Frente a la gran amenaza que enfrenta el Reino Champiñón, la multitud de toads rodea a su soberana, la princesa Peach, y le pregunta por aquel fontanero desconocido a quien ha elegido por héroe. ¿Quién es ese humano desconocido? ¿Por qué es el indicado para detener a la tiranía de Bowser?
La princesa duda. Sabe que Mario no es el más fuerte, ni el más atlético, ni el de mayor resistencia. Sabe que nunca se ha enfrentado a un monstruo semejante y que no sabe el futuro que le depara.
—Él… ¡no es importante! —grita la princesa con el puño en alto mientras la multitud celebra, como si en esas palabras estuviera la clave que todos esperaban.
Esa frase resume buena parte del espíritu que arropa a Super Mario desde hace cuatro décadas y que lo mantiene vigente para cada nueva generación. Y, particularmente, en ese «no ser nadie» está el ingrediente japonés secreto que una multinacional como Nintendo lleva incluyendo en su principal franquicia global.
A primera vista, tanto en el estilo de la animación como en la narrativa planteada, el mundo de Super Mario parecería ser una creación más occidentalizada que otros productos culturales japoneses en los que abundan samuráis y pagodas. En fin, no deja de ser un héroe presuntamente italiano que rescata a una rubia damisela en apuros de un monstruo terrorífico. Sin embargo, en un nivel más sutil y profundo, Super Mario es tan o más auténticamente japonés que cualquier otro producto cultural de este país.
El mérito de la película estrenada hace pocos meses, Super Mario Bros (2023, Aaron Horvath y Michael Jelenic), está en combinar las dos trayectorias que han recorrido el personaje y su universo: un camino global que lo ha convertido a ser el personaje animado más reconocido del mundo —tal como lo ha identificado un estudio en 1990—, pero también en recuperar una fidelidad a ciertos rasgos críticos de la cultura japonesa que se habrían diluido en las adaptaciones occidentales de la narrativa.
Un fontanero italoamérico concebido desde Japón
Nintendo nunca fue una empresa estática en su modelo de negocios. O, mejor dicho: siempre fue una empresa típicamente japonesa que ha variado de industrias en función de las necesidades del mercado. Nacida a fines del siglo XIX para la fabricación de un popular juego de cartas (hanafuda), se ha movido de sector en sector según la necesidad de las décadas siguientes. Tal como recuerda el periodista David Sheff en su libro Game Over, Nintendo ha llegado a producir arroz, administrar moteles y, finalmente, concentrarse en la fabricación de juguetes.
La crisis del petróleo en 1973 y el advenimiento de innovaciones en la electrónica animaron a la compañía a entrar en los videojuegos y probar suerte en el mercado americano, a través del liderazgo de Minoru Arakawa, yerno del presidente Hiroshi Yamauchi y, por lo tanto, heredero natural en una compañía familiar y patriarcal. Así nació Nintendo of America en 1980, en plena fiebre de las máquinas arcade en todos los bares y clubes.
Dos años antes la compañía japonesa Taito había roto los pronósticos con el juego Space Invaders por lo que toda la competencia buscaba emular el éxito de marcianos y naves espaciales. La versión de Nintendo se llamó Radar Scope y se encargaron tres mil máquinas desde Japón.
Fue un fracaso: apenas se lograron vender mil. Si no se vendían las dos mil restantes la empresa debía cerrar sus oficinas y, con ello, se acabaría el american dream. Como intento desesperado, Arakawa trasladó de Nueva York a Seattle las oficinas para ahorrar costos de envío y encargó a un equipo de ingenieros desde Japón que diseñaran un nuevo juego que agradara al paladar norteamericano.
Allí entra en escena un hombre clave hasta hoy: Shigeru Miyamoto. Japón ha sido siempre uno de los países con menor rotación laboral en el mundo y el fracaso de un joven ingeniero recién egresado como Miyamoto en conseguir trabajo en una industria tradicional terminó convirtiéndose en el diferencial de una de las principales multinacionales de entretenimiento del mundo. Los equipos de investigación y desarrollo de Nintendo estaban abarrotados de trabajo, por lo que la tarea de crear ese nuevo universo cayó en el joven Shigeru.
Las limitaciones gráficas hacían que los personajes debieran ser simples y diferenciados y las precauciones culturales llevaban a buscar una historia conocida por el público estadounidense: apostaron, entonces, por Popeye el marino. Un héroe de tamaño estándar, una damisela en apuros espigada y un villano fortachón con rasgos de monstruo. El equipo de ingenieros liderado por Miyamoto comenzó su trabajo, pero el tiempo pasaba y las licencias por derechos de uso, en propiedad de King Features, tardaban en llegar. No había margen de error. Tuvieron que descartar la historia y empezar de nuevo sobre esos bocetos: diseños similares, pero con una nueva trama desde cero.
Miyamoto pensó, entonces, cómo sustituir a esos personajes: un obrero que salta y se fortalece al comer un producto para rescatar a una chica de un simio que la secuestra y la sube por unas escaleras. Así nació Donkey Kong en 1981, el juego que cambió la suerte de la compañía en el mundo global y también la historia de la industria porque, tal como señala Chris Koller en su libro Power-Up, por primera vez un videojuego estaba contando una historia.
Las máquinas empezaron a venderse por todo Estados Unidos. Pero los bares pagaban en diferido y las facturas a pagar se acumulaban. Ya en las primeras semanas había indicios de que el juego iba a ser un éxito, pero la compañía necesitaba comprar algo más de tiempo. Y aunque no lo supieran en ese momento, también necesitaban un nombre para el héroe. En definitiva, el videojuego llevaba el nombre del villano, Donkey Kong, pero la novedad era ese personaje jugable con el que niños y adolescentes iban a rescatar a la chica. Necesitaba una identidad y una narrativa propias.
El personaje llevaba gorra y bigote para evitar movimientos faciales que la tecnología impedía realizar y el uniforme de obrero respondía a una paleta de solo tres colores. Tenía una imagen, solo faltaba un nombre. En las primeras versiones del juego se menciona el nombre Jumpman, porque saltar era su gracia, y en rondas de discusiones surgieron nombres como Ossan («hombre común de mediana edad» en japonés) o Mr. Video.
Sería en algunas de esas reuniones creativas cuando las puertas de la oficina de Nintendo of America en Tukwila, Seattle, sonaron con fuerza. Era el casero de las oficinas, Mario Segale, reclamando los alquileres impagos. Un hombre retacón, de bigote espeso y acento italiano. Cuando recibió la negativa y el pedido de paciencia de parte de los japoneses, Segale se fue histérico a los saltos por los pasillos, dando los mismos saltos que daba el personaje en el videojuego. Ya estaba el nombre: Mario.
Un universo ficcional, dos culturas desde el que leerlo
El éxito del personaje llevó a los dos años a Nintendo a crear su propio spin-off, Mario Bros (1983,) y habilitar un modo de dos jugadores al crear a Luigi, su hermano. Aquí entra un juego de palabras que solo los japoneses pueden entender: ruigi, que se pronuncia igual que el nombre, significa «similar» y hasta bien entrados los noventa la única diferencia entre Mario y Luigi fue el color del uniforme.
Mario y Luigi no eran fontaneros en un inicio. Ni mucho menos italianos. Mario era carpintero y, tal como describen los primeros manuales, en Mario Bros la razón por la que se sumergen en un inframundo de tuberías no es por cuestiones profesionales sino de higiene: quieren darse una buena ducha y encuentran creaturas reptantes que invaden el baño. Pero a partir del éxito de la serie de videojuegos y con el avance de nuevas tecnologías gráficas y audiovisuales, la identidad empieza a desarrollarse y el carácter marcadamente italoamericano empieza a aparecer en las versiones estadounidenses que adaptan a Super Mario.
Una audiencia típicamente occidental pensaría: si el personaje domina con maestría un mundo de tuberías, entonces, su labor profesional está en la fontanería. Y si lleva traje obrero, bigote y nombre italianos, entonces es italiano. Pero hasta la aparición de la película de este año, Nintendo en ningún momento había confirmado oficialmente la profesión ni el origen étnico de su principal personaje.
En las series animadas y cómics producidos en Estados Unidos que promocionaban los videojuegos, como el caso de Super Mario Bros. 3 (1990), Mario y Luigi tienen una relación con el llamado Mundo Real que no aparece tan destacado en el propio videojuego, ni mucho menos en las versiones japonesas de la misma ficción. Parecería que en las lecturas occidentales de Super Mario se hace imperioso señalar la continuidad entre un Mario parecido a nosotros, con una rutina y un trabajo similar al nuestro, y una vía de escape que le da acceso a la fantasía, como ocurre en Alicia en el país de las maravillas. En definitiva, mientras en el videojuego las tuberías simplemente conectan mundo fantasiosos entre sí, existe un requisito cultural por el cual para occidente esas mismas tuberías también deberían conectar los mundos fantasiosos con un Mundo Real centrado en Brooklyn que se asemeje a la experiencia cotidiana de las audiencias.
El sociólogo Geert Hofstede se destacó por desarrollar un modelo de variables culturales que permite mapear diferencias entre distintas sociedades, sobre todo a nivel organizacional. Una de estas variables es conocida como la tolerancia la ambigüedad, es decir, qué tanto una cultura puede orientarse utilizando metáforas imprecisas o polivalentes o cuánto necesita dar significados literales a las lecturas del mundo. Para Hofstede, Japón y las culturas asiáticas en general pertenecen a las primeras, y por tanto pueden imaginar mundos fantasiosos sin anclarlos a mundos reales, mientras Estados Unidos, y occidente en general, necesitan espejarlos con la vida tal y como la conocemos de manera mimética.
En las versiones japonesas de Super Mario, como la película animada de 1986 Super Mario Bros.: Peach-Hime Kyushutsu Dai Sakusen!, la mayoría de los aspectos biográficos de Mario y Luigi son irrelevantes: no importa de qué trabajan, no es relevante cómo llegan de sus contextos habituales al Reino de los Hongos, no presentan motivaciones éticas o ideológicas por las cuales un gobierno de la princesa sería más justo que uno de los Koopa y, sobre todo, los atributos que les permiten resolver los problemas son similares a los que vemos en el videojuego de plataforma: setas que les hacen crecer de tamaño, flores de fuego y el poder atravesar caminos sin caer en principios ni obstáculos.
La película: una síntesis de dos tradiciones
En la última década, Nintendo como compañía dio una serie de pasos clave para reconocer que su principal activo como marca estaba en el mundo de Mario: cuando comenzaron a irrumpir los juegos para smartphones la multinacional era reacia a otorgar licencias de explotación porque implicarían una canibalización con sus dispositivos portátiles. El nuevo liderazgo de Nintendo no solo comenzó a otorgar esas licencias, sino que también abrió área temáticas en los parque de atracciones de Universal Studios tanto en Japón como en Estados Unidos, y el lanzamiento de la película va en consonancia con esa maximización de Mario como el principal activo corporativo.
Sin embargo, es difícil entender muchos de los aspectos de Super Mario Bros.: la película si no se consideran los aportes de la cultura japonesa a la ficción. No en vano el filme es producido por su creador, el propio Shigeru Miyamoto, algo que no había pasado con versiones criticadas en el pasado.
En general, Mario es reconocible en cualquier circunstancia. Vestido de médico o de deportista, conduciendo un kart o luchando contra sus propios amigos. El universo es adaptable y flexible justamente porque Mario «no es importante», como le diría la princesa a los toads en su presentación. Mario se ajusta al modelo de héroe conocido como toshindai, en el cual el ídolo no se destaca por ninguna virtud en particular sino por camuflarse con el público al que se debe, tal como ocurre con los ídolos pop japoneses. Esto implica también el desempeño profesional: mientras las versiones norteamericanas de Super Mario siempre habían enfatizado en que los hermanos eran excelentes fontaneros y podían resolver problemas por sus grandes cualidades técnicas, en la película producida por Miyamoto Mario y Luigi son fontaneros mediocres y emprendedores frustrados. Por eso, la flexibilidad de Mario no es casual: tiene que ver con que, a diferencia del modelo de héroe occidental, no son su identidad profesional ni su biografía particular las que movilizan el resto de la narrativa.
Si comparamos a Mario o Luigi con cualquier personaje de Marvel veremos cómo en estos últimos la biografía determina radicalmente todo el resto de la historia: Peter Parker es mordido por una araña, se transforma en Spider-Man y se mueve en una ciudad como Nueva York en la que sus superpoderes para desplazarse entre callejones y rascacielos resultan fundamentales. Bien poco podría hacer Spider-Man en La Pampa argentina o en los campos de Castilla. En Mario la relación de jerarquías entre escenarios, recursos y personajes funciona al revés.
Quizás la mejor metáfora cultural sea la del serrucho japonés que, a diferencia del occidental, la fuerza se ejerce desde afuera hacia adentro. En las narrativas japonesas, y en los videojuegos en particular, suele ocurrir algo similar al describir una fuerza centrípeta que va desde el entorno hacia el individuo: primero se describe un mundo (el Reino Champiñón) con una serie de escenarios (terrestres, de plataformas, submarinos, aéreos, etc.), esos escenarios determinan los recursos clave para lograr el éxito (alas, trajes de rana, trajes para volar, etc.) y una vez que el personaje los adquiere se mimetiza con esos recursos. La identidad del personaje, entonces, es consecuencia de los cambios que esos escenarios y esos recursos ocasionan en el héroe. El personaje es consecuencia y no causa.
La película de Super Mario respeta ese código de la cultura japonesa, incluso en lo que respecta a los villanos. Bowser es un personaje impredecible y confuso: enamorado de la princesa, su principal afán es casarse con ella y obtener su amor más que gobernar de manera tiránica sobre el Reino. Este personaje es un guiño directo del Bowser de la anterior película animada japonesa de 1986, que llegaba a humillarse y arrodillarse frente a la princesa con tal de obtener su cariño.
Buena parte de las ficciones infantiles del estilo Pixar y Disney se han dedicado en los últimos años a relativizar la noción de villano y plantearlo en términos mucho más pragmáticos que iconológicos. El manual de una película para niños hoy parecería empezar con la premisa de que el malo de toda la vida también tiene sentimientos y quiere ser por fin bueno, aunque no lo dejan. Frente a ello, la película de Super Mario propone un malo sin paliativos, que es el malo de siempre, y cuyos sentimientos no anulan medios injustificados por los que no se deberían obtener los fines deseados.
Igualmente, más allá de estos guiños, la pregunta que sobrevuela es: ¿presenta esta película un Mario más japonés que en versiones anteriores?
Citando el caso de Super Mario hace ya dos décadas, el teórico cultural japonés Koichi Iwabuchi propuso un término para describir las estrategias creativas de las industrias culturales japonesas: mukokuseki (que podría traducirse como apátrida). Según Iwabuchi, esto implica que muchas compañías japonesas eliminan el «olor corporal japonés» de sus producciones para atraer al ojo occidental, es decir, intentan eliminar rasgos de lo específicamente japonés de modo que puedan ser vistas como globales. Nintendo cuenta con varias universos narrativos que parecerían alejarse del prototipo de lo japonés para internarse en lo fantasioso, ya no solo en Super Mario y Donkey Kong, sino también en Falcon y Zelda y, en menor medida, Pokémon. Y en ese sentido, la película ofrece varios guiños de una típica ficción occidental: aparece explicitada su pertenencia a Brooklyn, Mario y Luigi pertenecen a una típica familia italoamericana, la identidad profesional parece estar al centro de las preocupaciones y la misión termina siendo salvar no solamente al universo ficcional del videojuego, sino también al llamado Mundo Real.
Sin embargo, en la película se recuperan algunos aspectos del folklore japonés, como la narrativa de cómo llega la princesa Peach al Reino Champiñón, que calca el cuento tradicional de Momotarō, el niño que llega a una familia sin hijos en el interior de un melocotón. Y también hace un esfuerzo considerable por emular los estilos de gamification del propio videojuego: la mayor parte de la dificultad está en atravesar terrenos complejos, los recursos utilizados son los mismos que los conocidos en la serie y se dan innumerables guiños a los fanáticos de la ficción, desde la época de Jumpman.
Es decir, si bien no ondean banderas niponas ni se representan deidades sintoístas, uno podría presumir que la propia aparición del elemento japonés está en las capas más profundas de la narrativa, no en su mero barniz étnico.
Fantástico
La Peli de Super Mario me recordo a mi infancia, muy buena.
Estos artículos reconcilian con Jot Down… Hay rachas de artículos realmente malos, publirreportajes encubierto sobre cosas cuestionables o que buscan la polémica gratuita y fanática…
Pero luego uno de estos, bien escrito, documentado y de temática off topic que tanto me enamoraron de este proyecto en su origen…