Viene de «El mito de Esparta (2): Si hay que ir se va, pero ir pa ná es tontería»
Llegados al punto álgido de la Guerra Mundial Griega, Esparta y Atenas tienen menos recursos disponibles que un doctorando español para llegar a fin de mes, así que de puro agotamiento se llega a una tregua, la paz de Nicias, que era un señor y no una localidad. Esparta está en una posición muy difícil, corta de efectivos, en crisis política y al borde de la derrota. Tanto es así que, al reanudarse las hostilidades, algunos de sus aliados intrigan a sus espaldas y se constituyen en coalición con Atenas, oliendo a cadáver lacedemonio (los griegos, ya se sabe). Enredados por el enredica mayor de Grecia, Alcibíades, calcularán mal el movimiento, porque una victoria aplastante contra los conjurados en Mantinea salva el match-ball para nuestros militarizados muchachos. Como consecuencia, Argos, Mégara et alii volverán corriendo a aliarse con Esparta sin ningún tipo de pudor. ¿Se sorprenden de que los romanos tuvieran tan elevado concepto de los helenos?
Y aquí es donde tiene lugar la famosa expedición a Sicilia, el Vietnam de los atenienses, su gol en propia meta desde el centro del campo. El demos vota en asamblea un envío de tropas a Sicilia, donde a Atenas no se le había perdido gran cosa. Esta «apertura de nuevos mercados» para la Liga de Delos, repetición de un procedimiento clásico del imperialismo ateniense, terminará en desastre. El fracaso de esta intervención precipitó el caos político de Atenas, una tremenda crisis y la caída de la democracia popular. Un golpe de Estado de un grupo aristocrático dará paso a un gobierno tiránico de la oligarquía, que a su vez será sustituido por una especie de democracia versión «redux». Porque si algo no puede soportar un griego del siglo V a. C. es una tiranía. A pesar de todo ello, la ineptitud para la política de los hombres con boina les impedirá sacar todo el partido de esta metedura de pata ateniense y dejarán pasar la oportunidad de ganar la guerra de una santa vez. Bueno, a pesar de eso, y de la abundante financiación persa recibida para derrotar a Atenas, claro. Porque en esta época, los incorruptibles y heroicos espartanos ponen la mano alegremente para cobrar oro contante y sonante del hasta hace nada malvado persa. ¿De dónde si no salió el dinero para financiar una efímera y potente flota de guerra espartana? Los hombres libres e iguales viviendo de fondos de inversión persas.
De nuevo llegamos pues a un estancamiento en el que cualquier golpe puede ser decisivo. Por dos veces, una derrota naval fuerza a Esparta a pedir la paz, en términos de «dejemos las cosas como están, pero no nos toquemos más lo que no suena», que Atenas rechaza porque es así de chula. El empujón final lo da entonces Esparta hundiendo la flota ateniense en Egospótamos y dejando la ciudad bloqueada por mar y tierra; Atenas simplemente se queda sin suministros, no puede más y se rinde. Cautivo y desarmado el ejército ateniense, las tropas espartanas han alcanzado sus últimos objetivos militares: la guerra del Peloponeso ha terminado. Con la victoria de la irreductible aldea griega de ciudadanos en armas, Esparta se yergue ahora como la potencia hegemónica, garante de la libertad y autonomía de las polis, tutora y protectora de Grecia frente a los persas. He aquí pues a los cachos de carne con casco corintio de nuevo vencedores, por los pelos, pero vencedores. ¿Qué harán los action-men favoritos del Peloponeso, ahora que son la vedette principal del cabaret?
Pues demostrar de nuevo su incapacidad política. Su primera decisión, perdonar la vida a Atenas en vez de destruirla para siempre como pedían sus aliados, quizá sea la única jugada inteligente espartana, ya que Corinto y Tebas presentaban un aspecto francamente amenazador, y una Atenas controlada por Esparta serviría de contrapeso para estos dos wannabes. En todo lo demás, Esparta demostrará su torpeza, insistiendo en imponer en todas partes el único modelo político que conoce y le gusta: la oligarquía aristocrática profundamente conservadora. Y al que se resiste, ración de collejas. Resultado: a poco que pudo, Atenas se desembarazó de la tutela espartana para ir por libre, y por toda Grecia arreciaron las protestas y revueltas contra los lacedemonios, que creerán poder dominar el problema a guantazos, no en vano se encuentran en la cumbre de su poder… ¿seguro? Ya habían aparecido algunos síntomas de que algo no es lo que era, pero lo que no se podían imaginar nuestros ultramontanos favoritos es el acelerado hundimiento de su universo particular.
Para empezar, el resultado de la guerra es el empobrecimiento generalizado de Grecia. Quien realmente ha salido ganando con ello es el Imperio persa, que a base de invertir dinero a espuertas ha convertido al supuesto bastión del helenismo, la una, grande y libre Esparta, en una especie de subcontrata. En otras palabras, las polis griegas padecen una crisis tal que sin el dinero oriental tendrían que comerse las estatuas, frisos y columnas jónicas para sobrevivir. Sobre todo, nuestra castrense polis, cuyo adaptable y complejo sistema socioeconómico, admiración de expertos de todas las épocas, sufre más que ninguno. En este escenario, los Estados griegos se han igualado todos por abajo, y el dominio de Esparta es más nominal que real: en cuanto se le reboten las primeras ciudades que tienen el privilegio de disfrutar de la sofisticación política espartana, se verán en tremendos apuros para imponerse. Ahora es el rey persa el que arbitra la política griega, incluso imponiendo a su antojo las condiciones de los acuerdos de paz: la de Antálcidas, a pesar de hablar de garantías de autonomía para las ciudades griegas, se resume en un «dejad hacer a Esparta lo que quiera, que para eso le pago, y no me toquéis la huevada, que iré y os pelaré al cero».
Un ejemplo lo tenemos en la famosa Anábasis o Marcha de los Diez Mil de Jenofonte: baste mencionar que aparte de que no eran diez mil espartanos —nunca hubo tantos guerreros disponibles—, aunque los comandase uno de nombre Clearco, no se trata más que de la demostración palmaria de que los griegos no tienen ni para un currusco de pan. Estos tipos no van a invadir ni castigar a Persia, sino que simbolizan la principal fuente de ingresos de las polis en esta época: son alquilados como mercenarios para intervenir en un conflicto sucesorio persa. Pero algo hay que decir para disimular, que uno es pobre pero digno. Durante algún tiempo, el principal producto de exportación griego a Asia será el recio muchachote con casco, escudo y lanza.
En medio de esta cutrez de río revuelto pobretón, en plena debilidad de las polis más importantes, Tebas decide ir a pescar y se convierte en la potencia emergente que mete miedo por el barrio. Así que allá va Esparta con toda su tradición castrense a cuestas a darle una lección al advenedizo este, a ver qué se ha creído. En la batalla de Leuctra (371 a. C.), los espartanos se llevan la mano de hostias más inesperada y más grande de toda su historia. El strategos tebano, Epaminondas —que con ese nombre sólo podía ser un empollón gafotas—, se cruje alegremente a los lacedemonios con una nueva disposición táctica de la falange, desequilibrando las filas y centrando la fuerza del impacto en el lado derecho de cada formación de hoplitas. La unidad de guerreros de elite homosexuales tebana, el Batallón Sagrado, celebra su particular Día del Orgullo masacrando a los hoplitas espartanos. Esparta, que se presentó con la formación en falange clásica de toda la vida, sin modificaciones, pierde cuatrocientos de los setecientos que presentó en la batalla, y si tenemos en cuenta que por entonces tan solo disponían de unos mil doscientos ciudadanos supersoldaditos, la cosa adquiere tintes de drama. Griego, por supuesto. Los tebanos se presentan a las puertas de Esparta, que no tiene más remedio que armar a los ilotas para que la defiendan. Se consigue salvar la ciudad del enemigo, pero los ilotas de Mesenia se independizan y la Liga del Peloponeso se disuelve: Epaminondas acababa de cargarse de un golpe todo el sistema de alianzas y la economía espartana. Por el simple expediente de probar un sistema nuevo, contando como contaba con que los espartanos se presentarían en el campo de batalla a hacer lo de siempre, de la misma forma que siempre. En solo treinta años, Esparta ha pasado de ganar la Champions a bajar a tercera. Un sopapo del que ya nunca se recuperará.
Para terminar de aderezar el colapso, a mediados del siglo IV a. C. irrumpe en la escena una nueva potencia llamada, esta sí, a dar gloria inmortal a los griegos: los brutos de los macedonios. Porque Macedonia deja la leyenda militar de Esparta en mantillas, por los suelos y con una mano delante y otra detrás. Sin necesidad de someterlos a una educación diseñada por un psicópata, los soldados macedonios son, sin lugar a dudas, los cabrones más duros de la historia de Grecia: una máquina militar arrolladora, un ejército profesional concebido por Filipo II y dirigido magistralmente por su famoso nene, Alejandro el Grande, ese Pedazo de Leyenda que jamás perdió una sola batalla. En la época de la dominación macedonia, Esparta ya es una polis de tercera fila que se enrosca bien fuerte la boina y se niega a participar en nada que huela a política de fuera del Peloponeso. Ni siquiera en la expedición de Alejandro para invadir, esta vez de verdad de la buena, el Imperio persa. Curiosa ironía de la historia para quienes se proclamaban baluartes del helenismo frente a los bárbaros orientales. Para mayor befa, mofa y escarnio, tras la batalla del Gránico, Alejandro enviará como presente trescientas armaduras persas con la dedicatoria siguiente: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos —excepto los espartanos— de los bárbaros que viven en Asia». Ahí, escrito para la posteridad con todas las letras, porque al rey macedonio no le pasó desapercibido el feo detalle de los habitantes de Rusticolandia. Es más, aprovechando que el Hombre está en Persia forjando un imperio, los espartanos se sublevan contra los macedonios y vuelven a recibir un palo de considerable importancia, que definitivamente los borra del mapa político.
En este estado de cosas, en el propio Peloponeso surge una nueva formación política, la Liga Aquea, que seguirá la tradición de atizar al muñeco espartano en varias ocasiones. Después de un siglo entero de este penoso estancamiento, un par de reyes lacedemonios intentarán un renacimiento de la polis por métodos drásticos. Uno es Cleómenes III, quien ante la alarmante escasez de ciudadanos, armará y entrenará a los periecos —una clase social intermedia entre los ilotas y los espartanos, no eran esclavos pero no tienen derechos políticos, y se dedicaban al comercio— al estilo espartiata, por lo cual será tachado de peligroso revolucionario, obviamente. Se aliará con el Egipto Ptolemaico, que como buen Estado helenístico utilizará a la vieja gloria peloponesia como peón de sus manejos políticos. Y se llevará otra tremenda galleta de la Liga Aquea, hasta el punto de que Cleómenes tendrá que huir a Egipto y Esparta se verá finalmente obligada a renunciar a su sistema tradicional y entrar en la Liga en 192 a. C.
Con la llegada de los romanos, Esparta tratará de rascar algo aliándose a ellos, pero el declive es irreversible y los romanos, políticos fríos y calculadores: siendo como es un aliado de cuarta categoría, no tendrán ningún problema en dejarlos colgados cuando les interese. Para la época romana, Esparta se ha convertido en una especie de Bangkok de la Edad Antigua, un reclamo para el turismo morboso; allí se celebran espectáculos violentos donde se torturan muchachos, presentados para los turistas romanos como si se tratase de la original educación espartana. Una Port Aventura sórdida, parodia sanguinaria de la ya de por sí brutal agogé, con gran éxito de público. Esta patética aldea-parque temático acabará su agonía siendo arrasada por los visigodos, en 395 d. C. Y ya está, no hay más, Esparta desaparece; fin de la historia. Una historia donde hay muchos más siglos de decadente aislamiento que de engrandecimiento y desarrollo. Esparta no tomó jamás en serio el liderazgo ni ideológico ni político ni cultural de Grecia, sencillamente porque nunca quiso hacerlo. Si se encontró circunstancialmente en esa posición, se debió a su prestigio militar. Esparta es ni más ni menos que la antítesis de la expansiva, inquieta, revolucionaria e innovadora Atenas.
Párense un momento a considerar lo que representa Atenas hoy en día, capital de Grecia y ciudad mítica, todo un símbolo del saber filosófico, cultural y político, una parte fundamental del patrimonio histórico mundial, respecto a la Esparta actual, que no es más que una refundación debida al capricho de un rey decimonónico. Es muy elocuente por cuanto da la medida del legado de ambas polis a la humanidad; se mire por donde se mire, no hay color. Esparta no resiste la comparación, únicamente deja el ideal del conservadurismo político fuertemente militarizado, la defensa a ultranza del inmovilismo social y la imagen del guerrero invencible. Que incluso, como hemos visto, ni siquiera es cierta; si hay un ejército griego legendario, este debiera ser el macedonio por derecho propio. El balance militar de Esparta tiene más sombras que luces: rigidez, inflexibilidad táctica y cero innovaciones, lo fiaba todo al superior entrenamiento de sus escasos hoplitas y poco más. No hay una sola contribución espartana al «arte de la guerra». Ni tan siquiera se sostiene el mito marxista del presunto protocomunismo espartano. Todas las polis griegas, absolutamente todos los griegos libres estaban imbuidos de un espíritu colectivo, de pertenencia a una comunidad, casi impensable hoy día. La diferencia de los espartanos con el resto es básicamente que se educaban, comían, y pasaban la mayor parte del día en común. Exactamente como en un cuartel.
Es una reflexión interesante preguntarse sobre el mecanismo por el cual esta leyenda mantiene aún tanta fuerza y está tan viva hoy día, mucho más que cualquier otro lugar y época de la Grecia Antigua. También como para asustarse un poco, vistas las filias que provoca el militarismo de corte totalitario. Porque, al fin y al cabo, para resumirlo en una frase, Leónidas se llevó la gloria, pero fue Temístocles quien salvó la libertad de los griegos. Un poco injusto, ¿no creen? ¿Que quién es Temístocles? Pues eso.
Recogiendo el guante del autor, me atrevo a aventurar que el mito de Esparta se sostiene, más que sobre su prestigio militar —muy matizado por el descalabro frente a los tebanos—, en el sometimiento sin fisuras de los individuos a un interés superior. Es tradicional, aunque paradójico, que en las épocas imbuidas de un espíritu de acendrada subjetividad como nuestra querida posmodernidad, se admire la capacidad de anteponer lo colectivo a los propios interés y comodidad de una manera tan radical y extrema. Es verdad que los espartiatas eran unos cenutrios de proporciones épicas, lo cual nunca pasó desapercibido a los griegos; también lo es que no veían más allá del férreo control de su modesto y pobre terreno mediante el esclavismo salvaje. PERO —ay los peros—, eran capaces de los mayores sacrificios por la preservación de lo que ellos entendían por bien común. Sacrificios absolutamente inconcebibles en casi todas las épocas y en esta en particular, en que no somos ni capaces de ir al puto centro en autobús para intentar mitigar los efectos del cambio climático (aunque el depósito haya que llenarlo con oro y platino). ¿Es envidiable o admirable Esparta? Bajo mi punto de vista no. Sin embargo, hay algo en ese desprecio por el propio bienestar en aras del bien común que, comprensiblemente, despierta leves aspiraciones de emulación que, por otra parte son meramente superficiales. Creo que fue Burckhardt el que dijo que cuidado con romantizar la Grecia antigua, ya que ninguna persona en su sano juicio y con aprecio por su vida querría vivir en allí, con su hipercompetitividad y su alegre disposición de vidas ajenas consideradas inferiores. Sin embargo el mito está ahí y de facto es impepinable que unos gañanes de categoría mantuvieron su libertad durante cientos de años. Aquí seguimos discutiendo hoy en día sobre su régimen solo apto para trastornados. No nos gustarán, pero mérito tuvieron.
Nunca me habían explicado tan bien la historia de los griegos, ni me había reído tanto al mismo tiempo. Aplausos!
idem, gracias al autor y a tí por reconocerlo
Pues tenia otro concepto de toda esa historia y aki en estos articulos me ha quedado muy claro. Y la forma de explicarlo me recuerda esa serie en dibujos animados llamada…» Erase una vez…». X cierto, el otro dia en un articulo sobre algo de politica española, uno de los comentarios de los lectores decia q la mejor democracia fue la de Pericles, ese señor tendria q haber leido estas historias q han sido magistrales.
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