Viernes, 23 de julio de 1976. En el Shea Stadium neoyorquino cincuenta mil personas se apretujan para ver en directo a Jethro Tull. El escocés Ian Anderson, cabecilla de la formación, está a punto de participar en lo que más tarde calificaría como el peor concierto de su vida. Y aquellas eran palabras mayores en la carrera de un tipo que tocó con su banda en Denver mientras la policía dispersaba a la audiencia con granadas de gas, o que actuó frente a una multitud entre la que se escuchaban disparos de armas de fuego. Alguien que sobre los escenarios había recibido el impacto de cosas tan agradables como una pelota de béisbol o un tampón usado. El Shea Stadium tampoco era la ubicación ideal para un buen bolo. La acústica del lugar era deficiente, y el zumbido de los aviones sumado a los fuegos artificiales y celebraciones de la zona circundante apagaban por completo cualquier posibilidad de ofrecer un concierto decente. Pero el sonido iba a ser la menor preocupación del músico en aquella noche.
Justo antes de salir a escena, con Anderson fresco como una rosa y con ropa recién lavada para afrontar el show, la cosa no empezó bien: desde la grada situada sobre la entrada de los artistas alguien derramó sobre el impoluto Anderson un vaso de cerveza caliente con una precisión fabulosa. El hombre, fastidiado, remojado y sin tiempo para ir a cambiarse, caminó hacia el escenario, agarró su guitarra y comenzó a entonar los versos de «Thick as a Brick». Y entonces lo olió. Y se dio cuenta. Es cierto que la lluvia dorada es lo que una estrella de rock entiende por un lunes aburrido, pero cuando no existe el consentimiento previo la cosa toma una senda mucho menos festiva. A Anderson le habían meado desde arriba, «un bautismo impío desde las alturas» como apuntaría el músico. Diligentemente, el caballero no detuvo el espectáculo y se tiró el concierto entero con toda aquella orina ajena por encima. Y odiando mucho a la raza humana.
Tener un mal día en el trabajo es algo normal para cualquiera. El problema en el caso de los músicos es que una jornada torcida puede acabar degenerando en algo muy anormal para el ciudadano medio: en un desastre presenciado por cientos, miles o millones de personas. Es lo que tiene la vida del artisteo. Un día se te escapan los gallos del corral para destrozar el estribillo y otro patinas en una nota, falla el equipamiento, te riegan con orines, se desata una batalla campal en las gradas o te secuestran en Indonesia para obligarte a tocar a punta de pistola mientras tu mánager está encerrado en prisión acusado de asesinato. Lo típico. El drama bajo los focos, el directo abyecto, el desastre de función. Lo que va a ocurrir en estos artículos es, en el fondo, bastante rastrero e infame, pero históricamente curioso. Una recapitulación del fracasar mejor, que decía Petróleo. Accidentes ante micrófonos, tensiones entre los músicos, playbacks humillantes, Ángeles del infierno homicidas y un rapero con buen tránsito intestinal. Los peores conciertos de sus vidas.
Ready? Fight!
Las grescas en las gradas durante los actos musicales no son, ni de lejos, un fenómeno reciente. 31 de marzo de 1913, Austria. En la sala más opulenta del Musikverein vienés se organiza una función bautizada como Skandalkonzert («Concierto escándalo»). O el acto donde la batuta de Arnold Schoenberg se encargará de dirigir un repaso a las obras de diferentes compositores de la Moderna Escuela de Música de Viena. Un repertorio conformado por piezas de Anton Webern, Alexander von Zemlinsky, Gustav Mahler, Alban Berg y del propio Schoenberg. Obras cuidadosamente seleccionadas para ser interpretadas durante un evento que no pasaría a la historia precisamente por su elegancia.
Lo cierto es que los polvos que desembocarían en aquellos lodos habían sido sembrados un mes antes. En el mismo Musikverein, Franz Schreker había dirigido en febrero una composición de Schoenberg que fue recibida con entusiasmo y aplausos. Alabanzas que el propio Schoenberg rechazó públicamente con mucho desprecio, al considerar al público vienés como un rebaño de conservadores apolillados. Y, quieras que no, aquello no sentó bien entre los habituales de la sala, gente que le puso una cruz al músico y juró vengarse en un futuro cercano. El Skandalkonzert fue el momento ideal para resarcirse. La audiencia rencorosa no dejó de tocar los huevos durante toda la ceremonia, alegando que tanto expresionismo y experimentación eran una atentado contra el buen gusto. Los ofendidos comenzaron a increpar a los seguidores de Schoenberg, presentes en la sala, y aquellos entraron al trapo. La cosa degeneró en una tumultuosa pelea donde, además de partirse los morros, los finolis vieneses también arrojaron todo tipo de objetos por los aires y destrozaron el mobiliario de la sala. En un momento dado, el organizador del concierto, Erhard Buschbec, se aproximó a uno de los asistentes más tensos y le proporcionó una bofetada tan potente que le cambió el apellido. Aquella espléndida torta acabaría provocando una demanda contra Buschbec y el evento sería rebautizado popularmente como Watschenkonzert («Concierto bofetada»). Durante el juicio posterior, el compositor Oscar Straus sería convocado como testigo, y declararía de una manera exquisita que la hostia a mano abierta había sido «el sonido más armonioso de toda la velada».
A finales de los sesenta, las actuaciones de rock en Escocia proporcionaban cheques más jugosos a los artistas que aquellas concertadas en el resto del Reino Unido. Pero eso no se debía a que los norteños fueran más generosos a la hora de valorar la música. Sino a que actuar ante escoceses alcoholizados suponía un mayor peligro para la integridad física, por lo que era necesario ofrecer un bonus de pasta para atraer a las bandas. Aún a sabiendas de ello, en 1969, Status Quo se aventuró a fijar un concierto en Dundee.
Inicialmente, el curro no pintaba mal, ofrecer un show en un local nuevo de cierto lustre para unas mil quinientas personas. Pero pronto quedó bastante claro que el verdadero espectáculo lo darían los congregados en calidad de público: las hostilidades entre los asistentes crecieron hasta degenerar en un combate multitudinario donde, eso sí, imperaba un hermoso sentimiento de igualdad entre géneros: «hombres pegando a hombres, hombres pegando a mujeres, mujeres pegando a hombres, mujeres pegando a mujeres. Aquello era como el salvaje Oeste», recordaría Francis Rossi, «la gente se reventaba botellas en el cuello, los vasos volaban […] Afortunadamente, alguien nos dijo «Coged vuestras cosas, largaos y volved por la mañana». Y no discutimos, empaquetamos todo y nos fuimos de allí». A la mañana siguiente, el grupo se presentó de nuevo en el local y se encontró con otra estampa muy diferente a la de la noche anterior: una veintena de limpiadoras esparcidas por el lugar, frotando con fuerza las manchas de sangre de «aquel encantador parqué recién estrenado».
Toronto, 1973, algún programador con muy poca vista consideró que sería buena idea organizar en el Massie Hall un concierto doble de Genesis y Lou Reed sin tener en cuenta que quizás los equivalentes líquidos más inmediatos de ambos serían el agua y el aceite. Antes de iniciarse el evento, la división demográfica de la platea ya daba pistas de que aquello no podía salir bien: los fans del grupo inglés miraban de reojo a los seguidores del excabecilla de The Velvet Underground, temiendo que aquellos les fueran a morder en algún momento. A Genesis le tocó abrir el acto y la cosa no pudo arrancar de manera más prometedora: cuando Tony Banks comenzó a tocar en su mellotron la intro de «Watcher of the Skies», algún miembro del Team Reed gritó «¡Eso suena como el puto Beethoven!». A lo largo del recital sucedió lo inevitable y las hostias comenzaron a volar entre los dos bandos del público. Steve Hackett, presente en el lugar para acompañar al músico americano, resumió el acto de la manera más acertada posible: «Aquello se transformó en un intercambio de puñetazos entre los fans de Reed, gente que le daba a las drogas y los fans de Genesis, que eran más propensos a darle al té earl grey».
A principios de los ochenta, Zimbabue logró independizarse de los británicos y las autoridades del país invitaron a tocar durante las ceremonias oficiales a un Bob Marley que siempre se había mostrado defensor de la causa. «Me huelo que la independencia de Zimbabue está cerca», había declarado unos meses antes el cantante de reggae. Y eso es importante, porque para que Marley oliera algo aquello tenía que oler muy fuerte. El músico no solo aceptó la invitación, sino que además se dejó sus buenos cuartos costeando un ejercicio de logística carísimo, al trasladar en avión veintiún toneladas del mejor equipamiento musical que tenía a mano, con el fin de ofrecer un concierto a la altura.
La actuación tuvo lugar en el estadio Rufaro, en Hanare, ante una festiva masa compuesta por cuarenta mil personas. Entre tanto asistente, se encontraban personalidades gubernamentales, dignatarios de diversas partes del globo, la primera ministra de la India, Indira Gandhi, o un príncipe Carlos que había acudido a Zimbabue para ponerse en pie con gestito solemne cuando los lugareños descolgasen la bandera británica de los postes oficiales. El problema es que a las puertas del estadio, y por cosas del aforo limitado, se apelotonaban otros miles de seres humanos con ganas de contemplar el recital. Marley comenzó a tocar, avivando el ambiente con gritos de «¡Viva Zimbabue!» [sic] entre canción y canción. La peña se vino muy arriba, y los que se habían quedado fuera también trataron de venirse muy adentro, intentando colarse en el recinto, provocando tumultos, empujones y un descontrol generalizado entre el apretujado público.
Ante el barullo, la policía se empezó a poner bastante nerviosa y, al no tener muy claro cómo reaccionar, ejecutó el protocolo policial universal de emergencia: lanzar gases lacrimógenos contra la peñita. La humareda tóxica irrespirable no solo causó pánico entre el público, sino que también espantó a los miembros de la banda que estaban tocando. Las vocalistas Marcia Griffiths y Rita Marley, esposa de Bob, fueron las primeras en huir al backstage con los ojos llorosos. Cuando se despejó el ambiente, los músicos volvieron al escenario y descubrieron que Bob Marley no se había movido del sitio y seguía cantando a su bola como si nada. El equipo ocupó de nuevo sus puestos y reanudó sus labores musicales junto al jefe. Y esta anécdota no es tanto la de una función accidentada como la evidencia de una realidad: la de que Marley, un tío que se había tirado las horas previas al concierto visitando granjas de marihuana cercanas para catar los cultivos, fue un hombre dotado del superpoder de ser inmune a cualquier tipo de humaredas o fumigaciones.
En 1981, en un bareto de Colwyn Bay, una pequeña localidad de Gales, se celebró un pequeño evento reuniendo bandas guitarreras de la época. Entre ellas, se encontraba Black Flag, una pandilla de punkis de la Costa Oeste norteamericana, cuyos conciertos eran muy populares por degenerar siempre en un battle royale sobre la pista de baile. Unos meses antes, el cantante Ron Reyes, había abandonado a Black Flag en mitad de un concierto en Redondo Beach, porque estaba hasta las pelotas de lo violentas que eran las parrandas que aquellos invocaban. En aquella ocasión el grupo decidió seguir adelante con el bolo sin el vocalista, tocando una y otra vez una versión de «Louie Louie» y rulando el micrófono entre los espectadores para que aquellos la (des)entonasen entre una hostia y otra.
El acto de Cowlyn Bay suponía el debut en tierras galesas de Black Flag, pero los espectadores no tenían demasiado claro cómo afrontarlo. Una parte del público desconocía el repertorio y otra los consideraban demasiado hardcores, así que la audiencia se dedicó a lidiar con el recital utilizando el comodín punk: partiéndose los dientes haciendo pogos, y arrojando contra el grupo todo lo que tenían a mano, en un evidente gesto de agradecimiento por las melodías que aquellos trovadores entonaban durante aquella hermosa velada. Mientras las salvajes galletas volaban entre la concurrencia, a un chaval se le rompió un cinturón de balas, desperdigando todos los proyectiles ornamentales por el suelo. Y a otros adolescentes se les ocurrió la estupenda idea de recoger la munición del suelo, para lanzarla contra los chicos de Black Flag. Una de esas balas aterrizó con contundencia en la cabeza del guitarra Greg Ginn cuando aquel interpretaba «Padded Cell», abriéndole una brecha de la que comenzó a brotar un hilo de sangre que lo cegó momentáneamente. El guitarrista correspondió la ofrenda arrojando una silla plegable contra el público antes de darse el piro junto a su banda. Poco después, regresó ante el micrófono sujetando la bala entre los dedos y berreando a los presentes «Uno de vosotros, cabrones, ha lanzado esto y acaba de joderlo todo. ¡Buenas putas noches!». La gira internacional de la que formaba parte aquel concierto estuvo repleta de reyertas similares, pero acabó siendo un tremendo éxito de imagen y de popularidad para la banda.
Break stuff in Woodstock
Limp Bizkit es una de esas cosas que han envejecido de la peor manera posible. A finales de los noventa y principios de los dos mil, ellos eran el reflejo de la ira adolescente norteamericana, pero lo que tienen esas edades es que con el tiempo dan más pena que otra cosa. «Rap rock» decían que era eso, lo que nos faltaba, y además, a diferencia de Hannah Montana, sin saber aprovechar lo mejor de los dos mundos porque iban justitos de rap y cortos de rock. Lo curioso es que el propio líder de la tropa, Fred Durst, tampoco sentía mucho afecto por todos sus seguidores: «Durante años, miraba a los fans y veía entre ellos a un montón de los matones y gilipollas que me hicieron bullying y arruinaron mi vida», explicaba Durst a la revista Rolling Stone en 2009, «esos tíos de repente usaban mi música como combustible para torturar a otras personas, e incluso se vestían como yo. La música estaba siendo malinterpretada y la ironía del asunto me afectó […] Ni siquiera escucho ya a bandas parecidas a Limp Bizkit, lo que me gusta es el jazz y las canciones tristes». Durst había crecido siendo fan de The Cure, The Smiths o Bauhaus, y aseguraba que por eso mismo fue víctima de bullying. Aunque lo de tener esa base musical y acabar haciendo rap rock sería un poco para hacérselo mirar, eh. En el fondo, lo mejor y más gracioso que nos ha dado Limp Bizkit es al guitarrista Wes Borland. Porque ese es el tío que, a base de vestuario retorcido y body painting malrollero, siempre parece estar en una banda completamente distinta a la de sus compañeros de formación. El despistado que se presenta en una fiesta pensando que la celebración es de disfraces pero, cuando se da cuenta de que no es así, decide seguir adelante con todo. En serio, miradlo aquí, o aquí, o aquí, o aquí. Bien por él, joder, no vas a ser guitarrista y vestir con gorra p’atrás y camiseta XXXL.
En 1999, Limp Bizkit lanzó el single «Break Stuff» acompañado de un videoclip con cameos de estrellas del momento: Eminem, Snoop Dogg, Jonathan Davis de Korn, la modelo Lily Aldridge, Dr. Dre y un Pauly Shore que por aquel entonces ya debía de estar viviendo debajo de un puente y utilizando como espejo un charco para peinarse. Ese mismo año, la banda también se sumó al cartel de una nueva edición del festival Woodstock que se celebraría a finales de julio. O el tercer intento de revivir el evento de la paz y el amor tras un Woodstock ’94 que había sido rebautizado popularmente como «Mudstock» al convertirse en un gigantesco y caótico barrizal donde todo el mundo, artistas incluidos, acabó rebozado en lodo. Desgraciadamente, Woodstock ’99, en lugar de arreglar las cosas, terminó enterrando para siempre el evento al degenerar en una catástrofe colosal, donde muchos acusaron a Limp Bizkit de ser responsables.
El macrofestival Woodstock ’99 fue un auténtico despropósito en todos los sentidos: cuatrocientas mil personas, temperaturas cercanas a los cuarenta grados en una explanada de cemento, un equipo de seguridad ineficiente formado por chavales sin experiencia que se dedicaban a robar enseres y emborracharse con las bebidas confiscadas, precios disparatadísimos en los puestos de comida y bebida, dos escenarios principales separados por tres kilómetros de distancia, fuentes con agua contaminada y lavabos insuficientes que no tardaron en reventar para convertirse en surtidores de heces. Géiseres de mierda que enfangaron el lugar mientras los asistentes se daban baños de barro sin saber que se estaban rebozando en caca. Los más amables definieron la zona como un «campo de concentración». Y la música se convirtió en algo que sonaba de fondo durante la tragedia cuando la peña asistente comenzó a asalvajarse. Dexter Holland, de The Offspring, tuvo que llamar a la calma cuando vio que había cavernícolas entre el público propasándose con las mujeres. The Tragical Hip fueron recibidos con una lluvia de botellas. Los miembros de Guster tocaron sintiéndose realmente incómodos ante la violencia reinante. Alanis Morissette cantó entre abucheos. A Sheryl Crow las multitudes la trataron de manera lamentable, e incluso llegaron a arrojarle heces al escenario. Según la cantante, aquel fue el peor concierto de su carrera.
El sábado 24 de julio, el tercer día del evento, todo estalló definitivamente. Limp Bizkit salió a escena ante una audiencia muy encabronada. Tras tocar durante un rato, los organizadores rogaron a la banda que tratase de calmar las aguas entre sus fans. Durst lo intentó, pero de mala manera: «Nos comentan que os pidamos que os relajéis un poco», le dijo a los presentes, «dicen que mucha gente está resultando herida. No permitáis que nadie salga herido, aunque no creo que tengáis que relajaros. ¿Relajaros? eso es lo que ha logrado hacer con vosotros Alanis Morissette, cabrones. Si alguien se cae, ayudadle a levantarse». El set continuó hasta que la cosa se salió de madre durante la interpretación de «Break Stuff». A media canción, Durst animó a los cientos de miles de presentes a dejar salir todo el odio y la negatividad allí mismo. Y el público cumplió la orden comportándose de manera mucho más violenta, peleándose agresivamente, arrancando planchas de contrachapado de las estructuras cercanas para surfear sobre los festivaleros, y en general haciendo lo que rezaba el título de la canción.
A lo largo de las horas posteriores, Woodstock ’99 se convirtió en una guerra de descerebrados, agresiones sexuales, mierda a paladas, peleas constantes y destrozos generalizados. Al día siguiente, la organización decidió repartir diez mil velitas entre la audiencia para que fueran encendidas cuando los Red Hot Chili Peppers interpretasen «Under the Bridge», en recuerdo de las víctimas de la masacre de Columbine, sucedida tres meses atrás. Por alguna razón, lo de repartir material inflamable entre cientos de tarados, que ya habían comenzado a prender y avivar hogueras antes de tener velas a mano, no fue la mejor de las ideas. Cuando los Red Hot Chili Peppers comenzaron a tocar una versión del «Fire» de Jimi Hendrix, la gente se vino mucho más arriba y las llamas comenzaron a aflorar por todo Woodstock. Los festivaleros alimentaron las hogueras con las planchas de madera contrachapada que habían arrancado de las estructuras, con la basura cercana y con las vallas de seguridad que rodeaban el recinto. En cierto momento, una torre de sonido en llamas se vino abajo de manera muy aparatosa cuando el público, que a aquellas alturas parecía estar formado exclusivamente por mandriles, comenzó a trepar alegremente por su base mientras la cosa ardía. Tras el concierto de los Red Hot Chili Peppers, Anthony Kiedis se asomó al escenario y evaluó la situación con un muy sereno «¡Hostia puta! ¡Lo de ahí fuera es Apocalypse Now!».
Woodstock ’99 se saldó con tres muertes (una como consecuencia del calor, otra por un paro cardiaco, y la última por un atropello en el parking), centenares de agresiones sexuales de todo tipo, miles de heridos, toneladas de basura y unas instalaciones completamente destrozadas y calcinadas. Lo más espantoso es reconocer que el número de víctimas en este dantesco recuento casi parece un milagro. Porque, teniendo en cuenta el salvajismo imperante entre las cuatrocientas mil personas, las bajas podrían haber sido muchísimo más elevadas con bastante facilidad. En los días posteriores, se acusó a Limp Bizkit de ser los detonadores de la catástrofe en Woodstock al haber hostigado a las multitudes. El cantante Jonathan Davis, aquel que aparecía bailando en el videoclip de «Break Stuff», culpó en un principio a su colega Durst de «haberlo jodido todo» conscientemente, pero después, y ya en frío, recularía dicha afirmación. John Scher, coproductor y responsable del evento, delegó toda la responsabilidad del desastre en la actuación de Limp Bizkit. Y aunque aquí no le tenemos mucho aprecio a Fred Durst, y estamos de acuerdo en que lo de azuzar al público fue deleznable, sí que tenemos claro que a Limp Bizkit se les utilizó vilmente como cabeza de turco. Y que el cabrón de Scher es un psicópata avaricioso que a lo mejor debería estar encerrado. A día de hoy, Fred Durst se ha convertido en tu abuelo después de los vinos, y gusta de anunciar que va a canturrear «Break Stuff» con un «Quiero dejar esto claro: esto no es Woodstock ’99. A tomar por el culo con toda esa mierda».
Secuestro
En 1975, Deep Purple se encontraban de gira y dispuestos a realizar el trayecto entre Australia y Japón cuando al mánager del tour, Rob Cooksey, se le ofreció la posibilidad de pactar un concierto por el camino, en Indonesia. Asumiendo lo que parecía un trabajo fácil con el que sacar unos billetes extra, y aprovechando que la banda utilizaba un avión privado, Deep Purple aceptó el nuevo bolo sin llegar a imaginar que aquello acabaría convirtiéndose en una pesadilla chunguísima para todos.
Las cosas comenzaron a pintar mal nada más aterrizar en Yakarta, lugar del concierto. Indonesia en aquellos años vivía bajo una hermosa dictadura militar, y aquello provocaba que las cosas no funcionasen por esas tierras como lo harían en cualquier país civilizado. Al llegar, Deep Purple y su equipo fueron recibidos con alegría en el aeropuerto y escoltados hasta el hotel por el ejército del país, cuyos soldados parecían trabajar a las órdenes de los responsables indonesios del evento. Los miembros de la banda reconocían que era una situación muy extraña: un desfile de coches militares y un par de tanques los pasearon solemnemente por las calles de una Yakarta donde se agolpaban miles de personas para ver a los exóticos británicos. Entretanto, Cooksey decidió inspeccionar el local donde iba a realizarse el concierto. Y en lugar de encontrarse con un teatro para siete mil personas, como estaba pactado, descubrió que lo que las autoridades habían montado era un escenario, construido con cajas de frutas, en un emplazamiento para ciento veinticinco mil asistentes. Además, se le informó de que los chicos de Deep Purple estaban obligados a ofrecer dos funciones, en vez de un solo concierto como se había acordado, en dos días seguidos. Cabreadísimo, Cooksey concertó una reunión con los responsables para renegociar el contrato, en el hotel donde se alojaba el grupo y una vez finalizado el primer concierto.
El encuentro comenzó de buenas, pero degeneró en gritos, desplantes y las pelotas muy hinchadas de un Cooksey al que tan solo le habían pagado siete mil pavos por un macroconcierto que, calculaba, debería de haber generado más de setecientos mil dólares en concepto de honorarios para el grupo. Los promotores decidieron ignorar a mánager, se levantaron y se fueron sin llegar a un acuerdo.
Poco después de la reunión infructuosa comenzó el infierno: uno de los guardaespaldas de la gira, Patsy Collins, se cayó de manera inexplicable, y muy sospechosa, desde una altura de seis pisos y a través del hueco de un ascensor, falleciendo como consecuencia de las heridas antes de poder ser trasladado a un hospital. Durante la madrugada, la policía irrumpió en el hotel para llevarse a Cooksey, a Glenn Hughes y al segundo guardaespaldas, Paddy the Plank, a la prisión de una comisaría, acusándolos del asesinato de Collins. «En mi opinión fue todo un montaje para quitarme de en medio», explicaría Cooksey, «el grupo tenía que actuar de nuevo esa noche y fueron obligados a ir del hotel hasta el escenario a punta de pistola, literalmente. Dejaron salir a Glenn de la cárcel para que tocase junto a los otros miembros, pero el show no duró demasiado: a los veinte minutos de concierto el público inició una revuelta y la policía comenzó a cargar y a soltar los perros contra los espectadores». Mientras tanto, sobre las tablas, los miembros del grupo miraban al suelo sin atreverse a moverse mucho o abrir la boca.
Al día siguiente, Cooksey, Hughes y Paddy fueron juzgados en un acto que más que un evento oficial parecía una escena de una peli de serie B: «El juez era un militar al estilo Idi Amin, recubierto de medallas», recordaría el mánager, «se pasó todo el proceso jugando con una pistola, poniendo balas en ella y haciendo girar el tambor. Al final, dijo que en su opinión todo aquello era un «trágico accidente», y sentenció que antes de dejarnos libres tendrían que pasar por la formalidad de hacer una copia de nuestros pasaportes. En resumen, tuvimos que pagar dos mil dólares para recuperar los pasaportes».
Pero los problemas no terminaron ahí: el trío fue escoltado desde el juzgado hasta el aeropuerto, donde les esperaba el resto del equipo, y al llegar descubrieron que alguien había pinchado una de las ruedas de su avión. «Para arreglarlo teníamos que pagar diez mil dólares para hacer uso de un gato y una llave especial, que nadie allí parecía saber usar. Los roadies Ozzie Hoppe, Baz Marshall, el ingeniero del avión y yo mismo tuvimos que ocuparnos de cambiar una rueda… de un Boeing 707. La cosa estaba tan tensa que el equipo comenzó a trazar un plan para agarrar a alguno de aquellos oficiales indonesios, secuestrarlo y arrojarlo al océano de camino a Japón. Pero me enteré a tiempo y les convencí de olvidar el tema». Cuando la banda por fin pudo escapar de aquella locura, su abogado aterrizó en Indonesia solicitando una reunión con los promotores para exigir explicaciones. «Le persiguieron por la habitación con un machete. Se vino a Tokio y nos dijo «olvidadlo»».
(Continúa aquí)
Deep Purple norteamericanos?
Por comentar: Dudo que en la actuación conjunta de Lou Reed y Genesis, Steve Hackett estuviese «presente en el lugar para acompañar al músico americano». Hackett era el guitarrista de Genesis
Delicioso artículo
Hola Diego
Me ha gustado el articulo, lo fácil hubiese sido la lista de los eventos con más «bajas».
Seguramente el comentario sobre Lou Reed lo haría Steve Hunter que era, con Dick Wagner, los guitarras de la gira. Y, para disfrutar, de allí sale uno de los mejores discos en directo «Rock n Roll Animal».
Conectando con el comentario «escoces» de Status Quo la leyenda dice que fue precisamente en aquellos parajes donde se originó el incidente que está en la historia por dar pie a una de esas canciones que ponen la banda sonora a «reportajes moviditos»; la adrenalítica «Ballroom Bliz» de Sweet. ¡Qué año el SetentayTres!
Un saludo, Manuel.
Soy un melómano perdido, sin embargo (por alguna razón) no tengo ni una sola canción de Limp Bizkit en mis discos duros.
Bueno, soy un cinéfilo perdido, sin embargo (por alguna razón) no tengo entre mis aproximadamente 2.600 películas, ni una de Errol Flynn.
Robin Hood
Gentleman Jim
Murieron con las botas puestas
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Bueno, soy un lector desaforado, sin embargo (por alguna razón) no tengo entre mis aproximadamente 12 millones de libros ninguno de Felix de Azúa. Y ruego que si alguna vez me ven con un libro suyo en las manos, me las corten con una cimitarra turca oxidada.
Permítame recomendarle «Diario de un hombre humillado», creo que le gustará.