Florencia Luce (Buenos Aires, 1961) fue monja contemplativa, vivió en un monasterio durante doce años y quizás este dato biográfico anteceda cada presentación suya. Hace tiempo que vive con su esposo y su hija en Estados Unidos y aprovechamos unos de sus habituales viajes a su país natal para charlar sobre su libro El canto de las horas, editado por Libros del Zorzal en Argentina y ahora también en España. Es imposible hablar de su novela sin hablar de su experiencia, porque las horas a las que alude el título son las más de cien mil que Florencia pasó en el monasterio. Excepto por un viaje a Francia para encerrarse entre otras paredes, entre sus veinte y treinta y dos años, su vida transcurrió entre rezos, trabajos y ceremonias. Compartimos charla y café en un bar de la tranquila, verde y señorial localidad de Olivos, muy cerca de la capital argentina, para hablar de una experiencia vital y el largo proceso de convertirla en literatura.
Vivís en Estados Unidos, ¿en qué lugar?
En Morristown, New Jersey.
¿Desde cuándo?
En Estados Unidos, desde 1998. Viví en distintos lugares, me casé con un norteamericano acá en Argentina y al año nos fuimos porque él sacó la licencia de piloto comercial, fuimos a Atlanta, el primer trabajo fue en Saint Louis, Missouri y ahí nació mi hija.
¿Viajás con regularidad a Argentina?
Vengo mucho, sobre todo en estos últimos tiempos porque mi madre está grande y quiero verla más seguido.
Escribiste El canto de las horas, un libro bisagra en tu vida del cual vamos a hablar, pero, hasta entonces, ¿cuál era tu profesión?
Ahora no trabajo más, aparte de tratar de escribir y leer pero, laboralmente, siempre di clases de español en Estados Unidos. Yo salí tarde del convento, casi a los treinta y tres años y ahí me puse a laburar enseguida; trabajé en una inmobiliaria, en una empresa de asistencia al viajero y después me fui a Estados Unidos, me puse a estudiar inglés porque mi meta era estudiar Literaturas comparadas. Empecé a anotarme en cursos, de esos que tenés que hacer sí o sí cuando sos extranjero, hasta que finalmente, cuando nos mudamos a New Jersey, entro a la universidad. Y bueno, termino eso y siempre en mi cabeza estaba poder escribir esta historia.
¿La idea no apareció cuando saliste del convento, inmediatamente? ¿Fue madurando?
Sí, fue madurando. Realmente no quería escribir un libro, hacerlo público, no era algo que estaba dentro de mis intenciones. Cuando salí del monasterio, lo primero fue sobrevivir, tratar de recuperar algo, a ver en qué mundo quedé parada, ¿no? Y cuando me casé, vivimos seis años en Miami y ahí empecé terapia, y con esa terapia es que empiezo a sentir la necesidad de escribir: unas notas, papeles sueltos.
¿Y cómo surgió después el libro? Aunque es una novela, parece inevitable hablar de tu experiencia real y la vida en un convento genera fascinación.
Hay una curiosidad tremenda por un mundo desconocido como es el de las monjas contemplativas. Nunca nadie escribió una historia así habiéndolo vivido. Por lo menos que yo sepa. Hay escritos viejos pero nada equivalente a esto, actual, de alguien que vivió tanto tiempo y después salió y lo contó. Yo trato de ser muy respetuosa, no me meto en cosas demasiado… Mi intención es mostrar cómo se vive y esto es como lo viví yo.
Igualmente elegiste hacerlo a través de una novela.
Lo elegí como ficción porque, desde el momento en que uno escribe, ficcionaliza. Ficcionalizo porque lo paso por el tamiz de mi memoria, pensada y repensada de acuerdo a lo que vivo hoy pero, de todos modos, también hay una intención de ficcionalizar. Hay escenas que no me pasaron a mí, pero, lo que siempre digo, es que no hay mentira.
Claro, licencias narrativas.
Si no sería un opio (risas). Y algunos me dicen «¡no, no es ficción!». Hay una persona que me escribió, que conoce a las personas del monasterio y me dijo «ya sé que Fulana es Fulana, Mengana es Mengana» y yo le contesté «Qué suerte que tenés, porque yo no lo vi así».
¿Cómo fue el proceso de construcción de los personajes? Cuando resolviste escribir una novela y no sólo contar tu experiencia, cuando pensaste en que debía ser entretenida, manejar cierto suspenso, hacer narrativa. Porque, por ejemplo, el personaje de la abadesa es muy complejo.
Tal cual, todo eso me lo planteé. Primero empecé a escribir todo en primera persona; era mi problema, eran mis preguntas. Después empecé a escribir como escenas y ahí la abadesa siempre fue central. Los monasterios —la Iglesia toda—, pero los monasterios son extremadamente verticales, entonces yo tenía que mostrar eso. Esa es la realidad, es vertical, vertical. Ahí el voto de la obediencia es el más importante de todos y la obediencia es hacia la superiora; si tenés problemas tenés que hablarlo con ella, si te dice «tirate bajo el puente» te tenés que tirar abajo del puente (risas). El confesor, la figura del sacerdote, está muy desdibujada y yo quería mostrar porque yo hago un poco de denuncia. O sea, qué tema este del poder ¿no? Que alguien tenga de por vida ese poder. Porque si vos tenés un problema lo tenés que hablar con ella pero, ¿qué pasa si tu problema es con ella? Y ella además genera fascinación porque es tu guía espiritual, tu madre, es todo.
Es envolvente el personaje.
Sí, sí. Eso quería transmitir. No me importaba tanto mostrar a la abadesa que yo tuve sino a la figura de una abadesa casi prototípica. Y no digo que todas sean así, para nada, pero el poder puede traer ese tema, ese problema, esa fascinación y es muy típico que pase. Y los otros personajes me tenían que servir a la historia. Sí tomé, por supuesto, cosas de las personas con las que yo viví pero también hay partes del personaje principal, de Marie, que por supuesto son, en gran parte, cosas que me pasaron a mí. Lo que sí se podría decir que es tal cual es la parte lineal de la historia: la entrada, el noviciado, los votos, la ida a Francia y la salida.
Hay algo notable en la escritura, al modo norteamericano de show, no tell, una vocación por mostrar antes que decir. Hablás de denuncia pero nada de tus opiniones está subrayado, el libro está lleno de imágenes muy fuertes que, sin embargo, no pretenden direccionar al lector, indicarle cómo pensar.
Bueno, tardé muchos años en escribir esta novela y fui aprendiendo. Tuve un gran maestro que, tristemente, murió y no pudo ver la novela terminada: Hugo Correa Luna. Empecé con él durante un tiempo en que vivimos en Argentina y después lo seguíamos por Skype. Y eso fue gracias a él. Yo primero hacía un taller con él en que escribía cuentos pero siempre con eso en mente, y él fue el que me decía show, no tell. Por supuesto que yo podría haber elegido también contarlo de otra manera, involucrar al lector para que se enoje —igual se debe enojar en muchos momentos— pero siempre fue mi intención retirar la opinión y por eso creo que también hay mucha gente que no pudo pasar de cierta cantidad de páginas con este libro.
¿Por qué?
Porque se aburren (risas). ¡Amigas mías que conocen mi vida no lo pudieron terminar! Me dicen «me perdiste en tal parte» y siempre es en la misma parte, cuando empiezo con las descripciones. Quieren que el narrador explique. Viste que hay gente que cuando no es muy lectora, no le gusta que se insinúe.
Prefieren que los lleven más de la mano.
Y a mí no me importa, yo quería otra cosa. Así que eso fue un gran aprendizaje y fue muy trabajado. En las primeras notas había más descarga emocional y cuando llegué a la decisión de que fuera una novela —que fue años después— lo empecé en primera persona, empecé a ver qué hago con estas escenas, las fui cambiando de lugar, insertando, cambiando de personajes y ahí pronto dije «no, la primera persona me mete demasiado a mí, quiero que sea más objetivo, no me gusta este estilo» y ahí lo pasé a tercera y ya fluía mucho más en esa cosa de no emitir juicios, dejar que el lector piense qué es lo que quiere pensar y que se enoje con quien le parece que se quiere enojar. Y entonces dije «si esto va a salir a la luz, yo quiero que esté bien escrito» y ahí es cuando decido ponerme a estudiar. Más o menos así fueron los tiempos o quizás te estoy diciendo mal los tiempos, quizás yo ya había estudiado.
Sentías que estaba la historia que querías contar, tu experiencia como monja de contemplación y tu salida del monasterio después de doce años, pero faltaba algo en la escritura.
Sí. En realidad ahí es donde me meto en los talleres, la carrera ya la había hecho. Ahí es donde empiezo con Hugo Correa Luna, mi gran maestro, y es donde el libro empieza a tomar forma. Me acuerdo que yo le daba para leer y me decía «esta escena la quiero ver, mostrámela más, ¿qué está pasando acá?».
Creo que fue una gran decisión incluir fragmentos textuales de los rezos, las oraciones, los cantos, las ceremonias porque las palabras son muy poderosas. Uno se siente testigo.
Para mí era muy importante mostrarle al mundo cómo se vive en un monasterio contemplativo. Y si se aburren, que no lo lean, pero queda casi como un documento. Así se vive en un monasterio, está lleno de ritos y algunos son muy antiguos.
¿Monja contemplativa y monja de clausura son lo mismo?
Sí, porque las monjas de clausura, o sea que no salen al mundo y nadie entra, se dedican a rezar. Hacen trabajos, pero siempre en silencio. Contemplativa es que vive en silencio para la adoración de Dios.
¿Tuviste en algún momento la convicción de que, orando, efectivamente estabas ayudando al mundo?
Supongo que por algún tiempo sí. Y te digo supongo porque no tengo la certeza, son preguntas que todavía me hago y esa es mi parte de Marie (la protagonista). Esa duda de fe, esa especie de fe débil que tiene Marie era un poco mi sentir. Y por eso la denuncia, por eso lo quiero mostrar. ¡Ojo!, ojo con los directores espirituales que se atribuyen ese poder ante las jóvenes y les dicen «tenés vocación, andá, te re veo para la vida contemplativa». Que es lo que me dijeron a mí y después vos vas y te recibe la madre superiora o el obispo o un cura y también te dice «sí, andá». No digo que lo hagan con mala fe, pero es ridículo. Vos tenés dieciocho, veinte años y ellos ¿cómo saben que la fe que tenés es muy sólida?
Y esa vocación deriva después en un casamiento: la ceremonia de una monja casándose con Jesús, entregando su virginidad, hablando de él como un marido. Y todos la felicitan y la tratan en términos de una recién casada, hay hasta algo corporal.
Claro. En la mano derecha te ponen una alianza y le entregás a Jesús tu virginidad. Es un desposamiento.
No hay un equivalente masculino en la consagración de los monjes o curas, ¿no?
No, que yo sepa no. Hacen votos de castidad pero algo así no. La iglesia es recontra machista.
Es muy impresionante esa ceremonia de casamiento, son fuertes las imágenes, las palabras.
Es un casamiento y una lo vive así. Por seis años te preparás para ese momento y la abadesa en las charlas dice «ustedes son las futuras esposas de Jesucristo y hay que ser pura y hay que ser casta y hay que ser pobre». Eso de a poco te va entrando y todo lo demás está mal, porque además te hacen sentir culpa. Igual creo que la vocación es real en algunas, quiero creer que sí, pero no en tantas.
En la novela, algunas crisis de fe se resuelven con psicofármacos. El olvido de sí para entregarse a algo superior —o al esposo Jesucristo— puede requerir un adormecimiento.
El Espíritu Santo. A las pastillas, la abadesa las llamaba el Espíritu Santo, así como medio un chiste, por supuesto. Lo que se trataba de adormecer era la crisis. Era muy típico llegar con un estado de ansiedad que se iba creando en todos esos años de formación para ese momento tan importante en que venía el Obispo y los curas y una cantidad de personas: «te estamos preparando para esto». Y vos vas a ser la estrella y vas a tirarte al piso, así para abajo con los brazos en cruz, para prometer a Dios tu virginidad, tu todo para toda tu vida. El sentido es sentirte una con la tierra y eso lo hacen los curas también en la ordenación. Es como una humillación.
La palabra humillación está muy presente en los discursos, la idea explícita de que uno no tiene valor por sí mismo. Todo dicho una y otra vez a lo largo de los años, es como un desgaste, ¿cómo saliste entera de ahí para hacer otra cosa?
Salí en el punto en que sentí que me estaba enfermando. Cuando sentí que me quebraba, me quebraba, me quebraba, me asusté. Y tuve la conciencia de darme cuenta.
La protagonista no habla de esto con nadie y se ocupa de ocultárselo a la abadesa para evitar que la convenza de seguir.
Sí, eso me pasó a mí. Esto lo cuento en la novela pero es algo que les pasaba a otras también. Primero era confiar en la abadesa en todas las crisis. Yo he tenido crisis todo el tiempo, desde que entré. Tenía crisis de fe, de vocación, de extrañar, crisis de lo que se te ocurra. Tenía asma, porque eso se daba mucho en otras también, lo de las dolencias físicas: el estómago, la espalda, dolores de cabeza, las manos, había mucho de somatización.
Suponemos que había muchas monjas en crisis pero no lo hablaban entre ustedes.
No podíamos. No podíamos. ¡No! Te decían «los problemas los hablás con la madre espiritual», que era la abadesa. Siempre hay una maestra de novicias, que es la madre espiritual de las novicias y hay una abadesa que es la madre espiritual de todas. En mis seis años de noviciado fue la misma persona, no siempre se da así.
Entonces tuviste durante los doce años a la misma persona, alguien que ejerció mucha influencia en vos.
Muchísima. Desde que fui por primera vez a averiguar, a ver cómo era. Una persona muy carismática, además. Pero volviendo a lo de las crisis, lo hablaba siempre con ella. Y ella tenía tanto poder sobre mí, tanta influencia… ¡Era mi madre, pasó a ser mi madre! Más que mi madre, porque yo con mi madre no hablaba tanto. Hablaba todo con ella, sobre la espiritualidad, las relaciones, si tenías problemas con otras y ella empezó a confiar mucho en mí —en mí y en otras— y me conquistó así y cada vez me decía «tu vocación es sólida, es una crisis, ya se te va a pasar, a todas les pasa». Entonces yo de nuevo volvía y me decía «tiene razón». A mí me encantaba el canto gregoriano, esa era mi gran pasión, la música; creo que me quedé tanto por eso. Y bueno, en un momento dado de tantas crisis en que se me daban vueltas las cosas y luego volvía, de pronto dije basta y ese quiebre se dio después de mi ida a Francia. Esto, pensándolo ahora después de darle vueltas y hacer terapia, creo que la ida a Francia fue para mí una revelación porque, al alejarme de la abadesa, al ver otra cosa, al alejarme de todas, a las que yo quería mucho, vi otra comunidad donde las cosas eran un poquito distintas.
Sin embargo se dice que el monasterio en Francia es más estricto.
Más retrógradas, sí, pero se vivía con más autenticidad.
¿Alguien del monasterio leyó tu libro? ¿Recibiste opiniones o críticas de la Iglesia? Casi nada. Sí recibí mensajes personales en mi Facebook, de gente que me encontró ahí. Recibí muchos de esos, no todos de la Iglesia pero en general, positivos. Muchos diciéndome «me pasó lo mismo, yo también salí», o de gente que quiere salir y todavía no tomó la decisión. De esos recibí varios, se ve que ahora se pueden conectar, en mi época no podíamos. Recibí de monjas de México, de Colombia y también recibí mensajes de algunos que me dan con un caño (la critican).
¿Qué te dicen?
«No saques los trapitos al sol» o «qué mal estás haciendo a las vocaciones en la Iglesia». Pero bueno, yo pensé que iba a recibir más y no.
¿Qué es la vocación religiosa?
La vocación religiosa es un llamado de Dios, todos te la describen así: «Dios me llamó, lo sentí, lo oí, lo ví».
Un llamado que no podés rechazar.
No lo podés rechazar. Eso es lo que te transmiten las personas muy religiosas: es un llamado tan fuerte que no lo podés rechazar. Y yo lo sentí en ese momento pero creo que también estaba sugestionada, tenía un idealismo inmenso, quería dedicar toda mi vida para el bien.
¿Entre qué años estuviste en el monasterio?
Entré en 1982 y salí en el 94.
En el país pasó de todo en esos años.
Y no me enteraba de nada. Bueno, sí de Malvinas (guerra de las Islas Malvinas entre abril y junio de 1982), el primer presidente lo elegimos (octubre de 1983), pudimos salir a votar.
No se me había ocurrido preguntarme eso. ¿Cómo votan, con qué criterio, personas que viven encerradas y no pueden leer más que textos religiosos? ¿Con qué información?
Prácticamente lo que te decía la abadesa. Ella generalmente decía «pregúntenle a sus familias».
Cuando saliste, ¿te sentías una mujer de 32 o eras la chica de 20 que había entrado?
Exactamente eso. Sentí que no me había pasado el tiempo. El tiempo había pasado pero no en mí. Era una cosa rara. El tiempo estaba suspendido, pasaba rápido y a la vez no. Los días eran todos iguales: el círculo en el que te levantabas siempre a la misma hora, tenías los distintos rezos litúrgicos, el trabajo. Los días todos, todos, todos iguales. Y después está el ciclo de la liturgia anual y cada año era igual al otro y lo único que rompía un poco el tiempo eran las salidas prohibidas a las que me llevaba la abadesa.
Pero en la novela las mujeres no parecen aburridas. No hay aburrimiento.
Es que no había. Estaba tan lleno el día, pasabas de una cosa a otra: trabajábamos mucho, un recreo diario y no tenías tiempo para aburrirte. Sí tenías tiempo para pensar y los problemitas se te volvían así, enormes, como vistos con lupa.
Entonces el tiempo pasó rapidísimo, creciste pero te sentías de 20. ¿El libro fue un modo de explicarte lo que había pasado en esos años?
También para que me entiendan. Porque fue muy feo cuando salí, estaba en un lugar muy chico, muy pueblo de chismes con todos recontra católicos y chupacirios. Mis amigos se enteraron, sus padres se enteraron y se empezó a decir, empezó a correr que yo me había escapado del monasterio y hasta el día de hoy… Es verdad que la manera en que me fui puede ser interpretada como escape pero no lo fue y lo que yo siempre quise que entendieran es que no había otra manera. Yo no desaparecí. Como traté de hacerlo en otros momentos y no pude, en mi interior, no podía hacerlo de otra manera. Si me sentaba con la abadesa y le decía «ahora sí decidí irme», me hubiera pasado lo mismo de siempre. Entonces el libro es también sacar un poco ese fantasma y esa imaginación, ese cuento local de que yo era una rebelde, que me agarró un ataque de locura y me fui. Se decían muchas cosas. Entonces dije «acá doy testimonio», igual tampoco es que me importe demasiado lo que piensen pero sí decir «entiendan que esto no es tan simple como ustedes creen». «¡Largó todo, qué pecadora, pobres las monjas!». Bueno, no es tan así.
Igual te llevó mucho tiempo ese proceso.
La novela la habré escrito en unos ocho años, mucho tiempo, pero era importante para mí escribir porque no se sabe cómo se vive ahí adentro. He recibido varios mensajes en los que me pedían hablar, de madres de chicas que están en un monasterio, desesperadas. Como si yo pudiera hacer algo. La mayoría de las familias no lo pueden entender y les dicen: «¿Por qué esa vida? ¿Por qué no te vas a misionar, a hacer algo útil?» Y esas son las preguntas de varias madres desesperadas. Es muy duro para los padres y los hermanos, es muy duro entenderlo.
¿Y ahora sentís fe?
Yo quiero creer que hay algo más, sobre todo si te muere alguien muy cercano, creo que nos vamos a volver a encontrar en alguna forma. Algo tiene que haber, quiero creer eso, lo creo. Y además quiero vivir con las enseñanzas de Jesús, me siento una persona espiritual pero perdí la fe en la institución, en los ritos, en todo lo que cree la Iglesia Católica. Lo lamento, lamento decirlo. No voy a misa, no puedo creer en la transformación del pan en cuerpo de Cristo. Igual eso siempre me hizo ruido.
¿Creés que hubieras llegado igual al desencanto o fue por tu paso por el monasterio, porque tuviste demasiado de todo eso?
Porque vi mucho. Porque vi mucha hipocresía y porque vi muchas contradicciones y eso contribuyó. Pero si no hubiera entrado al monasterio hoy sería una persona como ustedes porque no me trago las cosas fácilmente. Yo nunca creí en la confesión, aún estando en el monasterio nunca creí en el poder del cura de perdonarme.
¿Y por qué entraste ahí?
(Risas) Me lo estoy preguntando todavía. Era muy influenciable, muy idealista. Mi abuela, que era muy creyente, me decía «si no hubieras sido monja, hubieras sido guerrillera». Yo era muy joven en la época de la guerrilla, pero si me tocaba unos años antes… Me conocía muy bien mi abuela.
Los votos son de obediencia, pobreza y castidad. ¿Qué es lo más…?
¿Difícil?
Te iba a preguntar por lo más irracional, o antinatural.
Para mí, aunque quizás no lo parezca, es la obediencia. Porque la castidad, se puede. La sexualidad la podés dejar de lado, de algún modo. Después salen otros problemas pero… La pobreza también porque no era pobreza, no era miseria, no es la pobreza que vemos acá en algunos lugares de Buenos Aires. Era no tener posesiones. Lo de la pobreza es una pavada para alguien que tiene vocación. Por supuesto que está todo sublimado. Pero la obediencia es antinatural porque es obediencia sin cuestionamiento. Estaba mal pensar y cuestionar «¿por qué me están mandando a hacer esto?» Aunque obedezcas, sentís que está mal pensarlo y entonces la culpa es lo que te va enfermando. Yo me iba a confesar y después pensaba para qué me confieso si lo voy a volver a sentir, ¿qué sentido tiene? Eso era lo más difícil, definitivamente, y yo creo que mi crisis empezó por ahí. Esa obediencia es lo más antinatural.
¿Qué hiciste con la ropa de monja cuando dejaste el monasterio?
La tuve que devolver. Me dijeron «el hábito lo ponés en una bolsa y lo devolvés». Después tuve que firmar un pedido de dispensa, que la redactó la abadesa y más adelante me llegó una carta del Vaticano, firmada por el Papa, que es un permiso, una dispensa.
¿Permiso para qué?
Te dice que no sos más monja. «Vaya tranquila».
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