pero también se cuestionaba la fe. Todavía había un debate teológico sobre la existencia o no de Dios.
Durante la dictadura, sobre todo en la época del nacional-catolicismo, la propaganda se centró en subrayar la espiritualidad de la religión, pero también dedicó ímprobos esfuerzos en demostrar la necesidad, de la Iglesia en la vida cotidiana. Así, se acrecienta el papel de la Iglesia en la sociedad y educación españolas. La Iglesia en esos tiempos, más que nunca, se yergue como una institución «civil». Irónicamente, o quizás no, se mantienen las representaciones en el siglo XXI. El franquismo sentó una relación indisoluble entre Iglesia y nacionalismo español, que no pudo disolver la rebeldía adolescente de la transición española. Los símbolos del catolicismo se manifiestan, tergiversados, en las nuevas obras de jóvenes creadores que no han vivido el peso de la dictadura y de sus símbolos católicos.
La representación eclesiástica en el arte contemporáneo español parece consistir en una consideración formal de la institución, más que plantear un debate teológico. Ya no se habla de la Iglesia, sino que a menudo solo se representa «de fondo», como elemento secundario en el contenido de las obras. Cabe pensar que esto se acerca a la forma en la que se convive con la Iglesia actualmente: vemos los edificios en las plazas y escuchamos las campanadas a las 12.
Sin embargo, la internacionalización de la cultura también está detrás de que se adopten matices propios del catolicismo de otros países, como puede ser el luto: se ven enterramientos muy anglosajones, con riguroso negro y gafas de sol. Además, desde el estreno de El exorcista, existe un auge en las historias de terror sobre monjas y curas demoníacos o exorcistas. En suma, parece que la Iglesia se erige culturalmente en el siglo XXI como un refugio simbólico y formal, pero con algo más de peso del que pueda haber en nuestro país.
Esta Iglesia de la estética es una manera que tienen algunos cineastas noveles de incluir elementos religiosos en sus cortometrajes: capillas desubicadas en pueblos, procesiones, curas jóvenes y guapos. Se pueden encontrar similitudes con la época de los géneros del Hollywood, en la forma en que cada género se encontraba fuertemente codificado. Así, en el presente, los cortometrajes debut tienen lo religioso como un código. Es una representación estética, que a menudo no incluye juicios en torno a lo religioso ni a la fe, sino que simplemente aparecen como un elemento cuya presencia es difícil de justificar si no es por dar falsa profundidad al contenido. El uso de estos códigos por autores que ya no ejercen la fe con el empeño que se tenía en el franquismo concede a la Iglesia una magnitud desfasada, que no corresponde con este tiempo, ni siquiera con la verdadera apreciación que los autores tienen con los elementos de los que hacen uso (véase «Bagdad – Cap 7: Liturgia», de Rosalía, o la propia portada de Malamente).
Un desfase a menudo muy consciente, pero que normaliza lo religioso. Esto lo hace una constante en la vida cotidiana de los españoles.
Las imágenes del catolicismo son potentes y la cultura las sostiene, pero las mantiene en un segundo plano (como ya hemos contado antes, de fondo, casi pasivas). Las obras ya no hablan de la Iglesia católica, tratan sobre otras cuestiones, pero ella está ahí. Ya no es un referente ético (al menos, no lo es con la fuerza que tenía hace unas décadas), pero a cambio es para muchos la nueva Iglesia de la estética. Los crucifijos y Madonnas en Versace, las iglesias en los cortos, los curas en las series… Canciones populares como «Ateo» no ponen sobre la mesa un debate religioso, sin embargo, usando referencias continuas de doble significado con la Iglesia católica, C. Tangana y Nathy Peluso ruedan en la catedral de Toledo con la anuencia de su propio obispo. Y es noticia durante semanas.
Consciente o inconscientemente, la incorporación de cualquier asunto religioso en una pieza moderna le da actualidad le da presente. Cada artista, bajo su propia responsabilidad, elige si quiere mandar un mensaje u otro. Porque, quiera o no, su obra se va a interpretar además sin que él o ella pueda controlarlo. Así, aunque solo se pretenda usar una imagen de la Iglesia, una representación simbólica de su imaginario y no de su contenido, como decía Wittgenstein, no se tiene en cuenta la ética de la estética. Y es que la forma y el contenido lo son todo. Cuando Godard decía que el travelling es una cuestión moral, tenía razón. Aunque sea una cuestión de imagen, poner o no un movimiento de cámara, tiene un significado, tiene un contenido. Aunque esa sombra en la cara de la protagonista, de un crucifijo, pretenda ser una imagen potente y bella, también trae el contenido de la Iglesia, aunque sea indirecta e involuntariamente. Por ejemplo, artistas como Serrat cantan durante el franquismo sobre la España que eligen. A menudo evitaban cantar sobre la Iglesia deliberadamente, en un gesto de ignorar y desestimar la institución. Serrat cantaba «Para la libertad» cuando aún no estaba asegurada, y por el «Tío Alberto» y «Manuel», que nacieron y vivieron en una España que nunca los quiso.
Profundo e incisivo comentario. Muy de acuerdo con toda esta sobredosis de curas y misas que hay en todos esos cortos que vemos en los festivales o en las salas comerciales. Me pregunto si alguno de esos chiquillos que dirigen o cantan habrá ido alguna vez a misa. Si fueran seguro que se les quitarían las ganas.
Estoy de acuerdo con la necesidad de orillar de una vez ese imaginario religioso que emerge una y otra vez en productos “culturales”, cuya presencia parece obedecer a rutinas mentales y falta de inventiva, por el lado de los artistas, y al mezquino deseo de continuidad, por parte De la Iglesia. No obstante, rogaría que el autor considerase en algún otro artículo la sinergia del catolicismo con otras confesiones a la hora de recuperar protagonismo. En especial con aquellas que expresan su desaprobación sobre contenidos artísticos de forma muy tajante. La violencia vinculada a la religión ha puesto en el centro de nuevo el debate religioso, utilizando las palancas del miedo con atroz desvergüenza
Quizás el director de cine que mejor refleja la utilización de los elementos religiosos cristianos en sus películas sea Luis Buñuel, sobre todo en dos de sus obras maestras: ‘Nazarín’ y «Viridiana», cómo las cruces que se convierten en puñales, aparte del erotismo que destilan la mezcla de religión y sexo en la mayoría de sus films, desde su ‘Le chien andalou» y «La edad de oro». Sin olvidar esa famosa frase suya «Soy ateo gracias a Dios».