Los cómics también dibujan el mapa de Europa, recorren su pasado y nos conmueven con las vidas y las historias que representan. En 1980 Art Spiegelman comenzó a publicar de manera seriada en la revista antológica RAW, que había fundado en Nueva York junto con su esposa, la francesa Françoise Mouly, la historia de su padre Vladek y las penurias que vivió durante el Holocausto. Con la revista RAW querían ofrecer un panorama del cómic alternativo estadounidense y de las principales voces europeas, como, por ejemplo, la del neerlandés Joost Swarte, que ilustró la cubierta del segundo número.
Spiegelman y Mouly buscaban impulsar una nueva percepción del cómic, prestigiar su poder estético, reivindicar una posmodernidad innovadora y experimental dando espacio y libertad creativa a los autores. En esa plataforma, el propio Spiegelman fue introduciendo, en forma de capítulos gráficos, el testimonio de su padre y su propia experiencia, recuperando y representando el horror de lo que habían vivido sus progenitores en la Polonia de los años treinta hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
El cómic utilizó una representación antropomórfica de los personajes, en la que los distintos grupos humanos se identifican con un tipo de animal, así, por ejemplo, los judíos eran ratones, y los nazis, gatos. Las seis entregas que aparecieron en RAW se recopilaron en un primer volumen en 1986, y en 1991 apareció la segunda parte con nuevos capítulos. Este proyecto ganó en 1992 el Premio Pulitzer y ayudó a cambiar la percepción editorial sobre el cómic y su relación con la industria del libro. El cómic de Spiegelman, que recogía y mostraba la etapa más trágica y siniestra del siglo XX europeo, era reconocido en el ámbito literario estadounidense y se abría a nuevos lectores. El testimonio del padre, la biografía dialogada y representada como un proceso existencial de recuperación del pasado del propio Spiegelman, aprendiendo sobre lo que les sucedió a sus padres y a millones de judíos, impactó a una sociedad que en aquel entonces asumía la lectura de los cómics como algo que pertenecía al ámbito de la infancia o al espacio marginal del underground provocador y juvenil.
Muchas décadas después, y ya en el siglo XXI, los cómics han logrado consolidarse en el ámbito de la cultura letrada y comparten un espacio reconocido y valorado junto a las novelas o los libros de poesía en las estanterías de las bibliotecas y las librerías. Han pasado muchos años, pero se podría decir que Heimat, de Nora Krug, es la respuesta gráfica a ese Maus que abrió camino en el aprendizaje del pasado desde los parámetros del cómic. En 2018, la ilustradora germano-estadounidense, afincada por más de dos décadas en Nueva York, publicó un grueso volumen que recogía sus reflexiones gráficas sobre sus propios orígenes. Este libro, que apareció traducido en España en 2020, lleva como subtítulo en la cubierta Lejos de mi hogar, aunque en la portada interior el subtítulo cambia a Lejos de mi país. La dedicatoria por otra parte juega con el pasado y el presente: «A mi familia de entonces y a mi familia de ahora».
Tanto Nora Krug como Art Spiegelman concibieron sus proyectos desde Nueva York. Spiegelman, nacido en 1948 en Estocolmo, pertenece a la primera generación de descendientes de judíos polacos supervivientes del Holocausto. Sus padres, siendo él muy pequeño, emigran a Estados Unidos y se instalan en Nueva York, en la zona de Rego Park, en Queens. Nora Krug nace en Alemania en 1977 y, a comienzos del siglo XXI, se establece en Estados Unidos, en Brooklyn, para realizar sus estudios en la Escuela de Artes Visuales de Nueva York, donde obtiene el título de maestría en Bellas Artes en 2004. Krug no es realmente consciente de todo lo que representa ser nieta de los alemanes que vivieron la Segunda Guerra Mundial hasta que reside lejos de su país de origen. Entender lo que significa ser segunda generación, redescubrir su propia identidad nacional desde Estados Unidos y digerir la vergüenza colectiva que arrastra se convierte en el proyecto de su libro.
A Spiegelman, como creador de cómics que se forma y crece en el underground y la efervescencia alternativa del cómic más vanguardista, le interesó el modelo expresivo del discurso secuencial clásico y establecer una trama definida en páginas de viñetas donde el lector viera la historia de sus padres en la Polonia de antes de la guerra y el testimonio de los horrores que padeció su padre en Auschwitz. Pero Maus significó también la oportunidad de ahondar en la vertiente autobiográfica de las propias angustias del autor: la pérdida traumática de su madre, que se suicida, la memoria de la relación con su padre, las cosas que este le cuenta cuando él todavía es un niño y la convivencia de ambos durante las entrevistas que le hace a finales de los setenta en Nueva York, poco antes de su muerte.
Krug recoge el testimonio familiar desde otra época y otras circunstancias. El cómic como objeto libro ya se ha asentado en la sociedad y es un producto cultural reconocido y canonizado por la crítica literaria. La autora llega a este proyecto desde la expresividad gráfica que busca la belleza estética, no desde las narrativas del cómic underground, en las que no había una preocupación por el uso del color. En Maus, todo el relato está dibujado en blanco y negro y ya desde la cubierta proyecta una gran intensidad y desolación. En ella, las letras que componen el título, Maus («ratón», en alemán), aparecen dibujadas con un trazo rojo sanguinolento. A su lado, una esvástica sellada con la cabeza de un gato que lleva el reconocible bigote de Hitler y, debajo, dos ratones antropomorfos acurrucados y de aspecto vulnerable. Una vez entremos en el relato descubriremos que representan a los padres de Art Spiegelman: Vladek y Anja.
Heimat, por otra parte, es un libro de apariencia muy apacible, en su cubierta, el lector verá a una mujer de espaldas que, apoyada en un bastón y subida en el montículo de una roca, contempla un pueblo desde lo alto. Una imagen que nos recuerda claramente al cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich de 1818 titulado El paseante sobre el mar de nubes, que se encuentra en el museo de arte de Hamburgo. Tanto el paseante de Friedrich como la mujer que pasea de Krug adelantan una pierna y se apoyan en el bastón. No vemos sus caras, pero sabemos que ambos se proyectan en esos personajes que observan el panorama. Las nubes de Friedrich cubrían el paisaje, pero en el dibujo de Krug contemplamos una silueta trazada de casas y árboles, y solo la representación de un avión de hélice en llamas nos hace entender que algo extraño está pasando.
Al adentrarnos en la propuesta de Krug descubriremos que sus memorias tienen un formato híbrido y combinan relato ilustrado, fotografía y cómic para dialogar con sus miedos y su culpa mientras trata de descifrar sus orígenes. Las tapas interiores se abren a dos árboles genealógicos, con fotografías de las caras y cuerpos dibujados, que se remontan a sus bisabuelos: el de la familia de su madre, ubicada en la ciudad de Karlsruhe, y el de la familia de su padre, ubicada en la ciudad de Külsheim.
El capítulo introductorio se construye desde la nostalgia y hace un guiño a la infancia explicando lo que era la marca de apósitos Hansaplast, para luego llevarnos a un recuerdo clave y catalizador de su propuesta: describe el encuentro casual que tuvo, al poco de llegar a Nueva York, con una mujer superviviente de un campo de concentración. Saber que esa mujer se salvó, pese a estar dieciséis veces en la puerta de la cámara de gas, porque la guardiana estaba enamorada en secreto de ella hace que Krug se quede muda. Es difícil reaccionar siendo alemana ante ese recuerdo aterrador de la mujer que acaba de conocer en una azotea. Su relato se ilustra con un collage de dieciséis fotografías de guardianas en un lado, mientras en el otro dibuja un horizonte de atardecer rojizo de tejados neoyorkinos con depósitos de agua. Allí transcribe las amables palabras de la superviviente, que concluye que todo eso pasó hace mucho tiempo y que cree que las cosas han cambiado y que a ella la han debido criar unos padres cariñosos.
El libro da paso a catorce capítulos, y el primero arranca con un recuerdo de 1980 donde explica que el patio trasero de su casa de Karlsruhe, al sur de Alemania, estaba junto a una base estadounidense, por lo que podía ver y escuchar a los aviones despegando y aterrizando. En la foto que acompaña a esa reflexión aparecen su madre y ella de niña y un avión levantando el vuelo. Datar la sensación del pasado ominoso es parte del proceso que fragua el sentido de su existencia. Así buscará explicar a través de un texto sencillo y confesional el significado de las palabras. No recuerda la primera vez que escuchó la palabra konzentrationslager (que aparece escrita con mayúsculas), pero siente que tuvo conciencia de ella antes de saber del Holocausto.
La pérdida de la inocencia se dibuja como un cuento ilustrado en el que muestra el horror del pasado mezclado con su propia sensación de profunda culpa. A sus recuerdos personales dibujados se suman imágenes reales y fragmentos de la historia, fotos de las mujeres alemanas que fueron obligadas por los aliados a mirar los cadáveres de los campos de concentración para que fueran testigos conscientes de lo que había sucedido cerca de sus casas. Una impresionante foto en blanco y negro con dos carros llenos de cadáveres desnudos y famélicos camino del cementerio sirve para atestiguar el espanto de lo que pasó. El hermoso libro de dibujos va marcando otra realidad. Su adolescencia se ha fraguado con excursiones a los campos de Francia, Alemania y Polonia que se han transformado en museos. Krug en 1994 visita el campo de exterminio de Birkenau y fotografía la desolación y el espanto de sus compañeras de clase, todas juntas sienten una culpa colectiva.
Los planes de estudio las obligan a analizar el discurso de Adolf Hitler, a ser conscientes de lo que había sucedido y a borrar términos potencialmente conflictivos de su vocabulario como «héroe, victoria, batalla y orgullo». El libro habla abiertamente de lo que no se dijo, de los fragmentos de la historia que no se contaron, de lo que no se supo y sucedió cerca de su propia ciudad. No le enseñaron la letra de su himno nacional, ni viejas canciones populares y eso hizo que le costara comprender el significado de Heimat, la palabra que da título a la traducción española del libro. Curiosamente en inglés el libro se titula Belonging, y lleva como subtítulo A German Reckons with History and Home. La palabra belonging («pertenencia») quiere acercar a los lectores anglosajones al concepto buscado por el libro. Pertenecer, pero también hacer cuentas, pararse a reflexionar sobre la historia colectiva y los orígenes familiares. Y mientras Krug en una página nos explica que la palabra Heimat tiene varios significados, entre los que destaca la sensación de familiaridad frente a un paisaje, denota también el lugar en el que ha nacido una persona, donde ha socializado por primera vez, construyendo su propia identidad. En la siguiente página aparece representado el personaje del cuadro de Caspar David Friedrich contemplando unas nubes entre azuladas, blancas y rojizas, mientras la autora se interroga y escribe en esa misma página: «¿Cómo vas a saber quién eres si no entiendes de dónde vienes?».
Art Spiegelman y Nora Krug se enfrentan a interrogantes parecidos con tres décadas de diferencia, entender el abismo del dolor y el de la culpa, el de la incomprensión silenciosa y el miedo frente a la verdad. Art había perdido a su madre y su padre había borrado la memoria de lo que ella hubiera querido contarle del propio horror que vivió. Nora emigra a Estados Unidos y siente una profunda nostalgia y la culpa colectiva, contrasta el sabor de la añoranza con el peso de la culpa tratando de disimular su acento. Ambos arrastran los estereotipos de sus orígenes y se buscan en otros interlocutores, él se casó con una mujer parisina, y ella, con un hombre judío de Nueva York y de ascendencia alemana por parte de madre.
La propuesta de Nora Krug profundiza en sus propias inseguridades y en la evolución de su nostalgia y su yo alemán como posibilidad existencial. Los años van pasando y la idea de Alemania se transforma en un anecdotario de palabras, eventos y sensaciones sobre debates y temas variados. La hibridez de su propuesta, primorosamente ilustrada, combina recuerdos, relatos y testimonios. Debates televisados sobre la bandera nacional en el Mundial de Fútbol de 2014 y el rastro que se construye en las redes sobre cómo se percibe a los alemanes. Pero el álbum familiar se va abriendo con fuerza a lo largo del libro y aparece la historia de su tío, un soldado nazi muerto durante la guerra y enterrado en Italia. Los restos que quedan de él son los cuadernos escolares impregnados de la tóxica ideología nazi y decorados con esvásticas. El padre de Nora Krug, que nace tras la guerra, en 1946, hereda el nombre de su hermano muerto y buscará su tumba. Willi, el abuelo materno de Nora Krug, se unirá al Partido Nazi en el 33 y, tras la guerra, será declarado «cómplice». La autora reproduce a su manera las cosas que encuentra en el expediente de apelación de su abuelo mientras intenta que le rebajen de «cómplice» a «seguidor». Entre las cartas sobre su abuelo Willi está la de un amigo, casado con una mujer judía, que defiende su inocencia. La autora sigue su rastro en Florida y conversa con su hijo, que trata de ayudarla para que no se sienta culpable.
Heimat es un libro de memorias ilustrado, híbrido por sus fotografías y la magnitud de sus textos, pero impregnado de vidas narradas en forma de historieta. Quizá, si su autora no hubiera emigrado a Nueva York, jamás hubiese sentido esa nostalgia, esa curiosidad y esa necesidad de conocer su pasado familiar y asimilar el peso de la historia. La distancia le dio la capacidad para ver desde arriba el complejo paisaje de la vida, el daño y la culpa.
No sé si los judíos son malos, pero se comportan como nazis desde hace años.